martes, 9 de junio de 2015

LA PRINCESA: CAPITULO 5





–Es un placer volver a verlo, señor Alfonso –el gerente del hotel sonreía mientras Pedro miraba con gesto de aprobación el amplio vestíbulo, la mezcla de piedra local, madera y cristal que daba al hotel de montaña un aire de lujo moderno y refinado.


Había hecho bien en financiarlo, a pesar de los problemas de construir en aquel sitio. Seis meses después de la inauguración se había convertido en una meca para viajeros de lujo que querían experimentar algo diferente.


Tras los enormes ventanales, la vista era fabulosa. El sol iluminaba los picos de los Andes, con su blanco manto. Y debajo, la superficie turquesa del glaciar recibía los últimos rayos del sol.


–Su suite está por aquí –el gerente hizo un gesto para que lo precediese.


–La encontraré yo mismo, gracias –Pedro no dejaba de mirar el impresionante paisaje.


–Muy bien, como quiera. Ya habrán subido su equipaje.


Pedro asintió con la cabeza, distraído. Algo en aquel sitio, tal vez la sensación de estar tan arriba, sobre el resto del mundo, lo atraía. No era sorprendente, ya que había trabajado como un demonio durante el último mes.


Pero por frenéticos que fueran sus días y cortas sus noches, Pedro no encontraba el acostumbrado placer en dirigir y levantar su imperio.


Algo daba vueltas en su cabeza; una insatisfacción que no tenía ni tiempo ni inclinación para identificar.


Tal vez podría tomar una copa antes de cenar, pensó. Tenía toda una noche por delante con su ordenador antes de la inspección y las reuniones del día siguiente.


Pero cuando entró en el bar fue recibido por una risa contagiosa y atractiva que lo dejó sin aliento.


Su pulso se aceleró de repente.


Conocía esa risa.


Paula.


Allí estaba, con el pelo dorado cayendo sobre los hombros, su sonrisa una pura invitación para los hombres que la rodeaban. Sus ojos bailaban mientras se inclinaba hacia ellos, como haciéndoles confidencias. Pedro no podía oír lo que estaba diciendo porque su pulso acelerado lo ensordecía.


Pero a sus ojos no les pasaba nada y admiró el vestido negro que abrazaba sus curvas. El contraste entre la tela negra y las bien torneadas piernas haría que cualquier hombre babease.


Él lo sabía bien porque había pasado horas explorando esas piernas… y cada centímetro de su hermoso cuerpo. Todo en ella lo excitaba, incluso su espalda le parecía deliciosa. Ella le parecía deliciosa.


Antes de que su cerebro volviese a funcionar con normalidad se encontró dando un paso adelante. ¿Qué iba a hacer, tomarla del brazo y apartarla de sus fans? ¿Echársela al hombro para llevarla a su habitación?


Un sonoro «sí» resonó en todo su ser.


Y eso lo detuvo.


Había habido una razón de peso para dejarla tan abruptamente un mes antes.


¿Dejarla? Prácticamente había salido corriendo.


No tenía nada que ver con reuniones de trabajo y sí con lo que lo hacía sentir; no solo deseo sino algo mucho más grande, algo sin precedentes.


Se había levantado de la cama con la intención de volver a ella, pero entonces se había dado cuenta de que por primera vez en su vida no había ningún otro sitio en el que quisiera estar.


Y esa idea era tan extraña para él, tan aterradora.


Fue entonces cuando decidió pedir el helicóptero para volver a la ciudad. No había sido su mejor momento, debía reconocerlo. Incluso con su reputación de donjuán, normalmente solía ser más fino dejando a una amante.


Una parte de él lamentaba haberla dejado después de una sola noche porque lo que había ocurrido entre ellos había sido asombroso.


La risa de Paula llegó de nuevo a sus oídos y Pedro se dio la vuelta para salir del bar.


Una vez era suficiente con cualquier mujer. Aquella reacción a la princesa Paula de Bengaria era una anomalía que debía controlar. Él no mantenía relaciones, no podía hacerlo y nada cambiaría eso.


Paula no era nada para él, solo otra mujer.


¿Se habría ido a casa después de las vacaciones en la selva? Seguro que no. Debía vivir en hoteles exclusivos a expensas de las arcas de su país, con amantes nuevos en todas partes.


Pedro apretó los dientes, acelerando el paso.







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