lunes, 8 de junio de 2015
LA PRINCESA: CAPITULO 2
Paula giró la cabeza hacia el chorro de agua, agradeciendo su frescor en medio de aquel calor asfixiante. Le dolían las piernas y los brazos, pero se agarraba con fuerza a la roca sobre la catarata.
Sí, aquello era lo que quería. Perderse a sí misma en el reto de cada momento. Olvidarse de…
–¡Paula, aquí!
Ella giró la cabeza. Brian Saltram, a unos metros, la miraba con una sonrisa de triunfo.
–¡Lo has conseguido, me alegro por ti! –Brian le había confiado su miedo a las alturas y aquello era un triunfo para él. Claro que llevaba un arnés de seguridad y Juan, el guía, no se apartaba de su lado–. Sabía que podías hacerlo.
Pero no era fácil mirar esos ojos febriles de emoción y alegría.
Paula sintió que se le encogía el corazón. Cuando sonreía de ese modo le recordaba otra sonrisa, tan radiante como el sol. Unos ojos tan claros y brillantes como un cielo de verano, una alegría tan contagiosa que la calentaba por dentro.
Stefano siempre había sido capaz de hacerle olvidar la tristeza con una sonrisa, una broma o alguna aventura. Con él, el mundo infeliz y desaprobador en el que estaban atrapados no le dolía tanto.
Paula parpadeó, apartando la mirada del joven americano que no sabía el dolor que evocaba.
Con un nudo en la garganta del tamaño del frío y gris palacio real de Bengaria, tenía que hacer un esfuerzo para respirar.
«No, ahora no, aquí no».
Se volvió hacia Brian, intentando esbozar una sonrisa.
–Nos vemos abajo. Yo voy a seguir subiendo.
Él dijo algo, pero Paula no lo oyó porque ya estaba moviéndose, buscando un apoyo para los pies en la pared de roca.
Eso era lo que necesitaba: concentrarse en el reto y en las exigencias del momento, olvidando todo lo demás.
Había subido más de lo que pretendía, pero el ritmo de la escalada era tan adictivo que no prestó atención a los gritos de advertencia de Juan, el jefe de la excursión.
El golpe del agua era más fuerte allí, la roca no solo mojada sino chorreando agua, pero el rugido de la catarata la atraía, como si pudiera borrar todas sus emociones.
Un poco más arriba y estaría en el sitio en el que, según la leyenda, un chico valiente se había lanzado al agua en un salto imposible.
Se detuvo, intentando contener la tentación. No de hacerse famosa por un acto de valentía sino de arriesgar su vida, de lanzarse a las garras del olvido.
No quería morir, pero jugar con el peligro era lo que hacía últimamente para sobrevivir, para creer que podría volver a haber alegría en su vida.
El mundo era un sitio gris, el dolor y la soledad insoportables. La gente decía que el dolor pasaba con el tiempo, pero ella no lo creía. Le habían arrancado una mitad, dejando un vacío que nada podía llenar.
El ruido del agua, como el pulso de un animal gigante, se mezclaba con los rápidos latidos de su corazón. Parecía llamarla como Stefano había hecho tantas veces. Cuando cerraba los ojos, casi podía oír su tono burlón…
«Venga, Pau. No me digas que tienes miedo».
No, ella no tenía miedo a nada salvo a la soledad que la envolvía desde que Stefano murió.
Sin pensar, empezó a subir hacia un saliente, tomándose su tiempo en las traicioneras rocas.
Casi había llegado cuando un ruido la detuvo.
Paula volvió la cabeza y allí, a su derecha, estaba Pedro Alfonso, el brasileño al que había evitado desde que empezó la excursión. Algo en su forma de mirarla con esos penetrantes ojos oscuros la turbaba, como si viera a través de lo que Stefano solía llamar su «cara de princesa».
Pero había algo diferente en la mirada de Pedro Alfonso en ese momento, algo que le recordaba a su tío, el experto en juzgar y condenar a los demás.
Pero entonces esbozó una sonrisa y Paula se agarró al saliente con todas sus fuerzas.
Esa sonrisa hacía que pareciese un hombre diferente.
Tenía una presencia formidable, un aspecto que llamaba la atención. Paula había visto a otras mujeres suspirando por él, prácticamente echándose a sus pies, y ella misma lo había mirado subrepticiamente.
Pero cuando sonreía… experimentaba un calor inusitado.
El mojado pelo oscuro pegado al cráneo destacaba su belleza masculina y su fabulosa estructura ósea. Las gotas de agua que se deslizaban desde el sólido mentón a la fuerte columna de su cuello…
Fue entonces cuando se dio cuenta de que no llevaba casco de seguridad.
Eso era lo que Stefano, siempre temerario, habría hecho.
¿Explicaba eso la repentina conexión con él?
El brasileño enarcó una ceja de ébano, señalando hacia la izquierda.
Juan les había dicho que había un saliente en esa zona y desde allí un camino que bajaba hasta el valle.
El brillo de sus ojos parecía llamarla y Paula experimentó un escalofrío de inesperado placer, como si reconociese a un alma gemela.
Asintiendo con la cabeza, empezó a subir, agarrándose a la roca con todas sus fuerzas. Él subía tras ella, cada movimiento preciso, metódico, hasta que al final, tuvo que hacer un esfuerzo para no mirarlo. Necesitaba toda su concentración, agotada por completo.
Había llegado casi a la cima y acababa de agarrarse al saliente cuando una mano apareció ante ella. Grande, áspera, pero bien cuidada, con marcas de antiguas cicatrices, parecía una mano en la que cualquiera podría apoyarse.
Paula levantó la cabeza y, al encontrarse con los ojos oscuros, de nuevo sintió ese escalofrío, ese cosquilleo. Pedro Alfonso le ofreció su mano, pero vaciló antes de aceptarla, preguntándose por aquel hombre tan diferente al resto. Tan… auténtico.
–Toma mi mano.
Debería estar acostumbrada a ese acento. Había pasado una semana desde que llegó a Sudamérica, pero la voz aterciopelada de Pedro y el brillo seductor de sus ojos hacía que algo se encogiera dentro de ella.
Haciendo un esfuerzo para salir de ese extraño estupor, tomó su mano y vio que esbozaba una sonrisa de satisfacción. Pedro tiró de ella, sin esperar que encontrase un sitio para apoyar los pies…
Ese despliegue de masculinidad no debería hacer que su corazón se acelerase. Había conocido a muchos hombres bien entrenados, pero ninguno de ellos la había hecho sentir tan femenina y deseable como él.
Pedro sostenía su mirada mientras le quitaba el casco. La fuerza del agua movía su pelo empapado… debía tener un aspecto horrible, pero no iba a atusárselo. En lugar de eso, observó aquel rostro de bronce, los altos pómulos, la nariz larga, aquilina, la boca firme, seria, y unos ojos que parecían guardar muchos secretos.
La miraba fijamente, como si la viese a ella de verdad, no a la famosa princesa sino a la mujer que estaba sola, perdida.
Ningún hombre la había mirado así.
Cuando clavó los ojos en su boca tuvo que tragar saliva. No estaba preparada para el deseo que la embargó mientras respiraba su aroma a limpio sudor masculino y algo más, jabón tal vez.
–Bem vinda, pequenina. Me alegro de que hayas decidido venir conmigo.
Paula lo miró con la barbilla levantada. Sus ojos, del azul más puro que había visto nunca, sostenían los suyos sin pestañear. Pedro se excitaba solo con estar a su lado.
¿Cómo sería besarla?
Esa pregunta provocó una emoción extraña.
Paula no se apartó, pero soltó su mano mientras se volvía para admirar la vista. Era un paisaje fabuloso, la razón por la que miles de personas viajaban a aquel continente. Sin embargo, Pedro sospechaba que era una excusa para evitar su mirada.
Demasiado tarde. Sabía que ella sentía lo mismo.
Había reconocido el brillo de deseo en sus ojos y no seguirían evitándose el uno al otro.
–¿Qué hacías antes, en la catarata? –la pregunta parecía una acusación, aunque no era eso lo que pretendía. Tal vez por el recuerdo del miedo que lo había hecho escalar tras ella, sin molestarse en ponerse un casco.
Había algo en su manera de escalar, una extraña determinación, como si no le importase el peligro. Como si lo buscase.
¿Por qué?
En el brillo de sus ojos había una premonición de peligro…
Pedro tenía instinto para el peligro en todas sus formas y no le había gustado el brillo en los ojos de la princesa.
–Estaba admirando el paisaje –respondió, con tono despreocupado, como si no acabara de arriesgar su vida en uno de los barrancos más peligrosos del país–. Recordé que Juan había hablado de ese chico que se lanzó al agua…
Pedro había abierto la boca para recordarle lo peligroso que era cuando notó los tensos músculos de su cuello, su rígida postura. Era como un soldado en un desfile.
¿O una princesa zafándose de preguntas impertinentes?
Tenía mucho que aprender si pensaba que iba a ser tan fácil librarse de él.
Pedro levantó una mano para acariciar su pelo dorado.
Era más suave de lo que había imaginado.
–La selva parece interminable –dijo Paula, con voz ronca.
Y Pedro sonrió.
–Se tardan días en recorrerla y eso si no te pierdes –murmuró, apartando un mechón de pelo de su frente. Su piel era tan suave que le gustaría acariciarla por todas partes, aprender su cuerpo por el tacto antes de probarlo con el resto de sus sentidos.
El pulso temblaba en la base de su cuello, como una mariposa atrapada en una red.
Ella levantó la cabeza entonces y Pedro se vio atrapado en unos ojos de color azul zafiro.
–¿Conoce bien la selva, señor Alfonso?
Parecía lo que era, una princesa charlando con un cortesano, su tono ligero, amable. Pero la fría capa de cortesía solo servía para destacar a la mujer sexy que era. Que tuviese el pelo mojado, sin una gota de maquillaje, como una mujer recién levantada de la cama, añadía un toque picante.
Pedro se quemaba solo con mirarla.
Y ella lo sabía. Estaba allí, en sus ojos.
–Vivo en la ciudad, Alteza, pero vengo a la selva siempre que puedo –Pedro se tomaba un mes de vacaciones al año, siempre en algún resort de su compañía. En aquella ocasión había elegido algo que estaba muy de moda: vacaciones de aventura.
Y tenía la impresión de que la aventura estaba a punto de empezar.
–Paula, por favor. Alteza suena tan pomposo –le dijo, con un brillo de humor en los ojos.
–Paula entonces –asintió él. Le gustaba cómo sonaba su nombre, femenino e intrigante–. Yo soy Pedro.
–No conozco bien Sudamérica, Pedro–la pausa que hizo después de pronunciar su nombre hizo que sintiera un escalofrío de anticipación. ¿Sonaría tan fría y compuesta cuando la tuviese desnuda en su cama? No, seguro que no–. Aún tengo que visitar muchas ciudades –Paula alargó una mano para apartar una hojita de su cuello, el roce de sus dedos dejándolo sin aliento.
Sus ojos le decían que el roce había sido deliberado.
«Ah, una sirena».
–El sitio en el que nací no está entre los lugares de interés turístico.
–¿Ah, no? Me sorprende. He oído que eres una leyenda en el mundo de los negocios. Imagino que tarde o temprano alguien pondrá un cartel diciendo Pedro Alfonso nació aquí.
Él apartó una brizna de hierba de su pelo, jugando con ella entre los dedos. No iba a decirle que nadie sabía dónde había nacido o que ni siquiera había tenido un techo sobre su cabeza.
–Yo no nací entre algodones.
Ella frunció los labios y Pedro se preguntó si habría cometido un error al decir eso. Pero enseguida esbozó una sonrisa.
–No se lo digas a nadie, pero nacer entre algodones no es tan maravilloso como la gente cree.
Pedro capturó su mano y los dos se quedaron en silencio, un silencio cargado de promesas. Ella no apartó la mirada, no se mostró tímida o cortada.
–Me gusta cómo te enfrentas con los retos –admitió, antes de fruncir el ceño. Normalmente, él elegía sus palabras con cuidado, no hablaba sin pensar.
–Y a mí me gusta que no te importe mi estatus social.
Pedro acarició su mano con el pulgar. Le gustaba que no intentase fingir desinterés porque el delicado equilibrio añadía una tensión deliciosa al momento.
–No es tu título lo que me interesa, Paula.
Su nombre sabía mejor cada vez que lo pronunciaba.
Pedro se inclinó hacia delante, pero se detuvo a tiempo.
Aquel no era el sitio.
–No sabes cuánto me alegra oír eso –Paula puso las manos en la pechera de su camisa y su corazón se volvió loco. Era como si lo hubiera marcado.
La deseaba en aquel mismo instante y, a juzgar por su agitada respiración, ella sentía lo mismo.
Quería tomarla allí mismo, pero el instinto le decía que necesitaría algo más que un encuentro rápido para satisfacer su ansia.
¿Cómo había logrado resistirse durante toda una semana?
–Tal vez, mientras bajamos, podrías decirme en qué estás interesado exactamente.
Pedro tomó su mano y cuando Paula enredó los dedos con los suyos el placer que experimentó casi le parecía inocente.
¿Cuándo fue la última vez que agarró a una mujer de la mano?
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
Me encantó el final de la otra nove! Y esta, parece interesante. Muy buenos los primeros caps
ResponderBorrar