jueves, 16 de julio de 2015

UNA MUJER DIFERENTE:EPILOGO




Un año después...


VAMOS, Pedro.


—No. Es Nochebuena. Hemos disfrutado de una buena cena... de un gran postre... y lo único que deseo ahora es relajarme.


Paula dejó que el silencio se extendiera, quebrado únicamente por el fuego al crepitar en la chimenea. Luego preguntó otra vez:
—¿Por favor? Una rápida.


Pedro soltó un suspiro abnegado y se acomodó más en el sofá de la casa que habían comprado en las afueras de la ciudad. Apartó la vista del fuego y miró a su esposa, sentada junto a él.


—Todas han sido rápidas últimamente. Ese es el problema.


—Estoy segura de que esta vez lo harás mejor —indicó ella.


—Lo habría hecho mejor la última vez si no te hubieras puesto ese maldito camisón para distraerme —gruñó, sintiendo que se excitaba con solo recordarlo. Le encantaba ese camisón blanco en Paula. Bajó la mano para capturar los dedos delgados que se deslizaban por su costado hacia el punto sensible que tenía bajo las costillas y la miró. El corazón le dio un vuelco.


Recién salida de la ducha, se había puesto el chándal rosa y las zapatillas de piel para mantenerse cálida durante la cena. 


Sabía lo suave que era la piel de ella bajo el esponjoso algodón. Con las manos y con la boca había explorado cada hueco delicado y cada curva femenina... algo que planeaba repetir muy pronto en la cama enorme que tenían.


¡Desde luego, no quería perder tiempo jugando al ajedrez!


Abrió la boca para decírselo... pero la volvió a cerrar al encontrarse con su mirada. Los ojos azules tenían una expresión expectante y esperanzada y los labios esbozaban una sonrisa seductora.


Suspiró, reconociendo la derrota, y le soltó la mano.


—De acuerdo. Jugaré. Pero solo una partida.


—¡Estupendo!


Saltó a buscar el tablero mientras Pedro colocaba una mesa pequeña y dos sillas junto al fuego. Paula se sentó frente a él y de inmediato comenzó a distribuir las piezas.


En un tiempo ridículamente breve, Pedro comprendió que tenía problemas.


—¿Pedro?


—¿Hmmm? —levantó un caballo.


—Hagamos una apuesta.


La miró... algo que había intentado evitar porque le había estado dando vueltas a un peón suyo contra los labios desde que lo capturó. Nunca había visto una distracción más injusta y freudiana.


Se reclinó en la silla y la miró con los ojos entrecerrados.


—¿Qué clase de apuesta?


—Oh, no sé. Una apuesta amistosa para hacer interesante la partida —movió el peón en un gesto vago, luego se lo llevó otra vez a los labios mientras fingía que reflexionaba—. ¿Qué te parece si en caso de que gane yo, abrimos los regalos esta noche?


Esa noche ya había trazado planes, que involucraban tener a Paula desnuda en sus brazos delante de la chimenea.


—Y si ganas tú —continuó ella—, los abrimos por la mañana.


Pedro apretó la mandíbula. La veía demasiado segura como para sentirse a gusto aceptando.


—Ya habíamos acordado abrirlos por la mañana. No creo... —calló al sentir el pie descalzo de ella por debajo de la pernera del pantalón. Le acarició la pantorrilla y luego retiró el pie. De pronto volvió a sentirlo por la parte interior del muslo, en busca de ese sitio que interfería con sus pensamientos. Se retiró fuera de peligro—. De acuerdo —gruñó—. Acepto —con gesto lóbrego, movió el caballo.


Dos movimientos más tarde, Paula declaraba:
—Jaque mate —le sonrió al ver su expresión aturdida, se levantó y le dio una palmadita en la cabeza—. Iré a buscar los regalos. Los míos están en el dormitorio.


Con un suspiro, Pedro se puso a guardar las piezas. 


Era evidente que se había equivocado al enseñarle a jugar al ajedrez. Se levantó, se estiró y después retiró de debajo del árbol el regalo que le había comprado. Observó el pino grande. Abrir los regalos no les llevaría mucho tiempo. El olor a pino y el resplandor de las luces sobre la piel desnuda de Paula le estaban dando una idea fantástica...


Paula regresó unos momentos más tarde con el camisón puesto y descubrió a Pedro sentado en el sofá con expresión satisfecha en el rostro. Más allá, vio la almohada y la manta que había colocado bajo el árbol. Cuando se trataba de hacer el amor, su marido desconocía el significado de la palabra «suficiente». Lo cual le encantaba.


Se reunió con él en el sofá y se sentó con las piernas dobladas bajo su cuerpo.


—Tú primero —dijo Pedro, y le entregó su regalo.


Paula lo aceptó y con cuidado quitó el papel plateado para revelar un estuche negro de terciopelo de forma oblonga. 


Levantó la tapa y se quedó boquiabierta con lágrimas en los ojos.


—Oh, Pedro... —era un collar con un solitario, que hacía juego con el anillo de pedida. Lo alzó y lo vio centellear a la luz de la chimenea—. Es deslumbrante. Es precioso. Es... vaya, es un Moustier.


—Sí, bueno... —hizo una mueca.


—¿Me ayudas a ponérmelo? —contuvo una sonrisa.


Le dio la espalda y Pedro le abrochó con destreza el pequeño cierre. Cuando volvió a girar, él contuvo el aliento. El diamante colgaba en la profunda V del escote del camisón, justo entre sus pechos.


—Estás preciosa, cariño —musitó. Quiso tomarla en brazos, pero Paula lo frenó con gentileza.


—Es tu turno —le entregó un paquete grande.


—Mmm, ¿qué podrá ser? —comentó... como si no lo hubiera agitado cien veces desde que lo descubrió en el armario. 
Arrancó el papel y esbozó una sonrisa enorme al abrir la caja. Justo lo que había esperado. Sacó el jersey marrón que ella le había tejido—. Es precioso, cariño —observó cómo se le iluminaba la cara y añadió—: Pero... —titubeó.


—Pero, ¿qué?


—Pero ahora que ya no tengo mi madeja de lana, ¿con qué voy a jugar? —la miró significativamente.


—Con esto —sonrió al entregarle otro envoltorio.


Pedro lo aceptó con curiosidad. Ese sí lo tenía desconcertado, ya que al agitarlo no había descubierto nada.


Y cuando arrancó el papel, al principio pensó que la caja estaba vacía, ya que no vio más que papel fino. La miró desconcertado.


—Vuelve a mirar —la voz de Paula sonaba extrañamente emocionada.


Él apartó el papel y descubrió un par de hilos de lana unidos.


Uno rosa y el otro azul.


El corazón de Pedro se desbocó. Experimentó un nudo en la garganta, pero se obligó a hablar.


—¿Estás...?


—Sí, estoy embarazada... ¡estamos embarazados! —exclamó antes de que él pudiera terminar la pregunta. Se arrojó a sus brazos con una sonrisa deslumbrante en la cara.


—Oh, cariño.. —se le quebró la voz. La sentó en su regazo y enterró la cara en el cabello suave—. ¿Cuándo? —logró preguntar.


—Dentro de siete meses. Nuestro bebé nacerá a finales de julio —Paula jamás había esperado ver una expresión tan maravillada en la cara de Pedro.


—Oh, Pau, te amo tanto.


La abrazó y ella apoyó la mejilla en el corazón de él. Sonrió al sentir un beso en la cabeza y extendió la mano grande de Pedro sobre su estómago aún liso. Sabía que en un minuto se iban a tumbar ante el fuego a hacer el amor. 


Establecerían otro recuerdo, otro vínculo en la cadena de su vida en común.


Atesoraba esos momentos en que estaba dentro de ella, lo más próximo que podía tenerlo. Pero también saboreaba esos momentos en que, cobijada en sus brazos, sabía que estaba segura y a salvo.


Y era amada.



Fin






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