viernes, 10 de julio de 2015

UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 13




La reunión reprogramada entre Pedro, Kane y Paula acababa de terminar unos días después cuando Paula pidió que la disculparan, aduciendo que tenía que realizar unas llamadas.


Los dos hombres asintieron. Pedro la miró mientras ella recogía sus papeles. Se mordía el labio inferior y estaba ceñuda. Luego desvió la vista hacia Kane, quien había estado estudiando las perspectivas financieras que Pedro había preparado sobre Bartlett International, y descubrió que también él la miraba. Se reclinó en el sillón, observando a Kane mirar a Paula y suspiró.


Empezaba a cansarse de descubrir a los hombres pendientes de Paula. Había sido algo común toda la semana. Cada vez que ella pasaba no dejaban de aparecer en las puertas de sus despachos, como cucarachas en un restaurante de un tenedor.


No cabía duda de que alteraba a todos los hombres. Y empezaba a molestarle. Una de las cucarachas incluso había tratado de conducirla a la suite ejecutiva. Pedro se había visto obligado a llevarse a Frank Stephens a su despacho, donde, con una leve sonrisa y una palmada en los hombros, le había hecho saber que agradecería que mantuviera la cabeza en los negocios... y lejos de su secretaria. Había tenido que ser igual de directo con Ken Lawson, un reconocido seductor, lo mismo que con un par de hombres más.


Se felicitó porque al parecer la noticia se había extendido y sabía que nadie de la empresa la había invitado a salir, porque para cerciorarse además la había mantenido todos los días trabajando hasta tarde. Esa trama también había detenido a todos los que no trabajaran para Haley S.A., como ese tal Leonardo que Paula mencionaba de vez en cuando.


Había pensado que lo peor había terminado. Pero ahí estaba el gran jefe, evaluándola justo delante de Pedro mientras ella se dirigía hacia la puerta con los papeles en la mano. Siguió la mirada de Kane y notó lo bien que la falda roja de Paula delineaba la esbeltez de sus caderas y de su trasero mientras atravesaba la moqueta. No le sorprendió que en cuanto se marchó Kane lo mirara con una sonrisa en la cara.


—Está claro que parece diferente. Bonito corte de pelo.


—Sí, su pelo está magnífico —convino, sin molestarse en esconder el sarcasmo en la voz. Kane no había tenido la vista clavada en la «cabeza» de ella. La sonrisa de su jefe se amplió y Pedro apretó los dientes. Era evidente que hacía falta algo más que sarcasmo. Decidió cambiar de tema—. ¿Cómo va tu búsqueda de la dama misteriosa?


—No tan bien —la sonrisa se desvaneció—. Los abogados no han realizado ningún avance y no dispongo de ninguna pista nueva —soltó el informe económico y se metió las manos en los bolsillos—. Quizá debería abandonar.


—No... no puedes hacerlo. Necesitas encontrarla —afirmó Pedro.


Kane lo miró sorprendido.


—Tú mismo dijiste que lo más probable era que estuviera perdiendo el tiempo. Que no creías que le gustara mi interferencia.


—Olvida lo que dije. Desde la semana pasada he cambiado de parecer —diablos, si Paula era capaz de cambiar todo su aspecto en un fin de semana, él era capaz de cambiar en un asunto así—. Si abandonas ahora, siempre te preguntarás qué habría pasado si...


—¿Si qué? —Kane lo miró.


«¿Y cómo voy a saberlo?», pensó Pedro, irritado por la pregunta. ¿Es que Kane no era capaz de pensar por sí solo?


—¿Si... si ella necesita ayuda... o es el bebé quien la necesita? —respondió con forzada inspiración al recordar los comentarios que ya le había hecho Kane—. Necesitas seguirle el rastro, seguir buscándola —«y dejar de mirar a mi secretaria».


—No creo que pudiera dejarlo, aunque lo quisiera —reconoció Kane. Pedro se puso rígido—. No me la quito de la cabeza —continuó—. Me pregunto quién puede ser, si está bien.


Pedro se relajó al comprender que hablaba de su mujer misteriosa y no de Paula.


Kane se levantó, listo para irse. Pedro lo imitó y lo acompañó a la puerta.


—En todo caso, comunícame si surge algún problema con la operación Bartlett. Paula y tú os marcháis la semana próxima, ¿verdad? ¿A ultimar el contrato? —Pedro asintió—. Bien. Me alegrará cerrar toda la operación.


«Y yo también», confirmó Pedro mentalmente. Por lo general podía llevar una operación de ese tipo sin ningún problema. 


Sin embargo, daba la impresión de que ya no era capaz de concentrarse en el trabajo igual que antes. Y todo era por culpa de Paula.


Regresó a su escritorio y pensó en lo conflictiva que se había vuelto. Últimamente tenía que dedicar la mitad del tiempo a espantar a los depredadores masculinos o atento a que no aparecieran. Pero era algo que había esperado nada más ver el cambio en Paula.


No obstante, lo que no había esperado era los cambios que surtiría personalmente en él.


No le gustaban; no conseguía acostumbrarse a ellos. Paula siempre había estado ahí cuando la había necesitado, tan sintonizada con sus propias necesidades que nunca había tenido que pensar en ella. Útil, imperceptible y serenamente ansiosa por complacerlo. Echaba de menos todo eso, junto con la relajada camaradería que solían compartir. 


Mentalmente deploraba la pérdida de «la vieja Paula».


Pero físicamente, su cuerpo aplaudía los cambios. Cada vez que la veía se le aceleraba el corazón. Se le tensaban los músculos. Diablos, si hasta el pequeño coronel que llevaba en los pantalones prácticamente se ponía firme y saludaba cuando ella entraba en la habitación.


Sabía que no había un motivo lógico para el cambio producido en él. Seguía siendo la pequeña Paula. ¿Cuánta diferencia podía establecer la ropa? Al parecer, mucha.


Pero tenía mucho cuidado de no mirarla detenidamente. Y debía dejar de pensar tanto en ella. De preguntarse si su piel podía ser tan suave como parecía. O sus pechos tan dulcemente redondeados como hacía parecer la blusa que llevaba. Dejar de calcular cuánto tardaría en desabrocharle los cuatro botones delanteros para averiguarlo. Tenía cosas más importantes que calcular, como los beneficios y las pérdidas de esa última fusión.


Apretó los dientes y volvió a recoger el informe Bartlett... justo cuando se abrió la puerta.


Alzó la vista y allí de pie vio a la misma causante de sus problemas, como un ángel sexy con ese diabólico traje rojo.


Frunció el ceño y se reclinó en el sillón. Tenía una expresión extrañamente culpable en la cara. Sin duda por perturbarlo. 


Decidió que se lo tenía merecido.


—¿Sí? ¿De qué se trata? —preguntó.


Supo que sonó brusco. No pudo evitarlo. Como tampoco pudo evitar clavar la vista en su boca. El carmín había desaparecido un poco. En ese momento los labios exhibían una tonalidad rosada. Inocentemente desnudos.


—Alguien ha venido a verte... si tienes tiempo. Pero si estás ocupado... —terminó con tono jadeante y se pasó la punta de la lengua por los labios, dándoles brillo.


Pedro experimentó un nudo en el estómago. La vio titubear, como si quisiera decir algo más, pero ya no fue capaz de soportarlo.


—Sí, sí, que pase —gruñó—. Además, ya me has interrumpido —le produjo un placer perverso ver cómo juntaba los labios hasta formar una línea fina. Respondió a la expresión ofendida de ella con el ceño fruncido.


—Perfecto —aceptó Paula con frialdad—. Lo haré.


Desapareció.


Dos segundos más tarde, Nancy atravesó la puerta, su bonita silueta cubierta por un abrigo blanco de piel. La rubia fue directamente hacia él, luego rodeó el escritorio con las manos extendidas al tiempo que gritaba:
—¡Pedro! ¡Querido, me encanta!


—¿Qué... mmmphh? —la pregunta quedó acallada por los labios plenos que se pegaron con ardor a los suyos. Ella le había tomado las mejillas entre las manos para inmovilizarlo, con la obvia esperanza de darle un beso prolongado. Pero él la sujetó por las muñecas; retrocedió y logró liberar la lengua, que Nancy había tratado de tomar prisionera. La sujetó por los hombros al tiempo que preguntaba—: ¿De qué hablas?


—¡Eres un bromista! ¡Hablo de esto!


Se abrió el abrigo y adelantó los pechos. Pedro tardó un momento en notar el corazón de oro engastado con diamantes que colgaba de una cadena entre sus senos.


No supo muy bien qué decir.


—Sí, es... bonito.


—¡Bonito! —rio con coquetería, acomodando los pechos contra el brazo de él—. ¡Me encanta tu regalo de Navidad!


—¿Mi...? Diablos —realizó una recuperación desesperada—. Me sorprende que lo recibieras tan pronto.


—El joyero me lo envió... por entrega especial —lo miró por debajo de unas pestañas entornadas, luego bajó otra vez la vista al pecho—. No puedo creer que fueras tan extravagante. ¡Comprarme un Moustier...!


Pedro no tenía ni idea de lo que era un «mustier», pero el asombro que veía en la cara de Nancy le ponía los pelos de punta. Se pasó la mano por el pelo y resistió la tentación de arrancárselo.


—Ni yo me lo creo —comentó con sarcasmo.


—Pero lo que lo convierte en algo verdaderamente especial, lo que para mí significa más que los diez diamantes con talla de rosa y el hecho de que el relicario sea de oro de veinticuatro quilates, es lo que pusiste dentro.


—¿Y es...? —la frente de Pedro se perló de sudor.


—Tu foto, tonto —abrió el corazón, miró en su interior y soltó un suspiro—. Aunque he de reconocer que con ese bigote casi no te reconocí.


—¡Ese... qué!


Pedro olvidó la cautela, aferró el relicario y le dio la vuelta para poder verlo por sí mismo. Observó una foto suya con un bigote oscuro.


—Se te ve tan airoso —ronroneó Nancy, dándole un beso en la mejilla.


Él apretó los dientes. Parecía un villano salido de un melodrama. Paula no solo había empleado la foto de su permiso de conducir, en la que parecía un delincuente, sino que le había pintado un bigote.


Nancy volvió a aferrarse a su brazo y realizó un movimiento feliz de contoneo.


—Y la dedicatoria...


Cerró los ojos. «¡Oh, no! Una dedi...»


—Tuyo para siempre, Pepe. ¿Es verdad, Pepe, cariño. ¿De verdad eres mío para siempre?


«¡Y un cuerno!»


Con precaución abrió un ojo. Nancy lo miraba embobada, a la espera de una respuesta. Sabía que tenía que decirle algo, pero sentía la lengua pastosa... como si fuera a ahogarse con ella. Tragó saliva, tratando de mitigar la sequedad de la garganta.


—Yo, eh...


—¡Pedro! ¡Cariño! —trinó otra voz femenina.


Se le erizó el vello de la nuca. Paula no podía haber...


Miró por encima del hombro de Nancy a la pelirroja plantada en el umbral. Llevaba puesta una falda negra de piel, tacones altos y un jersey dorado. De los hombros colgaba un abrigo negro de piel. Entre sus pechos colgaba un relicario de oro, engastado con diamantes.


Al parecer Paula sí pudo.


—Hola, Emma —dijo con voz un poco apagada.


Emma echó la cabeza hacia atrás y el largo cabello rojo le cayó por la espalda. Sin prestarle atención a la mujer que aún colgaba del brazo de él, le apuntó con un dedo en gesto juguetón. Pedro notó con alivio que no lo hacía con el dedo anular.


—Eres un chico malo y perverso —soltó con un acento sureño más espeso que un sirope frío en un plato. Caminó por la moqueta como un leopardo al acecho de su presa—. Eres tan hábil.


Tardó unos tres segundos en pronunciar la última palabra, el tiempo suficiente para plantarse delante de Nancy y apartarla con un movimiento de cadera.


—¡Eh! —protestó Nancy, trastabillando.


Emma siguió sin hacerle caso. Se acercó más a Pedro y le pasó un dedo por la corbata. Lo miró con los párpados medio caídos.


—Deja que te dé las gracias, cariño, por el regalo de tu corazón —musitó al tiempo que tiraba de la corbata para acercarle la cara con la intención de darle un beso.


Pedro se resistió de forma instintiva, pero quizá Emma hubiera tenido éxito si en ese momento Nancy no hubiera chillado.


—¡Eh! —para interponerse entre ellos. Alzó su propio collar y lo hizo oscilar delante de la cara de la mujer más pequeña—. «¿Tuyo para siempre...?»


—«Pepe» —siseó Emma con los ojos entrecerrados como una gata.


Las dos se volvieron para mirarlo con furia.


Él carraspeó y trató de aflojarse la corbata.


—Sí, bueno, al parecer ha habido un ligero malentendido.


—Y que lo digas, amigo —interrumpió Emma con un súbito acento yanqui.


Y a partir de ese momento las únicas que hablaron fueron las mujeres, con voces agudas y acusadoras.


Cuando dos minutos más tarde llegó Malena, ni siquiera se molestó en saludarlo, simplemente se unió a las otras en su arenga.


Al rato, Malena se quitó su relicario y se lo tiró, para luego dirigirse a la puerta. Emma aplastó el suyo sobre la moqueta con un tacón de aguja. Con lágrimas en los ojos, Nancy se quitó el suyo y lo depositó sobre el escritorio.


—¡Moustier... Moustier! —repitió entre sollozos—. Nunca... jamás... te perdonaré —se alejó, luego dio media vuelta y recogió el colgante—. Pero quizá debería quedármelo... como recuerdo de nuestros buenos momentos —y siguió a las otras dos, cerrando de un portazo.








No hay comentarios.:

Publicar un comentario