jueves, 16 de julio de 2015

VOTOS DE AMOR: SINOPSIS




¿En la prosperidad y en la adversidad?


«Abandono». La palabra se le atragantaba a Paula Chaves. 


¿Cómo se atrevía el marqués Pedro Alfonso a acusarla de haberlo abandonado? Su boda había sido precipitada, pero la pérdida de su hija había destrozado a Paula, que no había encontrado ningún apoyo en él.


Después de haber reconstruido su vida, Paula tenía que intentar valerse de su nueva seguridad en sí misma para enfrentarse a su poderoso esposo y divorciarse como iguales. Pero, al volver a ver a Pedro, la tentación de llevar de nuevo la alianza matrimonial fue insuperable.


Paula debía decidir, al tiempo que salían a la luz secretos largo tiempo ocultos, si Pedro seguía siendo suyo.







UNA MUJER DIFERENTE:EPILOGO




Un año después...


VAMOS, Pedro.


—No. Es Nochebuena. Hemos disfrutado de una buena cena... de un gran postre... y lo único que deseo ahora es relajarme.


Paula dejó que el silencio se extendiera, quebrado únicamente por el fuego al crepitar en la chimenea. Luego preguntó otra vez:
—¿Por favor? Una rápida.


Pedro soltó un suspiro abnegado y se acomodó más en el sofá de la casa que habían comprado en las afueras de la ciudad. Apartó la vista del fuego y miró a su esposa, sentada junto a él.


—Todas han sido rápidas últimamente. Ese es el problema.


—Estoy segura de que esta vez lo harás mejor —indicó ella.


—Lo habría hecho mejor la última vez si no te hubieras puesto ese maldito camisón para distraerme —gruñó, sintiendo que se excitaba con solo recordarlo. Le encantaba ese camisón blanco en Paula. Bajó la mano para capturar los dedos delgados que se deslizaban por su costado hacia el punto sensible que tenía bajo las costillas y la miró. El corazón le dio un vuelco.


Recién salida de la ducha, se había puesto el chándal rosa y las zapatillas de piel para mantenerse cálida durante la cena. 


Sabía lo suave que era la piel de ella bajo el esponjoso algodón. Con las manos y con la boca había explorado cada hueco delicado y cada curva femenina... algo que planeaba repetir muy pronto en la cama enorme que tenían.


¡Desde luego, no quería perder tiempo jugando al ajedrez!


Abrió la boca para decírselo... pero la volvió a cerrar al encontrarse con su mirada. Los ojos azules tenían una expresión expectante y esperanzada y los labios esbozaban una sonrisa seductora.


Suspiró, reconociendo la derrota, y le soltó la mano.


—De acuerdo. Jugaré. Pero solo una partida.


—¡Estupendo!


Saltó a buscar el tablero mientras Pedro colocaba una mesa pequeña y dos sillas junto al fuego. Paula se sentó frente a él y de inmediato comenzó a distribuir las piezas.


En un tiempo ridículamente breve, Pedro comprendió que tenía problemas.


—¿Pedro?


—¿Hmmm? —levantó un caballo.


—Hagamos una apuesta.


La miró... algo que había intentado evitar porque le había estado dando vueltas a un peón suyo contra los labios desde que lo capturó. Nunca había visto una distracción más injusta y freudiana.


Se reclinó en la silla y la miró con los ojos entrecerrados.


—¿Qué clase de apuesta?


—Oh, no sé. Una apuesta amistosa para hacer interesante la partida —movió el peón en un gesto vago, luego se lo llevó otra vez a los labios mientras fingía que reflexionaba—. ¿Qué te parece si en caso de que gane yo, abrimos los regalos esta noche?


Esa noche ya había trazado planes, que involucraban tener a Paula desnuda en sus brazos delante de la chimenea.


—Y si ganas tú —continuó ella—, los abrimos por la mañana.


Pedro apretó la mandíbula. La veía demasiado segura como para sentirse a gusto aceptando.


—Ya habíamos acordado abrirlos por la mañana. No creo... —calló al sentir el pie descalzo de ella por debajo de la pernera del pantalón. Le acarició la pantorrilla y luego retiró el pie. De pronto volvió a sentirlo por la parte interior del muslo, en busca de ese sitio que interfería con sus pensamientos. Se retiró fuera de peligro—. De acuerdo —gruñó—. Acepto —con gesto lóbrego, movió el caballo.


Dos movimientos más tarde, Paula declaraba:
—Jaque mate —le sonrió al ver su expresión aturdida, se levantó y le dio una palmadita en la cabeza—. Iré a buscar los regalos. Los míos están en el dormitorio.


Con un suspiro, Pedro se puso a guardar las piezas. 


Era evidente que se había equivocado al enseñarle a jugar al ajedrez. Se levantó, se estiró y después retiró de debajo del árbol el regalo que le había comprado. Observó el pino grande. Abrir los regalos no les llevaría mucho tiempo. El olor a pino y el resplandor de las luces sobre la piel desnuda de Paula le estaban dando una idea fantástica...


Paula regresó unos momentos más tarde con el camisón puesto y descubrió a Pedro sentado en el sofá con expresión satisfecha en el rostro. Más allá, vio la almohada y la manta que había colocado bajo el árbol. Cuando se trataba de hacer el amor, su marido desconocía el significado de la palabra «suficiente». Lo cual le encantaba.


Se reunió con él en el sofá y se sentó con las piernas dobladas bajo su cuerpo.


—Tú primero —dijo Pedro, y le entregó su regalo.


Paula lo aceptó y con cuidado quitó el papel plateado para revelar un estuche negro de terciopelo de forma oblonga. 


Levantó la tapa y se quedó boquiabierta con lágrimas en los ojos.


—Oh, Pedro... —era un collar con un solitario, que hacía juego con el anillo de pedida. Lo alzó y lo vio centellear a la luz de la chimenea—. Es deslumbrante. Es precioso. Es... vaya, es un Moustier.


—Sí, bueno... —hizo una mueca.


—¿Me ayudas a ponérmelo? —contuvo una sonrisa.


Le dio la espalda y Pedro le abrochó con destreza el pequeño cierre. Cuando volvió a girar, él contuvo el aliento. El diamante colgaba en la profunda V del escote del camisón, justo entre sus pechos.


—Estás preciosa, cariño —musitó. Quiso tomarla en brazos, pero Paula lo frenó con gentileza.


—Es tu turno —le entregó un paquete grande.


—Mmm, ¿qué podrá ser? —comentó... como si no lo hubiera agitado cien veces desde que lo descubrió en el armario. 
Arrancó el papel y esbozó una sonrisa enorme al abrir la caja. Justo lo que había esperado. Sacó el jersey marrón que ella le había tejido—. Es precioso, cariño —observó cómo se le iluminaba la cara y añadió—: Pero... —titubeó.


—Pero, ¿qué?


—Pero ahora que ya no tengo mi madeja de lana, ¿con qué voy a jugar? —la miró significativamente.


—Con esto —sonrió al entregarle otro envoltorio.


Pedro lo aceptó con curiosidad. Ese sí lo tenía desconcertado, ya que al agitarlo no había descubierto nada.


Y cuando arrancó el papel, al principio pensó que la caja estaba vacía, ya que no vio más que papel fino. La miró desconcertado.


—Vuelve a mirar —la voz de Paula sonaba extrañamente emocionada.


Él apartó el papel y descubrió un par de hilos de lana unidos.


Uno rosa y el otro azul.


El corazón de Pedro se desbocó. Experimentó un nudo en la garganta, pero se obligó a hablar.


—¿Estás...?


—Sí, estoy embarazada... ¡estamos embarazados! —exclamó antes de que él pudiera terminar la pregunta. Se arrojó a sus brazos con una sonrisa deslumbrante en la cara.


—Oh, cariño.. —se le quebró la voz. La sentó en su regazo y enterró la cara en el cabello suave—. ¿Cuándo? —logró preguntar.


—Dentro de siete meses. Nuestro bebé nacerá a finales de julio —Paula jamás había esperado ver una expresión tan maravillada en la cara de Pedro.


—Oh, Pau, te amo tanto.


La abrazó y ella apoyó la mejilla en el corazón de él. Sonrió al sentir un beso en la cabeza y extendió la mano grande de Pedro sobre su estómago aún liso. Sabía que en un minuto se iban a tumbar ante el fuego a hacer el amor. 


Establecerían otro recuerdo, otro vínculo en la cadena de su vida en común.


Atesoraba esos momentos en que estaba dentro de ella, lo más próximo que podía tenerlo. Pero también saboreaba esos momentos en que, cobijada en sus brazos, sabía que estaba segura y a salvo.


Y era amada.



Fin






UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 29



Aquella noche,Paula se detuvo un momento en el exterior de la cafetería. Incluso para su mirada crítica, la decoración parecía un éxito.


Las mesas redondas de metal habían cobrado elegancia al cubrirlas con manteles rojos y centros de flores de pascua. 


La velas distribuidas entre las flores le daban a la sala un resplandor íntimo. Un colorido árbol de Navidad dominaba un rincón, el otro estaba ocupado por la barra improvisada. 


Las mesas con refrescos se alineaban cerca, y el delicioso aroma a pavo y jamón impregnaba la atmósfera. El aire vibraba con el zumbido de conversaciones y suave música rock.


Casi todos reían y charlaban en pequeños grupos. Los recién casados, Jack y Sharon Davies, ya habían empezado a bailar en el espacio dedicado para ello. Ken Lawson se hallaba detrás de la barra, y Matthew y Jennifer Holder se ocupaban de la mesa de los refrescos. Todos daban la impresión de estar pasándoselo en grande, como si se sintieran felices de encontrarse allí.


Excepto ella.


Miró otra vez alrededor, pero no vio a Pedro. No había querido asistir a la fiesta anual que daba Kane Haley, S.A., pero no había sido capaz de negarse. No cuando Julia necesitaba su ayuda.


Abandonar la habitación de Pedro había sido lo más duro que había tenido que hacer en la vida. De vuelta a su propio cuarto, había sabido que no podía quedarse en el hotel con él tan cerca, de modo que había metido en la maleta toda la ropa que antes había guardado con tanto cuidado y llamado un taxi para realizar toda la vuelta hasta casa. El precio había merecido la pena. Cada kilómetro que establecía entre Pedro y ella era un kilómetro más que ponía entre ella y la tentación de correr a los brazos de él.


No había llorado durante el largo viaje. Pero al ver a Jay y contarle lo sucedido, el pesar por lo que pudo ser creció en su interior y se desbordó en lágrimas. Jay la había consolado con abrazos y helado. Había escuchado con paciencia, discutido cada detalle, hasta que Paula llegó a la conclusión de que no habría podido hacer nada más. No después de descubrir que Pedro no la amaba.


«Sí, hice lo correcto al irme», pensó mientras arreglaba una bandeja de zanahorias. Era una pena que fuera tan doloroso.


Pero, doloroso o no, necesitaba continuar con su vida. Dejar todo atrás.


—¿Y si Pedro aparece por la fiesta? —le había preguntado Jay con preocupación mientras la peinaba—. ¿Qué harás entonces?


—Tendré que verlo. No puedo estar escondiéndome siempre de él —había respondido—. Huir fue la única solución que se me ocurrió en su momento, pero no quiero que se convierta en un estilo de vida.


Su amor por Pedro, «mi anterior amor por Pedro», se recordó con severidad mientras distribuía más albóndigas de carne, no era nada más que un estado mental que se alteraría con el tiempo, la fuerza de voluntad y un montón de afirmaciones. No una enfermedad.


Aunque al terminar la tarea, y algo enferma por la tensión, volvió a mirar en torno a la sala. Estaba a punto de ir a reunirse con Julia, a quien había visto sola junto al árbol de Navidad con las manos apoyadas sobre el pequeño montículo que era su estómago, cuando divisó a Pedro.


Fue como si un puño se cerrara sobre su corazón y como si el estómago se le encogiera. Unos escalofríos recorrieron su espalda. Pedro tenía una copa en la mano y la otra metida en el bolsillo de la chaqueta oscura. Se encontraba al lado de Kane y Maggie. Esta dijo algo, y cuando él ladeó la cabeza para escuchar, esbozó su típica sonrisa.


A Paula se le resecó la boca. Se volvió y casi se lanzó sobre la barra improvisada que había en una esquina. Necesitaba una copa.


Pero antes de poder llegar allí, Brandon llegó hasta su lado.


—Eh,Paula, pensé que nunca llegarías —la contempló de arriba abajo con su mirada brillante y feliz—. Vaya, estás magnífica.


—¿Sí? —miró por encima del hombro para ver qué hacía Pedro en ese momento.


—Sí —la voz joven de Brandon irradiaba admiración—. Te sienta muy bien el rojo.


Al volverse hacia él, comprendió que le estaba haciendo un cumplido.


—Gracias, Brandon —se pasó una mano por la falda—. Tú también estás bien.


Llevaba una chaqueta informal para la ocasión y una corbata de fantasía. Al oír el halago se puso rojo.


—¿Quieres bailar? —soltó.


¿Salir a la pista? ¿Donde Pedro podía verla? No, no quería bailar. Pero en ese momento se encontró con los ojos esperanzados de Brandon y supo que esconderse ya no era una opción. Irguió los hombros y sonrió.


—Sería agradable, Brandon.


Clavó la vista en el rincón más apartado de Pedro, pero Brandon la condujo al centro de la pista. Estaba sonando una canción movida, con un ritmo latino. Paula intentó bailar con discreción, manteniendo muchos cuerpos entre el último sitio donde había visto a Pedro y ella. Cuando al fin se detuvo la música, respiró aliviada.


—Gracias, Brandon —musitó jadeante—. Ha sido divertido. De verdad...


Un toque ligero sobre el hombro la hizo olvidar lo que iba a decir. Contuvo el aire y giró.


Detrás de ella se hallaba Artie. Le sonrió, y su cara se arrugó como la de un sabueso tierno.


—¿Le gustaría bailar, señorita Paula?


En ese momento sonó una pieza lenta. Paula siguió los pasos cortados y artríticos de Artie con una mano apoyada en el hombro inclinado y la otra en la palma de la mano de él.


Cuando la música terminó, Paula se volvió al sentir otro contacto en el brazo. En esa ocasión era Frank Stephens.


Y así transcurrió la velada. Un hombre tras otro, un baile tras otro. Circundó la pista con James Griffin, Ralph Ries y luego otra vez con Brandon. Hasta Kane Haley pidió una pieza. 


Paula jamás había sido tan popular y tan buscada.


Pero ella no dejaba de pensar en Pedro, de estar atenta a verlo. La aprensión por un posible enfrentamiento la ponía tensa, pero él no se le acercó. Al parecer había decidido dejarla en paz. Paula comprendía que era lo más sensato, pero no pudo evitar que la dominara una oleada de tristeza.


—Es una gran fiesta —comentó Ken Lawson, su pareja de baile en ese momento—. Pero has descuidado una cosa... —movió la cabeza con pesar.


—¿Qué?


—El muérdago. Brandon se quejó de ello y he de reconocer que el chico tiene razón.


—Por lo que he oído junto al dispensador de agua, no te escudas en el muérdago para besar a una mujer, Ken —sonrió levemente.


—¡Eh! —trató de parecer ofendido, pero sin mucho éxito—. Deja que te diga que esos rumores desagradables son mentira... todos. Soy un tipo anticuado. Conozco el valor de una gran tradición navideña.


Él alzó la vista un segundo y Paula comprendió que la estaba guiando hacia el muérdago que había colgado en un rincón de la sala. Ken ya había sorprendido a varias mujeres bajo el ramillete, y al parecer ella iba a ser su siguiente víctima.


Pero antes de que pudiera conseguirlo, los interrumpieron.


—Es mi turno —anunció una voz profunda detrás de ella.


Paula sintió un nudo en la garganta. Alzó la vista hacia Pedro.


Él la miró unos segundos, luego miró a Ken, quien daba la impresión de querer protestar. Pero tras un breve vistazo a Pedro, cedió con un suspiro.


—Muy bien. Nos vemos luego, Paula.


—Yo no contaría con ello —murmuró Pedro mientras Ken se alejaba—. Hola —susurró al concentrarse en ella.


—Hola —repuso al rato.


—Me alegro de que vinieras.


—Y yo también —era evidente que podía charlar con él sin desmoronarse. Nada muy ingenioso, pero...


La música volvió a sonar.


—¿Quieres bailar?


—Yo, verás... —sintió alarma. Pretendía decir que no, pero antes de que pudiera articular una negativa cortés, Pedro le había pasado la mano por la cintura y se movían por la pista. 


Sabía que temblaba, pero Pedro no parecía notarlo.


—Estás preciosa esta noche vestida de rojo —no había nada ligero en el tono de voz de Pedro.


Y de repente Paula comprendió que no tendría que haber vuelto, no debería haber corrido el riesgo de verlo tan pronto. Jay había tenido razón; no estaba preparada. Amar a Pedro no era un estado mental del que pudiera obligarse a salir, sino el estado en el que se hallaba su corazón. Y necesitaba tiempo para sanar.


No podía soportarlo. Intentó soltarse, pero esa vez Pedro no la dejó escapar. Se detuvo.


—Paula —susurró—. Alza la vista.


Sin pensarlo, obedeció. Vio el muérdago y luego los ojos de él. Cerró los propios para escapar a su mirada oscura al tiempo que la boca de Pedro se cerraba sobre la suya.


Volver a besarlo era el cielo... y el infierno. Sus labios eran tan persuasivos. Posesivos. No fue un beso largo, pero la marcó profundamente. Y en cuanto él levantó la cabeza, se separó de sus brazos.


Pedro seguía sosteniéndole la mano. Respiró hondo y alzó la barbilla.


—Necesito volver al trabajo. Comprobar que no falta nada.


Pero él no dio la impresión de oírla. Sin soltarla, la condujo por entre los bailarines y más allá de la puerta del salón.


Pedro... aguarda. Espera un minuto.


Durante un momento los envolvió la oscuridad. Luego él la soltó y activó un interruptor en la pared. La luz del techo se encendió.


Paula parpadeó y miró alrededor confusa.


—¿Dónde estamos?


Ni se molestó en apartar la vista de ella.


—Creo que en la despensa.


Sobre estanterías metálicas había apiladas enormes latas de verduras. También había diversas ollas y sartenes.


—¿Y qué hacemos en la despensa? —preguntó sin mirarlo a los ojos.


—Necesitamos hablar.


—Ya lo hemos hecho, Pedro.


—Tú sí... —movió la cabeza—. Pero yo no.


Las mejillas de ella se encendieron, luego volvió a palidecer.


—Sí —musitó—. Lo sé.


—Paula... por favor —dio un paso hacia ella, pero se detuvo al verla retroceder. Bajó las manos. Sus ojos mostraron una expresión seria al añadir—: Siento lo de la otra noche. Jamás debí llevarte a ese hotel.


Algo en la voz de él provocó un nudo en la garganta de Paula. No supo qué decir. Pedro la miró a los ojos.


—Quiero que empecemos de nuevo. Un nuevo comienzo.


Pedro... —se le quebró la voz. Juntó las manos. ¿Por qué se lo ponía tan difícil—. He de irme. No quiero jugar más a este juego.


—No es un juego —tensó los hombros—. Nunca lo ha sido contigo —la incredulidad de Paula debió aparecer reflejada en su expresión, porque él apretó la mandíbula—. Hablo en serio. Sé que mi historial de relaciones no es bueno. Pero tú me dijiste que habías cambiado por fuera, pero no por dentro. Bueno, desde que te conozco, yo he cambiado por dentro. Quiero algo más en la vida que unas relaciones breves y sin sentido. Quiero alguien con quien desarrollar una vida.


Se acercó y antes de que Paula se diera cuenta de lo que hacía, le tomó los dedos entre los suyos y los apretó.


—Esta última semana he aprendido lo terrible que es tu ausencia. Cuánto te echo de menos —el dolor se reflejó en sus ojos, y la voz se tornó más suave y urgente—. Por favor, cariño, vuelve conmigo. Sin ti no tengo con quien hablar... nadie con quien jugar. No hay nadie a quien provocar y cuidar —alzó la mano de ella para apoyarla sobre su mejilla. Cerró los ojos y susurró—: Oh, Paula. Sin ti no tengo a quien amar.


Amar. La palabra flotó en el aire, la atravesó y se extendió por ella con todo su significado de júbilo. Tenía los ojos húmedos y la sonrisa brillante al acariciarle la mejilla.


—Oh, Pedro. Te amo tanto.


Durante un momento la observó sin moverse. Luego la tomó en brazos para darle un beso apasionado y profundo.


—Oh, Paula. Cariño... —volvió a besarla y luego murmuró sobre sus labios—: Quiero estar contigo, todos los días y todas las noches.


—¿Te refieres a que vivamos juntos? —preguntó mientras con un dedo seguía la línea de su mandíbula.


—Por supuesto que quiero que vivamos juntos... justo después de casarnos —la abrazó con gesto posesivo—. Quiero que me pertenezcas por completo... y quiero que todos lo sepan.


Metió la mano en el bolsillo y Paula abrió mucho los ojos cuando lo vio sacar un pequeño estuche de terciopelo. 


Levantó la tapa y del interior extrajo el solitario.


—Oh, Pedro... —se le ahogó la voz. Las lágrimas iluminaron sus ojos cuando él se lo puso.


Lo admiró antes de que él volviera a tomarla en brazos.


—Es precioso. Es magnífico...


—Dice que eres mía —y le selló los labios con un beso.






martes, 14 de julio de 2015

UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 28



ÉL NO ERA suficiente para ella.


Durante la siguiente semana, siempre que aparecía ese pensamiento, Pedro lo desterraba con gesto lóbrego. Trató de concentrarse en cosas más importantes, como el informe final sobre la adquisición de Bartlett. Hojas de cálculo, propuestas y presupuestos. Se preparó para realizar otro viaje, pero luego lo canceló. Y el viernes, mientras miraba por la ventana de su despacho y se preguntaba qué estaría haciendo ella, al final reconoció que nada funcionaba como él quería.


No era capaz de dejar de pensar en Paula, de intentar deducir cómo una noche que había planeado con tanta meticulosidad podía haber salido tan mal.


Le había comprado flores caras, un vino especial, la había agasajado con una comida deliciosa, que apenas había probado, en un esfuerzo por proporcionarle una noche que nunca olvidaría. Habían charlado. Se habían tocado. Se habían besado.


Y ella se había marchado.


Giró el sillón para quedar frente al escritorio mientras el recuerdo volvía a atravesarlo. Dejarla salir por aquella puerta lo había desagarrado por dentro. Había querido convencerla de no adoptar esa decisión. Desterrar su inseguridad con deseo. Pero la había dejado irse y se había puesto a caminar por la habitación durante una hora, dándole tiempo para cambiar de idea. Luego había ido a la habitación de ella para tratar de aclarar las cosas, solo para descubrir que se había ido.


Cerró la mano sobre unos cálculos. Odiaba el modo en que lo había hecho sentir. Preocupado y tenso con una emoción enfermizamente próxima al miedo.


Al día siguiente había cerrado el proyecto Bartlett con la máxima celeridad que pudo y puesto rumbo directamente a la casa de ella.


No paró de llamar a la puerta del apartamento hasta que al final fue Jay quien abrió la suya. Le explicó que Paula no estaba en casa, que la dejara en paz. Que no quería volver a verlo más.


Después de eso, el orgullo le impidió volver. Bajo ningún concepto iba a estar en un sitio donde no era deseado; de niño ya había tenido más que suficiente de eso. De modo que se concentró en el hecho de que la vería el lunes en el trabajo. Supuso que por entonces tendría que hablar con él.


Había preparado sus disculpas y justificaciones. Pero ella no se había presentado para oírlas. A cambio, había recibido una llamada del departamento de personal para explicarle que Paula había empleado las vacaciones que le quedaban como el aviso legal de dos semanas antes de despedirse. 


Había dejado el trabajo por teléfono... sin excusas ni remordimientos.


«Muy bien, perfecto», había pensado. «Mensaje recibido». 


La dejaría en paz. Lo que sucedía era que los pensamientos de Paula no lo dejaban en paz a él.


Volvió a girar hacia la ventana. En realidad, no la culpaba por marcharse. Sabía que no era el tipo de hombre que podía llenar sus sueños. Sin embargo, si pensaba decir que no, ¿por qué diablos no lo había hecho antes en vez de someterlos a ambos a esa agonía? Porque ella también lo había deseado. Tanto como él a ella. ¿Creía que no lo sabía? Quizá se hubiera engañado a sí misma, convenciéndose de que no era así, pero no podía engañarlo a él. Había visto el deseo en sus ojos. Había sentido el temblor en sus labios. Unos minutos más, unos segundos, y se habría entregado a él. Al menos durante un rato.


Si tan solo no hubiera cometido el desliz de mencionar que había estado con anterioridad en el hotel. Pero eso había sido hacía mucho, mucho tiempo. Antes incluso de que empezara a trabajar para él. Se lo habría explicado... pero no había querido ahondar demasiado en su pasado.


No quería volver a recordarle que no era el tipo de hombre que ella quería. Que no era el tipo de hombre para casarse y formar una familia. Si ni siquiera había tenido una familia desde los doce años. Había aprendido a vivir con eso. Y de algún modo, pasar de un hogar a otro se había convertido en un estilo de vida, sin apegarse demasiado a nada. Y los marines le habían ido a la perfección, viajando de base a base, de país a país. La universidad había sido otra parada temporal. Luego había pasado de empresa a empresa, ascendiendo por la escalera corporativa hasta alcanzar ese puesto en Kane Haley, S.A.


Era el sitio en el que más tiempo había permanecido, donde al fin había podido detenerse a recuperar el aliento. Incluso había hecho algunos amigos, como Kane. Y lo más importante, era el sitio donde había conocido a Paula.


Hacía tres años que la conocía. ¡Tres años! No había nadie en su vida a quien conociera tan bien como a ella. Ni que le importara más. Le había caído bien nada más verla. Desde el principio habían sido buenos amigos. Nunca se le había pasado por la cabeza buscar algo más, sin duda porque siempre había sabido que no era adecuado para ella. Pero todo cambió cuando Paula anunció que buscaba un hombre. 


Después del beso, no pudo evitar desear ser algo más que un amigo.


Pero a cambio ya no la tenía en su vida.


Disgustado, se levantó. Necesitaba salir un rato. Respirar aire fresco y despejar la mente.


Salió del despacho y atravesó el de ella sin querer mirar la mesa vacía. Caminó por el pasillo con las manos en los bolsillos. Se metió en el ascensor... y salió cuando paró a recoger más pasajeros. No quería hablar; no quería tener que ser cortés. No tenía ningún rumbo en la mente, ningún sitio al que ir. Solo quería moverse para escapar de los sentimientos que crecían en su interior.


Al adentrarse por otro pasillo, pensó que no debería echarla tanto de menos. Se sentía solo sin Paula. No lograba quitársela de la cabeza. Las imágenes de ella lo asolaban a todas horas. No dejaba de ver su cara, de oír su suave voz...


Se detuvo en seco, con la boca reseca. ¿Se estaba volviendo loco? No, esa era su voz. Salía de la cafetería.


Miró dentro... y la vio. Con la reacción instintiva de un cazador natural, se apartó un poco de la entrada, para poder observarla sin ser visto.


Estaba subida a una escalera, con los brazos delgados alzados para unir un ramillete de muérdago a un alambre que colgaba del techo. Llevaba puestos unos vaqueros y un jersey verde. Un pañuelo rojo le cubría la cabeza. Se había subido las mangas hasta los codos.


Tenía expresión concentrada, con la boca fruncida en un leve mohín. Se la veía pálida y un poco más delgada, pero maravillosa.


La miraba con tanta ansiedad, que no fue hasta que Brandon, el joven del departamento de correspondencia, habló cuando se dio cuenta de que había otras personas en la sala... Brandon y el viejo Artie Dodge.


—Eh, Paula—llamó Brandon desde lo alto de otra escalera en el extremo más alejado de la sala—. ¿Aquí también pongo un poco de muérdago?


—No nos pasemos —Paula miró en aquella dirección—. Creo que allí es suficiente con una guirnalda.


Pedro estudió todos los rincones y llegó a la conclusión de que Paula y su equipo estaban decorando el lugar para la fiesta de Navidad de esa noche.


Frunció el ceño. Cuando Kane se enteró de la dimisión de Paula, había asignado a Julia Parker la finalización de los preparativos. Pero aunque no había prestado mucha atención en su momento, había oído que Julia llevaba ausente por enfermedad los últimos días. Sin duda había recurrido a Lauren para que supervisara todo, y como de costumbre, esta había respondido presentándose para encargarse de la decoración.


El pensamiento le atenazó el corazón. Era típico de ella. A Paula le encantaba la Navidad, y no querría que nadie quedara decepcionado en la fiesta. Y sin duda habría pensado que no se encontraría con él.


La idea le dolió como un puñetazo. Tensó los músculos al contener el impulso de acercarse y obligarla a que hablara con él. Quería exigir algunas respuestas, hacerla escuchar lo que él tenía que decir.


Pero de todos los recuerdos que tenía de Paula, el más recurrente era el de la tristeza de sus ojos antes de escapar de la habitación del hotel... antes de huir de él.


Después de mirarla una última vez, se alejó de allí.