lunes, 10 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 1





TENÍA una amante su marido? Pálida, horrorizada, Paula permaneció inmóvil, atónita, en el vestíbulo, sin darse cuenta de que estaba poniendo perdida la alfombra nueva. Atravesó la puerta principal con la mirada fija en la prenda interior rosa, tirada sobre el primer escalón. No quería moverse, temerosa de descubrir más ropa decorando la escalera de madera, que desaparecía haciendo una curva. El corazón le retumbaba. Aquellas braguitas eran muy seductoras, y definitivamente no eran suyas. Era el tipo de prenda que lucían las modelos en las revistas, y estaba en su casa. Pero, ¿cómo había llegado allí? 


Paula abrió inmensamente los ojos grises y se quedó en blanco, observando el ridículo lazo que adornaba los bordes de seda de la prenda. ¿Quién podía llevar algo tan incómodo y poco práctico? ¿Y qué hacía ahí, tirado en medio de la escalera? La sospecha comenzó a embargarla. 


Había demasiados cabos sueltos. Apenas podía respirar. Cada vez que lo hacía, sentía un intenso dolor en el pecho. Se sentía fatal. Gimió y cerró con fuerza los ojos, luchando contra la sensación de náusea y de debilidad que había estado padeciendo durante toda la mañana. 


Ladeó la cabeza y escuchó con atención, tratando de oír los ruidos que la orgía debía producir. 


Al menos, risas femeninas sofocadas. 


Pero los albañiles se habían ausentado durante un par de semanas, y solo oyó el ruido de la lluvia torrencial sobre el tejado. ¿Sería una buena señal? 



Paula se estremeció y se desabrochó el abrigo mojado. No era el catarro lo que la hacía sentirse mal, sino el miedo y la decepción. Estaba tiritando. Las pruebas del delito comenzaban a asustarla. Número uno: una mujer, sexualmente activa, había dejado caer aquella prenda íntima en la escalera de su casa. Paula se mordió el labio inferior, comprendiendo por qué había llegado a aquella conclusión en primer lugar. Ella no era una mujer sexualmente activa. Pedro y ella llegaban tan cansados del trabajo, que apenas se veían. Y menos aún hacían el amor. Por eso usaba ropa interior práctica, no prendas de revista. 


Número dos: minutos antes, mientras se ponía las botas en el coche, imprescindibles en aquel lluvioso mes de junio, había visto que las cortinas del dormitorio principal estaban echadas, cosa increíble en pleno día. El hecho la había sorprendido tanto, que se había olvidado del paraguas en el coche. Por eso se había calado el pelo mientras, atónita, observaba la ventana como una idiota, tratando de comprender qué estaba sucediendo. 


Debía de haber ladrones, había pensado al principio. Pero la ocurrencia era una estupidez. 


Ningún ladrón se habría molestado en echar sólo las cortinas del dormitorio principal únicamente mientras saqueaba toda la casa. Eso la había llevado al punto tres. Solo una persona tenía llaves de la casa, aparte de ella: su marido.Paula desvió entonces la vista hacia el granero, delante del cual aparcaba siempre Pedro el coche. Fue un alivio verlo allí, en lugar de la camioneta de los ladrones. Entonces pensó que Pedro debía haber vuelto a casa antes de tiempo, como ella, por culpa del mismo constipado. En sus prisas por atender a Pedro, Paula había tropezado y caído de bruces al barro, maldiciendo el día en que decidieron mudarse a vivir al campo. Pero eso último no era ninguna novedad. Ella se había puesto en pie y había seguido corriendo, soñando con acurrucarse junto a él frente a la chimenea, mientras ambos se sonaban la nariz. 


¡Ah! Lo más probable era que Pedro no tuviera ningún constipado. Los ojos de Paula brillaron resentidos y rabiosos. Quizá fuera otra cosa lo que lo hubiera tumbado. Otra persona, de hecho. 


Ella hizo una mueca, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Lo amaba. Adoraba todo en él. Y, como siempre, se precipitaba a sacar conclusiones cuando lo más probable era que hubiera una explicación perfectamente sencilla e inocente. 


Pero... la prenda íntima sobre las escaleras, su marido en casa, las cortinas echadas... todo resultaba desalentador. Paula se apartó el pelo de la cara y, por fin, las gotas de agua dejaron de resbalar por su rostro, nublándole la vista. Tenía que averiguar la verdad. 


Consciente apenas de que no se había quitado las botas llenas de barro, y de que estaba manchando la casa, Paula se acercó al pie de la escalera y se agarró a la barandilla nueva evitando desmayarse. Tenía un nudo en la garganta, era incapaz de razonar y arrojar alguna luz sobre lo que estaba ocurriendo. Pero estaba segura de que debía haber una explicación. Él jamás la traicionaría. «No, Pedro no», se repetía una y otra vez, estrujándose los sesos. 


Quizá se hubiera puesto enfermo. Quizá, antes de volver a casa, le hubiera comprado ropa interior erótica para animar su inexistente vida sexual y, por accidente, alguna prenda se hubiera caído de la bolsa, mientras subía las escaleras. Le dolía la cabeza. Paula se detuvo un momento, esperando que se le pasara el mareo. El constipado la hacía sentirse débil. Le había costado un gran esfuerzo volver de Londres, tras sentir que se desmayaba de camino al trabajo.


Y el viaje había sido agotador: dos largas caminatas, dos estaciones de metro, una hora de viaje en tren, y veinte minutos conduciendo. 


Por lo general, ella pasaba todo el día fuera de casa. Era ejecutiva financiera de uno de los más importantes almacenes de moda de Knightsbridge, en Londres. Aquel día, Paula había decidido volver a casa antes de tiempo. Y ojalá no lo hubiera hecho, pensaba mientras las dudas la carcomían, aterrorizada ante la posibilidad de que Pedro estuviera en el dormitorio con otra mujer. Ella alzó la cabeza y, para su desesperación, observó de pronto otra prenda, unos cuantos escalones más arriba. Era una media de seda. Su pareja estaba enrollada de manera erótica sobre la barandilla de la escalera. 


—¡Oh, Pedro! —exclamó Paula en un tono trágico, esperando aún que hubiera una explicación racional para todo aquello—. ¡Por favor, no estés en el dormitorio! ¡No podría soportarlo! 


Pedro lo era todo para ella. Por él, había accedido incluso a mudarse a aquella horrible casa, rodeada de barro, con un ático lleno de ardillas que no dejaban de correr durante toda la noche.Paula había tratado de hacer caso omiso de las arañas, que aparecían por los rincones más inconcebibles de la casa. Cualquier cosa, con tal de hacerlo feliz. Porque habían sido felices, ¿o no? Dos años antes, el día de su boda, él le había jurado amor eterno y había atravesado el umbral de la puerta de aquella casa campestre de Deep Dene con ella en brazos, señalando orgulloso las enormes posibilidades del lugar, mientras Paula solo veía en ella abandono y aislamiento. Pero, por él, ella había funcionamiento de la cocina y el horno. 


Criada en la ciudad, Paula soñaba con calles pavimentadas, carreteras alquitranadas llenas de tráfico e inhalaciones de monóxido de carbono. Pedro, en cambio, adoraba Deep Dene y sus vigas antiguas de madera, sus chimeneas y los cinco acres de jardín, por lo que ella había acabado cediendo, horrorizada. Y así, tras contratar a un constructor, ambos habían comenzado sus viajes diarios a Londres, al trabajo, desde su futura casa de ensueño en Sussex Downs. Aquello era una pesadilla. 


Paula se quedó pensativa. Quizá el problema fueran aquellos largos viajes diarios al trabajo. 


Apenas se veían. Hacía siglos que no se abrazaban, semanas y semanas que no hacían el amor. 


Ella llegaba tarde a casa y metía algo en el microondas. Pedro volvía a altas horas de la noche, a veces demasiado cansado incluso para pronunciar palabra. Y era demasiado viril, demasiado masculino como para permanecer célibe durante mucho tiempo. Era justo en esos momentos cuando los hombres se extraviaban. 


—¡Pedro, no me hagas esto! —susurró Paula suplicante, sintiendo un insoportable dolor en el estómago que no sabía si achacar al resfriado o al miedo. 


Ella subió con lentitud las escaleras. Su frente sudaba, fría. Estaba más enferma de lo que creía. 


Fue entonces cuando oyó voces. Eran débiles, distantes, y procedían del dormitorio principal.


De inmediato, la hipótesis de la vuelta a casa de Pedro, con compras de lencería, quedó descartada. Paula pudo identificar su voz firme, profunda, y enseguida escuchó la de una mujer desconocida. 


—¡No, no! —negó inútilmente. 


Había una mujer en el dormitorio. Sin ropa interior. Con su marido. Paula tragó. No había que ser un genio para imaginar lo que estaba ocurriendo. Ella se quedó paralizada a causa del shock, mientras la cabeza le daba vueltas, escuchando aquellas voces en su mente. No podía soportarlo. 


Amaba a Pedro. Confiaba plenamente en él. No podía ser cierto. Tenía que haber un error. 


Quizá hubiera alguna otra explicación, quizá quedara otra alternativa: la salida del cobarde. 


Paula se imaginó a sí misma atosigada por las explicaciones de él acerca de reuniones de trabajo, de preparativos de fiestas sorpresa... Pero luego imaginó las dudas que corroían su interior, silenciadas para siempre ante el miedo a la verdad. No, jamás podría vivir consigo misma, ni con Pedro, a menos que supiera a ciencia cierta si le había sido infiel. Debía saber si la había engañado en su propia casa, en su propio dormitorio. Y, por supuesto, no tenía más alternativa que subir. Ella alzó la cabeza y observó aterrada las escaleras, deseando encontrar una explicación. Quizá aquella mujer fuera diseñadora de interiores, experta en tapicerías, y hubiera corrido las cortinas para... para... 


Paula se llevó el puño a la boca desesperada, tratando de ahogar un grito. ¿Y la ropa interior?, ¿para qué, por qué iba nadie a quitárselas? Ella siguió subiendo y vio otras... cosas más allá, cosas de las que no fue capaz de apartar el ojo. Era imposible, Pedro la amaba. Pero quizá no la amara ya más. Quizá la hubiera amado, hacía tiempo. ¿Cuánto tiempo hacía que no hacían el amor, que no se procuraban afecto? Demasiado. En realidad, llevaban vidas separadas. 


Paula comenzó a sentirse culpable. Había estado demasiado ocupada, demasiado cansada... pero hacían falta dos para bailar el tango. También él había alegado cansancio y agotamiento. 


Pero agotamiento, ¿de qué?, preguntó una voz suspicaz en su mente. 


Pedro siempre llegaba cansado a casa. Era como estar casada con un hombre invisible. Algunos días, lo más cerca que estaba de él era cuando se levantaba de madrugada para plancharle la camisa. Él utilizaba dos camisas limpias al día, a veces tres. Tras quemar un par él, una mañana con la plancha, ella había decidido ocuparse de esa tarea. En aquel momento se preguntaba si no habría estado preparándolo para su amante. 


Paula se armó de valor y siguió subiendo, sin mirar los zapatos rojos de tacón. Eran zapatos de fulana. Más arriba un sujetador, un liguero y una camiseta. Luego una camisa azul de ejecutiva, una falda y una chaqueta, tiradas de forma artística encima del último escalón. Tenía la boca seca. Cada escalón era como la cima de una alta montaña, acercándola cada vez más a la temida verdad. Apenas oía las voces de Pedro y aquella mujer; no podía oír lo que decían, tal era el retumbar de su corazón. El cuerpo le pesaba. Rogaba por que todo fuera un sueño, una alucinación. Soñaba con despertar y reír a carcajadas, junto a él, mientras la abrazaba, juraba que jamás miraría a otra mujer, y reconocía que en los últimos tiempos la tenía muy abandonada... 


Había llegado el momento, se lamentó ella. Había alcanzado el final de las escaleras.Paula sollozaba y jadeaba sin control mientras observaba un par de piernas femeninas desnudas. 







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