sábado, 4 de abril de 2015

CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 4





Pedro no tenía ni idea de qué estaba hablando.


–¿Decirme qué?


–Bueno, Pedro, lo cierto es que… –comenzó a decir torciendo el gesto–. Espero que lo entiendas.


–¿Entender qué? –la urgió al ver que no seguía.


–¿Te importa esperar a que estemos en la autopista? –Paula giró a la derecha hacia la rampa que les llevaba hacia la autopista dirección norte–. Tengo que confesarte algo.


–Adelante –dijo él con impaciencia.


–El caso es que… cuando ayer me dijiste por teléfono que te llamabas Pedro Alfonso ya sabía quién eras.


Pedro trató de asimilar lo que Paula estaba diciendo pero no lo consiguió.


–¿Qué quieres decir?


–Quiero decir que sabía que trabajas para Alfonso y Asociados y que eres el hijo de Mariano Alfonso.


Pedro no podía estar más sorprendido.


–¿Y cómo lo sabías? –preguntó más confuso que enfadado–. No pensé que mi padre fuera tan conocido en Australia. Mantiene un perfil público muy bajo. Igual que yo.


Paula exhaló un suspiro profundo.


–Tal vez lo entiendas mejor si te digo que trabajaba a tiempo parcial en una tienda de Fab Fashions en Westfield hasta el fin de semana pasado, cuando la encargada tuvo que despedirme.


–Ah –dijo Pedro viendo algo de luz. Aunque para él era un misterio saber qué hacía Paula trabajando a tiempo parcial en una tienda de moda. Le había dicho que era mecánica, ¿no?


Estaba claro que era una chica llena de sorpresas, en más de un sentido. Pedro estuvo a punto de caerse de espaldas cuando la vio aparecer. No se parecía en nada a la matrona de mediana edad que había imaginado. No solo era joven, no tendría más de veinticinco años, sino que, además, era muy atractiva. Normalmente prefería a las rubias, pero Paula le resultaba deliciosa con aquellos labios carnosos, los ojos brillantes y sus estupendas piernas. También tenía una personalidad muy interesante. Aquel novio había sido un imbécil al dejarla ir.


–Sí, bueno –continuó Paula con tono inocente–. Le pregunté a Helena, la encargada, cuál era el problema y me habló de la empresa americana que se había apoderado de Fab Fashions y que amenazaba con cerrar si no conseguía beneficios antes de final de año. Estaba tan enfadada que averigüé tu nombre y te busqué en Internet. Aunque no encontré mucho sobre ti –se apresuró a añadir–. Había sobre todo cosas de tu padre y de la empresa que fundó. En cualquier caso, cuando ayer llamó un tipo americano y me dijo que se llamaba Pedro Alfonso, estuve a punto de caerme de la silla.


Pedro no lo dudaba.


–Entonces, ¿por qué demonios has accedido a llevarme en coche? –le preguntó–. Podrías haberme dicho que me muriera.


–Dios mío, no. ¿Qué sentido habría tenido eso? Mira, lo cierto es que se me ocurrió la absurda idea de que podría sacar el tema de Fab Fashions en algún momento de camino a Mudgee. Supuse que te sorprendería la coincidencia de que hubiera trabajado para ellos, pero que no sospecharías nada. Entonces te contaría mi idea para que Fab Fashions diera más beneficios. Sé que suena muy arrogante por mi parte, pero conozco la moda. Es mi pasión de toda la vida. También he hecho un curso de diseño online y me hago mi propia ropa.


–Entiendo –dijo Pedro muy despacio.


Se dio cuenta de que Paula hablaba en serio, pero, seguramente, no había manera de salvar Fab Fashions. La venta al por menor estaba en crisis en todo el mundo. Solo les había dejado hasta finales de año porque no quería hacer el papel de ogro. Su padre quería cerrar la empresa al momento, solo la había comprado porque venía en el paquete con otras compañías que contaban con mejores perspectivas.


Pero Pedro no iba a contarle aquello a Pau. Al menos por el momento.


–Entonces, ¿por qué parecías tan sorprendida cuando nos hemos visto esta mañana? –le preguntó tratando de hacerse una composición de lugar.


Ella frunció el ceño.


–Te has quedado mirándome fijamente, Pau –continuó Pedro al ver que ella no decía nada.


–Sí… sí, ¿verdad? –parecía un poco azorada–. El caso es que había una foto de tu padre en Internet y… bueno, no te pareces mucho a él.


Pedro tuvo que sonreír. Paula no tenía ni pizca de tacto. O tal vez lo que no tenía era doblez. Sí, eso era. Paula no era mentirosa por naturaleza. Era abierta y sincera. Deseó de pronto poder hacer algo por Fab Fashions solo para complacerla.


–No –reconoció–. Me parezco a mi madre.


–Debe de ser muy guapa.


Pedro contuvo a duras penas otra sonrisa. Dios, era encantadora. Y completamente ingenua en su sinceridad. No estaba tratando de halagarle ni de coquetear con él. Y eso suponía todo un cambio. Hacía años que Pedro no conocía a una chica que no intentara hacer alguna de las dos cosas con él.


–Mi madre era guapísima cuando mi padre se casó con ella –aseguró–. Lo sigue siendo a pesar de haber superado ya los sesenta. En su momento fue una modelo bastante famosa. Pero eso terminó cuando se casó con mi padre. Tras el divorcio, regresó a Sídney y montó una agencia de modelos. También le fue muy bien. La vendió por un dineral hace un par de años. Pero tal vez ya sabías todo esto gracias a Internet, ¿no?


–Cielos, no. La única información personal que leí es que tu padre está divorciado y tiene un hijo, Pedro. Era un artículo empresarial. No mencionaba a tu madre.


Pedro supuso que aquello era cosa de su padre. Era un hombre poderoso y todavía guardaba resentimiento por lo del divorcio. No solía hablar de su exmujer, y por eso las palabras de despedida que le dijo la noche anterior al teléfono le resultaron extremadamente sorprendentes.


«Dale recuerdos a tu madre».


Era muy extraño.


–Siento mucho haber indagado en tu vida de ese modo,Pedro –dijo Paula de pronto. Tal vez había interpretado su silencio pensativo como enfado–. En cuanto te conocí supe que no tendría que haberlo hecho. Pero no era mi intención causar ningún daño. De verdad.


–No pasa nada, Pau –la tranquilizó él–. No estoy molesto. Estaba pensando en Fab Fashions –se inventó–. Me preguntaba si podríamos hacer algo al respecto. Juntos.


–Oh –murmuró ella sonriéndole.


Y aquella sonrisa le iluminó la cara de un modo que iba más allá de la belleza.


Aquella sonrisa era una fuerza de la naturaleza. Pedro sintió que se le clavaba en el alma.


«Oh…oh. Esto no es lo que necesitas en este momento», pensó.


Y luego se dijo… ¿por qué no? Había terminado con Anabela. 


¿Qué le impedía explorar aquella atracción un poco más?


Estuvo a punto de echarse a reír. Porque aquello no era solamente una atracción. Era deseo, una sensación que no le resultaba ajena. Aunque esta vez era más fuerte. Mucho más fuerte.


Imposible de ignorar.


Aunque no debería empecinarse demasiado. Pronto volvería a América. Lo único que le convendría sería una aventura corta.


Le remordió un poco la conciencia. Paula no le parecía una chica de aventuras cortas. Aunque tal vez estuviera equivocado. Tal vez estuviera dispuesta a seguirle el juego. 


Después de todo, era hijo de un multimillonario, ¿verdad? 


Aquello le hacía superatractivo para las mujeres. Y, además, Paula ya le había dicho que le encontraba guapo.


–¿De verdad escucharás lo que tengo que decir sobre Fab Fashions? –le preguntó ella con ansia.


–Sería una tontería no hacerlo –replicó él, ya que eso le daría una excusa viable para pasar más tiempo con ella mientras estuviera en Australia–. Está claro que eres una chica lista, Pau.


–No soy tan lista –aseguró ella con deliciosa modestia.


–No me lo creo.


–Mira, hay varios tipos de inteligencia. La escuela no se me daba bien. Pero siempre he sido buena con las manos.


Pedro lamentó que hubiera dicho aquello. Deslizó la mirada hacia sus manos, que estaban agarradas al volante. Diablos, quería que aquellas manos lo agarraran a él. Lo acariciaran, lo sedujeran mientras le hacía cosas deliciosas con la boca. 


Aquellos pensamientos le provocaron un torrente de sangre en las venas y le causaron una erección instantánea y bastante dolorosa.


Pedro apretó los dientes y trató de recuperar el control de su excitado cuerpo. No era un hombre al que le gustara perder el control, ni siquiera sexualmente. Le gustaba mandar en la cama, o donde hubiera escogido tener relaciones sexuales. 


Disfrutaba teniendo el control de la situación, lo que significaba que tenía que controlarse él primero, algo que había practicado y perfeccionado a lo largo de los años.


–¿Por eso te convertiste en mecánica? –le preguntó, satisfecho al darse cuenta de que sonaba normal a pesar de que su cuerpo continuaba desafiándole.


Paula se encogió de hombros, mostrando una sorprendente indiferencia ante su elección profesional.


–Mi padre tenía un taller mecánico antes de montar el negocio de alquiler de coches. No aquí, en Sídney. El caso es que todos mis hermanos se hicieron mecánicos y yo seguí sus pasos.


–Entonces, ¿cuándo os mudasteis a Costa Central?


–Hace unos años –respondió ella–. Acababa de terminar mis prácticas. Me acuerdo de que celebré mi veintiún cumpleaños aquí, así que debía de tener diecinueve o veinte. No estoy segura. ¿Por qué?


–Por hablar de algo, Pau –dijo él tratando de buscar más temas de conversación. No podía creer que siguiera teniendo una erección–. Ya veo que no estás usando el GPS. Así que supongo que conoces el camino a Mudgee.


–Es todo recto. Tenemos que seguir por la autopista hasta que lleguemos al desvío de Nueva Inglaterra dirección Brisbane.


–Parece que has hecho este camino muchas veces.


–He ido a Brisbane, pero nunca he estado en Mudgee. Lo miré anoche en Internet.


–Yo tampoco he pasado nunca por este camino –admitió Pedro.


Ella le miró con curiosidad.


–¿Nunca has estado en casa de tu mejor amigo?


–Por supuesto que sí. Muchas veces. Pero desde Sídney se va por otro camino.


–Ah, claro, no se me había ocurrido. Dijiste que estuviste interno en Sídney, ¿verdad?


–Sí, en Kings College. Está cerca de Parramatta. ¿Lo conoces?




viernes, 3 de abril de 2015

CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 3





Paula se alegró de salir de casa a la mañana siguiente antes de que sus padres se levantaran. Su madre había empezado a decir la noche anterior que corría un riesgo al llevar en coche a un desconocido hasta Mudgee.


–Tal vez sea un asesino en serie. No sabes nada de él –había llegado a decirle.


No paró de describir escenarios aterradores hasta que Paula le dijo todo lo que sabía sobre Pedro Alfonso, incluido el hecho de que era hijo de un hombre de negocios americano multimillonario, cuya empresa se había adueñado de varias firmas australianas, entre ellas Fab Fashions.


–No es un asesino en serie, mamá –aseguró con firmeza–. Solo es un hombre con más dinero que sentido común.


Para sorpresa de Paula, su padre, que a veces era muy pesimista, se había puesto de su lado.


–Pau sabe cuidar de sí misma, Rosario –afirmó–. No le pasará nada. Tú llámanos cuando llegues, cariño, para que tu madre se quede tranquila, ¿de acuerdo?


Paula accedió encantada, pero temía que su madre se levantara temprano aquella mañana, así que hizo la bolsa de viaje la noche anterior y se levantó pronto para arreglarse. 


Dadas las circunstancias, no quería tener un aspecto desaliñado. Ni tampoco quería parecer una chófer. Desechó la idea de llevar el uniforme habitual de pantalón negro y camisa blanca con el emblema de la empresa en el bolsillo del pecho.


Sí se puso pantalones negros, unos ajustados que le destacaban las largas piernas, y los combinó con una camiseta blanca de cuello de pico y una chaqueta de flores que ella misma había hecho. Era una modista excelente, su abuela le había enseñado a coser. Tuvo dudas respecto al maquillaje, y, finalmente, optó por ser discreta. Se puso un poco de brillo de labios y algo de rímel. Su piel clara y algo aceitunada no necesitaba base alguna. Luego se recogió la abundante melena negra en una coleta sujeta con una goma roja a juego con las flores del mismo tono de la chaqueta. 


Por último, se calzó unos cómodos mocasines negros antes de salir de su casa a las seis y media, veinte minutos antes de tiempo.


El trayecto de Glenning Valley a Blue Bay le llevaría quince minutos como mucho. Seguramente menos a aquellas horas del día. Desayunó algo en una cafetería y luego se dirigió con calma hacia la dirección que le habían dado. Paula conocía bien la zona. Aunque todavía quedaban turistas de fin de semana normales, las propiedades de primera línea de playa costaban un riñón. La mayoría de los edificios antiguos que en el pasado cubrían la costa habían sido derribados, sustituidos por casas de una planta que costaban millones de dólares. Durante la última década, Blue Bay se había convertido en uno de los lugares más lujosos de la costa.


Cuando giró hacia la entrada de la larga calle que llevaba hasta Blue Bay, Paula empezó a ponerse nerviosa. Aunque normalmente era una chica segura de sí misma y franca, de pronto se dio cuenta de que no iba a resultarle fácil sacar el tema de Fab Fashions con el hombre que se había apoderado de la compañía. Seguramente le diría que se ocupara de sus propios asuntos. Tampoco le gustaría que hubiera buscado información sobre él en Internet.


Tal vez debería olvidar la idea de intentar salvar Fab Fashions y limitarse a hacer lo que el señor Alfonso le había pedido: llevarle a Mudgee y luego de regreso. También podía esperar a ver qué clase de hombre era, si era de los que escuchaban o no. No le había sonado demasiado mal al teléfono. Tal vez un poco frustrado, algo comprensible teniendo en cuenta que acababa de sufrir un accidente de coche y todos sus planes le habían salido mal. Y le había pedido que le llamara Pedro, un gesto amable por su parte. 


Casi se sentía culpable de no haberle dicho que podía llamarla Pau.


Se preguntó cuántos años tendría. Supuso que unos cuarenta. Si se parecía a su padre, cuya foto había visto en Internet, sería bajo, con entradas y un cuerpo rechoncho debido a la vida sedentaria y a las largas comidas de negocios.


–Oh, Dios mío –suspiró.


No le apetecía nada el día que tenía por delante.


Tras dejar escapar el aire que inconscientemente tenía retenido, comenzó a escudriñar los números de los buzones de correos. Enseguida se dio cuenta de que el número que buscaba estaría a la izquierda y al final de la calle. La verdad, ¿qué esperaba? El hijo de un multimillonario solo se quedaría en el mejor sitio.


El sol acababa de salir cuando se acercó al bloque de apartamentos que buscaba, y que, por supuesto, daban a la playa. Había un hombre sentado en la acera justo en la puerta del edificio. Tenía al lado una maleta negra de ruedas y encima una bolsa de viaje para traje.


Paula trató de no quedarse mirando cuando se detuvo en el bordillo a su lado. Pero le resultó difícil.


No era bajo, ni tenía entradas ni estaba fofo. Diablos, no. 


Todo lo contrario. Era muy alto y delgado, de hombros anchos y un rostro cincelado como el de los modelos masculinos de anuncios de yates o de loción para después del afeitado. Los pómulos marcados, la nariz recta y fuerte y las mandíbulas cuadradas. Tenía el pelo corto y de un tono rubio claro, la piel ligeramente bronceada y los ojos azules y bonitos. Iba vestido con pantalones gris oscuro, camisa azul de manga larga con el cuello desabrochado y unas gafas de sol en el bolsillo del pecho.


Paula apartó los ojos de él, apagó el motor y salió del coche algo confusa. ¿Quién hubiera imaginado que sería tan guapo? ¿Y tan joven? No debía de tener más de treinta años.


–¿El señor Alfonso, supongo? –preguntó deteniéndose en la acera a menos de un metro de él. De cerca era todavía más atractivo.


–Usted no puede ser la señorita Chaves –respondió él con una media sonrisa.


Ella se molestó por el comentario.


–No entiendo por qué no.


Pedro sacudió la cabeza y la miró de arriba abajo.


–No es usted lo que esperaba.


–¿Ah, no? –respondió Paula tirante–. ¿Y qué esperaba?


–Alguien de mayor edad y un poco menos… atractiva.


Paula agradeció no ser de las que se sonrojaban. En caso contrario, se habría vuelto roja bajo la mirada admirativa de aquellos preciosos ojos azules.


–Es muy amable por su parte, señor Alfonso. Supongo –añadió preguntándose si habría sonado fea y vieja por teléfono.


–Te dije que me llamaras Pedro –le recordó él sonriendo y mostrando una dentadura blanca y deslumbrante.


«Dios mío», pensó Paula tratando de no resultar deslumbrada.


Pero no lo consiguió. Se quedó allí mirándole mientras el corazón le latía con fuerza.


–Tal vez deberíamos ponernos en marcha –sugirió él finalmente.


Paula se sacudió mentalmente la cabeza. No era propio de ella quedarse embobada por un hombre, aunque fuera tan impresionante como aquel.


–Sí. Sí, por supuesto –dijo jadeando un poco para su gusto–. ¿Necesitas ayuda con el equipaje? –le pregunto, recordando que le había dicho que tenía el hombro lesionado.


–Me las puedo arreglar –contestó él–. Tú solo ábreme el maletero.


Se las arreglaba muy bien. Abrió la puerta del copiloto sin ninguna ayuda tampoco.


Cuando se subió y se puso el cinturón, Paula ya había recuperado el control de su acelerado corazón. Tenía que dejar de actuar como una adolescente. ¡Tenía veinticinco años, por el amor de Dios!


Sacó las gafas de sol y se las puso.


–¿Te importa que te llame Paula en lugar de señorita Chaves? –preguntó él antes de que pudiera arrancar siquiera el motor.


Pau dio un respingo. Odiaba que la llamaran Paula.


–Preferiría que me llamaras Pau –respondió con una sonrisa que le salió sin querer.


–Solo si tú prometes llamarme Pedro –insistió él abrochándose el cinturón de seguridad.


Pau tenía la impresión de que la gente no solía decirle que no a Pedro Alfonso. Su combinación de belleza y encanto resultaba seductora y bastante pecaminosa. Quería complacerle, y eso que ella no era complaciente por naturaleza. Siempre había tenido sus propias opiniones, y las expresaba. Y, sin embargo, de pronto lo único que quería era sonreír, asentir y estar de acuerdo con todo lo que Pedro dijera.


–De acuerdo. ¿Preparado, Pedro? –preguntó girando la llave para arrancar mientras le miraba de reojo.


Cielos, era guapísimo. Y olía de maravilla.


–En cuanto me ponga esto –respondió él sacando sus propias gafas del bolsillo.


Parecían muy caras. Vaya, ahora tenía aspecto de estrella de cine, una estrella muy sexy. Su modo de reaccionar ante aquel hombre empezaba a molestarla. Lo siguiente que haría sería ponerse a coquetear con él. ¡Ella no era así! 


Apretó los dientes, miró por el espejo retrovisor, giró para salir y aceleró una vez en la calle. Ninguno de los dos dijo nada durante un par de minutos, y luego fue Pedro quien rompió el silencio.


–Quiero darte las gracias otra vez por hacer esto por mí, Pau.


–No tienes que agradecérmelo. Estás pagando por el privilegio.


–Pero supongo que habrás tenido que cambiar tus planes para hacer esto. Seguro que una chica tan atractiva como tú tiene mejores cosas que hacer el fin de semana que trabajar.


–No, la verdad es que no.


–¿No has tenido que cancelar ninguna cita?


–Este fin de semana no.


–Me sorprende. Daba por hecho que tendrías novio.


–Lo tenía –confesó Pau–. Hasta hace poco.


–¿Qué ocurrió?


Ella se encogió de hombros.


–Íbamos a recorrer Australia en coche, por eso me compré este cuatro por cuatro. Pero, en el último momento, él decidió que no quería hacerlo y se fue a recorrer el mundo con un amigo y una mochila.


Pau observó de reojo la expresión asombrada de Pedro.


–¿No te pidió que fueras con él? –preguntó.


–No. Pero me pidió que lo esperara.


–Espero que le dijeras que no.


Pau se rio al recordar su airada reacción.


–Le dije algo más que no.


–Bien por ti.


–Tal vez. Guillermo dijo que era muy mal hablada.


–¿En serio? Me resulta difícil de creer.


¿Se estaba burlando de ella? Pero, entonces, pensó que solo estaba tratando de sacar conversación, y eso era mejor que estar allí sentados sin decir nada hasta llegar a Mudgee.


–También me dijo que soy mandona y controladora.


–¡No!


Sí se estaba burlando de ella. Pero de un modo cariñoso. 


Pau suspiró.


–Supongo que soy un poco controladora. Pero es que me gustan las cosas bien hechas y organizadas.


–Yo también soy bastante perfeccionista –reconoció Pedro–. Ah, ahí está Westfield. Ya no estamos lejos de la autopista.


Pau frunció el ceño.


–¿Por qué conoces Westfield? Pensé que esta era tu primera visita a Australia.


–En absoluto –afirmó él–. He pasado mucho tiempo aquí. Bueno, en Nueva Gales del Sur. Verás, mis padres están divorciados. Ya sabes que mi padre es americano, pero mi madre es australiana. Es la dueña del apartamento de Blue Bay. Estuve interno en Sídney, y allí conocí a Andy… el que se va a casar.


–¡Vaya! –exclamó Pau–. No tenía ni idea.


–Bueno, ¿por qué ibas a tenerla? –Pedro parecía desconcertado.


Pau contuvo un gemido. Iba contra sus principios no ser sincera con la gente. Pero su intención había sido buena. 


Con suerte, Pedro no se enfadaría demasiado si le contaba la verdad. No quería pasarse todo el camino hasta Mudgee cuidando lo que decía y lo que dejaba de decir. Y sí, seguramente todavía mantenía la esperanza de hablar del futuro de Fab Fashions con él. Parecía muy cercano y mucho más inteligente de lo que pensaba. Pero eso no facilitaba su confesión.


–Bueno, esto es muy incómodo. Supongo que tengo que decírtelo y ya. Solo… solo espero que no te enfades demasiado.




CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 2




Pedro suspiró cuando colgó el teléfono y lo guardó en el bolsillo de los vaqueros. Lo que menos le apetecía era que la señorita Paula Chaves, mecánica cualificada, le llevara al día siguiente hasta Mudgee, pensó malhumorado mientras se dirigía al mueble bar. Había dicho que tenía más de veintiún años. Seguramente tendría más de cuarenta y sería una sosa.


Pero ¿qué opción tenía? El médico del hospital de Gosford le había declarado incapacitado para conducir durante al menos una semana. No por la excusa que acababa de dar por teléfono. Tenía el hombro magullado y rígido, pero podía usarlo. El problema era la conmoción que había sufrido. El doctor le dijo que ninguna compañía de seguros le cubriría si no le firmaban una autorización médica.


Una estupidez, porque él se sentía bien. Un poco cansado y frustrado, pero bien.


Pedro torció el gesto y apuró dos dedos del mejor bourbon de su madre en uno de sus vasos de cristal. Supuso que debería sentirse agradecido y no irritado por haber encontrado un coche de alquiler. Pero la señorita Paula Chaves le había puesto muy nervioso. La línea que separaba la eficiencia de la intromisión era muy fina, y ella la había traspasado. Casi se arrepentía de haberle dicho que le llamara Pedro, pero tenía que hacer algo para estar a buenas con aquella vieja estirada. En caso contrario, el viaje del día siguiente iba a ser de lo más tedioso.


Ojalá su madre estuviera allí, pensó mientras se dirigía a la cocina a por hielo. Ella podría haberle llevado. Pero estaba en un crucero por el Pacífico Sur con su último amante.


Al menos era mayor de lo habitual en ella. Lionel tenía cincuenta y pico años, y solo era un poco más joven que Eva. Y además tenía trabajo, algo relacionado con la producción de una película, lo que también era una gran mejoría respecto a los jóvenes cazafortunas que habían pasado por la cama de su madre durante años, desde que se divorció de su padre.


Pero la vida amorosa de su madre no le importaba demasiado últimamente. Pedro había crecido ya lo suficiente como para saber que la vida personal de su madre no era asunto suyo. Lástima que ella no le devolviera el favor, pensó echándose en el vaso unos cubos de hielo del dispensador automático. Siempre le estaba preguntando cuándo iba a casarse y a darle nietos.


Así que tal vez fuera mejor que no estuviera allí ahora. Lo último que deseaba era presión exterior en su relación con Anabela. Ya tenía bastantes problemas tratando de decidir si debía renunciar a la noción romántica del amor y el matrimonio y aceptar lo que Anabela le ofrecía. Si se casaba con ella, al menos no tendría que preocuparse de que fuera una cazafortunas, algo que siempre suponía un problema para un hombre que iba a heredar miles de millones. Anabela era la única hija de un promotor inmobiliario muy rico, así que no necesitaba un marido que la mantuviera.


Lo cierto era que a Pedro no le dio la impresión de que Anabela necesitara marido. Solo tenía veinticuatro años y disfrutaba claramente de la vida de soltera, de su glamuroso aunque vacío trabajo en una galería de arte, una activa vida social y un novio que la mantenía sexualmente satisfecha. 


Pero, justo antes de que Pedro viajara a Australia, Anabela le había preguntado si tenía pensado declararse en algún momento. Dijo que le amaba, pero que no quería perder más tiempo si él no quería casarse y tener hijos.


Por supuesto, Pedro no fue capaz de decirle que también la amaba porque no era cierto. Le dijo que le gustaba mucho, pero no estaba enamorado. Le sorprendió que Anabela respondiera que le bastaba con eso. Había dado por supuesto que a una mujer enamorada le partiría el corazón no ser correspondida. Pero, al parecer, estaba equivocado. 


Le había dado hasta Navidad para cambiar de opinión. 


Después de eso, buscaría marido en otro lugar.


Pedro se llevó el bourbon a los labios mientras volvía al salón y se acercaba a la cristalera que daba a la playa. Pero no estaba mirando el mar. Estaba recordando que le había dicho a Anabela que pensaría en su oferta mientras estuviera en Australia y le daría una respuesta a la vuelta.


Y lo había estado pensando. Mucho. Sí quería casarse y tener hijos. Algún día. Pero, qué diablos, solo tenía treinta y un años. Y, además, quería sentir algo más por su futura mujer que lo que sentía por Anabela. Quería estar completamente enamorado y ser correspondido, que fuera un amor duradero. El divorcio no entraba en sus planes. Pedro sabía de primera mano el daño que los divorcios causaban en los niños aunque los padres fueran civilizados, como lo fueron los suyos. Su padre, adicto al trabajo, le había dado sensatamente la custodia completa a la madre de Pedro, permitiéndole que se lo llevara a Australia con la promesa de que pasara las vacaciones escolares con él en América.


Pero eso no impidió que Pedro se sintiera devastado al saber que sus padres ya no se querían. Por aquel entonces, solo tenía once años y era completamente ajeno a las circunstancias que provocaban un divorcio. Sus padres nunca se criticaron el uno al otro delante de él. Nunca se culparon del fin de su matrimonio. Los dos se limitaron a decir que a veces la gente se desenamoraba y era mejor separarse.


En un principio, Pedro odió irse a vivir a Australia, pero, finalmente, llegó a amar aquel maravilloso y lejano país y la vida que tenía allí. Le encantaba la escuela a la que iba, en la que tenía muchos amigos. Lo que más le gustaron fueron sus años universitarios en Sídney, donde estudiaba Derecho y compartía piso con su mejor amigo, Andy. Su padre no le contó la terrible verdad hasta que se graduó: su madre le había atrapado quedándose embarazada. Nunca le había amado. Solo quería un marido rico. Sí, también admitió que él le había sido infiel, pero solo después de que ella le hubiera confesado la verdad una noche.


Su padre le aseguró a Pedro que odiaba hacerle daño con aquellas revelaciones, pero pensaba que era mejor para él saberlo.


–Vas a heredar una gran riqueza, hijo –le había dicho Mariano Alfonso en aquel momento–. Necesitas entender el poder corrupto que tiene el dinero. Siempre tienes que estar alerta, especialmente con las mujeres.


Cuando Pedro, angustiado, le pidió explicaciones a su madre, ella se puso furiosa con Mariano, pero no negó que se hubiera casado con él por su dinero. Sin embargo, intentó explicarle la razón. Había nacido muy pobre, pero guapa. 


Tras una infancia difícil, consiguió convertirse en modelo, primero en Australia y luego en el extranjero, hasta que entró a formar parte de una prestigiosa agencia de Nueva York. Ganó bastante dinero durante algunos años, pero, cuando acababa de cumplir los treinta, descubrió que su agente no había invertido sus ahorros como ella creía, sino que se los había gastado en el juego.
De pronto, se vio otra vez al borde de la pobreza, y aunque seguía siendo muy guapa, su carrera ya no era lo que fue. 


Así que, cuando el multimillonario Mariano Alfonso apareció en escena, impresionado por la belleza de aquella rubia australiana, ella se dejó seducir en más de un sentido. Se sentía atraída por él, insistió, pero admitió que no amaba a su padre, y dijo que dudaba también de que su padre la hubiera amado a ella. Solo la deseaba.


–Tu padre solo ama el dinero –le dijo su madre a Pedro con cierta amargura.


Pedro argumentó entonces que no era cierto. Su padre le quería a él. Y por eso se mudó a América poco después de graduarse en la universidad.


Eso no significó que cortara de raíz con su madre. Había sido una madre maravillosa y la quería a pesar de sus fallos. Hablaban cada semana por teléfono, pero no solía visitarla con frecuencia, fundamentalmente, por falta de tiempo.


Desde que llegó a Estados Unidos vivía a tope. Hizo un curso de posgrado en Económicas en Harvard y luego siguieron unas intensas prácticas en el negocio de las inversiones. Cuando ascendió puestos rápidamente en Alfonso y Asociados, hubo algunos comentarios, pero Pedro creía que se había ganado el ascenso a un puesto ejecutivo en la empresa de su padre, junto con el sueldo de siete cifras, el coche de lujo y el apartamento también de lujo de Nueva York. También se había ganado una reputación de playboy, tal vez porque las novias no le duraban demasiado. Tras unas semanas, se cansaba irremediablemente. Nunca se había enamorado, y se preguntaba si alguna vez lo haría.


Para Pedro era una sorpresa que su relación con Anabel durara tanto, ocho meses ya. Seguramente porque la veía poco debido al trabajo. No estaba enamorado de ella, pero era atractiva, divertida y despreocupada, nunca se enfadaba cuando llegaba tarde o cuando tenía que cancelar su cita en el último momento. Nunca se comportaba de forma posesiva, algo que él odiaba.


Tampoco le había dicho ni una sola vez en todos aquellos meses que le amaba, por eso su reciente declaración le había pillado por sorpresa.


Al principio se sintió desconcertado, luego halagado y después tentado por su proposición de matrimonio, seguramente debido a la influencia de su padre.


–Los hombres ricos deberían casarse siempre con chicas ricas –le había dicho en más de una ocasión–. Y los hombres ricos deben casarse con la cabeza, no con el corazón.


Un consejo sensato. Pero inútil. Pedro sabía, en el fondo de su corazón, que casarse con una chica a la que no amaba sería conformarse con menos de lo que siempre había querido. Con mucho menos.


Así que su respuesta tenía que ser que no.


Pensó en llamar a Anabel y decírselo al instante, pero había algo de cobarde en romper por teléfono. Y peor aún con un mensaje. Anabela le había pedido que no la llamara ni le pusiera mensajes mientras estuviera fuera, tal vez con la esperanza de que así la echara de menos.


Sinceramente, había sucedido todo lo contrario. Sin las llamadas y los mensajes, la conexión entre ellos se había roto. Ahora que había tomado finalmente una decisión, Pedro no sintió ni un ápice de remordimiento. Solo alivio.


De pronto, le vibró el teléfono en el bolsillo y Pedro confió en que no fuera Anabela. No lo era, se trataba de su padre. Pedro frunció el ceño y se llevó el teléfono al oído. No era propio de Mariano llamarle a menos que se tratara de un asunto de negocios.


–Hola, papá –lo saludó–. ¿Qué ocurre?


–Siento molestarte, hijo, pero esta noche estaba pensando en ti y he decidido llamarte.


Pedro no podía estar más sorprendido.


–Qué bien, papá, pero ¿no deberías estar dormido? Allí ya es de noche.


–No es tan tarde. Además, ya sabes que nunca duermo mucho. ¿Qué hora es allí?


–Media tarde.


–¿De qué día?


–Jueves.


–Ah, de acuerdo. Así que dentro de un par de días te pondrás en marcha para asistir a la boda de Andy.


–Lo cierto es que salgo mañana –Pedro consideró durante una décima de segundo la posibilidad de contarle a su padre lo del accidente y lo del coche de alquiler, pero decidió no hacerlo. ¿Para qué preocuparle sin necesidad?


–Buen chico, ese Andy.


Su padre había conocido a Andy cuando Pedro se lo llevó a América unas vacaciones. Habían ido a esquiar con Mariano y se lo pasaron de maravilla.


–Entonces, ¿cuándo crees que volverás a Nueva York? –preguntó su padre.


–Seguramente, a finales de la semana que viene. Mamá está de crucero y no vuelve hasta el próximo lunes. Me gustaría pasar un día o dos con ella antes de volver a casa.


–Por supuesto. ¿Por qué no te quedas un poco más? Te mereces unas vacaciones. Has estado trabajando mucho.


Pedro se quedó mirando la playa y el mar. Lo cierto era que llevaba un par de años sin tomarse más de un fin de semana de descanso. Su madre le había acusado recientemente de haberse convertido en un adicto al trabajo, igual que su padre.


–Tal vez lo haga –dijo–. Gracias, papá.


–Es un placer. Eres un buen chico. Dale recuerdos a tu madre –dijo su padre bruscamente. Luego colgó.


Pedro se quedó mirando el teléfono, preguntándose a qué diablos había venido todo aquello.