martes, 9 de junio de 2015

LA PRINCESA: CAPITULO 3





Paula se secaba el pelo con una toalla, mirando el patio privado de su suite en el lujoso resort, observando a unas mariposas que volaban entre las hojas de un arbusto.


Debería estar imaginando cómo iba a capturarlas con su cámara, pero solo podía pensar en Pedro Alfonso, en el roce de su mano mientras bajaban por el camino y en la sensación de pérdida cuando la soltó al reunirse con los demás. En cómo su ardiente mirada parecía desnudarla.


Era lógico que lo hubiese evitado hasta ese momento.


Pero lo deseaba. Ella, que había aprendido a desconfiar del deseo. Sin embargo, aquello era algo nuevo. Con Pedro Alfonso sentía un lazo especial, casi un reconocimiento, algo que no había experimentado nunca. Le recordaba lo que había habido entre Stefano y ella.


Suspirando, sacudió la cabeza. ¿El dolor empañaba sus pensamientos?


Ni el cansancio ni el peligro lograban borrar el dolor. Desde la muerte de Stefano había vivido en un mundo gris… hasta que Pedro le ofreció su mano.


¿Podía hacerlo? ¿Podía entregarse a un extraño? A pesar de lo que creía mucha gente, ella no era la devoradora de hombres que describía la prensa.


Entonces recordó lo que había sentido mientras hablaba con él, cómo sus cuerpos parecían comunicarse sutilmente con un lenguaje tan antiguo como el sexo.


Se había sentido feliz, excitada, la horrible sensación de soledad había desaparecido estando con él. Se había sentido viva.


Sonó un golpecito en la puerta y Paula se miró en el espejo. 


Descalza, con el pelo mojado cayendo por su espalda y el rostro limpio de maquillaje no parecía la princesa que era.


¿Querría Pedro a la mujer real? Durante un momento de cobardía, quiso fingir que no había oído el golpecito en la puerta. Se había arriesgando antes con otros hombres y siempre había sido una desilusión. Más que eso, se había sentido herida por su egoísmo…


De nuevo sonó un golpecito en la puerta y Paula saltó de la silla.


Tenía que enfrentarse con Pedro. Por primera vez en años se atrevía a arriesgarse. El lazo que había entre ellos era tan intenso, tan profundo que quería confiar en él. Necesitaba desesperadamente no estar sola.


Su corazón latía con fuerza mientras abría la puerta.


Pedro llenaba el umbral, sus ojos tan oscuros y hambrientos que se le encogió el estómago.


Sin decir nada, Pedro entró en la habitación y cerró la puerta tras él sin dejar de mirarla a los ojos.


–Querida –la palabra era como una caricia. Si estaba decepcionado porque no se había arreglado, no lo demostraba. Al contrario, en sus ojos había un brillo de aprobación–. ¿No has cambiado de opinión?


–¿Y tú? –le preguntó ella, irguiendo los hombros.


–¿Cómo iba a hacerlo? –respondió Pedro, con una sonrisa más devastadora que ninguna otra.


Y cuando inclinó la cabeza para buscar sus labios el mundo desapareció.







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