Ella había creído que al día siguiente retomarían el ritmo habitual; pasarían la tarde en casa de él, vaciando las últimas cajas que quedaban arriba, en el dormitorio. Ella prepararía algo y cenarían juntos.
Pero cuando Pedro cerró la clínica, la informó de que tenía una sorpresa para ella.
—¿Qué tipo de sorpresa? —le preguntó, suspicaz.
—Ya lo verás cuando lleguemos allí —respondió él con voz misteriosa.
—¿Vamos a algún sitio?
—Buena deducción —aplaudió él.
—¿No deberíamos llevar a Jonathan a casa antes?
—No. Viene con nosotros.
—Entonces, ¿no vamos a cenar? —era lo primero que se le había ocurrido como posible sorpresa.
En vez de contestar, él sonrió y le pidió que lo siguiera.
Paula estaba intrigada. Había conseguido capturar su atención por completo
*****
—Esto es un restaurante —comentó cuando, quince minutos después, aparcó junto al coche de Pedro y bajó del suyo.
Estaban ante un edificio cuadrado de una planta que, obviamente era su destino.
—Sí —confirmó él, risueño.
—No podemos dejar a Jonathan en el coche mientras comemos.
—No lo haremos —dijo él, agarrando la correa del perro.
—Pero…
—Peluche es un restaurante en el que la gente puede cenar con sus mascotas —dijo él—. Pensé que podría gustarte.
A Paula, más que gustarle, le encantó, y no dejó de decirlo durante la cena y también cuando llegaron a casa de él.
—¿Cómo lo encontraste? —le preguntó.
—Uno de mis clientes lo abrió hace poco. Me pareció una idea acorde con los tiempos. Soy uno de los inversores —confesó él.
—¿En serio? —la idea la excitaba, igual que hacía el hombre, que en ese momento deslizaba la punta de los dedos por su cuello.
—En serio —confirmó—. Nunca le miento a una mujer bella.
—Soy la única mujer que hay aquí.
—¿Andas en busca de cumplidos? —rio él.
—¿Quién, yo? —se llevó la mano al pecho con expresión de sorpresa.
—Tú —Pedro mordisqueó su labio inferior.
Eso puso punto final a la conversación durante un largo rato.
*****
—¿Quién es? —preguntó Paula, sacando una foto enmarcada de la última caja a medio vaciar que quedaba en el dormitorio.
El tiempo se les había ido de las manos y había acabado durmiendo allí. Eso significaba que tenía que vestirse rápidamente para pasar por su casa a ponerse ropa limpia antes de ir al trabajo.
En algún momento de la noche habían decidido que dejaría allí a Jonathan y sería Pedro quien lo llevara a la clínica cuando fuera a trabajar.
La foto era de Pedro con un brazo alrededor de la cintura de una joven morena de aspecto aristocrático; el gesto le recordó cómo la había agarrado a ella la primera vez que intentó escapar de su sofá. Paula había tropezado con la caja abierta, volcándola, y la foto había caído prácticamente a sus pies.
—¿Quién es quién? —preguntó Pedro, absorto.
Estaba buscando sus llaves. Suponía que se le habían caído en algún sitio cuando Paula y él habían empezado a hacer el amor la noche anterior. En vez de convertirse en predecibles, sus encuentros amorosos mejoraban cada día que pasaba.
En lugar de contestar, ella se volvió hacia Pedro y le mostró la foto enmarcada.
—Esta mujer que rodeas con el brazo —dijo. Tenía la horrible sensación de que no iba a gustarle la respuesta.
Al ver lo que tenía en las manos, la mente de Pedro se quedó en blanco un instante.
—¿De dónde has sacado eso? —preguntó cuando pudo, con la garganta seca.
—Se ha caído de esa caja cuando la he volcado por accidente —señaló la caja que seguía en el suelo, de lado—. ¿Quién es, Pedro? —repitió Paula. Con cada palabra, el vacío que sentía en su interior se acrecentaba, amenazador—. Tiene que ser alguien, o no habrías empaquetado la foto.
—Yo no me ocupé de eso —le recordó él—. Lo hicieron los de la mudanza.
En cualquier caso, lo indudable era que la foto había estado en su casa, o nadie la habría guardado. El que Pedro estuviera evadiendo la respuesta incrementó su ansiedad.
—Bueno, pero es tuya —insistió—. Si no, los de la mudanza no la habrían metido en una caja. Además, tú sales en la foto y es tu brazo el que rodea su cintura —cada palabra dejaba un sabor amargo en su boca—. ¿Quién es, Pedro? —preguntó Paula por tercera vez, impacientándose. Por supuesto, ambos tenían un pasado, pero no le gustaba la idea de no saber suficiente de él, ni que él tuviera secretos.
—No es nadie —dijo él. Le quitó el marco y lo tiró sobre la cama revuelta, boca abajo.
—Si no fuera nadie, lo habrías dicho desde el principio —Paula cuadró los hombros, desafiante—. Cuando te hacen una foto con «nadie», no la enmarcas. ¿Por qué no me dices quién es?
Pedro resopló. Había estado convencido de haber tirado esa foto, todas las fotos de ella.
—Porque ella ya no tiene importancia.
—Pero la tuvo una vez, ¿no? —infirió Paula de lo que había oído.
—Una vez —admitió él; decir lo contrario habría sido una mentira.
—¿Cuánta importancia? —preguntó Paula con voz queda.
Pedro se sintió en la obligación de hacerle un breve resumen del tiempo que había pasado con Irene.
—Se llama Irene Masterson y estuvimos comprometidos, pero ya no lo estamos —recalcó—. Lo dejamos hace tres meses.
«Tres meses». Las palabras resonaron en la mente de Paula. Estaba con ella de rebote. No había otra forma de interpretarlo. Era un relleno, algo para mantenerlo en pie mientras se recuperaba. No sabía cómo había podido ser tan estúpida como para pensar que su relación llegaría a algún sitio. Las cosas solo llegaban a abismos oscuros.
Paula lo miró un momento, muda. Tenía la sensación de que su frágil mundo se estaba desmoronando ante ella.
—¿Y no te pareció lo bastante importante como para decírmelo?
—El tema nunca surgió —era lo único que podía alegar en su defensa.
—Tal vez debería haber surgido —respondió ella, dolida—. Preferiblemente antes de que las cosas se complicaran entre nosotros —había estado a punto de decir «se pusieran serias», pero se controló. Él no podía ir en serio si le había ocultado algo tan importante. Se había estado engañando respecto a su sentimientos por ella. Era dolorosamente obvio que había dado demasiada importancia a lo que había entre ellos. No se trataba de una relación, no era sino una forma de pasar el tiempo.
—No recuerdo un solo momento en que hubiera venido a cuento. ¿Cuándo se suponía que iba a decirlo? —preguntó él—. ¿Justo antes de acostarnos? «Disculpa, Paula, pero antes de hacerlo, deberías saber que tuve novia formal durante unos años y que estuvimos comprometidos cinco meses».
Cinco meses. La mujer de la foto había estado comprometida con él cinco meses, más tiempo del que había pasado desde que ella lo conocía. Además, la ruptura era reciente, lo que convertía su presencia en la vida de Pedro en algo, como poco, inestable. La idea le robó el aire y le revolvió el estómago.
—Sí —contestó—. Tendrías que habérmelo dicho, tendrías que haber dicho algo
Paula inspiró profundamente.
La culpa era suya, no de él. Era suya por dejarse rendir por el anhelo y la soledad que había sentido, por creer que, finalmente, había encontrado un hombre estable y decente, alguien a quien amar y con quien compartir su vida.
Pero Pedro no era ese hombre. No podía serlo después de su reciente ruptura. Ella no quería ser la chica que arreglaba los destrozos causados por otra persona, un apoyo mientras la parte dañada sanaba.
—¿Por qué no sigues comprometido? —preguntó con voz carente de emoción.
—Ella y yo buscábamos cosas distintas —Pedro alzó un hombro y lo dejó caer con descuido—. Ella quería que yo cambiara, que fuera otra persona, que encajara en su mundo de sangre azul. Yo no quería cambiar.
Paula se esforzaba por entender, por asimilar lo que acababa de descubrir por accidente. Intentaba decirse que no tenía importancia, pero cada fibra de su ser le decía que importaba, y mucho.
—¿El compromiso se desintegró por sí solo?
—Seguramente habría acabado por desintegrarse —Pedro no sabía qué decir para arreglar lo que parecía haberse roto en unos minutos.
—¿Pero? —Paula sostuvo su mirada.
—Pero con lo que estaba ocurriendo, con la pérdida de mi madre, solo deseaba irme y terminar con todo de una vez —explicó él. Su única opción era decirle la verdad y rezar por que no tuviera que arrepentirse de hacerlo.
—¿Fuiste tú el que lo rompió? —quiso confirmar ella, con rostro inexpresivo.
—Sí —asintió Pedro.
—Te comprometiste con una persona a la que amabas y luego rompiste el compromiso —lo presionó ella. Necesitaba que todo quedara perfectamente claro.
Él habría querido negarlo, decir que nunca había amado a Irene. Pero sí la había amado y sabía que, si mentía, antes o después, sufriría las consecuencias. El daño sería irreparable.
—Sí.
Una abrumadora oleada de tristeza envolvió a Paula cuando oyó esa palabra. No podía quedarse allí ni un segundo más, si lo hacía se desmoronaría delante de él.
—Tengo que irme —dijo con brusquedad—. ¡Jonathan! —llamó, con voz aguda—. ¡Jonathan, ven!
Un momento después, el labrador apareció al pie de la escalera y ladró. Paula prácticamente bajó corriendo. Sin querer perder tiempo buscando la correa, agarró al perro del collar y lo condujo hacia la puerta de entrada.
Pedro voló escaleras abajo para reunirse con ella.
—Espera, habíamos quedado en que esta mañana sería yo quien lo llevara a la clínica.
—No hace falta —Paula ni siquiera se dio la vuelta—. Se viene conmigo.
—Paula… —el nombre sonó cargado del dolor y preocupación que lo asolaban.
—He cambiado de opinión, ¿vale? —escupió ella, que temía echarse a llorar en cualquier momento. Tenía que salir de allí antes de que eso ocurriera—. Tú cambiaste la tuya, ¿no? ¿Por qué no iba a poder hacer yo lo mismo?
Pedro, aunque anhelaba rodearla con sus brazos y apretarla contra sí hasta que se calmara, dio un paso atrás. Su instinto le advirtió que no la presionara.
—¿Te veré esta noche?
—No creo que sea buena idea —replicó ella, seca.
Paula casi tuvo que llevarse a Jonathan a rastras. El labrador parecía no querer dejar a sus amigos caninos ni al hombre que tan bien lo trataba. Paula tiró del collar con más fuerza y dijo su nombre con autoridad, seguido de una de las órdenes que Pedro le había enseñado. Un segundo después, Jonathan la siguió.
Luchando contra las lágrimas, Paula se dijo que el adiestramiento había dado buenos resultados. El adiestrador, en cambio, no.
—Paula, no quiero que te vayas —dijo Pedro desde la puerta.
Le costó mucho exponerse así tras haberse jurado que no pensaría en tener una relación con una mujer hasta superar su periodo de duelo. Decirse que a su madre le habría gustado mucho Paula, no la había favorecido, pero tampoco había hecho ningún mal.
—Ahora —repuso ella por encima del hombro, de camino al coche—. No quieres que me vaya ahora. Pero no tardarás en cambiar de opinión —masculló. Si no apretaba los dientes, corría el riesgo de empezar a sollozar.
Le estaba bien empleado por permitirse conectar con un hombre tan rápidamente. Las lágrimas le quemaban la garganta.