viernes, 3 de abril de 2015

CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 3





Paula se alegró de salir de casa a la mañana siguiente antes de que sus padres se levantaran. Su madre había empezado a decir la noche anterior que corría un riesgo al llevar en coche a un desconocido hasta Mudgee.


–Tal vez sea un asesino en serie. No sabes nada de él –había llegado a decirle.


No paró de describir escenarios aterradores hasta que Paula le dijo todo lo que sabía sobre Pedro Alfonso, incluido el hecho de que era hijo de un hombre de negocios americano multimillonario, cuya empresa se había adueñado de varias firmas australianas, entre ellas Fab Fashions.


–No es un asesino en serie, mamá –aseguró con firmeza–. Solo es un hombre con más dinero que sentido común.


Para sorpresa de Paula, su padre, que a veces era muy pesimista, se había puesto de su lado.


–Pau sabe cuidar de sí misma, Rosario –afirmó–. No le pasará nada. Tú llámanos cuando llegues, cariño, para que tu madre se quede tranquila, ¿de acuerdo?


Paula accedió encantada, pero temía que su madre se levantara temprano aquella mañana, así que hizo la bolsa de viaje la noche anterior y se levantó pronto para arreglarse. 


Dadas las circunstancias, no quería tener un aspecto desaliñado. Ni tampoco quería parecer una chófer. Desechó la idea de llevar el uniforme habitual de pantalón negro y camisa blanca con el emblema de la empresa en el bolsillo del pecho.


Sí se puso pantalones negros, unos ajustados que le destacaban las largas piernas, y los combinó con una camiseta blanca de cuello de pico y una chaqueta de flores que ella misma había hecho. Era una modista excelente, su abuela le había enseñado a coser. Tuvo dudas respecto al maquillaje, y, finalmente, optó por ser discreta. Se puso un poco de brillo de labios y algo de rímel. Su piel clara y algo aceitunada no necesitaba base alguna. Luego se recogió la abundante melena negra en una coleta sujeta con una goma roja a juego con las flores del mismo tono de la chaqueta. 


Por último, se calzó unos cómodos mocasines negros antes de salir de su casa a las seis y media, veinte minutos antes de tiempo.


El trayecto de Glenning Valley a Blue Bay le llevaría quince minutos como mucho. Seguramente menos a aquellas horas del día. Desayunó algo en una cafetería y luego se dirigió con calma hacia la dirección que le habían dado. Paula conocía bien la zona. Aunque todavía quedaban turistas de fin de semana normales, las propiedades de primera línea de playa costaban un riñón. La mayoría de los edificios antiguos que en el pasado cubrían la costa habían sido derribados, sustituidos por casas de una planta que costaban millones de dólares. Durante la última década, Blue Bay se había convertido en uno de los lugares más lujosos de la costa.


Cuando giró hacia la entrada de la larga calle que llevaba hasta Blue Bay, Paula empezó a ponerse nerviosa. Aunque normalmente era una chica segura de sí misma y franca, de pronto se dio cuenta de que no iba a resultarle fácil sacar el tema de Fab Fashions con el hombre que se había apoderado de la compañía. Seguramente le diría que se ocupara de sus propios asuntos. Tampoco le gustaría que hubiera buscado información sobre él en Internet.


Tal vez debería olvidar la idea de intentar salvar Fab Fashions y limitarse a hacer lo que el señor Alfonso le había pedido: llevarle a Mudgee y luego de regreso. También podía esperar a ver qué clase de hombre era, si era de los que escuchaban o no. No le había sonado demasiado mal al teléfono. Tal vez un poco frustrado, algo comprensible teniendo en cuenta que acababa de sufrir un accidente de coche y todos sus planes le habían salido mal. Y le había pedido que le llamara Pedro, un gesto amable por su parte. 


Casi se sentía culpable de no haberle dicho que podía llamarla Pau.


Se preguntó cuántos años tendría. Supuso que unos cuarenta. Si se parecía a su padre, cuya foto había visto en Internet, sería bajo, con entradas y un cuerpo rechoncho debido a la vida sedentaria y a las largas comidas de negocios.


–Oh, Dios mío –suspiró.


No le apetecía nada el día que tenía por delante.


Tras dejar escapar el aire que inconscientemente tenía retenido, comenzó a escudriñar los números de los buzones de correos. Enseguida se dio cuenta de que el número que buscaba estaría a la izquierda y al final de la calle. La verdad, ¿qué esperaba? El hijo de un multimillonario solo se quedaría en el mejor sitio.


El sol acababa de salir cuando se acercó al bloque de apartamentos que buscaba, y que, por supuesto, daban a la playa. Había un hombre sentado en la acera justo en la puerta del edificio. Tenía al lado una maleta negra de ruedas y encima una bolsa de viaje para traje.


Paula trató de no quedarse mirando cuando se detuvo en el bordillo a su lado. Pero le resultó difícil.


No era bajo, ni tenía entradas ni estaba fofo. Diablos, no. 


Todo lo contrario. Era muy alto y delgado, de hombros anchos y un rostro cincelado como el de los modelos masculinos de anuncios de yates o de loción para después del afeitado. Los pómulos marcados, la nariz recta y fuerte y las mandíbulas cuadradas. Tenía el pelo corto y de un tono rubio claro, la piel ligeramente bronceada y los ojos azules y bonitos. Iba vestido con pantalones gris oscuro, camisa azul de manga larga con el cuello desabrochado y unas gafas de sol en el bolsillo del pecho.


Paula apartó los ojos de él, apagó el motor y salió del coche algo confusa. ¿Quién hubiera imaginado que sería tan guapo? ¿Y tan joven? No debía de tener más de treinta años.


–¿El señor Alfonso, supongo? –preguntó deteniéndose en la acera a menos de un metro de él. De cerca era todavía más atractivo.


–Usted no puede ser la señorita Chaves –respondió él con una media sonrisa.


Ella se molestó por el comentario.


–No entiendo por qué no.


Pedro sacudió la cabeza y la miró de arriba abajo.


–No es usted lo que esperaba.


–¿Ah, no? –respondió Paula tirante–. ¿Y qué esperaba?


–Alguien de mayor edad y un poco menos… atractiva.


Paula agradeció no ser de las que se sonrojaban. En caso contrario, se habría vuelto roja bajo la mirada admirativa de aquellos preciosos ojos azules.


–Es muy amable por su parte, señor Alfonso. Supongo –añadió preguntándose si habría sonado fea y vieja por teléfono.


–Te dije que me llamaras Pedro –le recordó él sonriendo y mostrando una dentadura blanca y deslumbrante.


«Dios mío», pensó Paula tratando de no resultar deslumbrada.


Pero no lo consiguió. Se quedó allí mirándole mientras el corazón le latía con fuerza.


–Tal vez deberíamos ponernos en marcha –sugirió él finalmente.


Paula se sacudió mentalmente la cabeza. No era propio de ella quedarse embobada por un hombre, aunque fuera tan impresionante como aquel.


–Sí. Sí, por supuesto –dijo jadeando un poco para su gusto–. ¿Necesitas ayuda con el equipaje? –le pregunto, recordando que le había dicho que tenía el hombro lesionado.


–Me las puedo arreglar –contestó él–. Tú solo ábreme el maletero.


Se las arreglaba muy bien. Abrió la puerta del copiloto sin ninguna ayuda tampoco.


Cuando se subió y se puso el cinturón, Paula ya había recuperado el control de su acelerado corazón. Tenía que dejar de actuar como una adolescente. ¡Tenía veinticinco años, por el amor de Dios!


Sacó las gafas de sol y se las puso.


–¿Te importa que te llame Paula en lugar de señorita Chaves? –preguntó él antes de que pudiera arrancar siquiera el motor.


Pau dio un respingo. Odiaba que la llamaran Paula.


–Preferiría que me llamaras Pau –respondió con una sonrisa que le salió sin querer.


–Solo si tú prometes llamarme Pedro –insistió él abrochándose el cinturón de seguridad.


Pau tenía la impresión de que la gente no solía decirle que no a Pedro Alfonso. Su combinación de belleza y encanto resultaba seductora y bastante pecaminosa. Quería complacerle, y eso que ella no era complaciente por naturaleza. Siempre había tenido sus propias opiniones, y las expresaba. Y, sin embargo, de pronto lo único que quería era sonreír, asentir y estar de acuerdo con todo lo que Pedro dijera.


–De acuerdo. ¿Preparado, Pedro? –preguntó girando la llave para arrancar mientras le miraba de reojo.


Cielos, era guapísimo. Y olía de maravilla.


–En cuanto me ponga esto –respondió él sacando sus propias gafas del bolsillo.


Parecían muy caras. Vaya, ahora tenía aspecto de estrella de cine, una estrella muy sexy. Su modo de reaccionar ante aquel hombre empezaba a molestarla. Lo siguiente que haría sería ponerse a coquetear con él. ¡Ella no era así! 


Apretó los dientes, miró por el espejo retrovisor, giró para salir y aceleró una vez en la calle. Ninguno de los dos dijo nada durante un par de minutos, y luego fue Pedro quien rompió el silencio.


–Quiero darte las gracias otra vez por hacer esto por mí, Pau.


–No tienes que agradecérmelo. Estás pagando por el privilegio.


–Pero supongo que habrás tenido que cambiar tus planes para hacer esto. Seguro que una chica tan atractiva como tú tiene mejores cosas que hacer el fin de semana que trabajar.


–No, la verdad es que no.


–¿No has tenido que cancelar ninguna cita?


–Este fin de semana no.


–Me sorprende. Daba por hecho que tendrías novio.


–Lo tenía –confesó Pau–. Hasta hace poco.


–¿Qué ocurrió?


Ella se encogió de hombros.


–Íbamos a recorrer Australia en coche, por eso me compré este cuatro por cuatro. Pero, en el último momento, él decidió que no quería hacerlo y se fue a recorrer el mundo con un amigo y una mochila.


Pau observó de reojo la expresión asombrada de Pedro.


–¿No te pidió que fueras con él? –preguntó.


–No. Pero me pidió que lo esperara.


–Espero que le dijeras que no.


Pau se rio al recordar su airada reacción.


–Le dije algo más que no.


–Bien por ti.


–Tal vez. Guillermo dijo que era muy mal hablada.


–¿En serio? Me resulta difícil de creer.


¿Se estaba burlando de ella? Pero, entonces, pensó que solo estaba tratando de sacar conversación, y eso era mejor que estar allí sentados sin decir nada hasta llegar a Mudgee.


–También me dijo que soy mandona y controladora.


–¡No!


Sí se estaba burlando de ella. Pero de un modo cariñoso. 


Pau suspiró.


–Supongo que soy un poco controladora. Pero es que me gustan las cosas bien hechas y organizadas.


–Yo también soy bastante perfeccionista –reconoció Pedro–. Ah, ahí está Westfield. Ya no estamos lejos de la autopista.


Pau frunció el ceño.


–¿Por qué conoces Westfield? Pensé que esta era tu primera visita a Australia.


–En absoluto –afirmó él–. He pasado mucho tiempo aquí. Bueno, en Nueva Gales del Sur. Verás, mis padres están divorciados. Ya sabes que mi padre es americano, pero mi madre es australiana. Es la dueña del apartamento de Blue Bay. Estuve interno en Sídney, y allí conocí a Andy… el que se va a casar.


–¡Vaya! –exclamó Pau–. No tenía ni idea.


–Bueno, ¿por qué ibas a tenerla? –Pedro parecía desconcertado.


Pau contuvo un gemido. Iba contra sus principios no ser sincera con la gente. Pero su intención había sido buena. 


Con suerte, Pedro no se enfadaría demasiado si le contaba la verdad. No quería pasarse todo el camino hasta Mudgee cuidando lo que decía y lo que dejaba de decir. Y sí, seguramente todavía mantenía la esperanza de hablar del futuro de Fab Fashions con él. Parecía muy cercano y mucho más inteligente de lo que pensaba. Pero eso no facilitaba su confesión.


–Bueno, esto es muy incómodo. Supongo que tengo que decírtelo y ya. Solo… solo espero que no te enfades demasiado.




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