martes, 9 de junio de 2015

LA PRINCESA: CAPITULO 5





–Es un placer volver a verlo, señor Alfonso –el gerente del hotel sonreía mientras Pedro miraba con gesto de aprobación el amplio vestíbulo, la mezcla de piedra local, madera y cristal que daba al hotel de montaña un aire de lujo moderno y refinado.


Había hecho bien en financiarlo, a pesar de los problemas de construir en aquel sitio. Seis meses después de la inauguración se había convertido en una meca para viajeros de lujo que querían experimentar algo diferente.


Tras los enormes ventanales, la vista era fabulosa. El sol iluminaba los picos de los Andes, con su blanco manto. Y debajo, la superficie turquesa del glaciar recibía los últimos rayos del sol.


–Su suite está por aquí –el gerente hizo un gesto para que lo precediese.


–La encontraré yo mismo, gracias –Pedro no dejaba de mirar el impresionante paisaje.


–Muy bien, como quiera. Ya habrán subido su equipaje.


Pedro asintió con la cabeza, distraído. Algo en aquel sitio, tal vez la sensación de estar tan arriba, sobre el resto del mundo, lo atraía. No era sorprendente, ya que había trabajado como un demonio durante el último mes.


Pero por frenéticos que fueran sus días y cortas sus noches, Pedro no encontraba el acostumbrado placer en dirigir y levantar su imperio.


Algo daba vueltas en su cabeza; una insatisfacción que no tenía ni tiempo ni inclinación para identificar.


Tal vez podría tomar una copa antes de cenar, pensó. Tenía toda una noche por delante con su ordenador antes de la inspección y las reuniones del día siguiente.


Pero cuando entró en el bar fue recibido por una risa contagiosa y atractiva que lo dejó sin aliento.


Su pulso se aceleró de repente.


Conocía esa risa.


Paula.


Allí estaba, con el pelo dorado cayendo sobre los hombros, su sonrisa una pura invitación para los hombres que la rodeaban. Sus ojos bailaban mientras se inclinaba hacia ellos, como haciéndoles confidencias. Pedro no podía oír lo que estaba diciendo porque su pulso acelerado lo ensordecía.


Pero a sus ojos no les pasaba nada y admiró el vestido negro que abrazaba sus curvas. El contraste entre la tela negra y las bien torneadas piernas haría que cualquier hombre babease.


Él lo sabía bien porque había pasado horas explorando esas piernas… y cada centímetro de su hermoso cuerpo. Todo en ella lo excitaba, incluso su espalda le parecía deliciosa. Ella le parecía deliciosa.


Antes de que su cerebro volviese a funcionar con normalidad se encontró dando un paso adelante. ¿Qué iba a hacer, tomarla del brazo y apartarla de sus fans? ¿Echársela al hombro para llevarla a su habitación?


Un sonoro «sí» resonó en todo su ser.


Y eso lo detuvo.


Había habido una razón de peso para dejarla tan abruptamente un mes antes.


¿Dejarla? Prácticamente había salido corriendo.


No tenía nada que ver con reuniones de trabajo y sí con lo que lo hacía sentir; no solo deseo sino algo mucho más grande, algo sin precedentes.


Se había levantado de la cama con la intención de volver a ella, pero entonces se había dado cuenta de que por primera vez en su vida no había ningún otro sitio en el que quisiera estar.


Y esa idea era tan extraña para él, tan aterradora.


Fue entonces cuando decidió pedir el helicóptero para volver a la ciudad. No había sido su mejor momento, debía reconocerlo. Incluso con su reputación de donjuán, normalmente solía ser más fino dejando a una amante.


Una parte de él lamentaba haberla dejado después de una sola noche porque lo que había ocurrido entre ellos había sido asombroso.


La risa de Paula llegó de nuevo a sus oídos y Pedro se dio la vuelta para salir del bar.


Una vez era suficiente con cualquier mujer. Aquella reacción a la princesa Paula de Bengaria era una anomalía que debía controlar. Él no mantenía relaciones, no podía hacerlo y nada cambiaría eso.


Paula no era nada para él, solo otra mujer.


¿Se habría ido a casa después de las vacaciones en la selva? Seguro que no. Debía vivir en hoteles exclusivos a expensas de las arcas de su país, con amantes nuevos en todas partes.


Pedro apretó los dientes, acelerando el paso.







LA PRINCESA: CAPITULO 4





–Maldiçao! Lo que me haces… –Pedro besaba ardientemente su cuello, la ronca voz masculina llegándole hasta los huesos.


Paula sintió un escalofrío.


Nunca se había sentido tan vulnerable, tan desnuda. Como si estar con Pedro le hubiera arrancado el escudo protector que había erigido entre ella y el mundo hostil.


Y, sin embargo, eso no la asustaba. Con Pedro no tenía miedo.


Paula apretó su espalda desnuda, húmeda de sudor, mientras intentaba recuperar el aliento. Le gustaba sentir el peso de su cuerpo, el roce de las fuertes y peludas piernas que la aprisionaban.


Pedro se había tomado su tiempo para seducirla. Era un amante generoso, incluso paciente cuando un nerviosismo inesperado hizo que se quedase rígida entre sus brazos.


Paula se había sentido mortificada, convencida de que él lo interpretaría como un rechazo cuando no lo era. En lugar de eso, Pedro la había mirado a los ojos en silencio, sonriendo antes de explorar cada zona erógena de su cuerpo.


Estar entre sus brazos era…


–Peso demasiado. Lo siento –se disculpó.


Antes de que Paula pudiese protestar se tumbó de espaldas, llevándola con él. Y ella no se apartó ni un centímetro. 


Necesitaba el contacto piel con piel al que se había hecho adicta durante la noche.


Paula sonrió, medio dormida. Había tenido razón, Pedro era diferente. La hacía sentir como una mujer nueva, llena de vida.


–¿Estás bien?


Le encantaba su voz, como rico chocolate. Nunca había conocido a un hombre con una voz tan sensual.


–Nunca he estado mejor –Paula sonrió de nuevo, besando su ancho torso. Sabía a sal y a algo indefinible que era simplemente Pedro.


Él contuvo el aliento y eso la hizo sonreír de nuevo. Podría quedarse allí para siempre.


–¡Bruja!


Riendo, empujó sus hombros hacia atrás. Después de haber estado pegada al horno que era su cuerpo, el aire fresco del amanecer le parecía helado y abrió la boca para protestar, pero Pedro ya estaba levantándose de la cama.


Movió una mano para llamarlo, pero la dejó caer sobre la sábana. Volvería cuando hubiese tirado el preservativo y luego podrían dormir uno en brazos de otro.


Paula se abrazó a una almohada para compensar la pérdida y, enterrando en ella la nariz, respiró su aroma.


Aún tenían una semana de vacaciones. Una semana para conocerse mejor. La potente atracción que había entre ellos los había llevado directamente a la cama, saltándose los pasos normales de una relación.


La promesa del placer que estaba por llegar era increíble. 


¿Quién hubiera imaginado que podría sentirse tan bien cuando el día anterior…?


Paula sacudió la cabeza, decidida a disfrutar del optimismo que la embargaba después de tanto tiempo hundida en un pozo negro de tristeza.


Estaba deseando saber más cosas de Pedro: qué lo hacía reír, qué hacía cuando no estaba dedicado a amasar lo que alguien del grupo había llamado «la fortuna más grande de Sudamérica».


Un ruido hizo que levantase la cabeza. Pedro estaba en el quicio de la puerta, mirándola, iluminado por las primeras luces del alba.


Alto, de hombros anchos, abdomen duro como una piedra y muslos como columnas, el vello oscuro que cubría su torso se perdía entre sus piernas. Paula lo miraba con los ojos entrecerrados. Estaba increíblemente bien dotado y parecía listo para…


–Duerme, querida –la voz de Pedro interrumpió sus pensamientos– ha sido una noche muy larga.


Paula pasó una mano por el sitio vacío a su lado.


–Cuando vuelvas a la cama.


Dormiría mejor con él allí, abrazándola como antes. No era sexo lo que quería sino su compañía, la rara sensación de bienestar que él había creado.


Pero Pedro se quedó donde estaba, inmóvil, y Paula empezó a asustarse. Incluso estuvo a punto de taparse con la sábana. No se había avergonzado de su desnudez cuando la miraba con un brillo de admiración en los ojos, de adoración incluso. Pero aquello era diferente. Su mirada era impenetrable y tenía el ceño fruncido…


El silencio se alargó y Paula tuvo que apretar los puños para no cubrirse con la sábana.


Por fin, respirando profundamente, Pedro se inclinó para tomar algo del suelo. Sus vaqueros.


–Te marchas –murmuró, casi sin voz.


Sentía como si le estuvieran arrancando el corazón.


Sus miradas se encontraron, la de él impenetrable. El brillo de admiración había desaparecido. En sus ojos no había nada.


–Está amaneciendo –Pedro miró hacia la ventana.


–Aún faltan un par de horas para que los demás despierten.


No sabía cómo podía hablar con tanta calma cuando lo que quería era levantarse de la cama y echarse en sus brazos, suplicarle que se quedase.


Suplicarle… ella, que no había suplicado en toda su vida.


El orgullo había sido uno de sus mejores aliados. Después de años soportando la desaprobación de su familia y las acusaciones de la prensa solo le quedaba el orgullo, pero en aquel momento sentía la tentación de olvidarse incluso de eso para retenerlo.


–Por eso deberías dormir un rato.


Ella parpadeó, desconcertada ante el tono de advertencia. 


Sentía como si hubiese nadado mar adentro y, de repente, se encontrase a kilómetros de la playa.


Sentía que le ardía la cara mientras Pedro la miraba. ¿Había un brillo de pesar en sus ojos?


–Es mejor que me vaya.


Ella iba a protestar, pero no lo hizo. Quizá estaba intentando protegerla de los cotilleos… pero como no habían acudido a la cena la noche anterior, seguramente era demasiado tarde para eso.


–Entonces, nos veremos durante el desayuno –Paula se sentó en la cama, intentando sonreír. Habría tiempo suficiente para estar juntos durante la siguiente semana.


–No, eso no será posible –Pedro terminó de abrochar los botones de su camisa y se acercó a la mesilla.


–¿No?


–Mira, Paula –empezó a decir él, mientras se ponía el reloj– lo de anoche fue fabuloso. Tú eres fabulosa, pero nunca te prometí flores y corazoncitos.


Indignada, ella irguió los hombros.


–No creo que desayunar juntos tenga nada que ver con flores y corazoncitos –le espetó, cubriéndose con la sábana. 


Al menos así no estaría tan desnuda.


–Tú sabes lo que quiero decir –Pedro apartó la mirada y Paula se alegró de haber roto esa fachada de suprema seguridad.


–No, no lo sé –respondió con aparente despreocupación, aunque por dentro estaba derrumbándose.


–No tenemos ningún compromiso –Pedro hizo una mueca en cuanto pronunció esas palabras. Como despedida, era la peor posible.


–Yo no te he pedido ninguno –se apresuró a replicar ella.


–Claro que no. Tú no eres ese tipo de mujer, por eso lo de anoche fue perfecto.


–¿A qué tipo de mujer te refieres?


–El tipo de mujer que cree que una noche significa toda una vida juntos.


Sus ojos se encontraron de nuevo y Paula sintió la fuerza del deseo como un golpe en el pecho. Aunque estaba rechazándola, había chispas en el aire. No podía estar imaginándolo. Sin embargo, su expresión seria le decía que estaba dispuesto a ignorarlo.


Y ella soñando que aquella noche era el principio de algo especial, que después de una vida entera besando ranas y encontrando solo ranas, por fin había un hombre que la apreciaba por sí misma.


Debería haber imaginado que no sería así. Porque tal hombre no existía.


–¿Qué ha significado para ti, Pedro? –le preguntó.


–¿Perdona?


Parecía perplejo, como si ninguna mujer se hubiese atrevido a plantarle cara, pero Pedro Alfonso era un hombre inteligente y sabía muy bien lo que estaba preguntando.


–En fin, da igual. Está claro que no te interesa –Paula contuvo el aliento, esperando estar equivocada, esperando que no solo hubiera sido sexo.


Lo deseaba tanto que, sin darse cuenta, estaba apretando los puños, clavándose las uñas en las palmas.


–Esto no puede ir a ningún sitio. No tiene sentido complicar más las cosas.


¿Complicar las cosas? Eso era lo que decían los hombres para denigrar algo que los hacía sentir incómodos.


–Entonces, por curiosidad: ¿qué fue lo de anoche para ti? ¿Hiciste una apuesta con los otros para llevarme a la cama?


–¡Claro que no! ¿Qué clase de hombre crees que soy?


Paula enarcó una ceja.


–No lo sé, esa es la cuestión.


Lamentaba el impulso que la hizo acostarse con él. Había estado tan segura de haber encontrado a un hombre que no tenía una agenda oculta. ¿Cuántas veces tendría que aprender esa lección?, se preguntó, con una amargura que la ahogaba.


–Es porque soy una princesa, ¿verdad? ¿Nunca te habías acostado con alguien de sangre real y te parecía un reto?


–¿Por qué estás siendo deliberadamente insultante?


¿Y no era insultante que la apartase de su lado después de haber conseguido lo que quería sin darle los buenos días siquiera?


Paula tuvo que tragar saliva para calmarse. No iba a darle la satisfacción de ver cuánto le dolía aquello. Por fin había confiado en un hombre y…


Por eso vaciló cuando le ofreció su mano. Si hubiera hecho caso de su instinto, si no lo hubiera tocado…


–Solo quería aclarar las cosas –dijo, levántandose, envuelta en la sábana.


–Ha sido sexo, solo eso –de repente, en sus ojos había un brillo de furiosa energía–. ¿Es lo que querías escuchar?


–Muy bien, ya ha quedado bastante claro.


Paula se preguntó por qué le daba tanta importancia a lo que solo era una atracción física.


¿Porque estaba necesitada?


¿Porque estaba sola?


Qué patética era. Tal vez su tío tenía razón después de todo.


–¿Paula?


Cuando levantó la mirada vio un brillo de preocupación en las facciones masculinas. Incluso había dado un paso adelante, como para tomarla del brazo.


Pero ella no necesitaba la compasión de nadie, especialmente la de aquel hombre, que la había visto perfecta solo para una noche. Sin duda habría pensado que no le importaría acostarse con él y luego decirle adiós como si no hubiera pasado nada.


Paula sintió un dolor entre las costillas y tuvo que hacer un esfuerzo para no llevarse la mano al costado, doblándose por la fuerza del golpe.


–Si has terminado, puedes marcharte. Yo necesito darme una larga ducha caliente –Paula miró la puerta del baño. Ojalá borrar el dolor fuese tan fácil como borrar el olor de Pedro de su piel–. Y no te preocupes, no te buscaré durante el desayuno.


–No estaré aquí. Me marcho.


Paula parpadeó, sorprendida. De modo que nunca había habido una oportunidad para ellos. Pedro pensaba irse al día siguiente y no había tenido la decencia de decírselo. Eso dejaba bien claros sus sentimientos.


Nunca se había sentido tan dolida, tan desdeñada… desde que Andreas admitió haber apostado con sus amigos que era capaz de llevársela a la cama.


Paula se detuvo en la puerta del baño, agarrándose al picaporte para buscar apoyo, y miró por encima de su hombro.


Pedro no se había movido y la miraba con el ceño fruncido, aunque eso no disminuía el magnetismo de sus hermosas facciones.


Pero cuando abrió la boca para decir algo, Paula supo que no podría soportar otro rechazo.


–Me pregunto si esto ha sido una muesca más en tu cabecero o en el mío –dijo con voz ronca.


Y luego, arrastrando la sábana como solo podía hacerlo alguien acostumbrado a llevar largos vestidos de noche, entró en el baño y cerró la puerta tras ella.









LA PRINCESA: CAPITULO 3





Paula se secaba el pelo con una toalla, mirando el patio privado de su suite en el lujoso resort, observando a unas mariposas que volaban entre las hojas de un arbusto.


Debería estar imaginando cómo iba a capturarlas con su cámara, pero solo podía pensar en Pedro Alfonso, en el roce de su mano mientras bajaban por el camino y en la sensación de pérdida cuando la soltó al reunirse con los demás. En cómo su ardiente mirada parecía desnudarla.


Era lógico que lo hubiese evitado hasta ese momento.


Pero lo deseaba. Ella, que había aprendido a desconfiar del deseo. Sin embargo, aquello era algo nuevo. Con Pedro Alfonso sentía un lazo especial, casi un reconocimiento, algo que no había experimentado nunca. Le recordaba lo que había habido entre Stefano y ella.


Suspirando, sacudió la cabeza. ¿El dolor empañaba sus pensamientos?


Ni el cansancio ni el peligro lograban borrar el dolor. Desde la muerte de Stefano había vivido en un mundo gris… hasta que Pedro le ofreció su mano.


¿Podía hacerlo? ¿Podía entregarse a un extraño? A pesar de lo que creía mucha gente, ella no era la devoradora de hombres que describía la prensa.


Entonces recordó lo que había sentido mientras hablaba con él, cómo sus cuerpos parecían comunicarse sutilmente con un lenguaje tan antiguo como el sexo.


Se había sentido feliz, excitada, la horrible sensación de soledad había desaparecido estando con él. Se había sentido viva.


Sonó un golpecito en la puerta y Paula se miró en el espejo. 


Descalza, con el pelo mojado cayendo por su espalda y el rostro limpio de maquillaje no parecía la princesa que era.


¿Querría Pedro a la mujer real? Durante un momento de cobardía, quiso fingir que no había oído el golpecito en la puerta. Se había arriesgando antes con otros hombres y siempre había sido una desilusión. Más que eso, se había sentido herida por su egoísmo…


De nuevo sonó un golpecito en la puerta y Paula saltó de la silla.


Tenía que enfrentarse con Pedro. Por primera vez en años se atrevía a arriesgarse. El lazo que había entre ellos era tan intenso, tan profundo que quería confiar en él. Necesitaba desesperadamente no estar sola.


Su corazón latía con fuerza mientras abría la puerta.


Pedro llenaba el umbral, sus ojos tan oscuros y hambrientos que se le encogió el estómago.


Sin decir nada, Pedro entró en la habitación y cerró la puerta tras él sin dejar de mirarla a los ojos.


–Querida –la palabra era como una caricia. Si estaba decepcionado porque no se había arreglado, no lo demostraba. Al contrario, en sus ojos había un brillo de aprobación–. ¿No has cambiado de opinión?


–¿Y tú? –le preguntó ella, irguiendo los hombros.


–¿Cómo iba a hacerlo? –respondió Pedro, con una sonrisa más devastadora que ninguna otra.


Y cuando inclinó la cabeza para buscar sus labios el mundo desapareció.







lunes, 8 de junio de 2015

LA PRINCESA: CAPITULO 2



Paula giró la cabeza hacia el chorro de agua, agradeciendo su frescor en medio de aquel calor asfixiante. Le dolían las piernas y los brazos, pero se agarraba con fuerza a la roca sobre la catarata.


Sí, aquello era lo que quería. Perderse a sí misma en el reto de cada momento. Olvidarse de…


–¡Paula, aquí!


Ella giró la cabeza. Brian Saltram, a unos metros, la miraba con una sonrisa de triunfo.


–¡Lo has conseguido, me alegro por ti! –Brian le había confiado su miedo a las alturas y aquello era un triunfo para él. Claro que llevaba un arnés de seguridad y Juan, el guía, no se apartaba de su lado–. Sabía que podías hacerlo.


Pero no era fácil mirar esos ojos febriles de emoción y alegría.


Paula sintió que se le encogía el corazón. Cuando sonreía de ese modo le recordaba otra sonrisa, tan radiante como el sol. Unos ojos tan claros y brillantes como un cielo de verano, una alegría tan contagiosa que la calentaba por dentro.


Stefano siempre había sido capaz de hacerle olvidar la tristeza con una sonrisa, una broma o alguna aventura. Con él, el mundo infeliz y desaprobador en el que estaban atrapados no le dolía tanto.


Paula parpadeó, apartando la mirada del joven americano que no sabía el dolor que evocaba.


Con un nudo en la garganta del tamaño del frío y gris palacio real de Bengaria, tenía que hacer un esfuerzo para respirar.


«No, ahora no, aquí no».


Se volvió hacia Brian, intentando esbozar una sonrisa.


–Nos vemos abajo. Yo voy a seguir subiendo.


Él dijo algo, pero Paula no lo oyó porque ya estaba moviéndose, buscando un apoyo para los pies en la pared de roca.


Eso era lo que necesitaba: concentrarse en el reto y en las exigencias del momento, olvidando todo lo demás.


Había subido más de lo que pretendía, pero el ritmo de la escalada era tan adictivo que no prestó atención a los gritos de advertencia de Juan, el jefe de la excursión.


El golpe del agua era más fuerte allí, la roca no solo mojada sino chorreando agua, pero el rugido de la catarata la atraía, como si pudiera borrar todas sus emociones.


Un poco más arriba y estaría en el sitio en el que, según la leyenda, un chico valiente se había lanzado al agua en un salto imposible.


Se detuvo, intentando contener la tentación. No de hacerse famosa por un acto de valentía sino de arriesgar su vida, de lanzarse a las garras del olvido.


No quería morir, pero jugar con el peligro era lo que hacía últimamente para sobrevivir, para creer que podría volver a haber alegría en su vida.


El mundo era un sitio gris, el dolor y la soledad insoportables. La gente decía que el dolor pasaba con el tiempo, pero ella no lo creía. Le habían arrancado una mitad, dejando un vacío que nada podía llenar.


El ruido del agua, como el pulso de un animal gigante, se mezclaba con los rápidos latidos de su corazón. Parecía llamarla como Stefano había hecho tantas veces. Cuando cerraba los ojos, casi podía oír su tono burlón…


«Venga, Pau. No me digas que tienes miedo».


No, ella no tenía miedo a nada salvo a la soledad que la envolvía desde que Stefano murió.


Sin pensar, empezó a subir hacia un saliente, tomándose su tiempo en las traicioneras rocas.


Casi había llegado cuando un ruido la detuvo.


Paula volvió la cabeza y allí, a su derecha, estaba Pedro Alfonso, el brasileño al que había evitado desde que empezó la excursión. Algo en su forma de mirarla con esos penetrantes ojos oscuros la turbaba, como si viera a través de lo que Stefano solía llamar su «cara de princesa».


Pero había algo diferente en la mirada de Pedro Alfonso en ese momento, algo que le recordaba a su tío, el experto en juzgar y condenar a los demás.


Pero entonces esbozó una sonrisa y Paula se agarró al saliente con todas sus fuerzas.


Esa sonrisa hacía que pareciese un hombre diferente.


Tenía una presencia formidable, un aspecto que llamaba la atención. Paula había visto a otras mujeres suspirando por él, prácticamente echándose a sus pies, y ella misma lo había mirado subrepticiamente.


Pero cuando sonreía… experimentaba un calor inusitado.


El mojado pelo oscuro pegado al cráneo destacaba su belleza masculina y su fabulosa estructura ósea. Las gotas de agua que se deslizaban desde el sólido mentón a la fuerte columna de su cuello…


Fue entonces cuando se dio cuenta de que no llevaba casco de seguridad.


Eso era lo que Stefano, siempre temerario, habría hecho. 


¿Explicaba eso la repentina conexión con él?


El brasileño enarcó una ceja de ébano, señalando hacia la izquierda.


Juan les había dicho que había un saliente en esa zona y desde allí un camino que bajaba hasta el valle.


El brillo de sus ojos parecía llamarla y Paula experimentó un escalofrío de inesperado placer, como si reconociese a un alma gemela.


Asintiendo con la cabeza, empezó a subir, agarrándose a la roca con todas sus fuerzas. Él subía tras ella, cada movimiento preciso, metódico, hasta que al final, tuvo que hacer un esfuerzo para no mirarlo. Necesitaba toda su concentración, agotada por completo.


Había llegado casi a la cima y acababa de agarrarse al saliente cuando una mano apareció ante ella. Grande, áspera, pero bien cuidada, con marcas de antiguas cicatrices, parecía una mano en la que cualquiera podría apoyarse.


Paula levantó la cabeza y, al encontrarse con los ojos oscuros, de nuevo sintió ese escalofrío, ese cosquilleo. Pedro Alfonso le ofreció su mano, pero vaciló antes de aceptarla, preguntándose por aquel hombre tan diferente al resto. Tan… auténtico.


–Toma mi mano.


Debería estar acostumbrada a ese acento. Había pasado una semana desde que llegó a Sudamérica, pero la voz aterciopelada de Pedro y el brillo seductor de sus ojos hacía que algo se encogiera dentro de ella.


Haciendo un esfuerzo para salir de ese extraño estupor, tomó su mano y vio que esbozaba una sonrisa de satisfacción. Pedro tiró de ella, sin esperar que encontrase un sitio para apoyar los pies…


Ese despliegue de masculinidad no debería hacer que su corazón se acelerase. Había conocido a muchos hombres bien entrenados, pero ninguno de ellos la había hecho sentir tan femenina y deseable como él.


Pedro sostenía su mirada mientras le quitaba el casco. La fuerza del agua movía su pelo empapado… debía tener un aspecto horrible, pero no iba a atusárselo. En lugar de eso, observó aquel rostro de bronce, los altos pómulos, la nariz larga, aquilina, la boca firme, seria, y unos ojos que parecían guardar muchos secretos.


La miraba fijamente, como si la viese a ella de verdad, no a la famosa princesa sino a la mujer que estaba sola, perdida.


Ningún hombre la había mirado así.


Cuando clavó los ojos en su boca tuvo que tragar saliva. No estaba preparada para el deseo que la embargó mientras respiraba su aroma a limpio sudor masculino y algo más, jabón tal vez.


–Bem vinda, pequenina. Me alegro de que hayas decidido venir conmigo.


Paula lo miró con la barbilla levantada. Sus ojos, del azul más puro que había visto nunca, sostenían los suyos sin pestañear. Pedro se excitaba solo con estar a su lado.


¿Cómo sería besarla?


Esa pregunta provocó una emoción extraña.


Paula no se apartó, pero soltó su mano mientras se volvía para admirar la vista. Era un paisaje fabuloso, la razón por la que miles de personas viajaban a aquel continente. Sin embargo, Pedro sospechaba que era una excusa para evitar su mirada.


Demasiado tarde. Sabía que ella sentía lo mismo.


Había reconocido el brillo de deseo en sus ojos y no seguirían evitándose el uno al otro.


–¿Qué hacías antes, en la catarata? –la pregunta parecía una acusación, aunque no era eso lo que pretendía. Tal vez por el recuerdo del miedo que lo había hecho escalar tras ella, sin molestarse en ponerse un casco.


Había algo en su manera de escalar, una extraña determinación, como si no le importase el peligro. Como si lo buscase.


¿Por qué?


En el brillo de sus ojos había una premonición de peligro…


Pedro tenía instinto para el peligro en todas sus formas y no le había gustado el brillo en los ojos de la princesa.


–Estaba admirando el paisaje –respondió, con tono despreocupado, como si no acabara de arriesgar su vida en uno de los barrancos más peligrosos del país–. Recordé que Juan había hablado de ese chico que se lanzó al agua…


Pedro había abierto la boca para recordarle lo peligroso que era cuando notó los tensos músculos de su cuello, su rígida postura. Era como un soldado en un desfile.


¿O una princesa zafándose de preguntas impertinentes?


Tenía mucho que aprender si pensaba que iba a ser tan fácil librarse de él.


Pedro levantó una mano para acariciar su pelo dorado.


Era más suave de lo que había imaginado.


–La selva parece interminable –dijo Paula, con voz ronca.


Pedro sonrió.


–Se tardan días en recorrerla y eso si no te pierdes –murmuró, apartando un mechón de pelo de su frente. Su piel era tan suave que le gustaría acariciarla por todas partes, aprender su cuerpo por el tacto antes de probarlo con el resto de sus sentidos.


El pulso temblaba en la base de su cuello, como una mariposa atrapada en una red.


Ella levantó la cabeza entonces y Pedro se vio atrapado en unos ojos de color azul zafiro.


–¿Conoce bien la selva, señor Alfonso?


Parecía lo que era, una princesa charlando con un cortesano, su tono ligero, amable. Pero la fría capa de cortesía solo servía para destacar a la mujer sexy que era. Que tuviese el pelo mojado, sin una gota de maquillaje, como una mujer recién levantada de la cama, añadía un toque picante.


Pedro se quemaba solo con mirarla.


Y ella lo sabía. Estaba allí, en sus ojos.


–Vivo en la ciudad, Alteza, pero vengo a la selva siempre que puedo –Pedro se tomaba un mes de vacaciones al año, siempre en algún resort de su compañía. En aquella ocasión había elegido algo que estaba muy de moda: vacaciones de aventura.


Y tenía la impresión de que la aventura estaba a punto de empezar.


–Paula, por favor. Alteza suena tan pomposo –le dijo, con un brillo de humor en los ojos.


–Paula entonces –asintió él. Le gustaba cómo sonaba su nombre, femenino e intrigante–. Yo soy Pedro.


–No conozco bien Sudamérica, Pedro–la pausa que hizo después de pronunciar su nombre hizo que sintiera un escalofrío de anticipación. ¿Sonaría tan fría y compuesta cuando la tuviese desnuda en su cama? No, seguro que no–. Aún tengo que visitar muchas ciudades –Paula alargó una mano para apartar una hojita de su cuello, el roce de sus dedos dejándolo sin aliento.


Sus ojos le decían que el roce había sido deliberado.


«Ah, una sirena».


–El sitio en el que nací no está entre los lugares de interés turístico.


–¿Ah, no? Me sorprende. He oído que eres una leyenda en el mundo de los negocios. Imagino que tarde o temprano alguien pondrá un cartel diciendo Pedro Alfonso nació aquí.


Él apartó una brizna de hierba de su pelo, jugando con ella entre los dedos. No iba a decirle que nadie sabía dónde había nacido o que ni siquiera había tenido un techo sobre su cabeza.


–Yo no nací entre algodones.


Ella frunció los labios y Pedro se preguntó si habría cometido un error al decir eso. Pero enseguida esbozó una sonrisa.


–No se lo digas a nadie, pero nacer entre algodones no es tan maravilloso como la gente cree.


Pedro capturó su mano y los dos se quedaron en silencio, un silencio cargado de promesas. Ella no apartó la mirada, no se mostró tímida o cortada.


–Me gusta cómo te enfrentas con los retos –admitió, antes de fruncir el ceño. Normalmente, él elegía sus palabras con cuidado, no hablaba sin pensar.


–Y a mí me gusta que no te importe mi estatus social.


Pedro acarició su mano con el pulgar. Le gustaba que no intentase fingir desinterés porque el delicado equilibrio añadía una tensión deliciosa al momento.


–No es tu título lo que me interesa, Paula.


Su nombre sabía mejor cada vez que lo pronunciaba. 


Pedro se inclinó hacia delante, pero se detuvo a tiempo. 


Aquel no era el sitio.


–No sabes cuánto me alegra oír eso –Paula puso las manos en la pechera de su camisa y su corazón se volvió loco. Era como si lo hubiera marcado.


La deseaba en aquel mismo instante y, a juzgar por su agitada respiración, ella sentía lo mismo.


Quería tomarla allí mismo, pero el instinto le decía que necesitaría algo más que un encuentro rápido para satisfacer su ansia.


¿Cómo había logrado resistirse durante toda una semana?


–Tal vez, mientras bajamos, podrías decirme en qué estás interesado exactamente.


Pedro tomó su mano y cuando Paula enredó los dedos con los suyos el placer que experimentó casi le parecía inocente.


¿Cuándo fue la última vez que agarró a una mujer de la mano?