domingo, 22 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 20




Paula no tardó en llegar a la conclusión de que no existía una manera grácil de pasar de hacer el amor con un hombre hasta perder el sentido, a ponerse la ropa y volver al mundo real que había abandonado temporalmente.


Habría sido mucho más fácil vestirse y marcharse si Pedro hubiera estado dormido. Pero el hombre que había iluminado su mundo, con fuegos artificiales incluidos, estaba tumbado a su lado y más que despierto.


Aunque hubiera estado dormido, quedaba la cuestión de conseguir salir silenciosamente cuando tenía que llevarse a Jonathan y sortear a Leopold y Mac, los dos gran daneses de Pedro. En las últimas semanas se había hecho amiga de los dos, así que confiaba en que no empezarían a ladrar en cuanto se moviera. Pero tenía la sensación de que no se transformarían en dóciles estatuas silenciosas cuando la vieran salir de la casa con Jonathan en los brazos.


No tuvo oportunidad de comprobar si tenía razón o no.


—¿Vas a algún sitio? —preguntó Pedro cuando intentó sentarse en el sofá, dispuesta a iniciar la búsqueda de su ropa, toda su ropa.


Él rodeó su cintura con un brazo y la sujetó mientras esperaba su respuesta.


—Pensaba terminar de recoger la salita, doblar las cajas vacías, cosas de esas —le dijo con expresión inocente.


—¿Desnuda? —Pedro sonó divertido e intrigado a un tiempo—. Me alegro de no haber dado una cabezadita como tú. Esto tengo que verlo.


—Yo no me he dado ninguna cabezadita —protestó ella, mirándolo por encima del hombro.


—Sí, la has dado, pero no importa. Fueron solo unos minutos —la atrajo hacia sí, sin soltar su cintura—. Además, estás muy mona cuando duermes. Tu cara se vuelve blandita.


—¿Comparada con qué? —Paula giró el cuerpo hacia él y escrutó su rostro—. ¿Acaso la tengo dura como una piedra cuando estoy despierta?


—No dura como una piedra, digamos que… en guardia —concluyó él, tras pensárselo—. Ya sabes, como un vigilante nocturno en un museo de arte, que teme que alguien robe un cuadro si se descuida un segundo.


—No es una imagen muy romántica —Paula arrugó la frente.


—Pero sí certera —puntualizó él. No tenía intención de insultarla o asustarla. Solo le comentaba lo que había observado—. No tienes por qué irte, ya lo sabes


«Oh, sí. No puedo pensar cuando estoy contigo, sobre todo después de lo ocurrido».


—Lo sé —dijo en voz alta—. Pero estoy pensando que podría no ser malo poner un poco de distancia entre nosotros, para que recupere el sentido.


Él no iba a obligarla a quedarse en contra de su voluntad, pero tampoco iba a rendirse sin más.


—Un GPS te proporciona la latitud y la longitud exactas, pero no puede hacer que te sientas segura. Eso solo ocurre entre las personas —le dijo a Paula, retirándole el pelo de la cara.


—No hagas eso —Paula, tensa, apartó la cabeza—. No puedo pensar cuando me tocas.


—Bien, tenía la esperanza de que dijeras eso.


Volviendo a tumbarse en el sofá, Pedro tiró de ella. Sin darle tiempo a protestar, rozó sus labios con los suyos.


En un momento, ella perdió el deseo de hablar. Había reavivado el fuego y empezaron a hacer el amor otra vez.



*****


Seguía habiendo unas cuantas cajas por la casa. Era una gran mejora desde la primera vez que había entrado allí, pero que todavía quedara alguna la molestaba.


Cada vez que pensaba que iban a dedicar la tarde a librarse de ellas, ocurría algo. La primera vez había sido otra operación de urgencias, en un perro de raza mixta que habían dejado a la puerta del refugio para animales. El pobre perro había estado más muerto que vivo y Pedro era uno de los veterinarios que ofrecía sus servicios voluntarios en el refugio. Había sido incapaz de decir que no cuando lo llamaron. Tras echar un vistazo a la foto del pobre animal, que le habían enviado al móvil, Paula estuvo de acuerdo con él.


Había insistido en acompañarlo para ayudar en lo que pudiera. Como ocurría a veces, había hecho pastas extras para el evento que el catering de Teresa cubría esa noche, así que Paula las llevó para compartirlas con Pedro y el resto de los voluntarios que estaban en el refugio.


Al final, la operación había sido un éxito, y también las pastas.


—Creo que quieren adoptarte de forma permanente —le dijo él a Paula cuando salieron del refugio, varias horas después. Sonrió—. Esas pastas que trajiste fueron todo un éxito. Gracias.


—¿Por qué? —preguntó ella con incertidumbre.


—Por acompañarme. Por ser tan comprensiva. Por ser tú —la abrazó, algo que se había acostumbrado a hacer a menudo—. Es bastante tarde, pero podemos acurrucarnos ante la televisión y no hacerle el menor caso. Puedo pedir algo para cenar.


—Necesitas descansar —apuntó Paula, sonriente.


—¿Qué te hace pensar que no descansaré? —inquirió él, depositando un beso en su coronilla.


—Empiezo a conocerte —respondió ella, divertida.


—Maldición, descubierto otra vez. Bueno, te compensaré mañana —prometió.


Ella hizo una pausa, después echó la cabeza hacia atrás, agarró la pechera de su camisa y tiró suavemente para hacerlo bajar a su altura. Presionó los labios contra los suyos, besándolo con sentimiento. Se apartó antes de que uno de ellos se dejara llevar por la pasión.


—No tienes nada que compensar. Me gusta verte acudir al rescate. Eres como un caballero de brillante armadura, excepto que, en vez de una lanza, enarbolas un bisturí —abrió la puerta trasera del coche y, de inmediato, Jonathan subió de un salto—. Ahora, vete a casa.


—Sí, señora —respondió él, obediente—. Mañana —dijo.


—Mañana —repitió ella.






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