viernes, 10 de abril de 2015

SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO 3





Pedro detuvo su Harley Davison a un costado del camino, se quitó el casco y se restregó los ojos para asegurarse que no estaba teniendo una visión.


La imagen de aquella mujer, inclinada sobre el capó de su automóvil con aquella falda tan corta que poco dejaba a la imaginación era una obra de arte; un espejismo en
medio del desierto, pero no estaban en el desierto y él seguía creyendo que todo era fruto de su imaginación.


Sin embargo cuando ella se incorporó y lanzó un par de maldiciones al aire supo que ella era tan real como el bulto en sus pantalones.


¡Cielos! Era una deidad cuyos cabellos dorados caían en suaves ondas sobre una espalda estrecha que terminaba en un culo respingado y bien formado. La falda que llevaba revelaba unas piernas largas y bien torneadas.


La estaba viendo de espaldas y se moría por saber que le deparaba la otra mitad de su anatomía.


Ella se dio media vuelta y su curiosidad fue felizmente saciada.


La rubia tenía unos pechos espléndidos; levantados y turgentes, justo como a él le gustaban. Desde donde estaba descubrió un rostro casi angelical, de nariz pequeña
y respingada y labios gruesos.


Se apeó de su Harley y se acomodó los pantalones vaqueros. Tenía la polla dura y una punzada de dolor le obligó a detenerse un instante.


Ella no lo había visto, por eso se tomó su tiempo hasta que su erección volvió a su posición normal. Atribuyó aquella reacción a las quince noches de abstinencia que llevaba desde su último revolcón. No podía existir otra explicación.


Dejó su moto y avanzó hacia ella.


—¿Necesitas ayuda? —le preguntó cuando estuvo a solo un par de metros de ella.


Paula se asustó cuando él le habló porque no lo había sentido acercarse y se dio vuelta de un sopetón.


Él hombre que parecía haber aparecido de la nada y en respuesta a sus plegarias era, sin dudas, un verdadero monumento al sex appeal masculino y Paula lo notó de inmediato.


El sonido de su voz pastosa, unida a una altura imponente que Paula calculó en un metro noventa y a un cuerpo de modelo de calendario provocó que ella se quedara muda.


Esperaba ayuda, pero jamás se imaginó que la Divina 
Providencia le enviara a un hombre como aquel. A Paula le recordó a un actor que había visto en una película un par de años atrás pero del cual no recordaba el nombre.


—Cla—claro —balbuceó perdida en el verde de aquellos ojos que la miraban fijamente.


Pedro fue hasta el auto y echó un vistazo.


—No sé mucho de mecánica —le dijo agachándose para poder ver mejor—pero esto no se ve bien.


Los ojos grises de Paula se posaron en el trasero de su Ángel Salvador por unos segundos, los suficientes para saber que aquella parte de su anatomía era roca pura.


—Sucedió de repente —explicó ella apartando la mirada de su trasero de gloria cuando él se dio vuelta y la miró—. Y sucedió en el momento más inoportuno, tengo mil cosas que hacer.


—Puedo llamar a la grúa si quieres pero no creo que puedas disponer de él de inmediato —le dijo espantando el humo que salía del auto con ambas manos.


—¿Y qué demonios se supone que haga yo ahora?


Pedro observó hacia ambos lados de la carretera; en el tiempo en que llevaban allí no había pasado ni un alma, podía llamar un taxi para ella, pero en cambio le sugirió
algo completamente diferente.


—Podría acercarte a la ciudad, si quieres.


Paula observó la moto estacionada a unos cuantos metros y la idea no le pareció la mejor pero estaba dispuesta a todo con tal de salir de allí y llegar a su casa a tiempo para llevar a su sobrina a su clase de danza.


—Deja que llame a un amigo, él vendrá a buscar tu auto —dijo él dando por sentado que ella había accedido a que la llevara en su Harley.


Paula no se negó, después de todo él era el único que había aparecido para ayudarla y no estaba en condiciones de rechazar su propuesta. Él le estaba solo ofreciendo llevarla a la ciudad en su moto y no había nada de malo en aceptar un aventón. Observó su reloj, si se daba prisa llegaría a tiempo para darse un baño, comer algo y llevar a la pequeña Ana a su clase semanal de danza.


—Gracias —le dijo una vez que él terminó su llamada.


—Mi amigo trabaja en un taller mecánico y se encargará de las reparaciones necesarias —le sonrió nuevamente—. ¿Dónde tienes las llaves?


—Están en el encendido —respondió desviando la mirada de aquella sonrisa magnética.


Lo observó mientras él iba por las llaves; se movía como si estuviera seguro de sí mismo y eso era, muy a su pesar, una de las cosas que más le atraían de un hombre.


—Guárdalas —le entregó las llaves y se encaminó hacia su moto.


—¿No esperaremos a que llegue tu amigo? —preguntó Paula sin moverse de su sitio.


—No hace falta —aclaró él volviéndose al ver que ella se había quedado parada—. No creo que nadie quiera robarte tu auto, dulzura —alegó echando una mirada algo desdeñosa hacia el viejo auto que había pertenecido a su padre y que ahora ella conducía.


Paula no le respondió porque en ese momento él era su única salvación y si hubiera abierto la boca habría sido para lanzarle algún insulto.


—Vamos, te llevaré en mi moto hasta la ciudad y te daré la dirección del taller de mi amigo.


Paula comenzó a caminar, iba detrás de él en completo silencio.


Pedro se subió y extendió la mano.


—Creo que necesitarás mi ayuda —desvió su mirada hasta la falda de su vestido—. Va a costarte bastante esfuerzo subirte con esa falda tan corta.


Las mejillas de Paula ardieron y ella estuvo segura que se habían teñido de un rojo tirando a morado. Hizo caso omiso a su mano extendida y se colocó junto a la moto.


Observó por el rabillo del ojo que él la miraba fijamente con una sonrisita burlona en su rostro; esperando quizá que ella pidiera su ayuda por fin.


Pero no lo hizo, no le daría esa satisfacción. Estiró su cuerpo y como pudo se subió a la parte trasera de la moto; abrió sus piernas y ese rápido movimiento hizo que la falda se subiera aún más, haciendo las delicias de su demasiado atento espectador. Una vez que logró ubicarse en su sitio, Paula se movió un poco hacia atrás para no entrar en contacto directo con él.


—Será mejor que te pongas esto —le entregó su casco.


Ella no iba a discutir al respecto, la última vez que se había subido a un medio de transporte con menos de cuatro ruedas había sido cuando su ex y ella daban sus paseos en bicicleta los domingos por la mañana luego de desayunar y hacer el amor, en ese exacto orden.


Se colocó el casco y ajustó la pretina alrededor de su barbilla.


Él no le había quitado los ojos de encima mientras lo hacía y Paula se sintió terriblemente incómoda.


—No es por nada, dulzura pero si no te sujetas fuerte podrías caerte —le advirtió mientras encendía el motor de su Harley.


Paula ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar y cuando la moto comenzó a avanzar no tuvo más remedio que acercarse a la espalda de su Ángel Salvador y sujetarse con fuerza para evitar terminar de bruces contra el asfalto.


Pedro no dijo nada, pero una sonrisa triunfadora se dibujó en su cara cuando los brazos de aquella damisela en apuros se aferraron a su espalda.


Las manos de Paula descansaban en la parte lateral del torso de Pedro y a través de la tela de su camisa leñadora, pudo percibir la dureza de su cuerpo. Él era una masa compacta de fibra y músculos y por un segundo, Paula se preguntó como luciría aquel hombre con cuerpo de Dios griego completamente desnudo.


Los pensamientos de Pedro no distaban mucho de los de ella. Sentía sus manos apretándose en sus costados y sus piernas casi desnudas rodeaban sus propias piernas. De vez en cuando, desviaba su atención de la carretera para observar aquellos muslos bronceados que su falda se empeñaba en revelar.


Era demasiada tentación y encima el aroma de su perfume, dulce y exquisito llegaba directamente a él por efecto de la brisa de aquella tarde de primavera. Cuando él aceleró un poco la marcha ella se acurrucó más contra él por temor a caerse y entonces el cuerpo de Pedro se tensó como una cuerda al sentir la zona de la entrepierna de su damisela en apuros pegarse a su trasero.


Ese último contacto fue la gota que rebasó el vaso y en solo un segundo la polla se le puso dura.


Era una locura pero hubiera sido capaz en ese preciso momento de detener la moto, coger a su acompañante de la cintura y apretarla contra él para que ella pudiera sentir lo que le provocaba su roce inocente.


Pero el buen juicio ganó la batalla y no lo hizo.


—¿Dónde vives? —preguntó en cambio cuando la moto entró a la ciudad a través de la avenida principal.


—En la calle Richmond, junto a la biblioteca —le indicó ella colocando su bolso entre su cuerpo y el de ella como escudo.


Pedro asintió, sabía muy bien que camino tomar para llegar a su destino.


Paula sentía sofocarse con aquel casco; además debía lidiar con la sensación de vértigo que se había apoderado de todo su cuerpo desde el mismo momento en que se había subido encima de aquella moto. Lo único que quería era que el viaje llegara a su fin lo antes posible.


Cuando la moto se detuvo y Paula reconoció el portal de la casa de su hermana, dejó escapar un suspiro de alivio. La tortura había acabado.


—Llegamos —dijo él apeándose primero de la moto.


Nuevamente quiso ayudarla, esta vez a bajarse, pero ella lo hizo por sus propios medios.


—Gracias por el aventón. 


Paula le entregó el casco y se acomodó el pelo detrás de las orejas.


Pedro tomó el casco y antes de que ella lo soltara, le rozó el dedo con un toque casi íntimo que hizo que Paula diera un respingo.


—De nada, dulzura. Un caballero que se precie de tal nunca hubiera dejado a una damisela en apuros en medio de la carretera…


Paula tragó saliva y fue incapaz de mover la mano que él seguía tocando sin reparo alguno.


—De—debo irme —retiró la mano cuando se dio cuenta de lo que estaba sucediendo—. Gracias otra vez. Adiós.


Pedro la observó marcharse casi corriendo hacia su casa y se quedó con la palabra en la boca y con las ganas de volver a verla. Tendría la excusa perfecta para hacerlo, no le había dado la dirección del taller de su amigo debido a la prisa con la que ella se había marchado.


Cuando la vio desaparecer detrás de la puerta, se subió a su Harley, se puso el casco que aún conservaba su perfume y se marchó.


Paula entró en la sala y no halló a nadie, su hermana Sara seguramente estaría descansando como cada tarde debido a su embarazo de casi ocho meses y la pequeña Ana estaría mirando su programa infantil preferido antes de asistir a su clase de danza. Tampoco había señales de su cuñado Gabriel; por lo tanto subió las escaleras al comprobar que solo tenía una hora para darse un baño y comer algo antes de llevar a su sobrina a la academia.


Entró a su cuarto como una tromba y ni cuenta se dio que había dejado la puerta entreabierta. Arrojó el bolso encima de la cama y se quitó los zapatos. Luego fue el turno de la camiseta de algodón y de la falda que fueron a dar al suelo.


De pronto tuvo la vaga sensación de que ya no estaba sola y se dio vuelta de un sopetón.


Gabriel, su cuñado estaba de pie junto a la puerta entreabierta, clavando sus ojos negros en ella, recorriendo su cuerpo atrevidamente.


—¡Gabriel! ¡Por Dios Santo! —Paula se agachó y recogió la ropa que acababa de quitarse para cubrir su cuerpo cubierto solo con un sujetador y unas pequeñas bragas de encaje.


Gabriel abrió un poco más la puerta y dio vuelta la cara.


—Lo siento, Pau, vi que la puerta estaba abierta y entré —dijo a modo de disculpa.


—¡Aún así deberías haber llamado antes de entrar! —reprendió ella yendo hacia la puerta y ocultándose detrás para impedir que él volviera a mirarla de aquella manera que solo lograba ponerle la carne de gallina.


—Perdona, no volverá a suceder —giró la cabeza para volver a mirarla pero ya no pudo ver más nada de aquel cuerpo que lo volvía loco y que soñaba poseer algún día.


—¿Qué quieres? —preguntó Paula tratando de olvidarse del penoso momento que acababa de protagonizar con el esposo de su hermana.


—Venía a avisarte que luego de la clase de danza, Ana quiere pasar por la casa de una de sus amigas. ¿Puedes llevarla tú?


Paula lo pensó antes de responder. La clase de su sobrina terminaba a las cuatro de la tarde, si se apuraba podría llegar a tiempo a su cita de trabajo.


—Está bien, yo la llevo —respondió.


—Bien, iré a avisarle a Sara entonces. Estaba a punto de marcharse pero se detuvo—. A propósito, ¿quién era ese sujeto que te trajo a la casa? ¿Qué le sucedió a tu auto?


—Tuvo un desperfecto en medio de la carretera y ese hombre fue el único que apareció y se ofreció a traerme hasta casa —dijo esperando que quedara satisfecho con su explicación.


Gabriel la observó y frunció el ceño.


—No deberías aceptar la ayuda de un completo desconocido, Pau, porque supongo que no conoces a ese hombre…


—No, Gabriel, no lo conocía, es más, ni siquiera sé como se llama —respondió con un dejo de fastidio en la voz. 


Nuevamente, Gabriel estaba preguntando demasiado y
desde que había llegado a Belmont estaba prestándole exagerada atención a ella y a todo lo que hacía.


No quería pensar mal de su cuñado pero las actitudes que tenía hacia ella la desconcertaban.


—Bien, le diré a Sara que llevarás a Ana a casa de su amiguita entonces.


La dejó por fin sola y esta vez Paula se cercioró de ponerle seguro a la puerta.



SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO 2




Paula acababa de cortar con su amiga Estefania cuando un ruido proveniente de la parte delantera de su automóvil le indicó que algo no estaba andando bien.


Dejó el teléfono móvil sobre el asiento del acompañante y se detuvo a un costado del camino. Odiaba que aquello le pasara; hacía apenas dos semanas que había regresado a Belmont y aquel auto viejo que había pertenecido a su padre ya le estaba dando problemas.


Se bajó y observó que ya era casi la una de la tarde. 


Estefania le había dicho que su hermano la esperaba a las seis en su consultorio; tenía aún muchas horas antes de
su cita de trabajo pero tenía que ir hasta su casa, darse un baño, comer algo, llevar a su sobrina Ana a su clase de danza y regresar a tiempo para la entrevista con el
pediatra hermano de su amiga de la infancia.


Levantó el capó de su auto y cuando vio el humo salir de su interior supo que las cosas estaban peor de lo que había creído.


—¡Maldición! —profirió dándole una patada al neumático que tenía más cerca.


Observó a su alrededor, la zona en la cual su querido auto había decidido jugarle aquella mala pasada no era de las más concurridas de Belmont y ella lo lamentó.


No le quedaba más remedio que llamar a una grúa pero hacía solo dos semanas que había regresado a la ciudad después de trece años y no conocía a nadie que tuviera
un taller mecánico. No había ningún local cerca, por lo tanto tampoco conseguiría una guía telefónica en donde buscarlo.


¿Por qué tenía que pasarle eso justamente a ella? Se preguntó mientras se llevaba una mano a la cara para cubrirse los ojos ya que los rayos de sol de aquel
mediodía no le permitían ver muy bien.


Regresó a la parte delantera de su auto y observó con atención las distintas piezas que circundaban el motor que seguía lanzando humo. No entendía de mecánica ni
mucho menos pero bien podría fijarse cual era el problema y quizá, si tenía suerte, mucha suerte podría solucionarlo ella misma. Se agachó y apoyó ambas manos en el auto.


¿A quién quería engañar? Podía estar allí, mirando aquello 
durante horas, incluso días y jamás lograría descubrir cual era el problema.


Paula estaba tan absorta en su investigación que ni siquiera se dio cuenta que alguien se aproximaba.





SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO 1




Pedro Alfonso se bajó las gafas y alzando las cejas le lanzó una mirada inquisidora a su hermana Estefania.


—Sabes que estoy buscando alguien que ocupe el puesto que dejó vacante Lucia debido a su embarazo —dijo tratando de no sonar displicente—, pero no sé si lo de contratar a esa amiga tuya que no ves en… ¿cuántos años? ¿Cinco, diez?


—Hace doce años que no veo a Paula Chaves —respondió Estefania jugando con el lapicero en forma de balón de football que su hermano tenía encima de su escritorio.


—No creo que sea una buena idea, Estefy.


Estefania Alfonso se puso de pie, caminó hacia la ventana que daba a la calle principal y dándole la espalda, se cruzó de brazos.


Pedro sabía que cuando su hermana se ponía en aquella postura era porque estaba molesta.


—No puedes hacerme esto, Pedro. Le prometí a Paula que hablaría contigo al respecto; ella acaba de regresar a la ciudad y necesita el empleo… no puedo romper mi promesa; además ¿qué puedes perder solo con hablar con ella? No te estoy pidiendo que la contrates ya mismo, sino que hables con ella y si te agrada puede quedarse con el puesto de secretaria que Lucia dejó vacante —esgrimió usando todas las razones posibles para convencer por fin al testarudo de su hermano mayor.


Pedro se quitó las gafas y se echó hacia atrás en su silla. 


Unos cuantos mechones de cabello color arena cayó desordenadamente sobre su frente.


—Deberías cortarte el cabello —comentó Estefania desviando por un segundo el tema de conversación.


—Deja mi cabello en paz —le pidió. Lo llevaba así desde hacía varios años y no le daba la gana cambiarlo ahora. A pesar de estar casi a punto de cumplir treinta y cuatro, aquel corte de cabello desmechado y demasiado largo para un hombre de su edad, le hacía sentirse diferente, rebelde. Nada se comparaba a la sensación de libertad que le provocaba el viento golpeándole en la cara y meciendo su pelo en el aire cada vez que salía a dar un paseo por la playa con su Harley.


—¿De dónde conoces exactamente a esta amiga tuya? —quiso saber viendo que ya estaba a punto de perder la batalla con su hermana.


—Paula vivía aquí pero se mudó a San Francisco cuando tenía trece años; estábamos juntas en el coro de la iglesia —explicó Estefania regresando a su asiento—.Puede ser que incluso la hayas conocido; aunque hace doce años tú apenas parabas en casa ya que te la pasabas en la escuela de Medicina.


Pedro hizo memoria para tratar de recordar a la amiga de su hermana pero fue inútil, ninguna Paula vino a su mente.


—No debo haberla conocido, Estefy, tampoco me suena su nombre —le dijo viendo la decepción en el rostro de su hermana.


Estefania buscó su bolso que colgaba de la silla en donde estaba sentada y sacó un sobre.


—Aquí tengo una fotografía de Paula —anunció entregándole el sobre en la mano.


Pedro abrió el pequeño sobre blanco y dentro estaba la foto de su hermana y otra niña. Ambas no debían tener más de doce años en la época en que se habían tomado la foto; estaban vestidas con aquel ridículo uniforme que usaban para ir los miércoles a la iglesia a sus ensayos de canto y sonreían felices.


Definitivamente no había visto nunca a la tal Paula, porque sin dudas se acordaría de una niña así. La pobre no era muy agraciada y al lado de Estefania parecía un bicho raro. Tenía el cabello rubio recogido en dos largas trenzas; tenía el rostro cubierto de pecas y su sonrisa se veía opacada por unos enormes aparatos de ortodoncia plateados.


Era un poco más alta que Estefania y extremadamente delgada; sus piernas se asemejaban a las piernas de los pajarillos; finitas y algo torcidas.


—¿Esta es Paula? —preguntó a sabiendas de la respuesta que le daría su hermana.


—Así es. ¿La recuerdas?


—Estefy, si hubiera conocido a una niña como esta seguramente no se me hubiera borrado de la mente —respondió devolviéndole la fotografía.


Estefania comprendió de inmediato a lo que él se refería pero no hizo ningún comentario al respecto.


—¿Entonces, qué dices? ¿Le digo que venga esta tarde a hablar contigo?


Pedro dejó escapar un suspiro; era imposible negarle algo a su única hermana.


—Está bien, dile que venga después de las seis, cuando termine de atender a mi último paciente —dijo por fin—, pero desde ya te advierto que no te hagas ilusiones, solo la entrevistaré, no prometo nada…


Estefania se levantó y corrió hasta él.


—¡Eres el mejor hermano del mundo, Pedro! —dijo mientras lo besaba y lo abrazaba efusivamente.


Pedro no pudo menos que sonreír. Estefania siempre le decía algo como aquello cuando lograba de él lo que quería. 


Y eso, muy a su pesar, sucedía demasiado a menudo.


Cuando ella se despidió agradeciéndole una vez más por recibir a su amiga esa tarde, Pedro se preguntó si haber aceptado el pedido de su hermana había sido acertado.


Necesitaba una secretaria, de eso no había duda alguna, pero una chica como Paula Chaves quizá no era el tipo de mujer que él estaba buscando para ocupar el puesto que por casi cinco años había ocupado su querida Lucia.


Se quitó las gafas y el guardapolvo blanco. Faltaban quince minutos para el mediodía y estaba famélico. Desde la ausencia de Lucia quien había pedido su licencia de
maternidad hacía cuatro días, se las había tenido que arreglar como había podido, haciendo él mismo de secretaria y dividiéndose en dos. Estaba además exhausto y si no
conseguía pronto a alguien que sustituyera a Lucia estaría perdido.


Gracias a Dios todos sus pacientes venían acompañados por sus madres y eso le había ayudado a mantener la situación casi bajo control. Mientras él atendía a los
pequeños las madres le ayudaban a recibir a los demás pacientes; pero aquello no era vida y sus días en el consultorio se habían vuelto un completo caos.


¡Cielos, Lucia! ¿Por qué tuviste que embarazarte? pensó cerrando la puerta de su despacho con llave.





jueves, 9 de abril de 2015

CONDUCIENDO AL AMOR: EPILOGO




Marzo, cuatro meses más tarde…


Los truenos y los relámpagos empezaron sobre las diez de la mañana. Paula y sus padres salieron corriendo al porche de atrás y se quedaron mirando el cielo, repentinamente cargado.


–La ley de Murphy –gruñó Armando–. Y yo que pensé que me dejaría en paz el día de la boda de mi única hija…


–Esto no es la ley de Murphy, papá –aseguró Paula, aunque se sentía desilusionada. Iban a celebrar la boda en un pintoresco lugar al aire libre con vistas a la bahía de Toowoon–. Solo es una tormenta.


–¡No, es la maldita ley de Murphy! –insistió él.


–No voy a permitir que un poco de lluvia arruine mi gran día, papá. Tenemos un plan B, ¿no es así? Cuando hicimos la reserva en el club de golf de Shelley Beach para la celebración, pensamos que podríamos celebrar la boda allí si llovía. Tienen unos balcones preciosos con vistas al mar y al campo de golf. Si hace falta, llamaré al club más tarde. Todo va a salir bien, papá.


En aquel momento empezó a granizar.


–La boda no es hasta las tres –señaló Rosario–. Para entonces seguramente haya pasado la tormenta.


El granizo cesó bastante rápido, pero continuó lloviendo con fuerza toda la mañana. Las damas de honor, que estaban en la peluquería, llamaron a Paula asustadas. Ella les tranquilizó asegurándoles que tenían un plan. Después subió a la planta de arriba para arreglarse el pelo y maquillarse.


La lluvia se detuvo justo antes de mediodía. Las chicas llegaron sobre la una, todas guapísimas, y el sol hizo su aparición poco antes del momento en que la novia y sus cuatro damas tenían que salir.


Paula le sonrió feliz a Catherine, a quien le había pedido que fuera su dama de honor principal. Se habían hecho buenas amigas en los últimos meses. Y, por supuesto, Andy era el padrino de Pedro. Catherine estaba embarazada, pero solo de dos meses, así que con suerte no habría dramas de última hora. Las tres cuñadas de Paula eran las otras damas de honor, por suerte ninguna estaba embarazada en el momento. Paula había hecho los vestidos para la boda, todos ellos sin tirantes, largos y amarillo pálido. El traje de novia era de seda color marfil.


Sin embargo, Rosario no había dejado que su hija le hiciera el vestido. Había escogido un precioso modelo de madrina azul de Real Women, que ahora tenía una amplia colección de ropa elegante para las damas maduras. Tras una campaña por toda Australia durante el mes de enero, a la cadena de tiendas le estaba empezando a ir muy bien. 


Todavía no habían obtenido grandes beneficios, pero aún era pronto.


–¿Lo ves, Armando? –murmuró Rosario–. Sabía que el sol brillaría en la boda de nuestra hija. Es una chica afortunada. Bueno, tengo que irme. Nos veremos todos en la bahía de Toowoon.


Paula vio cómo su madre se marchaba en el coche familiar mientras su padre la acompañaba hacia el primero de los relucientes coches blancos de boda.


–Tu madre tiene razón –le dijo Armando cuando estuvieron sentados dentro–. Eres una chica afortunada. Y Pedro también, porque se lleva a una mujer muy especial.


–No me digas esas cosas porque me voy a echar a llorar, papá –aseguró Paula con los ojos húmedos–. Y no quiero estropear el maquillaje.


–No vas a llorar, hija. Eres demasiado sensata para hacer algo así.


Pero su padre estaba equivocado. Paula estuvo a punto de echarse a llorar al ver a Pedro esperándola allí de pie con los ojos llenos de amor. También estuvo a punto de echarse a llorar cuando le prometió que la amaría hasta la muerte. Y cuando el oficiante les declaró marido y mujer. 


Pero Pedro salvó el día besándola con tanta pasión que se olvidó de las lágrimas.


Después de aquello ya no pensó en llorar, había demasiadas cosas que hacer. Primero, las fotos en la bahía y luego más en el club de golf, y después el cóctel de bienvenida y la parte oficial de la celebración, con los discursos, el corte de la tarta nupcial y el vals. Tampoco lloró cuando Catherine la acompañó para cambiarse y ponerse otro vestido, un conjunto muy chic de lino blanco con accesorios rojos. Pedro y ella tenían pensado pasar la noche de bodas en el Crown Plaza de Terrigal. Al día siguiente iban a emprender un largo viaje por toda Australia; el cuatro por cuatro de Paula ya estaba aparcado en el hotel. Y con todas las provisiones que podían necesitar.


Pero cuando se despidió de sus padres los ojos se le llenaron de pronto de lágrimas.


–Vamos, vamos, Paula –la reprendió Armando abrazándola–. No querrás estropearte el maquillaje, ¿verdad?


Paula se rio y se secó las lágrimas.


–Claro que no –aseguró–. Pero no son lágrimas de tristeza. Estaba pensando en que mamá y tú sois unos padres maravillosos.


–Vamos, déjalo ya –protestó Armando. Pero parecía complacido. Rosario, por su parte, parecía que iba a echarse a llorar.


–Paula tiene razón –intervino Pedro dando un paso adelante. Se acababa de despedir de su propia madre–. Los dos sois maravillosos. Así que nos pusimos a pensar y decidimos haceros un pequeño regalo personal. Tomad –le tendió a Armando un sobre bastante grande con el logo de una conocida agencia de viajes.


–¿Qué diablos habéis hecho? –dijo Armando abriendo el sobre y sacando el itinerario impreso de un largo viaje por Europa.


–Y no queremos oír ninguna objeción –continuó Pedro mientras Rosario leía con los ojos muy abiertos por encima del hombro de su marido.


–Pero aquí dice que vamos a viajar en primera clase –murmuró Rosario asombrada.


La madre de Pedro, que estaba por ahí cerca, se acercó de pronto agarrada del brazo de Lionel.


–Por favor, no os preocupéis por el costo –aseguró Eva–. Además –añadió sonriendo coqueta a su pareja–, Lionel ha decidido convertirme en una mujer decente y tiene dinero a espuertas, ¿no es así, cariño?


Lionel se limitó a sonreír.


–Eh, ¿y qué voy a hacer yo mientras mis padres están en Europa? –preguntó Paula fingiendo estar picada.


–Tú puedes quedarte aquí y limpiar esa casa tan grande que te he comprado –bromeó Pedro.


–Yo no quería una casa tan grande. Fue idea tuya.


–Ya, pero a ti te encanta.


La casa no estaba en la playa. Pedro había decidido que necesitarían más espacio cuando tuvieran hijos. Su nueva propiedad se alzaba sobre un terreno de dos hectáreas en Matcham, un exclusivo enclave rural no lejos de la costa. La casa tenía seis habitaciones enormes, tres baños, un garaje para cuatro coches, pista de tenis y, por supuesto, piscina climatizada con paneles solares. Ya habían planeado celebrar la Navidad allí al año siguiente. La intención de Paula era que fuera una ocasión muy especial.


Aquel último pensamiento llevó a Paula a pensar en otra cosa.


–¿La noche de bodas es una ocasión especial? –le preguntó a Pedro cuando se despidieron por fin y subieron al asiento de atrás de la limusina.


Él abrió los ojos de par en par.


–¿Estás sugiriendo lo que creo que estás sugiriendo?


Diez minutos más tarde estaban ya en la suite nupcial, que estaba bellamente decorada y tenía una atmósfera muy seductora, con la enorme cama y las montañas de almohadas.


–Por si te interesa saberlo –dijo Pedro mientras se ocupaba de abrir la botella de champán que les habían dejado–, he metido en la maleta una pequeña caja de sorpresas que pueden resultarnos útiles durante la luna de miel.


A Paula le dio un vuelco al corazón.


–¿Qué clase de sorpresas?


–Unos juguetitos que encontré en una página web. Ya te enterarás en su momento. Pero esta noche no necesitamos nada así. Esta noche tiene que ser sexo romántico. Aunque el sexo romántico es sin ropa. ¿Por qué no te desnudas, querida esposa, mientras yo sirvo un poco de este espléndido champán?


–¿No vas a desnudarte tú también? –preguntó una Paula absolutamente excitada mientras le obedecía.


Pedro se acercó a ella muy despacio y le tendió una copa.


–Todo a su tiempo, cariño –murmuró con un brillo malicioso en sus bonitos ojos azules–. Todo a su tiempo.