Paula le contó la historia de su huida con toda la brevedad que pudo.
Él miró hacia el coche con los párpados entornados y examinó él mismo el contenido del maletero, aunque sin soltar a Paula un solo momento.
—¿Pedro, estás bien? —preguntó ella. Cada momento de independencia por el que había luchado se desvaneció en comparación con el hecho de que Pedro la hubiera protegido. De que hubiera protegido a Lisandro.
De que todo estaría bien siempre que él estuviese cerca.
Era lo que había estado sintiendo, y a lo que se había resistido, desde el principio.
Deseaba que él estuviese al cargo. No porque ella no fuese capaz de solucionar sus problemas. Lo deseaba porque era increíblemente competente y Paula se sentía mimada cuando cuidaba de ella. ¿Cuándo en toda su vida la habían mimado? ¿Cómo iba a apartarse de aquel sentimiento?
—¿Y Julián? —preguntó ella.
—Atado a un árbol. Lo encontrarán.
Paula se quedó sin aire. Pedro no había ayudado a su hermano. No le había dejado marchar. Después de todo lo que había intentado hacer por Julián, debía de haber sido como amputarse un miembro.
—¿No deseas estar allí?
—No —contestó Pedro antes de besarla—. Deseo estar aquí.
—Siento mucho lo de Julian.
—No lo sientas. Julián no es culpa tuya.
—Tampoco es tuya. ¿Puedes permitirte creer eso?
—No. No creo. Mira en lo que se ha convertido. Está dispuesto a explotar a las aves a las que hemos dado cobijo durante generaciones. Ése no es el chico que recuerdo.
—No puedo imaginarme lo duro que debe de haber sido para ti ver a la sangre de tu sangre de pie en aquel claro…
—Supongo que hace mucho, mucho tiempo que ya no es mi hermano pequeño.