miércoles, 24 de junio de 2015
EN SU CAMA: CAPITULO 27
Mucho rato después de haber atendido al cliente, Pedro apagó el ordenador y se estiró. Entonces miró la hora. Las seis y media.
Se retiró de la mesa y avanzó pasillo adelante, preguntándose si…
No, Pau no se había ido sin decir adiós. Estaba sentada a la mesa de la entrada, inclinada sobre un montón de papeles, con el pelo sobre la cara mientras mordisqueaba la goma de la punta del lápiz y murmuraba algo entre dientes.
Sólo de verla sentía que algo se relajaba en su interior.
—Eh —le dijo en tono suave, sin querer asustarla.
Por primera vez desde que la conocía, ella no pegó un brinco. En lugar de eso estiró el cuello y le dedicó una sonrisa que era tanto dulce como tremendamente sexy.
Entonces él le miró los labios.
—Hace rato que deberíamos haber salido —le dijo él.
—Lo sé.
—Te agradezco todo el trabajo extra que has estado haciendo desde que Eva me abandonó.
—Te vas a casa a descansar, ¿verdad?
Ya lo entendía. Él había cuidado de Eduardo y ahora ella quería cuidar de él. Pedro apagó el equipo de música, bajó las persianas y apagó la mayor parte de las luces antes de apagar el ordenador de la mesa de la entrada.
Le gustara o no, una de las cosas que había desarrollado en los años que había estado trabajando para la CIA eran los sentidos. Incluso desde el otro lado del vestíbulo le llegó el aroma a ella, una complicada mezcla de jabón, champú y loción, que seguramente había sido diseñada para volverle loco.
—¿Pedro?
Sólo había una luz encendida ya, junto a las puertas del ascensor, y su resplandor le iluminaba la cara mientras avanzaba para colocarse delante de él y ponerle la mano en el brazo. Tenía los ojos tan increíblemente verdes y tan fijos en él, que Pedro sintió como si estuviera leyéndole el pensamiento.
Le gustaba mantener las distancias, se enorgullecía de ello, y sin embargo con ella era tremendamente difícil. Incluso cuando él le soltaba una grosería, cosa que a veces había hecho a propósito en lugar de ceder a lo que ella le hacía sentir, no se daba por vencida. Probablemente debería decirle que lo hiciera, porque veía que tenía esperanzas con él. Debería decirle en ese momento, en ese mismo instante, que no se ilusionara. Que tener esperanzas con él era una pérdida de tiempo.
—¿Te vas a casa? —volvió a preguntarle ella.
Él le retiró un mechón de pelo y se lo colocó detrás de la oreja. Fue una excusa para tocarla, lo cual lo sorprendió.
—Eso es lo que se suele hacer cuando uno sale del trabajo.
Paula ladeó la cabeza y lo miró largamente.
—Te muestras evasivo adrede.
—¿Tú crees?
—Sí. Te vas a ir a casa de Eduardo. Él dijo que yo debía evitar que fueras, que necesitabas irte a casa y a la cama, Pedro.
A la cama. ¿Con ella?
Sintió un calor en la entrepierna sólo de pensarlo. Ella se sonrojó, queriéndole decir que le había adivinado el pensamiento.
—Vamos —dijo él—. Te acompaño hasta la calle.
Ella agarró el bolso y se metieron en el ascensor. En cuanto se cerraron las puertas y la cabina empezó a descender ella lo miró.
—Siento lo de antes, cuando te dije que no tenías sentimientos. Hice mal en decirlo.
Las puertas se abrieron al llegar al vestíbulo. Sólo había unas cuantas personas pululando por allí y nadie cerca.
—No quiero que lo sientas.
—¿Qué quieres entonces? —le preguntó ella.
Él la miró fijamente. ¡Que lo asparan si sabía lo que quería!
—Está bien —susurró ella, antes de sacar un poco de cambio del monedero.
—¿Qué haces? —le preguntó Pedro.
—Preparando el dinero para el autobús.
A Pedro se le encogió el estómago de aquel modo que sólo le pasaba con ella.
—Pensé que tenías el coche arreglado.
—Parece ser que no me lo han debido de arreglar muy bien.
—Te llevo.
Ella levantó la vista y se echó a reír.
—Gracias, pero no te preocupes. Ya ha terminado la jornada; no soy responsabilidad tuya.
—Te voy a llevar de todos modos —dijo Pedro, que le tomó la mano para demostrarle que iba en serio.
—Sé que prefieres estar solo —le dijo Paula cuando llegaron junto a su coche.
Abrió la puerta del pasajero para que ella se sentara.
Cuando lo hizo se inclinó hacia delante y se acercó a ella.
—Sí, quiero estar a solas; pero a solas contigo.
No ocurría a menudo que reconociera tal cosa a una mujer.
Esperaba que ella sonriera tímidamente, o que fingiera timidez.
Lo que no esperaba era que ella levantara los brazos y se los echara al cuello, o que le besara la comisura de los labios antes de decirle:
—Ya somos dos.
Entonces su boca caliente y de labios carnosos fue a darle otro beso al otro lado. Lentamente, adrede, le deslizó la punta de la lengua por la comisura de los labios.
Con manos temblorosas, él se retiró y le puso el cinturón de seguridad.
—Aquí tampoco, supongo —dijo ella con un leve suspiro mientras recordaba las palabras que él le había dicho horas antes en su despacho.
—Pau…
—Lo sé. Seguramente no habrá ningún sitio adecuado, ¿no?
Se echó para atrás y se quitó el suéter. Cuando se inclinó hacia delante para dejarlo junto a su bolso, por el escote se le vieron parte de los pechos y el sujetador morado.
—Trabajamos juntos —dijo él con cierta desesperación.
¿Llevaría las bragas a juego?
—Sí, trabajamos juntos. Y, aparte de trabajar, hemos hecho más cosas, juntos.
Él cerró su puerta, dio la vuelta al coche y se sentó al volante.
—Es eso lo que me está refrenando.
—¿No te gusta hacer el amor?
La miró antes de volver la cabeza para concentrarse en el tráfico. El deseo, la avidez que vio reflejados en los ojos de Pau, un deseo igual al suyo, fue demasiado para él.
—Me gusta… hacer el amor.
—¿Estás seguro?
¿Que si estaba seguro? ¿Acaso esa mujer no veía que la erección que tenía amenazaba con romperle la cremallera de los pantalones?
—Totalmente —dijo en tono seco.
—¿Entonces qué problema hay? Quiero decir, sentimos atracción el uno por el otro, Pedro. ¿Me lo vas a negar?
—No.
—También somos adultos. No veo por qué…
—Porque tú mereces más de lo que yo puedo darte —la miró de nuevo—. Mucho más.
—No quiero parecer que te llevo la contraria, pero esa es decisión mía.
Empezó el tic en el músculo de la mandíbula, una reacción muscular que no había tenido desde que había abandonado la CIA. Se llevó los dedos al punto exacto y dijo:
—Soy un tipo que vive el presente.
—¿Qué quiere decir eso?
—Quiere decir que puedo darte trabajo, que puedo darte conversación; incluso puedo ofrecerte una relación sexual estupenda, pero…
—¿Sexo estupendo?
Maldita sea. ¿Por qué lo miraría ella con tanta curiosidad?
—¿Cómo lo sabes con seguridad? —le preguntó ella—. A no ser que lo intentemos
Oh, Dios.
—Ah —le dijo ella asintiendo—. Ahora lo entiendo. Ha sido porque he dicho hacer el amor, ¿verdad? Bueno, entonces me conformaré con una relación sexual. ¿Qué te parece eso, Pedro? ¿Te apuntas?
EN SU CAMA: CAPITULO 26
La estaba besando, por fin la estaba besando con fiereza y exigencia. Paula le devolvió el mismo sentimiento, le devolvió lo que tenía dentro, y cuando él tomó aire, ella no pudo evitarlo y le mordió el labio inferior.
Pedro maldijo y la atacó de nuevo; sus manos grandes le agarraron la cabeza para besarla ardientemente, largamente. Le acarició los brazos, los hombros y el pecho, pero eso no fue suficiente; así que le tiró de la camisa y le metió las manos por debajo para acariciarle la piel suave y caliente de su cuerpo.
Él aspiró hondo y se inclinó un poco para abrazarla mejor.
Entonces, se dejaron caer sobre su escritorio, donde un montón de archivos cayó al suelo.
Riéndose, sin aliento, se pusieron derechos, apartándose de la mesa y precipitándose con fuerza contra la pared de enfrente, donde él la inmovilizó y comenzó a meterle las manos por debajo de la blusa, acariciándole los pechos y tocándole los pezones.
—Uno de estos días —gimió él—, voy a llevarte a un dormitorio, no me importa si es el mío o el tuyo.
Le desabrochó los botones con un gemido de frustración; entonces le quitó la blusa y el sujetador al mismo tiempo para poder acariciar su piel desnuda. Paula se estremeció mientras le clavaba las uñas en la espalda. Él le plantó en el cuello besos mojados y ardientes, cuidándose muy bien de no tocarle los cardenales que aún tenía. Sólo cuando le había cubierto cada centímetro de piel de besos empezó a bajarle por el hombro desnudo, lamiéndole, provocándola, besándola.
Pero no era suficiente. Mientras lo pensaba él le acarició los pechos y la volvió loca con su boca. No levantó la cabeza durante un buen rato, y mucho antes de hacerlo Paula estaba ya muy excitada: resplandeciente, anhelante, ávida de placer, de necesidad y de deseo. Quería hacer el amor apasionadamente allí mismo en su oficina; deseaba…
—Paula —jadeando con fuerza le pegó la frente a la suya.
De acariciarla con agilidad, pasó a acariciarle la espalda describiendo círculos con suavidad.
Paula se dio cuenta de que no era una buena señal.
—Esta no es una buena idea —dijo con voz ronca.
Sin duda no era una buena señal.
—Tienes cerrojo en la puerta de tu despacho —consiguió decirle ella.
Él miró a la puerta, al cerrojo en cuestión, y Paula vio que vacilaba. Y eso no le gustó. Lo que quería era verlo desnudo.
—Tengo un cliente que va a venir a las dos —se echó hacia atrás para mirar el reloj.
Eran las dos menos diez.
Paula tenía ganas de llorar, de gritar, y por el aspecto de Pedro que se estaba pasando las manos por la cabeza, él sentía lo mismo.
—Podríamos ir a cerrar las puertas de cristal —empezó a decir apresuradamente—, y fingir que no estás aquí…
—Pau. No puedo hacer nada contigo; así no. Necesitamos privacidad —le volvió a colocar bien los tirantes del sujetador—. Y horas… —dijo en tono ronco y sensual—. Necesitamos muchas horas.
—Creo que yo sólo necesito un minuto.
Él cerró los ojos.
—No me lo pongas más difícil.
Pedro le acarició el cabello y le levantó la cabeza. Con los ojos aún cerrados, le dio un beso largo y apasionado; un beso cuyo sonido le provocó una excitación tremenda entre los muslos.
—Pau —susurró él, sólo eso, su nombre.
El corazón le dio un vuelco y lo abrazó con fuerza.
Oyeron que se abrían las puertas, señalando la llegada del cliente, y se miraron a los ojos.
—Te traeré los informes que te hacen falta —le dijo ella, pero no se apartó de él—. Gracias —añadió.
—¿Por qué?
—Por demostrarme lo que sientes por mí. Sé que debe de haber sido duro.
Él sonrió con pesar.
—¿Duro? No sabes cuánto.
Y dicho eso le pegó las caderas a las de ella, mostrándole exactamente lo que era «duro» para él y consiguiendo que Paula se echara a reír.
EN SU CAMA: CAPITULO 25
A la mañana siguiente, cuando Paula salió para el trabajo, su hermana asomó la cabeza e hizo muchos aspavientos mientras se miraba el reloj.
—Mmm.
Paula puso los ojos en blanco.
—No empieces.
—Tu coche ya está reparado, así que me pregunto por qué te marchas tan temprano —miró a Paula, que llevaba una blusa morada sin mangas y una falda color crema—. Deja que adivine, ¿te has puesto el conjunto de lencería morado hoy?
—Tal vez no me haya puesto nada —respondió Paula.
Carolina se quedó boquiabierta y Paula se echó a reír.
—¿Es que no tienes nada que hacer aparte de especular acerca de lo que pueda o no pueda llevar puesto?
—Claro. Podría especular si es posible que te hagan daño o no. ¿Quién es el hombre que te hace resplandecer así? ¿El hijo de Eduardo? ¿Pedro? Quiero conocerlo. Rafael también me ha preguntado por él.
Porque cuando Rafael había llamado a Paula la noche anterior, tampoco había querido contarle nada.
—Nadie me hace resplandecer excepto esta mañana tan fresca —pero se calló y besó a Carolina—. Bueno, que tengas un buen día, un día que no incluya obsesionarte con mi vida.
Fue adonde tenía el coche y se montó. Le dio unas palmadas en el salpicadero, como hacía cada mañana.
—Buena chica —le dijo, y giró la llave.
Nada.
No era posible. Negó con la cabeza y lo intentó de nuevo. Y después otra vez. Y finalmente reconoció que necesitaba un coche nuevo. Un coche de ocasión nuevo.
Como empezaba a ser una rutina ya, tomó el autobús. Cada tres segundos miraba el reloj. Aún le quedaba bastante tiempo para llegar a tiempo, y si corría desde la parada hasta la oficina…
Pedro estaba en una cinta andadora distinta aquella mañana, con su aspecto fuerte, esbelto y sudoroso. Paula se apoyó sobre la pared, desfallecida de la caminata y de la vista.
—¿Puedo ayudarla en algo? —le preguntó una mujer vestida con pantalones cortos de deporte y una camiseta verde con el logotipo del gimnasio bordado en la pechera.
Paula dio un respingo antes de ponerse derecha.
—Esto… no, gracias.
Volvió al ascensor sintiéndose algo culpable y se abanicó la cara hasta llegar al quinto piso.
Pedro entró poco rato después, con una bolsa de tela colgada del hombro donde llevaba la ropa para cambiarse después de darse la ducha. Y aunque la saludó antes de ir a su despacho, parecía tremendamente tenso para acabar de hacer ejercicio físico. Esperó un rato, imaginándolo bajo el chorro de agua caliente, lleno de jabón y con la piel mojada y suave, antes de llevarle unos archivos que sabía que él necesitaba.
—Gracias —le dijo él sin mirarla.
Ella fue hacia la puerta, donde se detuvo.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—Claro —respondió Pedro, que en ese momento estaba utilizando la calculadora, moviendo los dedos con rapidez.
Paula decidió intentarlo de nuevo.
—¿Dónde está Eva?
—Está ayudando a Eduardo.
—¿Y qué tal tu padre? ¿Ha tenido algún problema más?
—No.
—De acuerdo entonces —se mordió el labio, preguntándose qué más podría decir para sacarle algo, pero no se le ocurrió nada.
De nuevo en su mesa, trabajó durante un par de horas más antes de contestar a una llamada de Eduardo.
—¿Está ahí el idiota de mi hijo?
—Bueno… sí.
—¿Es que se ha dormido?
—¿Por qué iba a hacer eso?
—Porque se está pasando, por eso mismo, empeñado en quedarse de guardia en mi casa toda la noche, para después ir a trabajar todo el día.
—Me dijo que estabas bien.
—Porque él se está asegurando de que sea así. Siempre está aquí. Tenía ganas de pasar tiempo con él, pero esto ya es ridículo. Dile que se vaya a casa. Se lo exijo.
—Eduardo—le dijo en tono divertido—, ¿has tenido alguna vez suerte cuando le has pedido algo a Pedro?
—Bueno, no —se echó a reír en tono algo pesaroso—. Al menos dile que acaba de llamarme la policía. Creen que Silvia ha salido del país. Eso quiere decir que estoy a salvo. Ah, y dile que prometo no salir con más psicóticas, que se puede relajar.
Paula no pensaba que aquella fuera una conversación que quisiera mantener con Pedro.
—¿Por qué no te lo paso? —le sugirió a Eduardo.
—Porque a ti te hace más caso. Mira, haz lo que tengas que hacer, pero no le dejes que venga a mi casa esta noche, ¿de acuerdo? Necesita descansar. Yo estaré bien.
—¿Estás seguro, Eduardo?
—Por mucho que por dentro me enternezca y me emocione que mi hijo se preocupe por mi seguridad —dijo Eduardo con más seriedad de la que le había oído utilizar nunca—, estoy totalmente seguro de lo que digo. No puede continuar así; sencillamente no puede.
—Y la policía está segura de que…
—No te preocupes por mí, Paula. Sólo impide que Pedro vuelva a mi casa a hacer de niñera esta noche —su voz se suavizó—. Sé paciente con él, Paula.
—Eduardo, yo no puedo…
Pero Eduardo le había colgado. Se retiró el teléfono y se quedó mirándolo. Tenía que evitar que Pedro volviera a casa de su padre. ¡Sí, qué fácil! Ese hombre estaba muy equivocado si pensaba que tenía alguna influencia sobre su hijo.
Nadie la tenía. Pedro era muy tozudo, e iba y venía a placer.
Un hombre que, a pesar de sí mismo, se preocupaba por las personas que lo rodeaban.
Se le ocurrió que tal vez eso fuera la cosa más sexy que tenía él. Mucho más que su comportamiento de hombre extremadamente masculino; y detestaba reconocer lo sexy que eso le resultaba. Mucho más sexy que lo trabajador que era. Mucho más sexy que sus besos, y eso que eran muy sexys.
Miró el reloj, se levantó y apretó el botón del intercomunicador con el despacho de Pedro.
—Ahora mismo vuelvo —le dijo, y le pareció oír una especie de gruñido como respuesta.
Bueno, nadie podría acusarlo de hablar demasiado, eso seguro. Unos minutos después, estaba de vuelta en el edificio, armada con comida china, su favorita. Se encaminó directamente pasillo adelante y entró en el despacho de Pedro.
Él estaba tan enfrascado con el ordenador, que no se movió.
Ella se acercó a él por detrás y le puso la bolsa delante de la pantalla del ordenador.
—Adivina qué hora es.
—Lo sé por el olor que me venía por el pasillo.
Así que sí que la había oído entrar; tenía los sentidos bien afinados de un guerrero.
—Vayamos a la sala de personal —le dijo ella.
—Estoy demasiado liado —pero cerró el ordenador y se volvió hacia ella mientras se frotaba las sienes.
Se le veía tan cansado, que ella le puso la mano en el brazo.
—Tienes un aspecto terrible; lo sabes, ¿verdad?
Él soltó una risotada.
—Bueno, no te reprimas. Dime lo que piensas.
—Siempre lo hago —le dijo en tono suave. Se arrodilló delante de él y le puso la mano en la rodilla—. ¿Pedro? ¿Por qué no te vas pronto a casa y duermes un poco?
—¿Y por qué iba a hacer eso?
—¿No lo sé, a lo mejor porque has estado despierto ya muchas noches seguidas, para asegurarte de que tu padre estaba bien?
Su mirada se tornó un poco fría.
—Eso tenía que hacerlo.
Ella se sentó sobre los talones.
—Caramba, se te da muy bien hacer eso.
—¿El qué?
—Mandar a paseo a las personas.
—No estoy haciendo eso contigo.
—No, lo estás haciendo contigo mismo; te aseguras de que no sientes nada, ni preocupación por Eduardo, ni enfado con Eva ni… sea lo que sea que sientas por mí.
—¿Lo que sienta por ti? ¿Qué narices significa eso?
—Nos besamos ayer en el ascensor y me dejaste como si nos hubiéramos dado de la mano. No sentiste nada.
—¿Qué debería haber sentido, Pau?
—¿Sabes qué? No importa. Sigue siendo como un robot, que no siente nada.
Ella se puso de pie y fue hacia la puerta.
Él también se puso de pie.
—¿Qué me acabas de llamar? —preguntó Pedro.
Ella se dio la vuelta.
—Un robot sin sentimientos.
—¿De verdad crees que no siento? —le preguntó con incredulidad; avanzó hasta plantarse delante de ella—. Tengo un montón de sentimientos, maldita sea.
Paula sabía que los tenía, al igual que sabía que los ocultaba.
—¿Y por qué no los demuestras?
—Tal vez no me guste mostrar todas las cosas.
—Si te guardas todo dentro, no puedes controlarlos —levantó las manos para agarrarle la cara—. Eso me entristece, Pedro. Me entristece por ti. Jamás te desahogas.
Nunca dices lo que sientes, de que Eva trabaje para Eduardo, aunque está claro que te molesta. Nunca dices lo que sientes sobre lo que le está pasando a tu padre, o lo que pasa con nosotros.
—¿Crees que no siento nada respecto a todo eso?
—A no ser que me lo cuentes, cómo iba a saberlo.
Él se quedó mirándola.
—Mira —le dijo ella—. Sé que algunas personas tienen problemas para hablar de sus sentimientos. No es fácil, pero hay que desahogarse o bien… —se calló cuando él tomó unos papeles y los lanzó contra la pared—. ¿Qué… qué haces?
—Desahogándome —respondió él—. ¿Qué te parece?
—Mmm… —tragó saliva—. Bien. Muy… bien.
—Así es cómo me siento acerca de lo que pasó entre nosotros —dijo—. Esto es lo que siento por lo que te pasó a ti.
La agarró, y ella pensó que iba a enfadarse o a besarla, pero en lugar de eso le puso una mano suavemente sobre el cuello donde tenía los moretones y la otra sobre la espalda, estrechándola contra su cuerpo.
Paula sintió que todo su cuerpo se amoldaba al de él.
—Si pudiera volver en el tiempo y borrar esa noche, lo haría —sus manos eran suaves, tiernas, su mirada fiera—. Me gustaría asegurarme de que jamás volvieras a sufrir. ¿Entiendes lo mucho que me preocupa eso, Pau?
Ella asintió y susurró:
—Sí.
—Bien —la estrechó con fuerza y le puso la boca muy cerca de la suya—. Me culpo por lo que pasó esa noche. Y voy a tener que culparme también por esto también, puesto que no hay nadie a quién culpar. Lo detesto cuando esto ocurre.
Y entonces se inclinó sobre ella y la besó.
martes, 23 de junio de 2015
EN SU CAMA: CAPITULO 24
El lunes por la mañana Eduardo la llamó por teléfono temprano, diciéndole que Pedro necesitaba otra empleada eventual durante una semana; que si estaba dispuesta.
Maldita sea.
Intentó que no le preocupara lo que se iba a poner. Y sobre todo, intentó estar en aquel estado habitual en ella de apurar hasta el último momento para marcharse de casa. Pero cuando quiso darse cuenta estaba cruzando las puertas del edificio veinte minutos antes de la hora.
Y también, antes de que se diera cuenta, estaba presionando el botón de la cuarta planta.
Él no estaba allí. Lo sabía porque se plantó delante de las puertas de cristal y paseó la mirada por todos los aparatos, pero no lo vio…
—Paula.
Consiguió darse la vuelta sin sobresaltarse. Pedro acababa de salir del ascensor que había detrás de ella. De cerca y, después de tres días sin verlo, le parecía aún más alto, más moreno y más guapo de como lo recordaba.
—Hola —dijo Paula.
Él asintió en dirección al gimnasio.
—¿Vas a hacer ejercicio?
Estuvo a punto de echarse a reír, sólo que no lo hizo porque sabía que no sería una risa relajada.
—¿Te has equivocado de piso?
—No.
—Ah. ¿Estabas… buscándome?
Ella suspiró y se obligó a mirarlo a los ojos en lugar de mirar aquel cuerpo atlético.
—¿Te acuerdas de lo que dije de que no era patética con el sexo opuesto?
—Me acuerdo —contestó él.
—Bueno, pues táchalo.
De pronto, Paula se preguntó si esa sería una sonrisa en los labios de Pedro. Porque si lo era, le daría una bofetada.
—Soy patética —añadió ella—. Sólo te lo digo para que lo sepas.
Y dicho eso fue hacia los ascensores y apretó el botón de llamada con más firmeza de la necesaria.
—¿Te ha llamado Eduardo esta mañana?
Ella esperó a que llegara el ascensor con la vista fija en las puertas cerradas, preguntándose si podría haber quedado aún más en ridículo.
—Sí.
—No quiere enviarme a Margarita —dijo Pedro.
—Lo siento.
Paula le oyó maldecir entre dientes; entonces él le plantó la mano en el brazo y le dio la vuelta.
—Mira, no es lo que piensas —le dijo él.
—¿De verdad? ¿Y qué es lo que pienso, Pedro?
—No lo sé… —se pasó la mano por la cabeza—. Que no quiero que estés aquí, que preferiría que estuviera Margarita.
—Caramba. ¿Eso lo has adivinado tú solo? —apretó de nuevo el botón de llamada.
—Mira, estoy intentando disculparme por haber sido manipulada para volver a darte este trabajo una semana más —dijo Pedro—. Eduardo siempre está dispuesto a conseguir lo que quiere, a cualquier precio.
—No necesito que te disculpes por nada —le dijo ella, a quien le entristecía que él pensara que tenía que hacerlo—. Yo… —empezó a decir, horrorizada al ver que estaba a punto de llorar; aspiró hondo, pero no le sirvió de mucho—. Sólo es que… me gusta el trabajo —susurró.
Menos mal que se abrieron las puertas del ascensor en ese momento. Paula tiró del brazo y se metió en la cabina.
Rápidamente apretó el botón del quinto piso, y como él se quedó allí mirándola con su chándal de entrenar como si fuera una mezcla de cruz que le tocara cargar y delicioso manjar que quisiera probar, ella apretó además el botón que cerraba las puertas.
Estas se cerraron despacio, muy despacio… Hasta que él metió la mano entre las puertas, que se abrieron de nuevo.
—Paula…
No tenía nada más que decir. Apretó de nuevo el botón para cerrar las puertas y contempló con los ojos empañados cómo las dos partes se cerraban.
—Maldita sea.
Esa vez metió el cuerpo entre las puertas para impedir que se cerraran y poder entrar con ella.
Entonces Paula apretó un botón para abrir las puertas y así poder salir del ascensor. Sin embargo él apretó el botón para cerrarlas.
Las puertas se cerraron, y cuando ella fue a apretar otro botón, Pedro la agarró de la muñeca.
Las puertas se cerraron, y en ese momento se disparó la alarma.
—Mira lo que has hecho —dijo Paula, sacudiendo la cabeza—. Ahora estaremos aquí ni se sabe el rato.
—¿Lo que yo he hecho? —le soltó la muñeca y se volvió hacia el panel del ascensor—. Debe de haber algún modo…
La alarma dejó de sonar bruscamente y entonces sonó el teléfono del panel. Pedro lo descolgó y escuchó unos momentos. Entonces, lo colgó y la miró.
—¿Y bien? —le preguntó ella—. ¿Qué han dicho?
—Que no debería montarme en un ascensor con una loca.
Ella puso los ojos en blanco.
—Han dicho que durará unos minutos.
Ella se cruzó de brazos y deseó haberse parado a comprar unos donuts.
—¿Tienes frío?
Ella no contestó. No iba a dejarse embaucar por su preocupación, porque a aquel hombre no le preocupaba nada. En realidad, él no sentía nada. Su fingida bondad sólo era eso, fingida.
—¿Pau? —la sorprendió cuando se acercó a ella y empezó a deslizarle las manos por los brazos, arriba y abajo, con ese roce leve y pecaminoso.
—No tengo frío —le dijo Paula, pero contradiciendo sus palabras avanzó un paso hacia delante, de modo que sus zapatos de tacón rozaban las zapatillas de deporte de Pedro.
—Te quiero aquí —le dijo pasado un buen rato—. De verdad que te quiero tener aquí.
Ella levantó la cabeza y lo miró a esos preciosos ojos azules.
—¿Y por qué no lo has dicho?
Él suspiró con sentimiento.
—No quería decírtelo ahora, pero estabas tan…
—¿Patética?
—No —dijo sin dejar de tocarla—. De verdad que te quiero tener aquí —repitió—. Siento no habértelo dicho antes, pero…
—¿Pero qué… ?
—Pero creo que acabo de darme cuenta en este momento.
Acababa de darse cuenta. Pensó en lo que acababa de decirle él y en cómo se sentía ella. Ella se había dado cuenta desde el principio que él la atraía, que era una atracción peligrosa en cierto modo, pero una atracción de todos modos.
Pero supuso que ella era ese tipo de mujer; que era impulsiva. Primero actuaba y después pensaba. Y al igual que era capaz de reconocer y aceptar eso, también era capaz de aceptar que él fuera diferente. Tenía un modo de pensar mucho más sistemático. Podría haber tardado fácilmente toda la semana en darse cuenta de lo que ella había entendido en cinco segundos esa noche en casa de Eduardo.
Desde luego allí pegada a él como lo estaba en ese momento, sentía sin duda esa afinidad que tenía con él, aunque la respuesta fuera puramente física. Sabía que seguramente él no sentiría mucho más y que lo más probable era que jamás sintiera nada más que eso.
De ahí el peligro de sentir algo por él.
—¿Entonces te quedarás esta semana? —le preguntó él.
Ella suspiró para sus adentros.
—Me quedaré esta semana.
—¿Y no harás nada para que nos quedemos encerrados otra vez en el ascensor?
—Si tú…
—¿Qué? —murmuró él.
Si él la besara.
—¿Pau?
Ella le sonrió aunque le doliera el corazón.
—Nada —se volvió y se puso a mirar el panel lleno de botones—. ¿Crees que esos pocos minutos que han dicho han pasado ya?
Una vez más, él le puso las manos en las caderas al tiempo que le daba la vuelta hacia él.
—¿Qué haces? —le preguntó ella.
—Contigo, Pau, te juro que no sé lo que hago. Nunca.
De algún modo sintió una alegría perversa al pensar en su confusión y le echó los brazos al cuello.
—¿Nunca?
—Bueno… —le miró los labios.
Y como no pudo evitarlo, cerró el espacio que los separaba y pegó los labios a los de él.
Un gemido áspero brotó del pecho de él. Le deslizó las manos por los brazos hasta agarrarle la cabeza con las dos manos. ¡Como si fuera a marcharse de allí! Como le había pasado antes, el mero roce de sus labios le aceleró el pulso.
Él tenía la boca caliente, firme, y no tuvo que coaccionarla para que se entregara a él de ningún modo. En menos de dos segundos, estaban pegados, el uno al otro, acariciándose y besándose.
Cuando finalmente él se apartó de ella, jadeaba tanto como Paula. Ella se llevó una mano al vientre y se aclaró la voz.
—¿Eso ha sido parte del trabajo?
Él frunció el ceño.
—¿Cómo? No.
—Sólo quería asegurarme —lo agarró otra vez de la cabeza y tiró de él—. ¿Lo ves? —le susurró, sus labios a un centímetro de los de él—. No todo se trata de trabajo…
—Pau…
Ella lo besó de nuevo. Y después otra vez, antes de que él tomara de nuevo las riendas. Tenía un muslo metido entre los de ella y con las manos se afanaba en excitarla cuando de pronto el ascensor hizo un movimiento brusco y empezó a moverse.
Se acabó.
Paula, que estaba excitada y sensible al máximo, pestañeó cuando se abrieron las puertas en el quinto piso delante de las oficinas de Pedro.
Todo parecía tan… normal. Envuelta en aquella especie de nube de sensualidad, Paula salió del ascensor y notó que Pedro la seguía.
Paula se dio la vuelta y lo miró. Aparte de la ropa de chándal que llevaba puesta aún, tenía el mismo aspecto que de costumbre: sereno y controlado.
—¿Qué? —preguntó él.
Lentamente ella negó con la cabeza. Maldición, había roto su promesa. Lo había besado. Y de pronto tenía los pezones duros y ávidos de caricias, apuntando bajo la blusa. Entre las piernas estaba caliente y húmeda. Una caricia más, pensaba, y tal vez explotara.
Y él estaba allí como si no hubiera pasado nada.
Se obligó a avanzar con toda la calma posible hacia la mesa de recepción, y después fingió enfrascarse en el trabajo.
Y durante todo el tiempo se maravilló ante la habilidad de Pedro para hacer lo mismo; pero no fingiendo como hacía ella, sino de verdad.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)