jueves, 9 de abril de 2015
CONDUCIENDO AL AMOR: EPILOGO
Marzo, cuatro meses más tarde…
Los truenos y los relámpagos empezaron sobre las diez de la mañana. Paula y sus padres salieron corriendo al porche de atrás y se quedaron mirando el cielo, repentinamente cargado.
–La ley de Murphy –gruñó Armando–. Y yo que pensé que me dejaría en paz el día de la boda de mi única hija…
–Esto no es la ley de Murphy, papá –aseguró Paula, aunque se sentía desilusionada. Iban a celebrar la boda en un pintoresco lugar al aire libre con vistas a la bahía de Toowoon–. Solo es una tormenta.
–¡No, es la maldita ley de Murphy! –insistió él.
–No voy a permitir que un poco de lluvia arruine mi gran día, papá. Tenemos un plan B, ¿no es así? Cuando hicimos la reserva en el club de golf de Shelley Beach para la celebración, pensamos que podríamos celebrar la boda allí si llovía. Tienen unos balcones preciosos con vistas al mar y al campo de golf. Si hace falta, llamaré al club más tarde. Todo va a salir bien, papá.
En aquel momento empezó a granizar.
–La boda no es hasta las tres –señaló Rosario–. Para entonces seguramente haya pasado la tormenta.
El granizo cesó bastante rápido, pero continuó lloviendo con fuerza toda la mañana. Las damas de honor, que estaban en la peluquería, llamaron a Paula asustadas. Ella les tranquilizó asegurándoles que tenían un plan. Después subió a la planta de arriba para arreglarse el pelo y maquillarse.
La lluvia se detuvo justo antes de mediodía. Las chicas llegaron sobre la una, todas guapísimas, y el sol hizo su aparición poco antes del momento en que la novia y sus cuatro damas tenían que salir.
Paula le sonrió feliz a Catherine, a quien le había pedido que fuera su dama de honor principal. Se habían hecho buenas amigas en los últimos meses. Y, por supuesto, Andy era el padrino de Pedro. Catherine estaba embarazada, pero solo de dos meses, así que con suerte no habría dramas de última hora. Las tres cuñadas de Paula eran las otras damas de honor, por suerte ninguna estaba embarazada en el momento. Paula había hecho los vestidos para la boda, todos ellos sin tirantes, largos y amarillo pálido. El traje de novia era de seda color marfil.
Sin embargo, Rosario no había dejado que su hija le hiciera el vestido. Había escogido un precioso modelo de madrina azul de Real Women, que ahora tenía una amplia colección de ropa elegante para las damas maduras. Tras una campaña por toda Australia durante el mes de enero, a la cadena de tiendas le estaba empezando a ir muy bien.
Todavía no habían obtenido grandes beneficios, pero aún era pronto.
–¿Lo ves, Armando? –murmuró Rosario–. Sabía que el sol brillaría en la boda de nuestra hija. Es una chica afortunada. Bueno, tengo que irme. Nos veremos todos en la bahía de Toowoon.
Paula vio cómo su madre se marchaba en el coche familiar mientras su padre la acompañaba hacia el primero de los relucientes coches blancos de boda.
–Tu madre tiene razón –le dijo Armando cuando estuvieron sentados dentro–. Eres una chica afortunada. Y Pedro también, porque se lleva a una mujer muy especial.
–No me digas esas cosas porque me voy a echar a llorar, papá –aseguró Paula con los ojos húmedos–. Y no quiero estropear el maquillaje.
–No vas a llorar, hija. Eres demasiado sensata para hacer algo así.
Pero su padre estaba equivocado. Paula estuvo a punto de echarse a llorar al ver a Pedro esperándola allí de pie con los ojos llenos de amor. También estuvo a punto de echarse a llorar cuando le prometió que la amaría hasta la muerte. Y cuando el oficiante les declaró marido y mujer.
Pero Pedro salvó el día besándola con tanta pasión que se olvidó de las lágrimas.
Después de aquello ya no pensó en llorar, había demasiadas cosas que hacer. Primero, las fotos en la bahía y luego más en el club de golf, y después el cóctel de bienvenida y la parte oficial de la celebración, con los discursos, el corte de la tarta nupcial y el vals. Tampoco lloró cuando Catherine la acompañó para cambiarse y ponerse otro vestido, un conjunto muy chic de lino blanco con accesorios rojos. Pedro y ella tenían pensado pasar la noche de bodas en el Crown Plaza de Terrigal. Al día siguiente iban a emprender un largo viaje por toda Australia; el cuatro por cuatro de Paula ya estaba aparcado en el hotel. Y con todas las provisiones que podían necesitar.
Pero cuando se despidió de sus padres los ojos se le llenaron de pronto de lágrimas.
–Vamos, vamos, Paula –la reprendió Armando abrazándola–. No querrás estropearte el maquillaje, ¿verdad?
Paula se rio y se secó las lágrimas.
–Claro que no –aseguró–. Pero no son lágrimas de tristeza. Estaba pensando en que mamá y tú sois unos padres maravillosos.
–Vamos, déjalo ya –protestó Armando. Pero parecía complacido. Rosario, por su parte, parecía que iba a echarse a llorar.
–Paula tiene razón –intervino Pedro dando un paso adelante. Se acababa de despedir de su propia madre–. Los dos sois maravillosos. Así que nos pusimos a pensar y decidimos haceros un pequeño regalo personal. Tomad –le tendió a Armando un sobre bastante grande con el logo de una conocida agencia de viajes.
–¿Qué diablos habéis hecho? –dijo Armando abriendo el sobre y sacando el itinerario impreso de un largo viaje por Europa.
–Y no queremos oír ninguna objeción –continuó Pedro mientras Rosario leía con los ojos muy abiertos por encima del hombro de su marido.
–Pero aquí dice que vamos a viajar en primera clase –murmuró Rosario asombrada.
La madre de Pedro, que estaba por ahí cerca, se acercó de pronto agarrada del brazo de Lionel.
–Por favor, no os preocupéis por el costo –aseguró Eva–. Además –añadió sonriendo coqueta a su pareja–, Lionel ha decidido convertirme en una mujer decente y tiene dinero a espuertas, ¿no es así, cariño?
Lionel se limitó a sonreír.
–Eh, ¿y qué voy a hacer yo mientras mis padres están en Europa? –preguntó Paula fingiendo estar picada.
–Tú puedes quedarte aquí y limpiar esa casa tan grande que te he comprado –bromeó Pedro.
–Yo no quería una casa tan grande. Fue idea tuya.
–Ya, pero a ti te encanta.
La casa no estaba en la playa. Pedro había decidido que necesitarían más espacio cuando tuvieran hijos. Su nueva propiedad se alzaba sobre un terreno de dos hectáreas en Matcham, un exclusivo enclave rural no lejos de la costa. La casa tenía seis habitaciones enormes, tres baños, un garaje para cuatro coches, pista de tenis y, por supuesto, piscina climatizada con paneles solares. Ya habían planeado celebrar la Navidad allí al año siguiente. La intención de Paula era que fuera una ocasión muy especial.
Aquel último pensamiento llevó a Paula a pensar en otra cosa.
–¿La noche de bodas es una ocasión especial? –le preguntó a Pedro cuando se despidieron por fin y subieron al asiento de atrás de la limusina.
Él abrió los ojos de par en par.
–¿Estás sugiriendo lo que creo que estás sugiriendo?
Diez minutos más tarde estaban ya en la suite nupcial, que estaba bellamente decorada y tenía una atmósfera muy seductora, con la enorme cama y las montañas de almohadas.
–Por si te interesa saberlo –dijo Pedro mientras se ocupaba de abrir la botella de champán que les habían dejado–, he metido en la maleta una pequeña caja de sorpresas que pueden resultarnos útiles durante la luna de miel.
A Paula le dio un vuelco al corazón.
–¿Qué clase de sorpresas?
–Unos juguetitos que encontré en una página web. Ya te enterarás en su momento. Pero esta noche no necesitamos nada así. Esta noche tiene que ser sexo romántico. Aunque el sexo romántico es sin ropa. ¿Por qué no te desnudas, querida esposa, mientras yo sirvo un poco de este espléndido champán?
–¿No vas a desnudarte tú también? –preguntó una Paula absolutamente excitada mientras le obedecía.
Pedro se acercó a ella muy despacio y le tendió una copa.
–Todo a su tiempo, cariño –murmuró con un brillo malicioso en sus bonitos ojos azules–. Todo a su tiempo.
CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 24
Pedro sintió náuseas cuando se dirigió al cine de Westfield.
No estaba acostumbrado a que le fallara la confianza en sí mismo. Sí, su ego se había visto brutalmente afectado cuando Paula le dijo en Nueva York que no se casaría con él. De hecho había perdido un día o dos ahogando las penas en alcohol, algo impropio de él. Pero cuando recuperó la sobriedad y se dio cuenta de que le resultaba impensable un futuro sin Paula, llevó a cabo los cambios necesarios en su estilo de vida con una actitud muy positiva. En ningún momento se le pasó por la cabeza la idea de que no conseguiría recuperar a Paula.
Pero de pronto no estaba tan seguro.
Tal vez durante aquellas semanas de silencio Paula hubiera decidido que no lo amaba después de todo. Tal vez la distancia en su caso hubiera sido el olvido. Quizá lo que sentía por él no era amor, sino deseo.
Quizá incluso se había arrepentido de haberle permitido hacer las cosas que hizo con ella. Aunque estaba convencido de que en su momento las disfrutó. Paula no era como Anabela, que hacía lo que él quería en la cama con el ojo puesto en el dinero. Paula no se parecía a Anabela absolutamente en nada. Tenía que dejar de pensar de forma tan negativa. La negatividad no conducía a nada.
Cuando Pedro entró en el enorme aparcamiento, ya había recuperado algo de su seguridad en sí mismo. Una vez aparcado, volvió a llamar a Paula. Seguía con el móvil apagado. Salió del coche, lo cerró y entró a toda prisa en el centro comercial rumbo a la zona por la que Paula tendría que pasar cuando saliera del cine.
Paula se puso de pie en cuanto empezaron los créditos. La película había sido bastante divertida en ocasiones. Incluso había llegado a reírse una o dos veces. Pero en cuanto salió del cine, volvió a sentirse deprimida. ¿Qué diablos iba a hacer? Sentarse y tomarse un café, supuso con tristeza. De ninguna manera iba a volver a casa todavía. Solo eran las tres.
Deambuló lentamente por el vestíbulo que separaba las salas de cine sin fijarse en las pocas personas que pasaban cerca de ella. El lunes por la tarde, sobre todo si hacía bueno, no iba mucha gente al cine. Casi había llegado a la zona de restaurantes que había al otro lado cuando alguien la llamó por su nombre.
Centró la mirada y entonces le vio allí, justo delante de ella.
–Oh, Dios mío –fue lo único que pudo decir–. Pedro.
Al verle sonreír, estuvo a punto de echarse a llorar. Pero se detuvo a tiempo.
–¿Qué estás haciendo aquí? –le preguntó confundida.
Quería pensar que estaba allí por ella, pero le parecía demasiado bonito para ser verdad. Y sin embargo allí estaba, tan guapo como siempre.
–Tu madre me dijo que habías venido al cine, así que vine y esperé a que salieras.
–¿Has llamado a mi madre?
–Primero intenté localizarte en el móvil, pero lo tenías apagado. Así que llamé a Alquiler de coches Chaves y me contestó tu madre.
–Ah.
–¿Eso es lo único que vas a decir?
–Sí. No. ¿Qué quieres que diga? Estoy en estado de shock. No me has llamado ni me has mandado ningún mensaje. Creía que habías terminado conmigo.
–Fuiste tú quien terminó conmigo, Paula.
Ella torció el gesto con una mueca de dolor.
–Hice lo que pensé que era mejor. Para los dos. Y dime, ¿para qué has venido, Pedro? Por favor, no me pidas que vaya a Nueva York y me case contigo. Eso sería una crueldad. Te di mis razones para decir que no y eso no ha cambiado.
–En eso te equivocas, Paula. Han cambiado muchas cosas.
–No creo. Seguramente ahora serás todavía más rico que antes –había leído en alguna parte que los multimillonarios ganaban miles de dólares al día gracias a sus muchas inversiones. ¿O era al minuto?
–¿Qué te parece si vamos a tomar un café a un sitio más íntimo y te lo explico mejor?
–No hay ningún sitio más íntimo –aseguró Paula señalando con la mano la zona de restaurantes, que estaba bastante llena. Ya estaban en noviembre y la gente había empezado a hacer las compras de Navidad.
–Creo recordar que hay un pequeño café por ahí a la derecha –dijo Pedro–. Vamos.
Paula le siguió sin decir nada. Todavía estaba intentando dilucidar qué podría haber cambiado.
El café al que Pedro se refería estaba medio vacío, había sitio para escoger. Pedro la dirigió hacia el banco más lejano. En la pared del fondo había un cartel en el que ponía que había que pedir en la barra.
–¿Quieres algo de comer con el café? –le preguntó Pedro.
–No, gracias.
–Bien. ¿Qué te apetece? ¿Café con leche? ¿Capuchino?
–Café con leche –contestó Paula–. Sin azúcar.
–Bien.
Paula trató de no quedarse mirándolo mientras iba a por los cafés, pero estaba guapísimo con los pantalones cortos y el polo negro. Se dio cuenta de que le había crecido un poco el pelo. Le quedaba mejor así. Pero daba igual lo que se pusiera o lo largo que tuviera el pelo. El destino había sido muy cruel permitiendo que se enamorara de un hombre con tantos encantos.
Mientras Paula esperaba a que volviera, trató de imaginar por qué habría aparecido de pronto de aquel modo. Estaba claro que pensaba que lograría hacerla cambiar de opinión.
Y tal vez tuviera razón. Se había sentido muy triste. Y le echaba terriblemente de menos. También echaba de menos hacer el amor con él. Volver a verle le había recordado lo maravilloso amante que era. Irresistible.
Finalmente optó por mirarse las manos, que retorcía nerviosamente en el regazo. No alzó la vista hasta que Pedro le puso el café delante y se sentó frente a ella con el suyo.
–Gracias –dijo Paula educadamente. En realidad no le apetecía nada el café. Tenía un nudo en el estómago.
Pero lo agarró y le dio un pequeño sorbo antes de volver a dejarlo en la mesa. –Y ahora, ¿te importaría decirme qué está pasando?
Pedro la miró a los ojos.
–Lo que está pasando es que todavía te amo, Paula. Y sí, sigo queriendo casarme contigo.
Dios, aquello era muy cruel.
–No lo dudo, Pedro, ya que estás aquí –replicó ella–. Pero a veces el amor no es suficiente.
Pedro extendió la mano para rozarle la suya.
–Tal vez cambies de opinión cuando escuches lo que ha logrado el amor que siento hacia ti.
A Paula le costaba trabajo pensar con claridad cuando la tocaba.
–¿De qué estás hablando?
–Bueno, en primer lugar me he venido a vivir a Australia.
A ella le dio un vuelco al corazón.
–¿En serio?
–Sí. Sabía que tú nunca vivirías conmigo en Nueva York, así que he dejado mi trabajo y he vendido la mayor parte de mis acciones de la empresa de mi padre a sus socios.
Paula se limitó a quedarse mirándolo.
–Luego utilicé ese dinero para crear un fondo solidario para ayudar económicamente a personas afectadas por los desastres naturales. Parece que últimamente hay muchos. Mi padre siempre donaba mucho dinero cada vez que sucedía un desastre natural, pero le preocupaba que el dinero no llegara en ocasiones a su destino. Yo voy a ser el director general de esta fundación, así que yo decidiré dónde va el dinero. El capital está invertido en sitios seguros, así que durará una eternidad. No cobraré sueldo, pero he tenido que contratar a un par de profesionales expertos en organizaciones solidarias para que supervisen las transacciones, y ellos sí cobran. Aparte de eso, todo el dinero del fondo irá donde tiene que ir.
Lo único que pudo hacer Paula fue sacudir la cabeza.
–¿Has dado tu dinero a una obra solidaria?
–No todo, solo lo que heredé de la venta de la empresa de mi padre. Aunque es la mayoría de su patrimonio. Todavía tengo su cuenta corriente, que es bastante considerable, y también el dinero procedente de la venta de sus propiedades. Cuando las venda, claro. Eso incluye su apartamento amueblado en Nueva York y el de París. Cada uno de ellos dejará unos veinte o treinta millones. Si añadimos las obras de arte que ha coleccionado a lo largo de los años, podremos añadir varios millones más. Aunque puede que done algunas a varios museos del mundo. Sí, creo que lo haré. El caso es que sigo siendo millonario, Paula, pero no multimillonario. Sé que no te casarás con un multimillonario, pero la pobreza tampoco tiene nada de atractivo.
Paula había pasado del asombro a estar maravillada.
–¿Has hecho todo eso por mí?
–Lo curioso es que al principio renuncié a la mayoría del dinero para recuperarte, pero cuando lo hice me sentí bien. Muy bien. Dicen que es más placentero dar que recibir y tienen razón. En cualquier caso, como te puedes imaginar, organizar tantas cosas lleva mucho tiempo. Por eso he tardado tanto en venir. Todavía tendré que ir a América de vez en cuando para algún asunto de la fundación, pero a partir de ahora Australia será mi hogar. Así debe ser, ya que voy a tener una mujer australiana. Una mujer sin la que no puedo vivir.
–Oh, Pedro –murmuró Paula con los ojos llenos de lágrimas–. No me lo puedo creer.
Pedro estaba tratando de mantener también la compostura.
–Entonces, ¿esta vez tu respuesta es sí?
–Sí –dijo ella con un sollozo–. Por supuesto que sí.
–Gracias a Dios –Pedro apoyó con fuerza la espalda en el respaldo–. Me preocupara que dijeras otra vez que no, y a mi madre también.
Paula parpadeó sorprendida.
–¿Le has hablado a tu madre de nosotros?
–Por supuesto. Lleva años tratando de convencerme de que me case y tenga hijos. Estará encantada cuando se lo diga.
–¿Tú también quieres tener hijos? –preguntó Paula, todavía en estado de shock.
–Diablos, sí. Tantos como quieras tú. Y si en algo te conozco, Paula, creo que serán más de uno o dos.
–Sí, me gustaría tener familia numerosa –confesó–. Y dime, ¿cuándo le hablaste a tu madre de nosotros?
–Anoche. Me quedé en su apartamento de Bondi. Mi vuelo llegó muy tarde, demasiado tarde como para llegar aquí. Aunque al final me desvelé de todas maneras y le conté todo a mi madre. Y luego me quedé dormido. No llegué a la costa hasta después de comer. Como ya te he contado, al ver que no contestabas al teléfono llamé a la oficina y me contestó tu madre.
Paula seguía asombrada por todo lo que Pedro había hecho por ella.
–Espero que mi madre fuera amable contigo.
–Mucho.
–Oh, Pedro, haces que me sienta fatal.
Él frunció el ceño.
–¿Por qué?
–Porque tú has hecho todo por mí y yo no he hecho nada por ti.
¿Que no había hecho nada? Pedro miró a aquella chica maravillosa a la que amaba y pensó en todas las cosas que había hecho. La primera y más importante, amarle. No por su dinero, sino por sí mismo.Pedro el hombre, no el heredero de miles de millones. También le había hecho ver lo que era importante en la vida. No la fama y la fortuna, sino la familia y la comunidad. No una vida social de clase alta, sino una vida sencilla llena de risas, niños y amigos. Sí, estaba deseando tener hijos con Paula. Qué afortunado había sido por haber llamado aquel día a Alquiler de coches Chaves y haberla conocido.
Pero Pedro sabía que, si le decía todo aquello, se sentiría avergonzada. Así que se limitó a sonreír y dijo:
–No podemos decir que la felicidad no sea nada, Paula. Y tú me haces feliz, cariño.
–Oh –daba la impresión de que Paula iba a echarse a llorar otra vez.
–No más lágrimas, Paula. Puedes llorar el día de la boda si quieres, pero hoy no. Hoy es un día para regocijarse. Y ahora tómate el café e iremos a comprarte un anillo de compromiso. Tiene que haber una joyería decente por algún sitio.
Media hora más tarde, Paula llevaba en el dedo corazón de la mano izquierda un diamante solitario engarzado en oro blanco. No era ni tan grande ni tan caro como a Pedro le hubiera gustado.
–No se trata del precio, Pedro –le dijo ella con firmeza cuando lo escogió–, sino del sentimiento que hay detrás. Además, no quiero despertar la envidia de mis cuñadas. Ellas no tienen anillos de compromiso con enormes pedruscos.
Pedro alzó los ojos al cielo.
–Muy bien. Pero no creas que voy a comprar una casa con alguna carencia. Mi intención es que tenga todo lo que tú y yo queramos.
–Me parece justo –afirmó Paula. A ella no le gustaban las joyas, pero siempre había querido tener una gran casa.
–De acuerdo –dijo Pedro–. Ahora que hemos solucionado el tema del anillo, déjame llevarte a la tienda de Fab Fashions en la que solías trabajar.
–¿Para qué? –preguntó ella desconcertada–. Ya no es tuya.
–Ah, ahí te equivocas. Cuando vendí la empresa de mi padre, acordé quedarme con un solo activo: la cadena Fab Fashions. Los socios de mi padre se mostraron encantados de dejármela a cambio de nada. La consideran un garbanzo negro, pero yo creo que con tus consejos podremos hacer que funcione. Entonces, ¿qué me dices, Paula? ¿Puedes ayudarme con esto?
A Paula se le hinchió el corazón de felicidad. ¡Qué maravillosamente detallista era Pedro! Y muy inteligente.
Sabía perfectamente cómo ganarse su corazón. Y así se lo hizo saber.
Pedro sonrió.
–Andy siempre decía que nada podía interponerse entre la portería y yo.
Paula sonrió también. Una chica no tenía siempre la oportunidad de ser comparada con una portería.
–¿Sabe Andy lo de la muerte de tu padre? –preguntó con tono más serio.
–Todavía no. Siguen de luna de miel. Pero vuelven la semana que viene. Tal vez podamos ir a visitarles algún fin de semana pronto ahora que estamos prometidos. Podemos quedarnos en esa bonita cabaña un par de noches.
A Paula se le aceleró el corazón con la mención de la cabaña. Le evocó al instante recuerdos excitantes.
–Eso estaría muy bien –afirmó. Lo cierto era que lo estaba deseando.
Pedro la miró con los ojos entornados y luego se rio.
–A mí no me engañas, Paula Chaves. Disfrutaste de esos juegos tanto como yo.
–Sí –reconoció ella–. Pero creo que deberíamos guardarlos para ocasiones especiales, no para el día a día.
–Estoy de acuerdo –accedió Pedro–. En el día a día voy a estar muy ocupado con mi casa de la playa, mi media docena de hijos y mi golf.
–¿No vas a trabajar?
–Bueno, tengo que sacar adelante Fab Fashions. Con tu ayuda. Y puede que me meta en el negocio con tu padre y me dedique a los coches de época. Me impresionó el trabajo que hizo con ese Cadillac. Yo podría ser el socio capitalista y él quien hiciera el trabajo.
–Suena bien.
–Bueno, ¿y cuándo vamos a casarnos? Me gustaría que fuera lo más pronto posible.
–Pedro Alfonso, voy a celebrar una boda como Dios manda. Y tengo pensado organizarla yo misma. Eso lleva tiempo.
–¿Cuánto tiempo? Solo se necesita un mes para sacar la licencia.
–En poco más de un mes será Navidad, y en nuestra familia se celebra mucho.
–¿Y qué te parece enero? ¿Febrero?
–No me gustan las bodas en esos meses. Hace demasiado calor. ¿Y marzo?
–Puedo aguantar hasta marzo –accedió Pedro–. Pero no más.
–Entonces que sea marzo –afirmó Paula con alegría–. Vamos a darle la buena noticia a mis padres.
CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 23
No entiendo por qué no quieres casarte conmigo –dijo Pedro cuando por fin volvió con Paula a su apartamento–. Si me amas como dices, ¿dónde está el problema? Diablos, Paula, puedo darte todo lo que quieras.
–Ese es el problema. No quiero lo que puedas darme. No quiero llevar este tipo de vida –aseguró señalando el apartamento–. Es demasiado. No tendríamos amigos de verdad. Ni tampoco nuestros hijos.
–Eso es ridículo. Yo tengo amigos de verdad.
–No, no los tienes. Esta noche no había allí ni una sola persona que fuera amiga de verdad. El único amigo que tienes es Andy en Australia, y eso es porque lo conociste antes de ser muy rico. Ser multimillonario implica no poder llevar una vida normal, Pedro. Y, si yo fuera tu esposa, tampoco podría. Querrías que fuera todo el tiempo a cenas y fiestas con gente que desprecio. Querrías que dejara de coser mi propia ropa, insistirías en que tuviera estilista y un diseñador de vestuario. Nuestros hijos tendrían niñeras y guardaespaldas y los enviaríamos a internados de niños ricos mientras nosotros nos quedamos en casa organizando fiestas. Lo siento, Pedro, pero eso no es lo que quiero para mis hijos. Ni para mí.
Pedro dejó de recorrer arriba y abajo el salón y la miró con tristeza.
–Estás hablando en serio, ¿verdad?
–Sí –afirmó Paula con el corazón destrozado.
Pedro soltó una palabrota, se acercó a ella y la apretó contra sí.
–¿No podría hacerte cambiar de opinión? ¿Ni aunque te prometiera el mundo entero?
–No, Pedro, no podrías. Y menos si me prometes el mundo entero.
–Entonces no me amas de verdad –gruñó apartándola de sí.
Y antes de que ella pudiera decir nada más, Pedro se marchó dando un portazo.
Paula esperó durante horas, pero él no regresó. Trató de llamarle, pero tenía el móvil apagado. Estaba claro que no quería hablar con ella. Paula no podía descansar, solo podía recorrer arriba y abajo el apartamento con la mente dándole vueltas.
Había sido cruel por su parte rechazar la proposición de Pedro de aquel modo el mismo día que había enterrado a su padre. Pero lo cierto era que había sido sincera. No podría llevar una vida así, y él no sería feliz con una esposa como ella. Vivían en mundos diferentes.
Finalmente, Paula tomó una dolorosa decisión. Hizo el equipaje, bajó y le pidió al portero que llamara a un taxi.
–Al aeropuerto, por favor –le pidió al conductor con voz rota.
Estuvo llorando durante todo el camino, y una vez en el aeropuerto le envió a Pedro un mensaje de explicación para pedirle perdón. No quería que se preocupara al no saber dónde estaba, pero tampoco quería que la siguiera. El avión la dejó en San Francisco, donde tuvo que tomar otro para volver a Sídney. Cuando llegó a Mascot estaba agotada y deprimida. Tomó el autobús que llevaba al aparcamiento de larga distancia, donde había dejado el coche, y condujo dos horas hasta llegar a su casa. Estaba completamente destrozada.
Su madre apareció en la puerta en cuestión de segundos.
–¡Paula! No esperaba que fueras tú. Estaba desayunando y he oído un coche. ¿Qué estás haciendo aquí tan pronto?
–No puedo hablar ahora, mamá. Quiero irme a la cama.
–¿No puedes darme una pista de lo que ha pasado? –preguntó Rosario mientras la seguía por las escaleras.
Paula se detuvo en el escalón de arriba.
–Si quieres saberlo, Pedro me ha dicho que me ama y quiere casarse conmigo y yo le he rechazado.
–¿Le has rechazado? –repitió Rosario con asombro.
–Es demasiado rico, mamá. No habría sido feliz. Tengo que irme a la cama –dijo con los ojos llenos una vez más de lágrimas.
Transcurrió una semana. Luego dos. Y luego tres.
Pedro no dio señales de vida, ni por teléfono, ni por correo electrónico ni en persona. Aquel domingo por la noche, Paula soñó que se casaba con Pedro en una playa australiana. Fue un sueño muy triste porque nunca se haría realidad. Dios, ¿cuándo lo superaría?
El lunes tenía que trabajar en la oficina. Desgraciadamente, no fue un día de mucha actividad, Paula tuvo tiempo de sobra para beber interminables tazas de café y pensar cosas deprimentes. Cuando dieron las doce, pensó que ya había sido suficiente. Se levantó del escritorio, decidida a distraerse con algo. Iría al cine a ver alguna comedia o una película de acción. Puso el contestador y se dirigió hacia la casa, donde encontró a su madre en la cocina guardando la compra.
–Mamá, creo que voy a ir al cine esta tarde, ¿te importa?
–En absoluto. Yo me encargaré de la oficina.
–Gracias, mamá.
Rosario Chaves vio a su hija alejarse lentamente y pensó que a Paula le iba a costar mucho olvidarse de Pedro. Una parte de ella se alegraba de que hubieran roto la relación; no podía soportar la idea de que su única hija se marchara a vivir a América. Pero tampoco podía soportar verla sufrir.
Suspiró, terminó de guardar la compra, se preparó un sándwich y un café y entró en la oficina. Almorzó y luego agarró el libro que tenía allí para cuando no hubiera mucha actividad. Apenas había leído un par de páginas cuando sonó el teléfono.
–Alquiler de coches Chaves–dijo con tono alegre.
–Hola, Rosario –respondió una voz con acento americano–. ¿Está Paula por ahí?
–No –replicó ella ansiosa–. No está en este momento. ¿Llamas desde Nueva York?
–No, Rosario. Estoy aparcado cerca de vuestra casa.
Oh, Dios. Había ido a buscar a su hija hasta allí.
–He intentado llamar a Paula varias veces, pero tiene el móvil apagado.
–Está en el cine. Necesitaba salir de aquí, Pedro. Ha estado muy triste desde que volvió de Nueva York. Me ha contado lo que pasó.
–Amo a tu hija, Rosario. Y tengo intención de casarme con ella.
A Rosario le sorprendió la firmeza de sus palabras.
–En ese caso, ¿por qué has tardado tanto en venir a por ella? –le espetó sin poder evitarlo.
–Necesitaba tiempo para cambiar mi vida de modo que aceptara mi proposición de matrimonio.
–¿Qué quieres decir? ¿En qué ha cambiado tu vida?
–Preferiría hablar de esto con Paula, si no te importa. Pero sí te diré que he venido a Australia para quedarme a vivir aquí. De forma permanente.
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