viernes, 10 de julio de 2015

UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 14




En la oficina exterior, Paula estaba detrás de su mesa cuando las mujeres desfilaron al irse. La última fue Nancy con el relicario en la mano. Al ver la dirección de los ojos de Paula, la rubia explicó con sencillez:
—Es un Moustier —y se marchó.


Paula se contuvo de unirse al éxodo. Permaneció a su mesa a la espera de que apareciera Pedro. La puerta de su despacho seguía cerrada. Se esforzó por captar algo, pero sin éxito. Cuanto más se prolongaba el silencio, más dudas tenía.


Tres días atrás le había parecido una gran idea. Una venganza adecuada para la intervención de Pedro en su vida privada. Pero ya no estaba tan segura. Al escuchar los gritos procedentes del despacho de él, había sentido como si lo hubiera arrojado a los lobos.


De hecho, aquella mañana había albergado serias dudas acerca de su plan, y habría cancelado el encuentro sorpresa con las mujeres si Pedro no se hubiera mostrado tan seco y cortante, despertando otra vez su ira.


«No has hecho nada malo», se recordó mientras se secaba las palmas húmedas en la falda. «Él quiso que fueras a comprar los regalos en su lugar. Has hecho exactamente lo que te pidió». Fue una circunstancia fortuita que la petición de Pedro y el deseo suyo de vengarse por meter las narices donde nadie lo llamaba coincidiera de manera tan conveniente.


«No obstante, quizá no sea mala idea que no me vea en un rato», pensó a medida que el silencio ominoso comenzaba a impregnarlo todo.


«Sí», concluyó al sacar el bolso del cajón del escritorio, en ese momento la ausencia era la mejor parte del valor... o como quiera que fuera ese dicho. En otras palabras, era el momento propicio para ir a tomar un café o visitar los aseos. 


O quizá debería tomarse el resto del día libre. Sí, haría eso.


Se marcharía a casa. Y rápidamente.


Fue de puntillas hasta el perchero para recoger el abrigo. Se lo pasó sobre el brazo y se dirigió hacia el pasillo. Había recorrido la mitad del trayecto cuando la puerta del despacho de Pedro se abrió súbitamente a su espalda.


—¿Vas a alguna parte? —preguntó con voz suave.


Paula se quedó inmóvil y luego giró muy despacio. Pedro se hallaba en el umbral de su despacho, con una mano en el picaporte de la puerta como si eso lo ayudara a contenerse. Tenía el pelo oscuro revuelto. Los ojos le brillaban con una amenaza tan ardiente que se vio obligada a bajar la vista para mirarle la corbata. La corbata de seda, oscura y con rayas discretas, estaba estrujada. Se preguntó si una de las mujeres habría tirado de ella.


Decidió no preguntárselo.


Él comenzó a avanzar despacio hacia ella, haciéndola retroceder a su mesa al mismo ritmo, aunque con expresión de indiferencia. En alguna parte había leído que no había que mostrar miedo al estar delante de un animal peligroso. 


Mantuvo el rostro inexpresivo.


No obstante, suspiró aliviada cuando tuvo el escritorio entre ellos. Se sentó.


—¿En qué pensabas? —exigió saber, de pie del otro lado.


—¿Pensar? —repitió ella, como si nunca hubiera oído la palabra.


La expresión de Pedro así lo indicaba.


—Sí, pensar —plantó las manos sobre la superficie de la mesa—. ¿Cuál era la idea de comprar unos collares caros como esos? Y encima Moustier... sea lo que sea eso —añadió disgustado.


—Dijiste que el dinero no representaba un problema —con prudencia se echó para atrás, lejos del alcance de él.


—No hablaba literalmente. ¿Y tenías que comprarle a las tres lo mismo?


—Solo intentaba seguir tus órdenes con la máxima eficacia posible —abrió mucho los ojos.


—Sí, ¿verdad? —la observó con ojos que de haber sido factible, la habrían fulminado—. ¿Y te dije que metieras mi foto en el relicario? ¿Y que me dibujaras un bigote?


—No —concedió— Eso se me ocurrió a mí. Sé que las mujeres son tus buenas amigas —lo miró con inocencia—. No quería que los regalos parecieran impersonales.


—Desde luego no lo ha parecido... no con esa maldita dedicatoria que les hiciste grabar. «Tuyo para siempre, Pepe».


Él soltó una palabra de cuatro letras.


Paula se puso rígida y se incorporó de un salto.


—A mí no me maldigas —le dijo—. ¡Todo esto es por tu culpa!


—¡Culpa mía! —a punto estuvo de que los ojos se le salieran de las órbitas.


—¡Sí! Tú lo empezaste... ¡al decirle a todos los hombres de la empresa que se mantuvieran alejados de mí!


—Yo... oh. Eso —puso expresión de desconcierto.


—Sí, eso —Paula lo imitó, más enfadada aún. Rodeó la mesa para encararlo—. ¿Cómo pudiste hacer algo así? —quiso saber.


El se mesó el pelo.


—Intentaba ayudarte...


—¿Ayudarme? ¿Cómo? ¿Espantando a cualquier hombre que quisiera llegar a conocerme? —fue a darse la vuelta, pero él la sujetó por los hombros, inmovilizándola.


—Vamos, Paula. No quieres salir con esos tipos.


—Eso lo decido yo. Si alguna vez se me presenta la oportunidad —añadió con amargura—. No puedo creer que hicieras algo tan mezquino.


Se preguntó qué le importaba a él que intentara ser feliz. Le tembló el labio inferior... y se lo mordió para mantenerse firme, para ocultar esa señal de debilidad. Debía permanecer fuerte, no permitir que la hiciera dudar de sí misma.


Trató de apartarse, pero Pedro no la soltó.


—No intentaba ser mezquino —insistió. La miró, hasta posar la vista en sus labios con peculiar intensidad—. Mi única finalidad era que nadie te hiciera daño. Quería mantenerte a salvo. Quería que todo volviera a la normalidad. Yo... —la voz sonó ronca—. Diablos, yo te deseo.


Y se apoderó de su boca.






UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 13




La reunión reprogramada entre Pedro, Kane y Paula acababa de terminar unos días después cuando Paula pidió que la disculparan, aduciendo que tenía que realizar unas llamadas.


Los dos hombres asintieron. Pedro la miró mientras ella recogía sus papeles. Se mordía el labio inferior y estaba ceñuda. Luego desvió la vista hacia Kane, quien había estado estudiando las perspectivas financieras que Pedro había preparado sobre Bartlett International, y descubrió que también él la miraba. Se reclinó en el sillón, observando a Kane mirar a Paula y suspiró.


Empezaba a cansarse de descubrir a los hombres pendientes de Paula. Había sido algo común toda la semana. Cada vez que ella pasaba no dejaban de aparecer en las puertas de sus despachos, como cucarachas en un restaurante de un tenedor.


No cabía duda de que alteraba a todos los hombres. Y empezaba a molestarle. Una de las cucarachas incluso había tratado de conducirla a la suite ejecutiva. Pedro se había visto obligado a llevarse a Frank Stephens a su despacho, donde, con una leve sonrisa y una palmada en los hombros, le había hecho saber que agradecería que mantuviera la cabeza en los negocios... y lejos de su secretaria. Había tenido que ser igual de directo con Ken Lawson, un reconocido seductor, lo mismo que con un par de hombres más.


Se felicitó porque al parecer la noticia se había extendido y sabía que nadie de la empresa la había invitado a salir, porque para cerciorarse además la había mantenido todos los días trabajando hasta tarde. Esa trama también había detenido a todos los que no trabajaran para Haley S.A., como ese tal Leonardo que Paula mencionaba de vez en cuando.


Había pensado que lo peor había terminado. Pero ahí estaba el gran jefe, evaluándola justo delante de Pedro mientras ella se dirigía hacia la puerta con los papeles en la mano. Siguió la mirada de Kane y notó lo bien que la falda roja de Paula delineaba la esbeltez de sus caderas y de su trasero mientras atravesaba la moqueta. No le sorprendió que en cuanto se marchó Kane lo mirara con una sonrisa en la cara.


—Está claro que parece diferente. Bonito corte de pelo.


—Sí, su pelo está magnífico —convino, sin molestarse en esconder el sarcasmo en la voz. Kane no había tenido la vista clavada en la «cabeza» de ella. La sonrisa de su jefe se amplió y Pedro apretó los dientes. Era evidente que hacía falta algo más que sarcasmo. Decidió cambiar de tema—. ¿Cómo va tu búsqueda de la dama misteriosa?


—No tan bien —la sonrisa se desvaneció—. Los abogados no han realizado ningún avance y no dispongo de ninguna pista nueva —soltó el informe económico y se metió las manos en los bolsillos—. Quizá debería abandonar.


—No... no puedes hacerlo. Necesitas encontrarla —afirmó Pedro.


Kane lo miró sorprendido.


—Tú mismo dijiste que lo más probable era que estuviera perdiendo el tiempo. Que no creías que le gustara mi interferencia.


—Olvida lo que dije. Desde la semana pasada he cambiado de parecer —diablos, si Paula era capaz de cambiar todo su aspecto en un fin de semana, él era capaz de cambiar en un asunto así—. Si abandonas ahora, siempre te preguntarás qué habría pasado si...


—¿Si qué? —Kane lo miró.


«¿Y cómo voy a saberlo?», pensó Pedro, irritado por la pregunta. ¿Es que Kane no era capaz de pensar por sí solo?


—¿Si... si ella necesita ayuda... o es el bebé quien la necesita? —respondió con forzada inspiración al recordar los comentarios que ya le había hecho Kane—. Necesitas seguirle el rastro, seguir buscándola —«y dejar de mirar a mi secretaria».


—No creo que pudiera dejarlo, aunque lo quisiera —reconoció Kane. Pedro se puso rígido—. No me la quito de la cabeza —continuó—. Me pregunto quién puede ser, si está bien.


Pedro se relajó al comprender que hablaba de su mujer misteriosa y no de Paula.


Kane se levantó, listo para irse. Pedro lo imitó y lo acompañó a la puerta.


—En todo caso, comunícame si surge algún problema con la operación Bartlett. Paula y tú os marcháis la semana próxima, ¿verdad? ¿A ultimar el contrato? —Pedro asintió—. Bien. Me alegrará cerrar toda la operación.


«Y yo también», confirmó Pedro mentalmente. Por lo general podía llevar una operación de ese tipo sin ningún problema. 


Sin embargo, daba la impresión de que ya no era capaz de concentrarse en el trabajo igual que antes. Y todo era por culpa de Paula.


Regresó a su escritorio y pensó en lo conflictiva que se había vuelto. Últimamente tenía que dedicar la mitad del tiempo a espantar a los depredadores masculinos o atento a que no aparecieran. Pero era algo que había esperado nada más ver el cambio en Paula.


No obstante, lo que no había esperado era los cambios que surtiría personalmente en él.


No le gustaban; no conseguía acostumbrarse a ellos. Paula siempre había estado ahí cuando la había necesitado, tan sintonizada con sus propias necesidades que nunca había tenido que pensar en ella. Útil, imperceptible y serenamente ansiosa por complacerlo. Echaba de menos todo eso, junto con la relajada camaradería que solían compartir. 


Mentalmente deploraba la pérdida de «la vieja Paula».


Pero físicamente, su cuerpo aplaudía los cambios. Cada vez que la veía se le aceleraba el corazón. Se le tensaban los músculos. Diablos, si hasta el pequeño coronel que llevaba en los pantalones prácticamente se ponía firme y saludaba cuando ella entraba en la habitación.


Sabía que no había un motivo lógico para el cambio producido en él. Seguía siendo la pequeña Paula. ¿Cuánta diferencia podía establecer la ropa? Al parecer, mucha.


Pero tenía mucho cuidado de no mirarla detenidamente. Y debía dejar de pensar tanto en ella. De preguntarse si su piel podía ser tan suave como parecía. O sus pechos tan dulcemente redondeados como hacía parecer la blusa que llevaba. Dejar de calcular cuánto tardaría en desabrocharle los cuatro botones delanteros para averiguarlo. Tenía cosas más importantes que calcular, como los beneficios y las pérdidas de esa última fusión.


Apretó los dientes y volvió a recoger el informe Bartlett... justo cuando se abrió la puerta.


Alzó la vista y allí de pie vio a la misma causante de sus problemas, como un ángel sexy con ese diabólico traje rojo.


Frunció el ceño y se reclinó en el sillón. Tenía una expresión extrañamente culpable en la cara. Sin duda por perturbarlo. 


Decidió que se lo tenía merecido.


—¿Sí? ¿De qué se trata? —preguntó.


Supo que sonó brusco. No pudo evitarlo. Como tampoco pudo evitar clavar la vista en su boca. El carmín había desaparecido un poco. En ese momento los labios exhibían una tonalidad rosada. Inocentemente desnudos.


—Alguien ha venido a verte... si tienes tiempo. Pero si estás ocupado... —terminó con tono jadeante y se pasó la punta de la lengua por los labios, dándoles brillo.


Pedro experimentó un nudo en el estómago. La vio titubear, como si quisiera decir algo más, pero ya no fue capaz de soportarlo.


—Sí, sí, que pase —gruñó—. Además, ya me has interrumpido —le produjo un placer perverso ver cómo juntaba los labios hasta formar una línea fina. Respondió a la expresión ofendida de ella con el ceño fruncido.


—Perfecto —aceptó Paula con frialdad—. Lo haré.


Desapareció.


Dos segundos más tarde, Nancy atravesó la puerta, su bonita silueta cubierta por un abrigo blanco de piel. La rubia fue directamente hacia él, luego rodeó el escritorio con las manos extendidas al tiempo que gritaba:
—¡Pedro! ¡Querido, me encanta!


—¿Qué... mmmphh? —la pregunta quedó acallada por los labios plenos que se pegaron con ardor a los suyos. Ella le había tomado las mejillas entre las manos para inmovilizarlo, con la obvia esperanza de darle un beso prolongado. Pero él la sujetó por las muñecas; retrocedió y logró liberar la lengua, que Nancy había tratado de tomar prisionera. La sujetó por los hombros al tiempo que preguntaba—: ¿De qué hablas?


—¡Eres un bromista! ¡Hablo de esto!


Se abrió el abrigo y adelantó los pechos. Pedro tardó un momento en notar el corazón de oro engastado con diamantes que colgaba de una cadena entre sus senos.


No supo muy bien qué decir.


—Sí, es... bonito.


—¡Bonito! —rio con coquetería, acomodando los pechos contra el brazo de él—. ¡Me encanta tu regalo de Navidad!


—¿Mi...? Diablos —realizó una recuperación desesperada—. Me sorprende que lo recibieras tan pronto.


—El joyero me lo envió... por entrega especial —lo miró por debajo de unas pestañas entornadas, luego bajó otra vez la vista al pecho—. No puedo creer que fueras tan extravagante. ¡Comprarme un Moustier...!


Pedro no tenía ni idea de lo que era un «mustier», pero el asombro que veía en la cara de Nancy le ponía los pelos de punta. Se pasó la mano por el pelo y resistió la tentación de arrancárselo.


—Ni yo me lo creo —comentó con sarcasmo.


—Pero lo que lo convierte en algo verdaderamente especial, lo que para mí significa más que los diez diamantes con talla de rosa y el hecho de que el relicario sea de oro de veinticuatro quilates, es lo que pusiste dentro.


—¿Y es...? —la frente de Pedro se perló de sudor.


—Tu foto, tonto —abrió el corazón, miró en su interior y soltó un suspiro—. Aunque he de reconocer que con ese bigote casi no te reconocí.


—¡Ese... qué!


Pedro olvidó la cautela, aferró el relicario y le dio la vuelta para poder verlo por sí mismo. Observó una foto suya con un bigote oscuro.


—Se te ve tan airoso —ronroneó Nancy, dándole un beso en la mejilla.


Él apretó los dientes. Parecía un villano salido de un melodrama. Paula no solo había empleado la foto de su permiso de conducir, en la que parecía un delincuente, sino que le había pintado un bigote.


Nancy volvió a aferrarse a su brazo y realizó un movimiento feliz de contoneo.


—Y la dedicatoria...


Cerró los ojos. «¡Oh, no! Una dedi...»


—Tuyo para siempre, Pepe. ¿Es verdad, Pepe, cariño. ¿De verdad eres mío para siempre?


«¡Y un cuerno!»


Con precaución abrió un ojo. Nancy lo miraba embobada, a la espera de una respuesta. Sabía que tenía que decirle algo, pero sentía la lengua pastosa... como si fuera a ahogarse con ella. Tragó saliva, tratando de mitigar la sequedad de la garganta.


—Yo, eh...


—¡Pedro! ¡Cariño! —trinó otra voz femenina.


Se le erizó el vello de la nuca. Paula no podía haber...


Miró por encima del hombro de Nancy a la pelirroja plantada en el umbral. Llevaba puesta una falda negra de piel, tacones altos y un jersey dorado. De los hombros colgaba un abrigo negro de piel. Entre sus pechos colgaba un relicario de oro, engastado con diamantes.


Al parecer Paula sí pudo.


—Hola, Emma —dijo con voz un poco apagada.


Emma echó la cabeza hacia atrás y el largo cabello rojo le cayó por la espalda. Sin prestarle atención a la mujer que aún colgaba del brazo de él, le apuntó con un dedo en gesto juguetón. Pedro notó con alivio que no lo hacía con el dedo anular.


—Eres un chico malo y perverso —soltó con un acento sureño más espeso que un sirope frío en un plato. Caminó por la moqueta como un leopardo al acecho de su presa—. Eres tan hábil.


Tardó unos tres segundos en pronunciar la última palabra, el tiempo suficiente para plantarse delante de Nancy y apartarla con un movimiento de cadera.


—¡Eh! —protestó Nancy, trastabillando.


Emma siguió sin hacerle caso. Se acercó más a Pedro y le pasó un dedo por la corbata. Lo miró con los párpados medio caídos.


—Deja que te dé las gracias, cariño, por el regalo de tu corazón —musitó al tiempo que tiraba de la corbata para acercarle la cara con la intención de darle un beso.


Pedro se resistió de forma instintiva, pero quizá Emma hubiera tenido éxito si en ese momento Nancy no hubiera chillado.


—¡Eh! —para interponerse entre ellos. Alzó su propio collar y lo hizo oscilar delante de la cara de la mujer más pequeña—. «¿Tuyo para siempre...?»


—«Pepe» —siseó Emma con los ojos entrecerrados como una gata.


Las dos se volvieron para mirarlo con furia.


Él carraspeó y trató de aflojarse la corbata.


—Sí, bueno, al parecer ha habido un ligero malentendido.


—Y que lo digas, amigo —interrumpió Emma con un súbito acento yanqui.


Y a partir de ese momento las únicas que hablaron fueron las mujeres, con voces agudas y acusadoras.


Cuando dos minutos más tarde llegó Malena, ni siquiera se molestó en saludarlo, simplemente se unió a las otras en su arenga.


Al rato, Malena se quitó su relicario y se lo tiró, para luego dirigirse a la puerta. Emma aplastó el suyo sobre la moqueta con un tacón de aguja. Con lágrimas en los ojos, Nancy se quitó el suyo y lo depositó sobre el escritorio.


—¡Moustier... Moustier! —repitió entre sollozos—. Nunca... jamás... te perdonaré —se alejó, luego dio media vuelta y recogió el colgante—. Pero quizá debería quedármelo... como recuerdo de nuestros buenos momentos —y siguió a las otras dos, cerrando de un portazo.








UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 12




PASÓ UNA semana entera antes de que Paula se diera cuenta de que su plan estaba siendo saboteado. Y quizá ni habría llegado a enterarse si no se hubiera encontrado con Julia Parker en el aseo de señoras un día, después del almuerzo.


—Me encanta tu nuevo corte de pelo —le dijo Julia al verla delante del espejo mientras ella entraba—. Y esa ropa te queda muy bien.


—Gracias.


Con el cepillo en la mano, Paula la observó desaparecer en uno de los cubículos, luego volvió a centrarse en su propia imagen. Ese día había combinado el vestido verde esmeralda con unas botas negras y se sintió complacida por el cumplido. Jay le había informado de que la moda iba y venía, pero el estilo era una manifestación personal que alguien realizaba sobre sí mismo con la ropa que se ponía. Y Julia tenía estilo.


Incluso con seis meses de embarazo, la rubia siempre estaba elegante y al mismo tiempo profesional con la ropa que llevaba al trabajo. Recibir un cumplido de ella reafirmó en Paula la convicción de que había mejorado su aspecto.


Y era algo que necesitaba. Nunca en la vida se había sentido tan conspicua como en esa última semana. Le daba la impresión de que la miraba todo el mundo. Hasta no haberse deshecho de ellos, no había comprendido que el pelo largo, la ropa holgada y las gafas habían sido como una barrera para protegerse de la posible atención de los hombres.


Sin embargo, desde entonces Pedro la había soslayado casi por completo. De hecho, a veces ponía expresión hosca al verla con algo nuevo en el trabajo; otras incluso apartaba la vista, como si no soportara mirarla.


Dolía, pero Paula trataba de no prestar atención a su reacción. Se dijo que saber lo que él sentía haría que lo superara con más facilidad. Y sería aún más fácil cuando llegara su traslado y ya no tuviera que estar con Pedro todo el día, cinco días a la semana.


Pero le había costado pedir ese traslado. Le gustaba su trabajo y disfrutaba trabajando con Pedro. Pero superaría su insana adicción a él con más rapidez si se iba a otro departamento. Probablemente habría sido mejor si hubiera dejado la empresa, pero no estaba segura de poder conseguir el mismo sueldo que tenía en Kane Halley, S.A., y tampoco quería realizar el esfuerzo de averiguarlo. Volvería a analizar la situación después de Año Nuevo.


—¿Y qué ha motivado estos cambios? —preguntó Julia al salir del reservado. Se situó junto a Paula y abrió el grifo para lavarse las manos—. ¿Te estás preparando para las vacaciones?


—Bueno, eso también... pero lo que intento es actualizar mi guardarropa, y mi aspecto —reconoció. Volvió a cepillarse el pelo. Lo tenía con mucho más volumen después de habérselo cortado.


—Pues has hecho un trabajo fantástico —alabó Julia—. El cambio es notable.


Paula sonrió agradecida y volvió a mirar su reflejo. Debía reconocer que ella pensaba lo mismo. Su amiga Jay le había enseñado prácticamente todos los trucos para un buen maquillaje. Lo único que le faltaba aprender de ella era a atraer a los hombres. «Sonríeles más, míralos a los ojos, sé amigable», la había instado Jay. De modo que Paula había sonreído, mirado y saludado a casi todos los hombres con los que se cruzaba. Hasta el momento los resultados no habían sido buenos. De hecho, eran prácticamente nulos.


Con un suspiro, miró a Julia, que aún seguía empolvándose la pequeña nariz. Los hombres sí la notaban. Quizá pudiera iluminarla y explicarle qué era lo que hacía mal.


—¿Sabes?, tú y algunas mujeres de la empresa me habéis dicho algo sobre mi nueva ropa, pero los hombres no se han fijado en nada.


—Oh, claro que lo han hecho —aseguró Julia, mirándola por el espejo—. El otro día vi a Ken Lawson clavarte la vista durante treinta segundos enteros cuando pasaste delante de nosotros por el pasillo.


Ken era otro de los hombres que Paula había creído que podría estar interesado. Su actitud fue abierta y receptiva el día que ella llevaba el vestido negro, ceñido y con un poco de escote que mostraba el nacimiento de sus pechos.


—Había esperado que me invitara a salir —reconoció—, pero nunca dijo nada.


—No me sorprende —Julia cerró la polvera con un leve clic—. ¿Tu supervisor no es Pedro?


—Sí... —se detuvo en el proceso de pintarse los labios y miró a la rubia a través del espejo—, pero, ¿eso qué tiene que ver? —preguntó antes de volver a concentrarse en el labio inferior.


—Sospecho que todo —respondió Julia—. Me he enterado de que Pedro ha hecho correr la noticia de que salir contigo no es lo que él llama «una decisión inteligente para el progreso en esta empresa».


Paula se pintó una línea roja por la mejilla. Debajo se pudo ver un rubor provocado por la furia.


—Ese... Ese... —no se le ocurrió una palabra lo bastante mala como para describir a su taimado jefe.


Julia intentó ayudarla.


—¿Imbécil? ¿Bestia? ¿Sucio perro?


—¡Todo eso y más! —declaró con los dientes apretados.


—¿Crees que Pedro espanta a los demás hombres porque está interesado en ti? —preguntó mirándola con curiosidad.


—¡Ja! Pedro Alfonso solo está interesado en salirse con la suya —arrancó una toalla de papel del rollo sujeto a la pared, la humedeció y se acercó al espejo—. Has dado en el clavo con eso de sucio perro —se frotó con furia la marca de carmín—. Es como un perro con un hueso... y ni siquiera se trata de un hueso que quiera morder él. Lo único que busca es enterrarlo en alguna parte para no tener que preocuparse más —añadió con amargura, al recordar el comentario realizado por Pedro de que ella no entendía a los hombres.


Los ojos azules de Julia brillaron con diversión.


—¿Y qué vas a hacer?


—Solo puedo hacer una cosa —informó Paula. Guardó la barra de labios en el bolso y lo cerró—. Me tomo el resto del día libre para irme de compras.


—Estoy de acuerdo en que ir de compras es la respuesta para muchos de los males de las mujeres, pero, ¿Pedro no se enfadará si te vas?


—Más le vale que no —indicó con tono sombrío—. La compra es para él.






jueves, 9 de julio de 2015

UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 11




EL LUNES por la mañana Pedro llegó a trabajar muy temprano. La noche anterior no había dormido bien... de hecho, había dormido mal todo el fin de semana.


De niño, a menudo le había costado dormir. Se quedaba despierto durante horas, atento a los sonidos que hacían las otras personas del hogar adoptivo en el que lo habían dejado. En ocasiones había sido precavido al mostrarse cauteloso. En otras, la gente había resultado buena. Aunque eso no importaba. No era capaz de relajarse con desconocidos cerca.


Al crecer y volverse más listo y duro, por la noche había empezado a asolarlo la inquietud, no la cautela. Entonces salía a la calles oscuras a tratar de mitigar la intensa energía física en alguno de los muchos campos de baloncesto públicos. O con alguna joven también dispuesta a quemar energía.


En la actualidad, empleaba las oscuras horas insomnes a desarrollar proyectos de trabajo. Había descubierto que era tan buen remedio como cualquiera... y decididamente beneficioso para su carrera. Sin embargo, no recordaba la última vez que la culpa lo había mantenido despierto.


La culpa, algo desconocido e incómodo, lo atravesaba. Hizo a un lado el informe que había estado escribiendo y se reclinó en el sillón. Todo el fin de semana había pensado en Paula, preguntándose si debía llamarla para tratar de disculparse otra vez por insultarla sin darse cuenta. Pero al final había llegado a la conclusión de que debería darle un tiempo a solas para superar el dolor que le había causado. 


Decidió disculparse cuando se presentara a trabajar. En terreno neutral.


Miró otra vez la hora. Faltaba poco para que se presentara. 


Esperaba que no siguiera molesta con él; no había sido su intención hacerla sentir tan mal.


Al recoger el informe para volver al trabajo, tiró la pluma de oro al suelo. Se inclinó para levantarla de debajo del escritorio. Estiró el brazo... e hizo una pausa.


Enmarcadas en la abertura que había bajo su mesa podía ver un par de piernas que se acercaban... largas y femeninas, terminadas en tobillos finos y pies pequeños enfundados en unos zapatos de altos tacones de aguja.


Curioso por ver el resto del envoltorio, alzó la cabeza... y se golpeó contra el borde de la mesa.


Vio las estrellas. Hizo una mueca y cerró los ojos.


—¡Maldita sea! —musitó, frotándose el punto dolorido.


—¿Te encuentras bien? —preguntó una voz suave.


—Sí, estoy... ¿Paula?


—Mmm.


Pedro abrió los ojos... y sintió que se quedaba boquiabierto. 


Se obligó a cerrar la boca, aunque no apartó la vista de la mujer que tenía ante sí. Se preguntó si veía visiones por el golpe que se había dado.


—¿Paula? —repitió con incredulidad—. ¿Qué te has hecho?


—Unos pocos cambios.


No cabía duda de ello. La recorrió para catalogar dichos cambios mientras se dirigía a su silla. Había pasado de los tops por lo general apagados y holgados a un jersey rosa que se ceñía a su silueta esbelta y revelaba las curvas altas y delicadas de sus pechos. Llevaba una falda negra de lana que le apretaba las caderas estrechas y que se subió por encima de las rodilla al sentarse y cruzar las piernas. Por no mencionar esos zapatos negros letales, con tacones lo bastante altos como para provocarle una hemorragia nasal por el cambio de altitud.


Y las diferencias no se detenían ahí.


—No llevas gafas —comentó estúpidamente.


Ella asintió y apoyó las manos sobre el portapapeles que tenía en el regazo.


—Me he puesto lentillas. De hecho, las tengo hace tiempo, pero nunca las traje al trabajo porque me humedecen mucho los ojos. Pero Jay cree que estoy mejor sin las gafas, así que trato de acostumbrarme a ellas.


«Otra vez Jay... y maldita sea si no tiene razón», pensó Pedro. Sin la montura negra dominando su rostro pequeño, los ojos parecían más grandes y brillantes... quizá porque se le humedecían, como ella había dicho. Pero el color gris azulado también parecía diferente. Más brumoso, protegidos por unas pestañas que eran sorprendentemente largas, oscuras y tupidas.


—Supongo que Jay te sugirió también el corte de pelo —aventuró.


Vio cómo oscilaba con gentileza cuando asintió. En vez de colgarle liso y muerto, en ese momento se le curvaba bajo el mentón. Lustroso y tupido, con inesperadas vetas de color miel entre los ricos mechones castaños, tenía un aire revuelto. Como si se lo hubiera mesado nada más levantarse.


A regañadientes, reacio a concederle algún mérito a Jay, reconoció que el estilo le sentaba bien. Los pómulos parecían más pronunciados. La línea limpia y delicada de la mandíbula quedaba revelada, y la boca... Posó la vista en ese punto. El nuevo lápiz de labios, de la misma tonalidad roja de un vino exuberante, le hacía la boca más plena, carnosa. Húmeda y suave, tentadora, para besarla.


Con un esfuerzo, apartó la vista de los labios. Lo único conocido que quedaba en ella era la expresión seria y decidida que mostraba.


Pedro...


—¿Sí? —se movió incómodo, volviendo a recorrerla con la mirada. Parecía más refinada, ecuánime y decididamente sofisticada. Pero, al mismo tiempo, parecía más suelta. Suave. Sexy. El tipo de mujer que podía imaginar tendida en su cama, con la piel acalorada después de... «Tranquilo, amigo. Estás fantaseando con Paula. No con un bombón al que acabas de conocer».


—Me gustaría pedir un traslado.


Pedro se sobresaltó por la nota determinada que captó en la voz de Paula.


—¿Has dicho traslado?


—Sí. Quiero extender un poco las alas. Ganar experiencia en otros departamentos.


«Y alejarme de ti», concluyó él mentalmente, sintiendo una inesperada punzada de dolor ante el pensamiento. Diablos, no podía hablar en serio. Solo estaba enfadada por lo que le había dicho.


—Paula, si es por lo de la otra noche...


—No lo es —interrumpió sus disculpas—. Mi petición no tiene nada que ver con eso.


No le creyó. Pero sabía que ella no reconocería la verdad. 


Reflexionó en su petición, tratando de decidir la mejor manera de llevarla. Era evidente que Paula estaba preparada para una batalla. Lo revelaba la blancura de sus nudillos al apretar el portapapeles.


Pues si esperaba una batalla, Pedro decidió no presentarle ninguna.


—De acuerdo —aceptó—, te lo concedo.


Ella lo miró con ojos llenos de sorpresa. Aunque antes de que pudiera decir algo, él añadió:
—... pero no antes de que concluya la fusión Bartlett. No quiero tener que entrenar a otra secretaria en medio de un negocio tan importante como este.


Paula frunció el ceño. Se mordió el labio, meditando en las palabras de él.


—¿Cuánto tiempo crees que tardará? —preguntó al fin.


—Espero terminarla en nuestro viaje a Hillsboro —se encogió de hombros.


Ella titubeó mientras estudiaba la expresión velada de Pedro.


—Muy bien —aceptó a regañadientes. Alzó el mentón y añadió con el tono distante empleado la última noche—. Pero te agradecería que empezaras a procesar mi solicitud de inmediato.


Pedro sintió un poco de irritación. Lo que le había hecho había sido grosero, completamente imperdonable. Pero ya era hora de olvidarlo y de volver a la normalidad.


—Y yo creo...


Calló cuando llamaron a la puerta abierta. Miró en esa dirección. Brandon Levy, un universitario que trabajaba en el departamento de correspondencia de la empresa mientras por la noche acababa su carrera de empresariales, entró sin aguardar invitación. Atravesó media estancia en menos de dos segundos con la vista clavada en los sobres.


—Lamento interrumpir —dijo al tiempo que alzaba la vista para ver la expresión ceñuda de Pedro—. Pero estas cartas están marcadas como urgentes, así que pensé que lo mejor era entregarlas de inmediato.


—Dámelas —indicó Paula, extendiendo la mano.


—Muy bien —giró hacia ella mientras revisaba algunas cartas—. También tengo algunas para Maggie, así que... —levantó la cabeza... y se paralizó.


Pedro observó cómo el joven se quedaba quieto, aturdido como un cachorro enamorado, con expresión de asombro y la mano extendida.


Entonces Paula sonrió y se inclinó para aceptar la correspondencia, quebrando el hechizo. Brandon regresó a la vida con un sobresalto.


—Ah, aquí tiene.


—Gracias, Brandon —respondió ella.


El muchacho se ruborizó hasta las raíces de su pelo rubio.


—De nada, Paula —la voz ronca se demoró en el nombre al tiempo que su cara se llenaba con una amplia sonrisa.


Pedro contuvo el impulso de echarlo del despacho. Sabía que a Paula no le gustaría. Pero cuando transcurrieron diez segundos y el chico no se había movido, decidió ayudarlo a entrar en acción.


—Dijiste que también tenías correspondencia para Maggie, ¿no?


—Oh. sí. Así es —indicó con pesar en la voz.


Lo observó dirigirse hacia la puerta. El joven casi iba marcha atrás para poder mantener el tiempo que fuera posible la vista sobre Paula. A Pedro no le sorprendió que chocara contra el cubo que servía como cesta de baloncesto. 


Trastabilló, recobró el equilibrio y con otra oleada de rubor, terminó por salir de la estancia.


Pedro movió la cabeza en gesto de incredulidad. Se reclinó en el sillón y observó a Paula, con la esperanza de que compartiera su diversión.


—¿Te lo puedes creer?


—¿Creer qué? —repitió ella sin alzar la vista de los sobres que estaba abriendo.


—Brandon —indicó él con impaciencia—. ¿No te has fijado en su manera de comportarse? Casi se le van los ojos detrás de ti.


Eso captó la atención de ella. Levantó la cabeza con las cejas enarcadas.


—Es una exageración. Solo me entregó unas cartas.


—Y prácticamente babeó sobre ti.


—Oh, por favor —volvió a centrarse en los sobres.


Con cualquier otra mujer, Pedro habría creído que fingía no haber notado el arrobamiento de Brandon. Pero Paula, simplemente, no lo había visto. Supo que lo mejor era olvidar el tema, pero no pudo evitar hacer una pregunta más.


—En todo caso, ¿hace cuánto que ese chico te llama Paula?


—Desde que trabaja en la empresa.


—Me parece un exceso de confianza, casi una falta de respeto, ¿no crees? —frunció el ceño.


—Tienes que estar bromeando —lo miró fijamente—. Ese «chico» apenas es cuatro años menor que yo. Existe el doble de diferencia entre nosotros dos. ¿Se trata de una insinuación no muy sutil de que quieres que te llame señor Alfonso? ¿Que he sido irrespetuosa?


—Diablos, no —se apresuró a decir.


Era lo último de lo que podía acusarla esa mañana.


Además, las situaciones no se parecían en nada, y ella lo sabía. Brandon era un muchacho y ella una mujer. Él, por otro lado, era un hombre y ella... bueno, seguía siendo una mujer.


Paula lo miraba expectante, como si quisiera que debatiera la cuestión, pero Pedro tomó la decisión de dejar pasar el tema. No quería que lo llevara a otra discusión ridícula como la que habían tenido la otra noche, y menos cuando sospechaba que no podría ganar. Lo que pretendía era solucionar el tema que tenían pendiente.


—Paula, con respecto a la otra noche... —sonrió con pesar—. Lo siento. Nunca fue mi intención decir lo que dije —para su sorpresa, ella le devolvió la sonrisa.


—Está bien. Olvídalo —pidió casi con alegría—. En realidad, me hiciste un favor.


—¿Sí?


—Pensé en lo que me dijiste —asintió—, y decidí que tenías razón.


Eso debería haber sido algo positivo, pero de pronto se sintió receloso, como si volviera a estar en los marines y avanzara por un campo lleno de minas.


—¿En qué? —preguntó con cautela.


—En lo que siempre estás diciéndome. Que necesito desarrollar un poco de firmeza. Establecer objetivos, salir más, aprender a luchar por lo que quiero.


Pedro volvió a relajarse. Asintió con gesto de aprobación, complacido de que al fin ella siguiera su consejo.


—Bien. Me alegra oírlo. ¿Y qué es lo que has decidido que quieres?


—Un hombre.


—¡Qué! —se enderezó de repente y casi tira el sillón—. ¿Qué has dicho?


—He dicho un hombre, Pedro. ¿Recuerdas? Esas criaturas sobre las que tú lo sabes todo —recogió los papeles, preparándose para irse.


El apretó los labios.


—Supongo que es otra sugerencia que te ha hecho tu nuevo amigo Jay. E imagino que él pretende ser el hombre en cuestión.


Ella lo miró un momento antes de levantarse.


—No, no lo creo. Jay y yo somos... solo amigos.


Pedro pudo ver diversión en la cara de ella, lo que aumentó su irritación.


—Pensaba que la noche pasada te habías sentido insultada cuando inadvertidamente di a entender que podrías haber tenido una aventura de una noche —espetó.


—Inadvertida o no, con esa sugerencia me sentí insultada, y todavía me siento agraviada —lo miró a los ojos—. No todo el mundo es como tú, Pedro, solo capaz de tener aventuras breves. Yo busco una relación seria. Una que conduzca al matrimonio.


—¡Matrimonio!


Ella asintió, entre divertida y triste.


—Sí. Matrimonio —dijo pronunciando bien cada sílaba, como si le enseñara una palabra extranjera. Se dirigió hacia la puerta.


—Vamos, Paula —no le cupo ninguna duda de que debía estar de broma—. Eso es ridículo —indicó exasperado—. No puedes decidir casarte, y salir a buscar a un hombre con tanta sencillez. No es así como sucede.


Hasta ese momento Paula quizá hubiera estado de acuerdo. 


Había decidido seguir adelante con el plan de transformación de Jay, más para quitarse a Pedro de la cabeza que porque pensara que podía funcionar. Sabía que seguía siendo la misma persona, a pesar de la ropa y el maquillaje nuevos.


Pero oírlo descartar con tanto desdén, con tanta seguridad, el objetivo que ella se había puesto, despertó su determinación como nada más habría podido lograrlo.


—¿Quieres apostar algo? —musitó. Luego salió cerrando la puerta a su espalda.


Pedro apretó los dientes y resistió el impulso de ir tras ella. 


Empezaba a ser buena en eso de cerrar una puerta entre ellos antes de poder hacerla recuperar el sentido común.


Apretó los reposabrazos del sillón. No podía creer que hubiera seguido su sensato y práctico consejo de negocios para tergiversarlo con el fin de hacerlo encajar en un absurdo objetivo como el matrimonio. El matrimonio no era algo que una persona persiguiera. Era algo que sucedía cuando menos se lo esperaba... como un accidente de coche.


Paula no podía querer eso. Ninguna persona cuerda lo haría


.¿Es que de verdad buscaba atarse a una sola persona? ¿Ir todas las noches a casa para hablar, acostarse, hacer el amor... con alguien como ese Jay Leonardo? La sola idea de pensar en Paula con un personaje como Leonardo le provocaba náuseas.


Por el amor del cielo, si solo tenía veinticuatro años. Era demasiado joven para andar suelta por ahí. Pasaron por su mente los recuerdos de sí mismo a esa edad, pero los desterró. Había estado en los marines. Y era un hombre. 


Paula era... bueno, Paula.


Y eso lo resumía todo. Era demasiado joven, demasiado dulce, demasiado inocente para saber lo que decía. No necesitaba a un hombre. Tenía a un jefe. Él.


Y pretendía seguir siéndolo. Recogió la solicitud de traslado que había dejado sobre su escritorio. Trabajaban bien juntos. 


En realidad ella no quería el traslado...
solo creía quererlo porque la había irritado. Las cosas estaban bien de esa manera. O al menos como habían estado antes de que Kane Haley se hubiera presentado en su despacho para iniciar toda esa confusión. Maldijo los problemas de embarazo de Kane.


De no haber sido por Haley, Paula no habría iniciado esa loca cruzada en busca de un hombre, algo que él desaprobaba por completo. Estaban en una empresa, no en un maldita agencia de citas.


No era más que un pánico femenino. Una persona no cambiaba tan drásticamente de la noche a la mañana. Se cansaría de su búsqueda... no tardaría en volver a su yo normal. Estaba seguro.


Pero hasta entonces, tendría que estar alerta por ella, cerciorarse de que no se metía en problemas con su «nuevo aspecto».


Podía hacerlo. No había problema. Se le daba bien solucionar dificultades. Estrujó la solicitud de traslado y la arrojó a la papelera.


Se le daba muy bien.