Pedro había sabido que notaría la diferencia, pero hasta que el trabajo no estuvo casi acabado, no se dio cuenta de la enormidad de esa diferencia.
Cada vez que miraba a su alrededor, el espacio volvía a sorprenderlo. Sin ser plenamente consciente de ello, se había acostumbrado a sortear las torres de cajas, aceptando el desorden como algo dado. La insistencia de Paula en ayudarlo a vaciar las innumerables cajas, grandes y pequeñas, que llevaban meses allí, había conseguido que la casa recuperara gradualmente el aspecto que había tenido durante su infancia. Paula no solo lo había ayudado a organizar y recoger el desorden físico, sino que al hacerlo, también había conseguido que limpiara parte de su desorden emocional.
Sin cajas que esquivar a todas horas, Pedro parecía haber recuperado la capacidad de pensar con claridad, y eso por fin le permitía avanzar en su vida privada.
Era casi como si su cerebro hubiera sido un disco duro desfragmentado. Era Paula quien había aportado esa analogía cuando le comentó que se sentía menos oprimido y le costaba menos pensar. Sin duda, Paula había dado en el clavo.
Mientras trabajaban juntos, había descubierto que Paula tenía una asombrosa habilidad para simplificar las cosas.
Parecía ser capaz de leer hasta en lo más profundo de su alma.
Sin comentarlo ni ser plenamente conscientes de ello, Paula y él se habían asentado en una rutina beneficiosa para ambos.
Entre semana, Paula dejaba a Jonathan en la clínica, por la tarde iba a recogerlo y seguía a Pedro a su casa. Una vez allí, vaciaban y desmontaban al menos una caja, si no más.
También cenaban juntos, normalmente lo que ella preparaba allí mismo, en su cocina. Parecía haberlo convertido en un hábito y, aunque Pedro seguía insistiendo en que no tenía por qué hacerlo, no ocultaba cuánto disfrutaba con cada comida que ella preparaba.
A pesar de cuánto apreciaba su ayuda con la organización de la casa y de cuánto lo deleitaban las muestras de su destreza culinaria, lo que más le gustaba de todo eran las conversaciones que mantenían. Cada tarde, mientras trabajaban y comían, hablaban e iban conociéndose cada vez mejor.
Todo ello hacía que Pedro esperara con anhelo que llegara la tarde.
Desde luego, le encantaba ser veterinario y poder mejorar la vida de casi todos los animales que llevaban a su clínica.
Tenía la suerte de tratar a una gran variedad de mascotas: ratones, hámsteres, conejos, perros, gatos y pájaros, así como otra variedad mucho menos habituales. Siempre había querido ser veterinario, y no sabía qué habría hecho con su vida si no hubiera conseguido su objetivo.
Pero Paula representaba otro camino en su vida, un camino que en cierto modo le resultaba familiar, pero era lo bastante distinto para parecerle completamente nuevo.
Rápidamente, se había convertido en parte integral de su vida. Estar con ella hacía que se sintiera vivo, con un sinfín de posibilidades abiertas ante sí. Era como volver a la vida después de haber asistido a su propio funeral. Nunca había pensado que podría volver a sentirse así, Paula era la única responsable.
*****
Su respuesta la complació, además de tranquilizarla.
—Podría buscar algunas cajas más, robarlas del supermercado o de la mensajería, o de la oficina de correos de Murphy, si todo lo demás falla.
Ella se rio al imaginárselo robando cajas por la ciudad. No cuadraba nada con su personalidad, era honesto de pies a cabeza.
—No sería lo mismo —dijo.
Él dejó de trabajar y miró a Paula con seriedad. Se había convertido en parte de su vida tan rápidamente, que solo pensarlo lo dejaba sin aire.
Igual que hacía ella.
—Lo haría si con eso pudiera conseguir que siguieras viniendo cada tarde. Además, aunque pueda parecer egoísta, me he hecho adicto a tu comida. Me descubro pensando en ella cuando se acerca el final de la jornada —admitió él—. No querrás privarme de eso, ¿verdad?
Paula abandonó la caja que estaba a punto de terminar de vaciar y lo miró con un atisbo de sonrisa complacida jugueteando en sus labios.
—A ver si te he entendido bien. Quieres que siga viniendo para que continúe vaciando tus cajas y cocinándote la cena, ¿es eso?
—Lo que quiero —se acercó a ella y le quitó el libro que acababa de sacar de la caja— es seguir teniéndote a ti cada tarde.
Mirándola a los ojos, Pedro dejó caer el libro al suelo.
Era consciente de que arriesgaba mucho, se estaba lanzando al vacío sin red de seguridad. Pero si no decía algo correría el riesgo de perderla, de ver cómo se alejaba de su vida.
Sabía que se encontraban ante una encrucijada. Aunque habían compartido momentos intensos y algún que otro beso, cada uno de ellos había vuelto siempre a su rincón, respetando las barreras y límites del otro. No habían cruzado ninguna línea, dejando que las cosas siguieran como estaban.
No arriesgarse, suponía no ganar.
O, en ese caso en concreto, no arriesgarse podía implicar perderlo todo.
Pedro no quería perderlo todo.
—Seguiría pasando por la clínica para recoger a Jonathan —le recordó Paula—. Eso si, una vez que acabemos con esto, sigues dispuesto a que lo deje allí por la mañana.
—Claro, eso no hace falta ni decirlo —aseguró él—. Jonathan ladró, como si supiera que hablaban de él, pero Pedro siguió centrado en ella—. A todo el mundo le gusta tener a Jonny por allí. Pero sigue dejando gran parte de mi tarde vacía. No estoy seguro de saber cómo manejar eso —su voz se había convertido casi en un susurro.
Mientras lo escuchaba, prestándole toda su atención, ese susurro pareció cosquillear sus labios, seduciéndola, excitando cada terminación nerviosa de su cuerpo.
—¿Por qué no hablamos de eso después? —sugirió Pedro, muy cerca de sus labios.
—Sé lo que estás haciendo —a Paula le costaba pensar a derechas—. Intentas impedir que vacíe las últimas cajas.
Vio cómo la boca de él se curvaba y sintió su sonrisa acariciarle el alma.
—Siempre he dicho que eras una dama muy lista —contestó Pedro.
—Y tú eres muy tramposo. Por suerte, hace mucho que sé distinguir una trampa —bromeó ella.
—Suerte para ti, no tanto para mí —replicó él con voz grave.
Paula pensó que seguía jugando con el as de la baraja.
Seguía pudiendo convertirla en un charquito caliente y manejable. Además acababa de descubrir otra cosa. No solo era difícil resistirse a Pedro. Cuando el hombre se ponía en marcha, la resistencia era poco menos que imposible.
Aun así, hizo cuanto pudo por intentarlo.
No fue suficiente.
Aceptando la excusa que Pedro le había brindado, olvidó por completo la caja que estaba vaciando, dejándola para otro día. No estaba en condiciones de seguir con eso.
Esa noche, de repente, había adquirido un nuevo significado.
Por fin iba a rendirse a las exigencias que habían ido creciendo en su interior, las cuales vibraban como cuerdas de violín.
Se había dado interminables charlas en contra de dar el paso que estaba contemplando. Listaba mentalmente las razones por las que se arrepentiría de cruzar esa última línea en la arena. La línea que separaba el flirteo de algo mucho más serio.
Y posiblemente mucho más satisfactorio.
Compromiso, sí, y tal vez incluso amor, esperaban al otro lado de esa línea.
Paula se recordó que el que ella estuviera dispuesta a cruzarla no implicaba necesariamente que él también quisiera hacerlo.
Incluso si Pedro decía que quería cruzarla y se mostraba dispuesto a asumir ambas cosas, compromiso y amor, eso no lo convertiría en realidad. No era tan ingenua como para creer que el que alguien dijera algo implicase que pudiera ser verdad.
Ahí era donde se haría necesario tener fe.
Eso lo sabía. Era pura lógica. Pero en ese momento la lógica había quedado abandonada en un lugar muy lejano. Tendría que lidiar con ese tema después, de una forma u otra.
En ese instante, lo que Paula deseaba, lo que necesitaba, era que él hiciese que se sintiera querida, que sintiera que era especial para él.
Daba igual que fuera o no verdad. Simularía que lo era.
Y quizás, solo quizás, si lo deseaba con la suficiente fuerza, sería verdad. Pero de nuevo, esa era una batalla que tendría que lidiar después.
En ese momento, cada fibra de su cuerpo deseaba hacer el amor con Pedro.
Así que, en vez de resistirse, o apartarse un poco, buscando otra excusa que impidiera lo que ambos deseaban, Paula siguió en sus brazos, besándolo y dejándose besar. Eso derrumbó cada una de las barreras, corazas y paredes que cada uno de ellos había erigido para proteger la más frágil de sus posesiones: su corazón.
Pedro se dio cuenta de que algo había cambiado. Ella no lo besaba con sentimiento, lo besaba con pasión. Sentía un fuego prendiendo entre ellos, creciendo en intensidad cada segundo.
La besó una y otra vez, y eso solo consiguió hacerle desear más. Le hizo el amor con la boca, primero a sus labios, luego a su cuello y después al tierno canal que habitaba entre sus senos.
Su gemido solo sirvió para encenderlo más. Hizo que incrementara el ritmo, provocando un auténtico motín en sus venas.
Pedro tenía miedo de dejarse llevar, y también de no hacerlo. Contener tanta pasión haría que se autodestruyera antes de que acabara la velada.
Ella pasó las manos por su pecho, poseyéndolo incluso antes de introducir los dedos bajo su camisa y trazar las curvas de sus pectorales, tensándolo al tiempo que lo convertía en un amasijo de llamas y deseos.
Tuvo que contenerse para no quitarle la ropa. Pero sintió las manos rápidas y urgentes de Paula prácticamente arrancándole la camisa y los pantalones.
Fue la proverbial última gota que desató a la criatura pasional que encerraba en su interior.
Sus manos, fuertes y capaces, a la par que suaves, empezaron a tocar, acariciar, poseer.
A adorarla.
No parecía posible cansarse de ella. Tenía la sensación de estar alimentándose de su suavidad; alimentándose de su súbito frenesí, como si fuera la razón de su existencia.
Como si Paula, y solo Paula, pudiera sustentar su fuerza vital.
Pedro la estaba volviendo loca, tocando su cuerpo como si fuera un instrumento musical que solo pudiera sonar para él, porque solo él sabía cómo desbloquear la melodía que existía bajo su piel.
Paula anhelaba sentir su contacto, sentirlo junto a su cuerpo.
Arqueó la espalda, apretándose contra él mientras el fuego en su interior alcanzaba cimas cada vez más altas.
Había tenido pocos amantes y sabía que no andaba sobrada de experiencia, pero había creído sinceramente que le había ido bien. Solo en ese momento empezaba a comprender que no había hecho más que mirar por el cristal, consciente de la existencia de ciertas sensaciones, pero sin llegar a sentirlas de verdad.
Desde luego, no como las estaba sintiendo.
Sentía y respondía. Hacía cosas que nunca se había planteado hacer antes de esa noche.
De repente, quería dar placer a ese hombre que había llevado la luz a su mundo. Quería devolverle parte de lo que él le había dado tan generosamente.
Sintiendo la caricia de su aliento en las zonas más sensibles de la piel, Paula se arqueó y rodeó su torso con las piernas, tentándolo, urgiéndolo a cruzar la línea final.
A unirse a ella.
Pedro, sintiendo su cuerpo moverse bajo él, descubrió que no podía contenerse más. Su objetivo había sido llevarla al clímax varias veces antes de reclamar lo irresistible, pero su fuerza tenía un límite. Podía aguantar un tiempo y no más.
Había llegado el momento.
Con un gemido que sonó a rendición, Pedro procedió a tomar lo que ella le ofrecía. Con un movimiento seductor, Paula se abrió a él.
Sin dejar de besar su boca, la penetró.
Su delicioso gemido casi lo llevó al límite. En el último momento, hizo lo posible por ser gentil, por contenerse antes de que, a pesar de sus buenas intenciones, el control le fuera arrebatado.
Cuanto más se movía ella, más la deseaba.
Ese deseo se convirtió en la única realidad.
Con el corazón latiendo a marchas forzadas, Pedro incrementó el ritmo hasta que ambos estuvieron a punto de volverse locos.
Al final, justo antes de la explosión que los envolvería con una llamarada antes de iniciar el inevitable descenso, supo con certeza que le había sido concedido todo aquello que había deseado a lo largo de su vida.
El sentimiento era tan intenso, que la apretó entre sus brazos hasta que le pareció que se fundía con ella.
Sin embargo, por algún milagro, siguieron siendo dos seres distintos, si bien agotados. Dos personas que se aferraban la una a la otra, creando su propia balsa humana en el mar revuelto de la realidad que, gradualmente, reclamaba su atención.
—Tengo muy claro que voy a secuestrar un camión de la mudanza y hacer que descargue sus cajas aquí —susurró Pedro cuando fue capaz de retener el suficiente aire como para formular una frase. Después la besó en la frente.
Ella ser rio, y el cosquilleo de su aliento consiguió que Pedro se excitara de nuevo. No entendía cómo podía ser posible, pero la magia de esa mujer parecía capaz de conseguirlo todo.
Después de lo que le había hecho Irene, había estado seguro de que nunca volvería a sentir, que nunca querría volver a sentir. Sin embargo, allí estaba, sintiendo y dando gracias por ello.
—Creo —dijo ella, apoyando la cabeza en su pecho— que hemos superado esa fase, la de necesitar cajas como excusa.
Pedro consiguió besarle la parte superior de la cabeza antes de derrumbarse sobre la cama, casi exhausto por el esfuerzo, pero increíblemente feliz.
—No puedo discutir eso —dijo con voz ronca—. Incluso aunque quisiera —añadió—, no puedo discutir. No tengo suficiente aire en los pulmones para discutir y ganar.
—Entonces, gano yo por abandono —Paula sonrió contra su pecho.
Ambos se echaron a reír por lo absurdo que había sonado el comentario. Y reían sobre todo porque oír sus propias risas era agradable y satisfactorio, además de relajante.
Pedro la apretó entre sus brazos.
Sentir el corazón de Paula latiendo junto al suyo le parecía la respuesta a todo lo que era importante en su vida.
Sabía que nunca había sido más feliz que en ese momento.
Awwwwwwww ! que hermosos capitulos... amo esta historia !!!!
ResponderBorrarHermosísimos los 5 caps, re tiernos!!!!!!!
ResponderBorrarHermosos capítulos!!! Están hechos el uno para el otro! Ojalá se animen a decirse lo que sienten!
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