jueves, 26 de febrero de 2015

¿ME QUIERES? : CAPITULO 4





Pedro no estaba muy seguro de por qué, pero la deseaba. 


Seguramente se trataba de la mujer más estirada que había conocido, pero por alguna razón le intrigaba. Como en ese instante, en que estaba allí sentada a su lado tratando de parecer fría. Tal vez ella no lo supiera, pero no se podía ser fría con aquellos ojos grandes y verdes como el jade que mostraban todo el dolor que sentía tanto si ella quería como si no.


Y Paula sufría. Se había dado cuenta la noche anterior, cuando la vio tan sola en el baile y quiso saber quién era. Graziana Ricci se había reído con indiferencia.


–Ah, es Paula Chaves, la novia abandonada.


La novia abandonada. En aquel momento la observó detenidamente, preguntándose qué sentiría al escuchar los brindis dedicados al príncipe Alejandro y a Alicia. Parecía tan fría, tan aburrida, tan perfecta e inalcanzable vestida toda de blanco…, pero entonces se llevó una mano al collar de perlas y Pedro se dio cuenta de que le temblaba. Cuando se giró hacia él, la luz de las lámparas de araña la iluminó en el punto justo y se dio cuenta de que estaba al borde de las lágrimas.


Pero no derramó ni una sola.


Parecía una bella reina de hielo en medio de los invitados, la más elegante y regia de todos, y él quería ver si era capaz de derretir el hielo que le rodeaba el corazón. Él vivía para los retos y Paula Chaves era un desafío. No quería simplemente seducirla, quería hacerla reír, quería ver cómo se le iluminaban los ojos de placer.


Cualquiera que hubiera visto los periódicos, que hubiera leído los horribles titulares y los artículos sabría que estaba sufriendo. Le hizo pensar en otro momento, en otra mujer que también sufría por lo que los periódicos habían dicho de ella. Su madre había guardado los artículos de cuando su aventura con Omar saltó a la prensa. Los encontró entre sus documentos personales cuando tenía dieciocho años. 


Para entonces su madre llevaba ocho años muerta. Hasta aquel momento, Pedro pensaba que lo peor que le había pasado a su madre era tener la prueba que demostraba que Omar Alfonso era el padre de Pedro, un hecho que Omar había negado hasta que le llevaron a los tribunales tras la muerte de la madre de Pedro. Pero aquellos artículos le habían dado una nueva visión de lo que había sucedido entre sus padres.


Aunque Omar le había criado desde los diez años, su relación nunca había podido considerarse normal. Omar no sabía ser padre, ni con Pedro ni con sus hermanos. Lo intentaba pero parecía más bien un tío alocado que otra cosa.


Cuando Pedro encontró aquellos artículos, se enfrentó a su padre y su relación se vio deteriorada. Poco después se marchó a Estados Unidos para abrirse camino en el mundo de los negocios. Quería demostrar que no necesitaba a Omar ni el apellido Alfonso para triunfar. Construyó el Grupo Leonidas de la nada y ganó más dinero del que su padre había ganado en su vida, ni siquiera cuando estaba en lo más alto de su carrera de futbolista.


Desde que regresó a Londres hacía poco había tratado de forjar una nueva relación con él. Aunque no era perfecta, habían conseguido por fin dejar atrás el pasado y ser amigos.


En aquel momento Paula consultó su delicado reloj de oro y se giró bruscamente hacia él al darse cuenta de que llevaban mucho tiempo en el aire.


–¿Nos hemos perdido? Porque ya deberíamos haber llegado.


Pedro flexionó los dedos en los mandos del avión.


–No nos hemos perdido, nena. Pensé que estaría bien seguir volando un poco más.


Volar le tranquilizaba, sobre todo cuando quería pensar.


Pero Paula estaba hecha a las estructuras rígidas. Abrió la boca y volvió a cerrarla.


–Pero ¿por qué? –le preguntó finalmente–. Hay mucho que ver en Amanti.


Pedro la miró de reojo. Qué mujer tan estirada. Le entraron ganas de soltarle el pelo y ver lo largo que era. Y desde luego, quería quitarle aquel traje tan aburrido. Gris. ¿Por qué vestía de gris? El rojo de la camisa era el único punto de color en su atuendo. ¿No sabía que debería ir toda de rojo para que sus ojos verdes destacaran todavía más?


Era increíblemente bella y trataba por todos los medios de ocultar aquella belleza. Pedro quería saber por qué.


–¿Y de verdad quieres estar en Amanti hoy? –le preguntó con frialdad.


Ella abrió los ojos de par en par con expresión asustada.Pedro no tuvo que explicarle a qué se refería. Los periódicos no querían soltar la historia del repentino compromiso del príncipe Alejandro, y menos porque había escogido como futura esposa a Alicia, una de los escandalosos Alfonso.


Paula no podía evitar verse en el ojo del huracán. Era la antítesis de la familia Alfonso, y probablemente estaba más preparada para ser reina debido a la ausencia de relaciones escandalosas en su vida.


Lo que significaba también que era el chivo expiatorio perfecto para la prensa, la cual espiaba cada movimiento que se producía en Santina.


Habían disfrutado de cada minuto de su humillación. Cada artículo que hablaba del amor prohibido entre Alejandro y Alicia también hacía referencia a Paula. Ella lo había soportado con callada dignidad, pero Pedro se preguntó cuánto le faltaría para venirse abajo. Después de todo, era humana. No debía resultarle fácil ver a su antiguo prometido nada menos que con Alicia Alfonso.


–No puedo esconderme eternamente –afirmó con gesto regio, ocultando el dolor bajo las pestañas bajadas–. La prensa se divertirá hasta que se cansen de la historia. Si huyo o me oculto del mundo, será mil veces peor –se llevó la mano a las perlas–. No, tengo que aguantarlo hasta que desparezca.


Pedro soltó una palabrota. Quería protegerla y, al mismo tiempo, hacerla reaccionar.


–No pasa nada por estar enfadado, Paula. Ni por querer escapar.


–Yo nunca he dicho que no estuviera enfadada –le espetó ella antes de volver a cerrar los ojos.


Murmuró algo que a Pedro le pareció griego y cuando volvió a posar aquellos ojos verdes en él parecían tan plácidos como las aguas de un lago tranquilo. Era buena. Muy buena. 


Pero Pedro pudo ver el fuego que no lograba ocultar en las profundidades de su mirada. Y eso le conmovió más de lo que debería.


–Esas cosas pasan –dijo–. Y ahora debemos ir a Amanti y empezar el tour. Lo último que necesito es que la prensa crea que ahora voy a ser promiscua contigo.


–Tal vez necesites un poco de promiscuidad en tu vida –respondió él–. Divertirte un poco sin que te importe lo que los demás piensen o esperen de ti.


–Eso solo lo dices porque te conviene a ti. Deja de intentar seducirme. No te va a servir de nada.


Paula estaba en lo cierto, e inexplicablemente aquello hizo que Pedro se enfadara, aunque no sabía si con ella o con él mismo. Desde luego la deseaba. Le intrigaba. No parecía importarle quién era él ni lo que tenía que ofrecerle. Y eso le llevó a pensar en algo más, en algo que no se había parado a considerar.


–¿Estabas enamorada de él?


Paula balbuceó algo entre dientes. Por alguna razón, Pedro deseó que la respuesta fuera que no.


–Eso no es asunto tuyo. Apenas nos conocemos –afirmó Paula con el cuerpo tenso y agarrándose al brazo del asiento con sus largos dedos.


Tenía las uñas arregladas y limpias y había una línea más pálida allí donde una vez llevó el anillo de compromiso. Pedro imaginó aquellos dedos elegantes recorriendo su cuerpo y contuvo un gemido.


¿Desde cuándo le interesaban las recatadas maestras de escuela? Paula no era maestra, era demasiado rica para tener un trabajo de verdad, pero le recordaba a una de ellas. 


La típica profesora con trajes abotonados hasta el cuello y ropa interior de encaje debajo. Aunque no fuera consciente de ello, exudaba sexualidad contenida. Quien consiguiera que se desmelenara y se dejara llevar por su naturaleza sensual sería un hombre afortunado. Imaginó a Paula en la cama, desnuda sobre unas sábanas rojas y con aquellos labios carnosos abiertos mientras él se inclinaba sobre ella y capturaba su boca con la suya.


De pronto se sintió incómodo y trató de pensar en algo menos sensual. Como en los labios de colágeno de Graziana Ricci pintados de color cereza.


–¿Cómo vamos a conocernos mejor si te escondes tras la formalidad cada vez que te hago una pregunta?


–No tenemos por qué conocernos mejor. Te voy a llevar a Amanti para que decidas si quieres construir un hotel allí o no. Después de eso estoy segura de que no volveremos a vernos. Y ahora, por favor, enfila hacia Amanti para que podamos proceder con la visita.


Pedro la miró. Era muy quisquillosa y completamente fascinante.


–No te gusta que te cambien los planes, ¿verdad? Eres una chica de listas.


Paula giró la cabeza hacia él.


–¿«Una chica de listas»? ¿Te importaría decirme qué significa eso?


–Haces listas. Escribes una larga lista con lo que tienes que hacer y vas tachándola. No hay espacio para la espontaneidad –Pedro hizo el gesto de tachar en el aire–. Despertarse temprano, hecho. Desayunar, hecho.


–No tiene nada de malo ser organizada, señor Alfonso –aseguró ella.


Pedro notó que estaba tratando de mantener las distancias, pero él no iba a permitirlo.


–Si me llamas señor Alfonso una vez más –gruñó–, seguiré volando hasta que lleguemos a Sicilia.


–No te atreverás –aseguró ella cruzando los brazos sobre su impecable traje gris y alzando la barbilla en gesto desafiante.


Estaba claro que Paula Chaves no le conocía muy bien. Por mucho éxito que hubiera logrado, no se había librado de aquella parte de su personalidad que le impulsaba a llevar las situaciones hasta el límite. Sin duda, se debía a sus intentos de encajar en la familia Alfonso cuando era joven y huérfano de madre y no sabía qué lugar ocupaba en sus vidas. Tiraba de la cuerda y se rebelaba, convencido de que su padre le echaría de casa. Pero una vez que Omar aceptó su paternidad, nunca flaqueó.


–Sí me atreveré –replicó Pedro–. No tengo nada que perder.


Paula apretó las mandíbulas y de pronto a Pedro le pareció mal haber dicho aquella frase. Ella tenía todo que perder, o al menos eso pensaba. Un viaje a Sicilia con él sería devastador en el mundo de Paula. Porque ya era el centro de atención y no podía serlo todavía más.Pedro sabía que si se comportara como si no le importara la prensa, la dejarían en seguida en paz. Sabía por experiencia que les gustaban las víctimas, y en aquel momento Paula era la presa perfecta.


–No quiero ir a Sicilia, Pedro. Quiero ir a Amanti.


–Di la verdad, Paula. Tampoco quieres ir a Amanti, pero te has comprometido a hacerlo y por eso quieres ir, sin darle a la prensa nada con lo que puedan especular.


Ella exhaló un suspiro de frustración.


–Sí, esa es la pura verdad. Si pudiera huir a Egipto o a Tombuctú y no tener que seguir soportando esta humillación lo haría. Pero no puedo escapar, Pedro. Tengo que comportarme como siempre y esperar a que pase el escándalo.


Tal vez fuera lo más sincero que le había dicho hasta el momento. Pero él quería más.


–Entonces dime una cosa: si pudieras tener una aventura sin consecuencias, sin que nadie se enterara, ¿lo harías?


Paula guardó silencio durante un largo instante.


–Yo…


Pero lo que fuera a decir se perdió cuando se iluminó una luz en el panel de instrumentos. A Pedro se le formó un nudo en el estómago. Lo había comprobado todo antes de salir de Santina, y todo funcionaba a la perfección. En caso contrario no habría despegado.


Pero algo había cambiado en la última media hora.



miércoles, 25 de febrero de 2015

¿ME QUIERES? :CAPITULO 3





Hacía una mañana gloriosa en Santina. El sol brillaba con fuerza en el cielo y las aguas turquesas del Mediterráneo resplandecían como diamantes. Paula se abrochó el cinturón de seguridad y trató de calmar su acelerado corazón cuando el avión se dirigió a la pista de despegue.


Pedro era el piloto. No se lo esperaba. Cuando dijo que irían en su avión, dio por hecho que habría una tripulación abordo. Y la había, pero Pedro les había dado el día libre.


–¿No necesitas ayuda? –le había preguntado ella.


–Es un avión pequeño –aseguró Pedro–. Puede volarlo un único piloto. Esta vez me he dejado el 737 en casa.


–Te has tomado muchas molestias para un viaje tan corto.


–Relájate, Paula –sonrió él–. No me dejarían despegar si no tuviera licencia.


Estaban entrando en la pista para despegar y Pedro le dijo algo a la torre de control, le respondieron que adelante y el avión avanzó a toda velocidad por la pista para despegar. 


Paula se mordió el labio para contener la carcajada que quería soltar en aquel momento.


Le encantó todo lo que significaba el despegue. Que el avión se elevara por los aires, que se elevaran en el cielo y el paisaje se fuera haciendo cada vez más pequeño. Podía ver el palacio, los tejados de terracota de la ciudad, el reflejo del sol sobre el vidrio y el metal.


Se acurrucó en el asiento y experimentó una extraña sensación de alivio. Lo estaba dejando todo atrás. Era libre, al menos durante las próximas horas, y sintió de pronto el corazón ligero.


Se giró para mirar a Pedro y vio que la estaba mirando. El estómago le dio un vuelco.


–¿Estás contenta? –le preguntó.


Paula se preguntó cómo lo sabría. No lo había demostrado. 


No se había reído ni sonreído. Lo sabía porque lo había practicado durante muchos años. Era esencial para una reina mostrarse tranquila, ocultar los sentimientos bajo una máscara de fría profesionalidad. Se le daba bien.


Normalmente.


–No estoy ni… ni contenta ni triste –afirmó tartamudeando un poco.


–Mentirosa –le espetó Pedro, aunque con una sonrisa–. Tengo una idea, dulce Paula.


Ella ignoró el modo en que había pronunciado su nombre y el adjetivo que lo acompañaba.


–¿Qué idea?


La ardiente mirada que le dirigió tuvo el poder de derretirla por dentro. Pedro la miraba como si fuera su dueño, y eso le provocó chispas de fuego dentro del cuerpo.


–Volemos a Sicilia. Podemos pasar el día allí, comer pasta, visitar el volcán... –arqueó una ceja y dejó caer la voz una octava antes de decir lo siguiente–, hacer el amor. Regresaremos a Amanti por la noche y lo visitaremos mañana.


Paula sintió que se le ponía roja la cara y el corazón le dio un nuevo vuelco.


–Imposible –dijo.


–¿Por qué? ¿Porque no te caigo bien? No hace falta que te caiga bien para lo que tengo en mente, Paula.


–No me caes ni bien ni mal. Me eres indiferente.


–¿De verdad? Me resulta difícil creerlo.


–No entiendo por qué.


–Porque soy un Alfonso.


Paula se cruzó de brazos y miró por la ventanilla. Debajo de ellos, el mar se agitaba en todas direcciones.


–No puedo culparte por lo que ha hecho tu hermana.


Pedro pareció vacilar durante un instante.


–Lo que haya hecho, no lo ha hecho sola –murmuró.


A Paula le ardió el corazón.


–No, tienes toda la razón. Hacen falta dos.


–Así es. Imagina lo que podríamos hacer nosotros dos en Sicilia –su voz era seductora y estaba cargada de promesas.


–Vamos a Amanti. Ahora mismo –aseguró ella con firmeza.


–¿Estás segura? Yo valgo la pena, te lo aseguro.


–Cielos, eres un engreído –dijo con el corazón latiéndole con fuerza ante la idea de hacer una locura–. No, no y no.


Pero una parte de ella quería decir que sí. Quería ser la mujer que nunca le habían dejado ser. Quería liberarse de los trajes de chaqueta y las perlas y pasar un día entero desnuda con un hombre. Quería saber lo que se sentía al dejar que un hombre como Pedro hiciera lo que quisiera con ella


¿Por qué no? Todo para lo que se había preparado, todo lo que pensó que iba a ser su vida, había desaparecido en un abrir y cerrar de ojos. Era una virgen que nunca había besado a un hombre porque se estaba reservando para Ale Santina. Ale, que nunca la había besado como es debido. Le rozaba con los labios la mejilla, en una ocasión la boca. Pero fue un contacto tan ligero y sutil que no sabía lo que era besar de verdad a un hombre.


Pedro quería llevársela a Sicilia y hacerle el amor. Se estremeció de placer. Era una idea absurda y no iba a decir que sí, pero la idea resultaba excitante. Una voz habló a través de los cascos y Paula dio un respingo. No entendió lo que dijo la voz, pero Pedro respondió. Y un instante después estaba sujetando los controles y elevando el avión.


–¿Qué pasa? –dijo con el corazón latiéndole con fuerza, esa vez por una razón diferente.


–Nada –respondió Pedro–. Unas turbulencias inesperadas. Vamos a subir para evitarlas.


–¿Por qué me has dicho que fuéramos a Sicilia? Ya tienes el plan de vuelo hecho. No puedes cambiarlo.


Pedro le dirigió una de aquellas sonrisas que la derretían.


–No somos una línea comercial, nena. Puedo cambiar el plan si quiero. ¿No has oído decir que soy un excéntrico?


–No he oído nada de ti –aseguró ella.


Era una verdad a medias. La noche anterior, cuando regresó a su habitación, hizo una búsqueda en Internet sobre Pedro Alfonso.


–Excelente. Así no tendrás una idea preconcebida de mí.


–Claro que la tengo.


–¿Ah, sí? ¿Y cuál es?


Paula observó su perfil. Pedro Alfonso era guapo y rico y con fama de intenso, tanto en los negocios como en las relaciones personales. También era un mujeriego que había vivido los últimos años en Estados Unidos, saliendo con actrices de Hollywood y modelos. Tuvo una relación con una actriz guapísima veinte años mayor que él. De todas las mujeres con las que se le había relacionado, esa era la única con la que parecía haber tenido algo serio.


No había pistas de por qué había terminado la relación, pero estaba definitivamente terminada. La actriz se había casado hacía poco con otro hombre y había adoptado un niño.


–Creo que no se puede confiar en ti –murmuró Paula.


–Vaya. Qué lástima.


–Pero no lo niegas.


Pedro sacudió la cabeza.


–Eso depende de lo que entiendas por confianza. ¿Te seduciré a pesar de que niegues que te sientes atraída por mí? Probablemente. ¿Te mentiré y te dejaré con el corazón destrozado? Nunca. Porque te diré a la cara que no tengas expectativas más allá del plano físico. Podremos pasar un buen rato, pero no vamos a casarnos.


Paula cruzó las piernas. ¿De verdad había pensado que sería emocionante ir con él a Sicilia?


–¿Por qué das por hecho que todas las mujeres esperan algo más de ti? ¿De verde eres tan fabuloso que nadie puede resistirse a ti? Sinceramente, nunca he conocido a nadie tan arrogante como tú. No todo el mundo cree que eres irresistible, ¿sabes?


–Pero tú sí.


Seguro que tenía la cara roja. De la ira, no de la vergüenza, se dijo.


–Claro que no. Ni siquiera me caes bien.


Pedro se rio.


–Creía que te era completamente indiferente.


–Estoy cambiando rápidamente de opinión.


Pedro le dirigió una mirada que le llegó al corazón. Oscura, sensual e intensa.


–Podríamos divertirnos en Sicilia, ¿No has pensado que tal vez haya llegado el momento de soltarte un poco el pelo, dulce Paula?


Paula apretó los puños sobre el regazo. No la conocía, no sabía lo que estaba diciendo. Solo estaba conjeturando, porque eso era lo que hacían los hombres como él. Hacían que les desearas, que creyeras que te entendían, cuando en realidad lo único que querían era que bajaras las defensas. 


Era un truco muy barato.


Tal vez no tuviera experiencia, pero no era ninguna estúpida.


–¿Es que tú nunca te rindes?


–Sí, pero creo que todavía no hemos llegado a ese punto –afirmó Pedro.


Paula gruñó. Era algo impropio de ella pero no pudo evitarlo.


–¿Por qué me torturas? ¿Por qué no podemos volar a Amanti, ver la costa y regresar a Santina?


Pedro la miró con expresión repentinamente seria.


–¿De verdad quieres volver a Santina? ¿Es ahí donde quieres estar hoy?


Ella se giró y miró por la ventana. El mar se extendía en todas direcciones hasta donde alcanzaba la vista. Resultaba difícil creer que estuvieran en el Mediterráneo. Parecía como si fueran los dos únicos habitantes del mundo. No se veían barcos ni otros aviones, solo el cielo azul, el sol y el agua brillante. Estaba a solas con él y, aunque Pedro la enfurecía, también hacía que se sintiera como nunca antes: atractiva, viva, interesante. Todavía no estaba preparada para renunciar a todo aquello.


–No –murmuró girándose para mirarle con las mandíbulas apretadas–. No, no quiero volver.




¿ME QUIERES? : CAPITULO 2






Tras una noche inquieta, Paula se levantó a la mañana siguiente, se duchó y se vistió cuidadosamente. Era la embajadora de Turismo de Amanti, no una mujer que tenía una cita. Así que escogió un traje de chaqueta moderno color gris que combinó con una camisa de seda roja, la única concesión al color, collar de perlas y zapatos grises. Se recogió el largo y oscuro cabello en un pulcro moño y se lo sujetó con horquillas. Luego se puso rímel y brillo de labios antes de acercarse al espejo y observar su reflejo de arriba abajo. Tenía un aspecto profesional, competente. Justo lo que buscaba. No le importaba lo más mínimo si Pedro Alfonso la encontraba atractiva o no.


Mentirosa.


Paula frunció el ceño. No es que no fuera atractiva, era profesional. Y pretendía seguir así. Ya que no había podido controlar nada más durante aquellas últimas y caóticas semanas, al menos sí podía controlar su imagen. Y aquella era la imagen que quería transmitir. Serenidad frente a la agitación. Elegancia bajo el fuego. Calma en la tormenta. Se atusó el pelo una última vez y se apartó del espejo. Agarró el bolso y el móvil, comprobó la agenda para asegurarse de que se había encargado de todo y salió de la habitación a las nueve menos veinte.


Su dormitorio estaba dos pisos más arriba del de Pedro Alfonso. Pero primero bajó en ascensor al comedor y se tomó una taza de café y un panecillo antes de subir a la habitación de Pedro. A las nueve menos tres minutos llamó a la puerta.


No pasó nada. Paula frunció el ceño al escuchar movimiento tras la puerta. Consultó el reloj y esperó. A las nueve en punto volvió a llamar.


–¿Señor Alfonso? –dijo acercando la cara a la puerta para no despertar a los demás huéspedes–. ¿Está usted ahí?


Dos minutos más tarde, cuando volvió a llamar con más fuerza porque se estaba empezando a enfadar, la puerta se abrió.


A Paula se le puso el estómago del revés al ver a Pedro Alfonso en toda su gloria de chico malo. Cielos, ¿por qué tenía que ser tan atractivo? No debería sentir por él nada más que desprecio. La familia Alfonso había destruido su vida perfecta, y además Pedro era la clase de hombre con el que una dama no debería relacionarse.


Sin embargo, se le sonrojaron las mejillas al pensar en el comentario que había hecho la noche anterior sobre las travesuras. Porque eso era precisamente lo que parecía, que había pasado la noche en la cama de alguna mujer afortunada, corrompiéndola por completo. Antes de poder contenerse, Paula pensó que quería ser corrompida. 


Completamente. Repetidamente. Sintió deseos de abofetearse. Por supuesto que no quería ser corrompida. Y menos por aquel granuja.


–Hola, nena –dijo Pedro con naturalidad.


Sus sensuales labios se elevaron en aquel gesto suyo arrogante que la mente de Paula había repetido varias veces la noche anterior mientras daba vueltas en la cama. Y sin embargo, antes incluso de que Pedro hablara, ella percibió algo detrás de su actitud de playboy, algo tirante y controlado.


Como si fuera una bestia peligrosa atada con una correa.


–Señor Alfonso –respondió ella con frialdad con la esperanza de que no notara la fuerza con la que le latía el pulso en el cuello–, creo que habíamos quedado a las nueve.


Él se pasó la mano por el oscuro cabello. Los ojos le brillaban con interés. Tenía un poco de barba incipiente, y Paula no había visto nada tan sexy en su vida. Estaba allí en la puerta, con aquel aspecto disoluto y rebelde, vestido con el esmoquin de la noche anterior, la chaqueta abierta y la camisa desabrochada. No llevaba corbata ni gemelos, seguramente los habría guardado en el bolsillo. Y tenía una mancha rosa brillante impresa en el inmaculado blanco de la camisa. Se dio cuenta con una sacudida de que era lápiz de labios. Y no del color que llevaba Graziana Ricci la noche anterior.


Al mirarle se convenció del todo de que no había pasado la noche en su cama. De hecho estaba segura de no había dormido. Trató de no pensar en lo que había estado haciendo… ni con quién.


Mientras ella permanecía despierta pensando en aquel hombre, él se había olvidado de ella, como indicaba claramente que no estuviera listo y que hubiera tardado tanto en abrir la puerta. Lo único que esperaba Paula era no tener las mejillas sonrojadas. ¿Y si hubiera una mujer allí dentro?


–Puedo… puedo volver más tarde si está usted ocupado –balbuceó.


–En absoluto –aseguró él pasándole una mano por el hombro para que entrara en la habitación.


Paula tropezó y se tambaleó en el pequeño recibidor de la suite. Para recuperar el equilibrio le puso las manos sobre el pecho.


–Lo siento, nena –dijo Pedro estrechándola entre sus brazos.


A ella le dio un vuelco al corazón.


–No creo que lo sienta en absoluto –le espetó. Pero se arrepintió al instante. Por muy mal que le cayera Pedro Alfonso, no podía permitirse ser maleducada. Se había pasado la vida aprendiendo el arte de la diplomacia, una cualidad que habría necesitado algún día cuando fuera reina de Santina. Y había fracasado estrepitosamente. No era de extrañar que Ale la hubiera dejado. Aunque ¿cómo era posible que Alicia Alfonso fuera mejor candidata a reina que ella, teniendo en cuenta lo escandalosamente que se había comportado su familia la noche anterior?


Si las apariencias no engañaban, ese Alfonso en particular se había comportado muy pero que muy mal.


Pedro se rio y le deslizó los dedos por la columna vertebral, cubierta por la ropa. Ay, si seguía haciendo aquello…, una oleada de calor le atravesó los muslos y sintió deseos de amoldarse a él como si fuera su segunda piel. Sentía su cuerpo duro contra el de ella. Caliente. Desconcertándola y excitándola a la vez. ¿Cómo era posible que reaccionara así ante un hombre con el poco tiempo que había pasado desde que Ale la dejó?


–Ya que has aterrizado en mis brazos, tal vez no lo sienta –dijo Pedro.


Ningún hombre la había abrazado tan estrechamente, ni siquiera Ale. Había aprendido a bailar con hombres, a conducirse con gracia y elegancia, y había estado entre los brazos de un hombre con anterioridad. Pero no había experimentado un abrazo así, tan sensual y apasionado, aunque exteriormente no pareciera indecoroso.


Excepto por el modo en que la hacía sentirse, como si quisiera sentir piel contra piel, boca contra boca. Como si quisiera arder entre sus brazos y ver qué se sentía.


Y eso resultaba ridículo porque apenas le conocía. Estaba claro que el estrés de las últimas semanas le había afectado al cerebro. Paula se apartó de sus brazos y dio un paso atrás. Se estiró la chaqueta y se tocó el pelo, contenta al comprobar que no se le había escapado ningún mechón del moño.


Pedro sacudió la cabeza mientras la observaba con expresión burlona.


–¿Tienes miedo de lo que puedes llegar a sentir si te dejas llevar, nena?


A Paula se le sonrojaron las mejillas.


–Deje de llamarme «nena» –le pidió con firmeza–. Y deje de
intentar seducirme, señor Alfonso. No va a servirle de nada.


Ella no lo permitiría.


Los ojos de Pedro brillaron con ferocidad. Como si fuera un depredador.


–¿De verdad? ¿No estás enfadada por lo de tu prometido y mi hermana? ¿No te gustaría dejarlo todo atrás con unas cuantas horas de placer?


Paula alzó la barbilla. Ni que le hubiera leído el pensamiento.


–Eso suena bien. Pero primero tendría que encontrar a alguien con quien pasar esas horas.


–Me siento herido –bromeó él.


Pero hubo algo en su expresión que la llevó a dar un paso atrás.


–Lo dudo –replicó Paula con sequedad–. Estoy segura de que pasará a la siguiente mujer de la lista sin ningún problema. Para usted somos intercambiables.


¿Era irritación lo que mostraban los ojos de Pedro Alfonso? ¿Ira? ¿O dolor? Le resultó chocante, pero desapareció tan deprisa que Paula se preguntó si no lo habría imaginado. 


¿Acaso quería que tuviera conciencia, para que así la extraña atracción que sentía hacia él le resultara más soportable?


Seguramente.


En cualquier caso, su arrebato iba en contra de todo lo que le habían enseñado. Últimamente estaba descolocada, estresada y dolida. Tenía que controlarse mejor.


–Olvide lo que he dicho. Ha sido una grosería.


–Y no puedes soportar ser grosera, ¿verdad, Paula?


La voz de Alfonso acarició su nombre exactamente como ella había imaginado la noche anterior mientras permanecía despierta en la cama.


–No me han educado de ese modo –aseguró. Entonces consultó su reloj, porque de pronto sintió que el aire le oprimía y no sabía qué más hacer–. Ya llegamos tarde, señor Alfonso. El barco nos espera en el muelle. Se suponía que tendríamos que haber salido hace cinco minutos.


–Dios no quiera que lleguemos tarde. Pero puedes cancelar lo del barco. La visita será mucho más rápida en mi avión.


Paula parpadeó.


–¿Avión? Amanti está a solo cuarenta kilómetros por mar. El barco nos llevará en menos de una hora y allí podemos alquilar un coche para recorrer la isla.


Pedro tenía una expresión paciente pero decidida.


–Necesito ver la costa. Primero volaremos alrededor de la isla y luego aterrizaremos para recorrerla, ¿de acuerdo?


Paula se llevó la mano a las perlas. Su tacto firme entre los dedos le ofreció consuelo. Pedro estaba tirando por tierra sus planes. Era muy parecido a lo que había pasado últimamente en su vida y eso la ponía nerviosa. Hacía que se sintiera insegura. Y odiaba esa sensación.


–Pero ya lo tengo todo dispuesto –afirmó tratando de recuperar el control–. No es necesario que se moleste, señor Alfonso.


Él le puso ambas manos en los hombros y se inclinó hasta que sus maravillosos ojos estuvieron a la altura de los de ella. A Paula le dio un vuelco al corazón.


–Los planes pueden cambiarse. Y tienes que empezar a llamarme Pedro.


Paula se humedeció el labio inferior.


–Preferiría mantener esto a un nivel profesional, si no le importa.


–Resulta que sí me importa –los ojos de Pedro se oscurecieron.


Paula trató de no sentir cómo su aroma cálido y especiado se apoderaba de sus sentidos. Pero estaba demasiado cerca y olía demasiado bien. Sentía un nudo en el estómago por su proximidad. La confundía. Hacía que deseara cosas que antes se limitaba a aceptar con calma. Esperaba tener intimidad con Ale, por supuesto. Lo que no esperaba era desear aquella intimidad con una sensualidad terrenal que no formaba parte de su naturaleza.


Y no con Ale, sino con aquel hombre. Con Pedro.


–Si me sigues mirando así, no iremos a ninguna parte –murmuró él con voz ronca.


Paula se lo imaginó susurrándole así contra la piel, con el cuerpo entrelazado con el suyo y tragó saliva. Le resultaba muy extraño tener aquellos pensamientos.


Aunque fuera virgen no era ninguna estúpida. Era lo suficientemente moderna como para haber leído algunos libros sobre sexo. Incluso había visto un vídeo. El modo en que aquel hombre colocó la cabeza entre las piernas de la mujer y…


–Paula, para ya –gruñó Pedro.


Ella se estremeció. ¿Qué le estaba pasando para que mordiera al león en su guarida? ¿Se había vuelto loca?


–De verdad, no sé a qué se refiere, señor… Pedro. Tienes la mente muy sucia.


La carcajada que soltó Pedro no era lo que ella esperaba. La soltó de pronto y Paula sintió un escalofrío allí donde la había tocado.


–Creo que será mejor que me cambie si queremos que este tour tenga alguna posibilidad de realizarse.


–Eso estaría bien –afirmó ella con recato.


Se quedó de pie en el vestíbulo sin saber si seguirle o seguir donde estaba. Al final decidió quedarse allí. Podía oírle moviéndose por allí, escuchó una palabrota entre dientes cuando se abrió una puerta y luego volvió a cerrarse. Miró su reflejo en el espejo y volvió a sonrojarse al ver lo acalorada que estaba. Pedro Alfonso sacaba lo peor de ella.


Estaba empezando a preocuparse por la cantidad de tiempo que llevaba allí esperando cuando Pedro reapareció. Sintió una punzada de sorpresa al verle. No sabía qué esperaba encontrarse, pero desde luego no aquel atuendo tan sport.


Llevaba una camisa azul marino de manga larga desabrochada hasta el pecho y una camiseta blanca debajo. 


La mitad de la camisa estaba metida en los vaqueros desteñidos y rotos. La otra mitad colgaba de un modo que daba a entender que a aquel hombre no le importaban las normas.


Pero lo cierto era que estaba guapísimo. Era la personificación de la moda bohemia, mientras que ella se sentía poco atractiva con su traje recatado. Sí, el traje era caro, pero aburrido. Para una persona de una generación mayor que ella. Su estilista había tratado de convencerla para que le acortara el bajo y le ajustara la cintura, pero Paula se negó. En ese instante lo lamentaba.


–¿Lista, cariño? –le preguntó Pedro.


A ella le dio un vuelco al corazón.


–Lo estaré cuando dejes de utilizar esos términos conmigo –le dolieron las mandíbulas de tanto apretarlas.


Pedro sonrió y a ella se le derritió el corazón. Maldito fuera.


–Puedo intentarlo, dulce Paula.


En cierto modo aquello era todavía peor.