Con los ojos pesados, tensos y agotados por las largas horas sobre el tractor, Pedro subió al porche. En sus días de juventud había tenido resacas que no llegaban a compararse con eso. Miró la hora. Eran las tres y media de la mañana, y llevaba con un horario de vampiro más días de los que le gustaba recordar.
Abrió la puerta y se detuvo en seco al ver a su hermano tirado en el sofá, con una tarta a medio comer delante de él.
—¿Ves esto? —dijo Pablo lleno de felicidad al señalar lo que quedaba de la tarta—. Cathy debió dejarla cuando estábamos en los campos —Pedro frunció el ceño con curiosidad al ver escrita la palabra «menos»—. Ponía «Te echo de Menos» —explico su hermano—. Ya me he comido el «Te Echo de». Me echa de menos. ¿Sabes lo que eso significa, Pepe?
—Sí. Exactamente lo que suena, supongo.
—No, idiota —sonrió—, es un signo de que mi ausencia ha hecho que se encariñe aún más. Creo que es hora de hacerle la pregunta.
—Llevo diciéndote eso una semana. Bueno, ¿cuándo será el gran acontecimiento? —se sentó para devorar la tarta; no había tenido tiempo de comer y estaba hambriento.
—Mañana por la tarde —anunció, dando otro bocado—. Te ayudaré a limpiar los tractores y las sembradoras para guardarlos en el granero. Luego iré a verla a la cafetería.
Pedro comió otra porción, luego movió la cabeza con incredulidad. De haber sabido que la tarta era lo que necesitaba su hermano para animarse, él mismo la habría preparado. Después de titubear durante tres semanas, Pablo había decidido dar el paso final.
Tras acabar con lo que quedaba de tarta, se dirigió a rastras al dormitorio. Le dolía todo el cuerpo. Se derrumbó sobre la cama y se quedó dormido en cuanto la cabeza tocó la almohada.
****
Como Teresa no estaba en la oficina para responder al teléfono, Paula no pudo acabar ningún trabajo. Fue una mañana caótica y apenas tuvo tiempo para respirar hasta las dos de la tarde.
Volvió a mirar el reloj. No supo cómo había pasado la mañana. Su intención había sido llevarle sopa a su secretaria, comprobar cómo se encontraba y preguntarle si necesitaba algo.
Cuando el teléfono sonó por enésima vez, lo miró furiosa para ver si conseguía que callara. No pensaba contestar. Iba a comprar algo de comida para Teresa y para ella, visitaría a la pobre enferma y luego regresaría a la oficina. Además, tenía que irse pronto si quería llegar a tiempo para prepararle la cena a Pedro. No pensó que pudiera vivir un día más ocupado y complicado.
Recogió el bolso y huyó del teléfono. Necesitaba comprar algunos ingredientes para hacer una lasaña.
Aparcó ante el supermercado y en un tiempo récord volvió a subir al coche. Se dirigió a la cafetería de Cathy para la comida de Teresa. Al entrar en el aparcamiento vio que esta se hallaba en la puerta con… El corazón le dio un vuelco al comprobar que hablaba con Pedro. Para su absoluta incredulidad y consternación, vio que le rodeaba el cuello y lo abrazaba con fuerza. Entonces Pedro, el maldito traidor, pegó a Cathy a su cuerpo y le plantó un beso en los labios, delante de todos, en la Calle Principal.
Permaneció sentada, completamente aturdida. En su interior sintió una mezcla de dolor, furia y humillación. Era como si le hubieran arrancado el corazón del pecho sin anestesia. Lo maldijo mientras observaba cómo se daban un beso que resucitaría a un muerto. Estuvieron sin respirar por lo menos cinco minutos.
La atormentaron las horribles sensaciones de traición y rechazo que había experimentado al descubrir que Raul la engañaba. Pedro se había comportado como si ella le interesara, como si le preocupara lo que pensaba, lo que sentía, lo que tenía que decir. Descubrir que había pisoteado su confianza y afecto le dolió infinitamente más, porque sabía que Pedro Alfonso era el verdadero amor de su vida.
Le había entregado una parte de sí misma que ya jamás podría pertenecer a otro. El problema era que Pedro tenía una relación con Cathy, una mujer que ella valoraba como amiga y dienta.
Desde luego, nada de eso era culpa de Cathy. Siguió echando chispas mientras contemplaba cómo el beso abrasador continuaba una eternidad. Apostaba diez a uno que Cathy no sabía que Pedro también la veía a ella.
Soltó varias obscenidades al recordar a Pedro diciéndole que quería que nadie conociera su relación, para que pudieran llegar a conocerse, porque la quería para él solo, bla, bla, bla. El miserable incluso le había asegurado que no consideraba que lo suyo fuera algo sórdido ni barato.
Lo maldijo con profusión y se dijo que iba a pagar cara su traición. Solo a él le había confiado su pasado. Le había entregado el regalo de su inocencia. Había dado el salto de fe y depositado en él su confianza, compartido sus sentimientos… y él la había utilizado.
Lo primero que haría por la mañana sería llamar a Hacienda para que le hiciera una auditoría a las cuentas de su rancho.
Si los gastos e ingresos de Pedro Alfonso no estaban bien documentados, pagaría una buena multa. Después de que los de Hacienda acabaran con él, iba a estrangularlo por herirla de un modo en que nadie había podido hacerlo con anterioridad, ni siquiera Raul con sus retorcidas mentiras.
Aferró el colgante que ardía sobre su cuello y se lo arrancó.
Comprendió que el regalo no era otra cosa que un pago por el sexo. Y encima le había hecho una tarta en la que declaraba que lo echaba de menos. Nunca había cocinado para un hombre, y de haber sabido quién era Pedro, se la habría estrellado en la cara.
Se secó las lágrimas que bajaban por su mejilla, puso la marcha atrás y salió antes de que él la viera. Y pensar que había hecho acopio de valor para decirle que lo amaba. Agradeció al cielo no haber cometido ese terrible error.
A pesar de sus intentos, no consiguió dejar de llorar. Con ese aspecto no podía entrar en el Good Grub Diner para pedir comida para llevarle a Teresa, no sin atraer miradas curiosas. Buscó en el bolso, sacó el teléfono móvil, respiró hondo y marcó el número de la oficina del sheriff.
—Departamento del sheriff del condado —anunció la telefonista.
—Soy Paula Chaves —carraspeó—. Me gustaría hablar con Reed, por favor.
—Lo siento, el sheriff fue al apartamento de Teresa Harper a llevarle algo para almorzar. Imagino que ya sabe que está enferma, pues trabaja para usted.
—Por eso lo llamaba. Esperaba que pudiera ir a verla —dijo sin que se le quebrara la voz.
—No se preocupe —la telefonista soltó una risita irónica—. El sheriff ha ido al apartamento de Teresa cada hora. Nunca antes lo había visto comportarse de esa manera. Le ha dado fuerte.
Paula colgó, sintiéndose aún peor. Teresa había capturado la atención del sheriff y salían juntos. Sin embargo, ella no podía atraer el interés de un hombre sin contar con el dinero o el sexo.
No sabía qué pasaba con ella. Desde pequeña había intentado ser una persona decente. Pero siempre la habían tratado como si fuera prescindible, como si sus sentimientos no contaran.
La tristeza se apoderó con tanta fuerza de sus emociones, que no confió en poder seguir conduciendo. Se metió en el parque de la ciudad, apagó el motor y permaneció sentada, doblada como una niña abandonada. Se juró que era la última vez que se entregaba a un hombre. Ya ni se preocuparía si sus animales espantaban al ganado de Alfonso. Ojalá tuviera que pasar todos los días a caballo, reuniendo las reses y reparando las vallas. No le importaba.
No lo amaba ni lo necesitaba en su vida. Y si ese maldito traidor aparecía en su puerta, le iba a enseñar el verdadero significado de la palabra enemistad.
Paula juró que sus animales intentaban crear un conflicto entre Pedro y ella durante toda la semana. No pararon de rugir, gruñir y graznar cada noche desde que Pedro comenzó la siembra. En dos ocasiones había tenido que levantarse pasada la medianoche para cerciorarse de que su ganado no había escapado. Una vez habían roto una valla, y tardó dos horas en devolverlos a su pastizal.
Él la había llamado todas las noches con voz agotada.
Paula vivía para esas breves conversaciones. La informó de que la siembra iba bien, salvo por unas averías menores que le habían consumido más tiempo del planeado. También afirmó que la echaba mucho de menos.
A Paula cada vez le resultaba más sencillo reconocer que también lo echaba de menos y que quería estar con él. Esa última semana había sido mucho peor que los días que se había ausentado en su misterioso viaje. La soledad que experimentó fue casi insoportable, y se intensificaba con cada día que transcurría.
Decidió prepararle una tarta. Eso lo sorprendería y le daría algo que hacer. Podía dejarla en su porche delantero para que él la encontrara cuando llegara a rastras tras otro día agotador y tedioso.
Buscó en el armario un preparado de chocolate. Se puso a batir la masa, la metió en el molde y en el horno, colocó el temporizador a su hora y salió a alimentar a sus animales. El veterinario había pasado la noche anterior y se sentía complacida de que todos hubieran recibido un diagnóstico sano.
Miró el reloj, luego aceleró el paso para poder acabar las rondas antes de que la tarta estuviera lista. Regresó a la casa justo a tiempo de oír sonar la alarma del horno. Sacó la tarta, la puso a enfriar y preparó la decoración.
Una hora y media más tarde, con la tarta en la mano, subía por el sendero de ladrillo hacia el rancho moderno y espacioso. Admiraba lo bien cuidado que estaba, aunque se preguntaba por qué nunca la había invitado. Quizá pensaba que las cosas podían complicarse si su hermano, llegaba pronto y los descubría. Decidió que era mejor que Pedro fuera a su casa. En ocasiones vivir sola tenía sus ventajas.
Miró alrededor y vio una mesa de hierro forjado con una planta en el centro. La movió hasta dejarla justo delante de la puerta, luego cambió la tarta por la planta. Sonrió ante las palabras atrevidas que había escrito encima: «Te Echo de Menos». Y era verdad. Cuando él terminara la siembra, pensaba tomarse un día libre para dedicarlo a demostrarle cuánto lo quería. Y también pensaba decirle de una vez que lo amaba.
Se la imaginaba como una velada perfecta. Cena a la luz de las velas, y un dormitorio poco iluminado lleno de pétalos de rosas por la cama.
Al marcharse, vio los faros de dos tractores que trabajaban en el campo del sur. Pobre Pedro.
Pensó en lo agotador que sería pasar todo el día encima de un tractor sobre terreno irregular.
Al regresar a su casa, el contestador automático parpadeaba. Le dio a la tecla que lo activaba y oyó la voz de barítono de Pedro con ruidos de fondo.
—Cariño, ¿dónde estás? Lamento la mala conexión. Pero te llamo desde el móvil —sonaron más interferencias—. Esta noche he decidido trabajar hasta más tarde con el fin de acabar este último prado. Mañana por la tarde debo hacer algunas cosas, pero iré a tu casa… a eso de las…
La llamada se cortó. No importaba a que hora se presentara al día siguiente, porque ella estaría lista y esperándolo.
Cuando el teléfono sonó, se lanzó sobre él con la esperanza de que fuera Pedro.
—¿Hola?
—Hola, jefa —dijo Teresa con voz apagada.
—¿Te encuentras bien?
—No mucho —gimió—. He pillado un constipado horrible. No soy capaz de estar de pie sin marearme. Lo siento de verdad, pero mañana no creo que pueda ir a trabajar.
Ahí desaparecía la idea de tomarse el día libre para prepararse para Pedro.
—No te preocupes, Teresa. Yo estaré en la oficina. Tú quédate en casa y relájate hasta ponerte bien.
—Gracias por entenderlo, jefa. Quiero que sepas que no finjo, como esa camarera de Cathy’s Place.
—Te conozco lo bastante bien como para saber que no harías algo así.
—Jamás te decepcionaría adrede… oh, oh, he de colgar. Tengo otro ataque de náuseas…
Tomó nota mental de pasar al día siguiente por la cafetería de Cathy para comprar sopa para el almuerzo de Teresa.
Suspiró. Era tarde y necesitaba dormir, ya que la esperaba un turno doble en la oficina.
Subió las escaleras y se desnudó. Al echarse en la cama, automáticamente apoyó la mano en la almohada vacía, deseando que Pedro estuviera a su lado.
Se aseguró que lo estaría al día siguiente, y al otro. Y entonces le diría lo vacía que estaba su vida sin el sonido de su risa. Solo esperaba que Pedro sintiera algo similar por ella. De lo contrario, se le rompería el corazón.
Pablo alzó la vista del periódico que leía y observó con ojos críticos el aspecto desarreglado de su hermano.
—¿Dónde diablos has estado? He preparado la cena, pero no has aparecido. Podrías haber llamado. Para eso tenemos los teléfonos móviles.
—Lo olvidé —repuso al sentarse en el sillón.
—Lo olvidaste —se burló Pablo con sarcasmo—. Bien podríamos olvidar el acuerdo que tenemos para cocinar. Esta semana has olvidado todo lo que sabes.
—Déjalo —no tenía ganas de soportar un discurso cuando había temas importantes que tratar—. ¿Cuándo le vas a dar el anillo a Cathy?
Pablo apartó la vista.
—Aún no lo he decidido.
—Comprendo. Supongo que esperarás hasta figurar en el primer lugar de la lista de donantes de médula espinal.
—Lo haré cuando me parezca oportuno —repuso a la defensiva.
—Bueno, pero si no te lo parece pronto, me ocuparé yo de la situación, cobarde.
—¡Eh! —exclamó, ofendido—. No soy un cobarde. Lo que pasa es que trato de no precipitar las cosas.
Pedro no pudo discutirle eso, porque él mismo había intentado ir despacio con Paula para no agobiarla. Pero Pablo llevaba cuatro meses saliendo con Cathy, y el muy payaso estaba loco por ella. Si su hermano quería estar prometido durante un par de años, perfecto, pero ya era hora de que diera el paso.
Porque él no iba a sentirse cómodo hasta que su hermano hubiera arreglado su situación.
Él no había llegado a decirle a Paula que eran gemelos. Y Pablo no se lo había mencionado a Cathy hasta que llevaban saliendo más de un mes. Ya era un procedimiento estándar entre ellos. Hasta que Pedro no supiera exactamente su situación con Paula, no iba a correr ningún riesgo presentándosela a Pablo. No hasta que el muy idiota le planteara la pregunta a Cathy.
—Y bien —dijo—, ¿cuándo crees que las estrellas estarán perfectamente alineadas y la presión barométrica será lo bastante estable para que le pidas que se case contigo?
—No lo sé, maldita sea. ¡No he consultado los gráficos astrológicos! Además, ¿a ti en qué te afecta?
«En todo, cabeza de chorlito», pensó.
—Me gustaría presentarte a Paula, pero los dos tenemos la política de esperar hasta que el otro tenga las cosas solucionadas en el departamento de romances.
Pablo sonrió y asintió con gesto comprensivo. Era gracioso cómo aquel incidente con la niña de quinto curso había dejado una impresión duradera en ellos, hasta el punto de que primero establecían su identidad con las mujeres de sus vidas antes de aceptar cosas como presentar a sus respectivas parejas y salir juntos.
—De manera que las cosas entre Paula y tú se están poniendo serias —sonrió con ironía—. Si no puedes vencer a los animales exóticos, únete a ellos, ¿eh?
—Soslayamos ese tema en un esfuerzo por llegar a conocernos —replicó con los dientes apretados.
—A juzgar por el hecho de que tu pelo y tu ropa tienen hierba, diría que os estáis conociendo excepcionalmente bien. ¿Qué has hecho? ¿Llevarla a tu rincón favorito de pesca en el prado del sur?
—¿Y? ¿Cuántas veces has ido allí con Cathy? repuso.
—No es asunto tuyo.
—Lo mismo te digo, hermano. Hay algunas cosas que nunca tratamos, como bien sabes. Bueno, ¿vas a darle ese anillo a Cathy o tendré que hacerlo yo por ti? Por lo visto, siempre me toca a mí enfrentarme a las situaciones difíciles. Yo ataco un problema mientras tú divagas sobre el tacto y la diplomacia. Jamás tomas la iniciativa y aplicas tu teoría.
Hablas, hablas y hablas, pero nunca actúas.
—¡Eh! —protestó Pablo—. El que no afronte un problema no significa que no pueda solucionarlo.
—¿No? Entonces, ¿qué demonios estás esperando? ¿Te sigue dando miedo que te rechace?
—No —musitó—. Está loca por mí.
—Eso repites, pero no haces nada al respecto —continuó sin piedad—. ¿Cuándo harás algo? ¿La próxima semana? ¿El mes siguiente? ¿La próxima década?
—Después de que plantemos el trigo, después de que Cathy encuentre ayuda para la cafetería y podamos pasar más tiempo juntos.
Pedro lo miró exasperado.
—Es la excusa de esta semana. ¿Cuál será la que viene?
Pablo se puso de pie y arrojó a un lado el periódico, luego se dirigió a su dormitorio.
—¡Déjame en paz! —gritó.
—Perfecto, lo haré —repuso—. A primera hora de la mañana empezaremos a dejarnos las espaldas plantando el trigo. En cuanto terminemos, te vas a declarar o te arrastraré a la ciudad y lo haré por ti!
—¡Ni lo sueñes! —gruñó su hermano.
—No apuestes por ello a menos que quieras perder.
Pablo cerró de un portazo. Pedro frunció el ceño. Imaginaba que las dudas y los titubeos de su hermano eran en parte por su culpa. Había sido un infierno vivir con él después de que Sandi lo traicionara. Pablo había presenciado todo, lo que hacía que en ese momento quisiera ir muy despacio, cerciorándose de que cada paso que daba fuera sobre suelo firme.
Decidió que le daría dos semanas. Si por ese entonces Pablo no se había movido, pensaba romper algunas reglas antiguas y forzarlo a entrar en acción.
Tomada esa decisión, fue a su cuarto a llamar a Pau y a decirle que iba a estar ocupado con la siembra del trigo.
Pensaba mantener a Pablo tan enfrascado en el trabajo que no dispondría de un minuto para ver a Cathy. Entonces comprendería que no le gustaba vivir sin verla. Y añadiría algunas provocaciones sobre los clientes de la cafetería que no dejaban de mirar a Cathy. Eso haría que el cobarde se decidiera.
Llegó a la conclusión de que era un plan estupendo. Sin embargo, si mantenía a su hermano ocupado día y noche, tampoco él podría ver a Pau…
—¿Hola?
La frustración lo dominó en cuanto oyó la voz sensual.
Quería estar con Pau, necesitaba su dosis diaria de ella.
Pero había que meter a su hermano en cuarentena por el bien del amor… lo que significaba que también él sufriría la cuarentena.
—¿Cómo estás, cariño? —murmuró.
—Sola sin ti.
El cuerpo se le tensó. Apretó los dientes y en silencio maldijo a su renuente hermano.
—A mí me pasa lo mismo. Y va a ser más solitario aún, porque Pablo y yo vamos a iniciar la siembra de trigo por la mañana. Nos ocupará más de una semana, siempre y cuando no surjan complicaciones con la maquinaria. Haremos turnos dobles, con la esperanza de terminar antes de que vuelva a llover. El tiempo libre de que dispongamos, lo dedicaremos a reparar los tractores y las sembradoras.
—En otras palabras, no se te verá el pelo.
Juró que había captado desilusión en su voz. ¿O era su imaginación?
—Me temo que no. Junto con la recogida, esta es la época más ajetreada del año.
—Igual que cuando se acerca la declaración de la renta —convino ella.
—Exacto. No hay descanso para los trabajadores agotados, y todo eso.
—¿Puedo ayudarte en algo?
—No, pero gracias por ofrecerte. Pablo y yo podemos ponernos nerviosos y desquiciados. Preferiría que no vieras nuestra peor faceta.
—Te lo recordaré cuando llegue la época de pagarle a Hacienda.
—Hazlo. Mientras tanto, te llamaré todas las noches, aunque quizá sea tarde.
—Muy bien, Pepe. Buenas noches. Pen… pensaré en ti.
Maldijo al colgar. Paula empezaba a abrirse a él, a desprenderse de sus reservas e inhibiciones. Era capaz de decir cosas como «te echo de menos, pienso en ti, te necesito», sin sentirse insegura o vulnerable. Y él se tomaba una semana para ausentarse de su vida. No quería que se acostumbrara a no tenerlo cerca.
Se desnudó y se tumbó en la cama para mirar la oscuridad.
Se consoló diciéndose que serían doce días, dos semanas como mucho. Si Pablo no le entregaba a Cathy el anillo, entonces se lo quitaría y quizá se lo ofreciera a Paula.
El pensamiento impulsivo lo puso incómodo. ¿Y si le respondía que no? ¿Y si no estaba lista para algo permanente y un compromiso de por vida porque ya se
había quemado? ¿Querría tener hijos? No se lo había preguntado. No habían hablado de la posibilidad.
«Tranquilo, Alfonso», se reprendió. Si Paula quedaba embarazada de él, se sentiría feliz. Quería tener hijos, pero no sabía lo que pensaba ella después de la infancia que había padecido.
Cerró los ojos y se dijo que ya tendría innumerables horas para pensar en ello. De pronto entendió la falta de seguridad de Pablo, su vacilación. Simpatizó con su gemelo. El gran paso podía asustar si la mujer a la que amaba un hombre no compartía la profundidad de sus sentimientos, carecía de las mismas visiones para el futuro.Pedro había pasado por eso y lo habían arrojado al vacío sin un paracaídas emocional que mitigara su aterrizaje. Había chocado con fuerza contra el suelo y se había lastimado.
Pasaron un par de horas antes de que dejara de dar vueltas y contara unos cuantos cientos de ovejas. Al final, logró sumirse en un sueño inquieto.
Cuando Pedro apareció ante la puerta de Paula unos días más tarde con una cesta de picnic, ella frunció el ceño con curiosidad.
—Supongo que no cenaremos en casa.
—No. Es una noche tan bonita que pensé que podíamos dar una vuelta a caballo. ¿Te apetece?
—Nunca he montado —informó—. En los complejos de apartamentos en los que viví de pequeña, no había sitio para nada más grande que un chihuahua.
—En el fondo lo esperaba —sonrió—. Tenía visiones de llevarte en el mío para enseñarte.
—¿Acaso has imaginado fantasías eróticas, Alfonso? —observó su sonrisa.
—Muy eróticas, Rubita —casi ronroneó—. Y en todas aparecemos tú y yo en un rincón apartado de los pastizales, haciéndonos todo tipo de cosas interesantes —le tomó la mano y la acercó—. El caballo está ensillado y esperando.
Paula lo siguió sin titubear. La semana anterior, con Pedro apareciendo al anochecer para quedarse hasta el amanecer, había volado a velocidad supersónica.
Anhelaba llegar a casa porque sabía que él estaría allí. No podía imaginarse más enamorada, pero no dejaba de quererlo cada día más. Había alcanzado un punto en el que no era capaz de recordar el momento en que Pedro no formaba parte vital de su vida. Le daba motivos para ir a trabajar, para volver al rancho, llenaba su hogar de risas, humor y un acto sexual maravilloso.
—La Tierra a Pau. Responde —murmuró, sacándola de sus cavilaciones—. ¿Dónde estás?
Alzó la vista para verlo apoyado contra un caballo de tonalidad rojiza. El corazón le dio un vuelco al contemplarlo en su elemento natural. La robusta montura detrás de él, las colinas verdes fundiéndose con el horizonte y un cielo azul sin nubes.
Impulsivamente, se tiró a sus brazos y le rodeó la cintura, se puso de puntillas y pegó los labios a los suyos.
—Estoy aquí contigo, socio. Es el sitio que más me gusta.
Él emitió un gemido ronco y la besó con ardor. Paula sintió la dura extensión de su erección pegada a su abdomen y se maravilló de su capacidad para excitarlo con la misma celeridad que él la excitaba a ella.
Después de varios besos encendidos, Pedro suspiró y la apartó.
—Maldita sea, me estás convirtiendo en una hormona andante. Si no nos vamos, cambiaré de idea sobre este picnic y me daré aquí mismo un festín contigo.
—No me has oído objetar, ¿verdad?
—No me ayudas, Rubita —gimió—. Sube a este caballo.
Pedro la ayudó a montar, luego se situó detrás de ella. Tener el trasero generoso de Paula entre las piernas era todo lo que él había imaginado. Otra oleada de deseo lo golpeó con dureza al sur de su cinturón. Le rodeó la cintura para tomar las riendas y se las pasó.
—Somos tuyos, cariño. Conduce.
Paul intentó concentrarse en conducir al animal colina abajo.
No fue fácil, ya que su mente y su cuerpo se hallaban centrados en la fuerza de Pedro que la rodeaba. El paso del caballo tampoco la ayudó. Pedro y ella se juntaban y se separaban y le costaba respirar con normalidad.
Sus pensamientos se dispersaron cuando él introdujo la mano en la cesta de picnic que llevaba sobre el regazo. Para su sorpresa, sacó un estuche de terciopelo.
—¿Qué es? —preguntó Paula.
—Un regalo —susurró contra su cuello, provocándole piel de gallina—. Se me ocurrió que al no tener familia, probablemente no habrás recibido nada en tu cumpleaños y en navidad. Quería regalarte algo.
Ella parpadeó cuando las lágrimas le nublaron la vista. Hacía años que no lloraba. Pero la consideración de Pedro le dio de lleno en el corazón.
—Ábrelo —pidió él.
Con manos temblorosas, obedeció y contempló fijamente una esmeralda con forma de lágrima que colgaba de una cadena de oro.
—Oh, Pepe, es tan hermosa, pero yo no merezco… —se le quebró la voz y tragó saliva—. No tengo nada para darte a ti…
Calló cuando él le dio la vuelta para que lo mirara, con las piernas apoyadas sobre sus muslos. Su mirada intensa la inmovilizó. No lo había visto tan serio en toda la semana.
—¿Que no lo mereces? —repitió—. ¿Qué es todo eso, Pau? ¿Se debe a la inseguridad de ir de un hogar a otro? —bufó ante la percepción que tenía de sí misma—. Eso fue por el resultado de padres irresponsables y de un sistema falible en el que los niños se pierden por sus grietas y terminan pensando que solo son personas adicionales en el mundo.
Tonterías, cariño. Mírate. Eres inteligente, ingeniosa, atractiva y tienes éxito. Eres lo que eres gracias a tu autodisciplina y a tu determinación. Y en cuanto a eso de que no tienes nada para mí, te equivocas. Me has dado felicidad, como la que no he experimentado en años, décadas posiblemente. Es lo único que necesito de ti. ¿Entendido?
Las lágrimas cayeron por sus mejillas. Paula anhelaba creer que ese regalo caro era una expresión de su afecto, que de verdad le importaba. Al notar la expresión solemne en su cara, lo creyó. A pesar de las dudas persistentes de que él era demasiado bueno para ser verdad, sintió que la última barrera se desmoronaba.
—Me encanta el collar —musitó antes de no poder contenerse y decirle que lo amaba—. Gracias.
—Deja que te lo ponga.
Mientras el caballo continuaba colina abajo, con las riendas sujetas al pomo de la silla, Pedro se lo colocó. Una sonrisa traviesa jugó en sus labios al mirarla.
—¿Y ahora qué? —inquirió ella.
—Se me acaba de ocurrir otra de esas fantasías clasificadas X. Me gustaría verte sin otra cosa que el colgante… y yo…
La besó con una pasión que hablaba de un hambre insaciable y de una necesidad urgente. Paula sintió que su cuerpo respondía de forma instantánea y se pegó a su sólida calidez. Los brazos de él la apoyaron contra su excitación y se fundieron juntos.
Decididamente ese era el hombre que había estado esperando. Era el motivo por el que había entregado su inocencia en un momento fugaz de experimentación sexual.
Pedro hacía que se sintiera feliz por haber tenido el buen juicio de esperar a alguien especial.
Distraído e inmerso en el beso ardiente, Pedro no se dio cuenta de que habían llegado a su destino hasta que el caballo se detuvo. Se apartó de Paula para inspeccionar el entorno, luego le sonrió con aprobación al animal, que se había parado junto al estanque aislado que había junto a un prado, rodeado de árboles.
De pronto comprendió que realmente estaba hambriento por esa mujer y no por el picnic. Quería hacerle el amor en esos espacios abiertos. Quería perderse por completo en ella, como hacía siempre.
—Hemos llegado —jadeó al recoger la cesta y desmontar.
Sin apartar los ojos de Pau, la bajó y dejó que su cuerpo exuberante se deslizara sensualmente por el suyo hasta que la tuvo de pie.
—¿Dónde estamos?
Le sonrió con ternura mientras pasaba el dedo pulgar por sus labios.
—A mí me parece el cielo.
Cuando ella lo besó con ternura y dulzura,Pedro olvidó la manta doblada en la cesta. Después de quitarle la ropa a ella y de desprenderse de la suya, la usó como manta improvisada. De repente Paula pareció tan impaciente como él. Sus caricias mutuas no dejaron ni un rincón sin explorar.
Pedro no recordó cuándo ni cómo se fundieron sobre la ropa descartada. Tampoco le importó. El deseo se elevó y estalló en su interior. La necesidad que tenía de Pau se había convertido en algo tangible y espontáneo.
Después de una semana de encendida pasión, que por lo general duraba hasta el amanecer, por error había creído que podría aprender a controlar la intensa necesidad que despertaba en él. Pero cuando se tocaban perdía su capacidad de raciocinio. Simplemente respondía a la urgencia que lo bombardeaba desde todas las direcciones a la vez.
La oyó jadear, entregada a sus caricias atrevidas y besos íntimos. Alargó las manos hacia él para instarlo a mitigar el ansia que había creado.
—¡Por favor! —jadeó cuando Pedro se situó sobre su cuerpo que se retorcía.
Al penetrarla con embestidas veloces y profundas, experimentó las maravillosas sensaciones que recorrían a Paula y vibraban hasta él. Ella se aferró a Pedro mientras el mundo giraba y el suelo se sacudía. La pasión los elevó más y más.
Pedro se tambaleó al borde del olvido como un cometa en su camino hacia la destrucción en las llamas. Las sensaciones crepitaron por su cuerpo y lo hicieron temblar, luego se derrumbó sobre ella, temiendo que el mundo desapareciera si no lo hacía.
—¿Crees que esto es normal? —susurró Paula.
Pedro se apoyó en los antebrazos y rio entre dientes al ver su expresión desconcertada.
—No lo creo. Lo que tenemos aquí es una asombrosa capacidad de expresarnos y comunicarnos.
—¿Cuánto crees que va a continuar?
—¿Te refieres a si no me matas de pasión para mañana? —ella asintió con sonrisa picara—. Yo diría unos cien años, más o menos.
Pensó que quizá sería mejor si olvidaba el tacto y le decía que quería pasar el siguiente siglo con ella, que estaba loco por ella y no quería que se acabara. Nunca.
Sin embargo, se negaba a meterle prisas o a asustarla.
Quería que estuviera segura de él, de sí misma. ¿Cuánto tiempo necesitaría para darse cuenta de que lo que había entre los dos era real y que jamás la traicionaría como el otro imbécil?
Se apartó de ella y la observó. No le cupo duda de que era una fantasía hecha realidad. Era tan hermosa que le quitaba el aliento. Se inclinó para darle un beso suave en los labios, luego acalló la necesidad de expresarle su afecto. «Es demasiado pronto», se advirtió. Ella no estaba preparada para oír las palabras que se había negado a pronunciar en siete años. Las había dicho y a Sandi no le habían importado. ¿Le importarían a Pau? ¿O simplemente Pau se había dejado atrapar por la increíble pasión que estallaba entre ellos y no era capaz de ver más allá después de que Raul la hubiera traicionado y decepcionado?
Quizá esperara un poco más para manifestarle lo que sentía por ella. Tal vez aguardara que Pablo dejara de dar largas y le formulara la pregunta vital a Cathy. Entonces podría abrir su corazón, explicar por qué había hecho el viaje misterioso.
Sabía que Paula se lo preguntaba y se sentía culpable por no poder contárselo.
—¿Tienes hambre? —inquirió, poniéndose de costado—. He traído pollo frito, ensalada de patatas y bollos de Cathy’s Place.
—Mmm, parece estupendo.
Cuando Pedro alargó la mano hacia los calzoncillos y los vaqueros, Paula se adelantó.
—Oh, no, amigo. Yo tengo mis propias fantasías X.
—¿Y cuáles podrán ser? —rio entre dientes mientras se ponía de pie—. ¿Un esclavo desnudo que te da de cenar?
Adoptó una pose que la misma Cleopatra envidiaría y movió la mano.
—La cena, esclavo —ordenó con altivez.
—Como desees —murmuró con una inclinación de cabeza.
Desnudo, oyendo los silbidos de Pau, fue a recoger la cesta.
Cada vez que la miraba, veía que ella lo observaba sin perder detalle, devorándolo con los ojos. Esperaba que lo que sentía por él llegara a transformarse en amor, porque estaba seguro de que era eso lo que sentía por ella. Lo que aún no sabía era qué hacer con esas criaturas ruidosas que, en ese momento, les daban una serenata desde la distancia.
Hasta el momento, las vacas, las ovejas y los animales salvajes habían mantenido una convivencia desastrosa.
Pedro se había mordido la lengua y guardado silencio varias veces después de reagrupar a su ganado y reparar las vallas. Había intentado mantener la paz con Pau para que pudieran concentrarse solo en conocerse y disfrutar de momentos robados como ese. Pero estaba claro que había que hacer algo sobre el zoo. Se acercaba el momento de la siembra del trigo y ni Pablo ni él tendrían tiempo para reparar vallas.
Desterró esos pensamientos y regresó junto a ella con la cesta.
—La cena está servida, señora —anunció.
Paula le quitó la cesta, la dejó a un lado y alzó la mano para acariciarlo. El cuerpo de él respondió en el acto, como de costumbre.
—La cena —murmuró al ponerse de rodillas ante él— puede esperar…
Cuando sus labios húmedos se deslizaron por su palpitante extensión y jugueteó con la lengua, Pedro olvidó respirar.
Un silencioso ronroneo de deseo recorrió su cuerpo. Cuando el crepúsculo se rindió a la oscuridad, él se rindió al placer indescriptible que creció y palpitó en él, para luego estallar como una explosión termonuclear.
Comprendió que era un devoto esclavo del amor que le inspiraba esa mujer única. Podía hacer lo que quisiera con él.
Y entonces, uno a uno, Paula satisfizo cada necesidad que había creado en Pedro. Alcanzaron juntos el clímax bajo una cúpula de estrellas para penetrar en una galaxia de éxtasis salvaje y dulce.