Aquella mezcla de inocencia y deseo carnal hacía que la deseara aún más. Pero no podía hacerlo.
Enfadado con ella y consigo mismo, apartó la sábana y salió de la cama.
Paula se quedó mirándolo, boquiabierta. Estaba más excitado de lo que había imaginado. Avanzó hacia ella con firmeza.
–¿Qué haces? –preguntó.
–Acompañarte a la puerta para que te vayas a tu habitación. Sola –contestó Pedro, pero la evidente y poderosa excitación de su cuerpo lo delataba. Y ambos lo sabían.
Paula negó con la cabeza.
–No debería habértelo dicho.
–No, me alegra que lo hayas hecho. Así puedo evitar que ambos cometamos un grave error.
Envalentonada ante aquel rascacielos de erección, Paula dio un paso hacia él.
–¿Cómo va a ser un error, Pedro, si ambos lo deseamos? No soy una completa novata. Sé cómo acariciar esto.
En aquella ocasión fue directa al grano; no pudo resistir la oportunidad. Tomó en la mano los testículos de Pedro, deslizó la mano a lo largo de su miembro y acarició su cima, sintiéndose cada vez más mareada.
Pedro deslizó una mano por el pelo de Paula para hacerle echar atrás la cabeza. Con la boca entreabierta, jadeante, ella lo miró a través de sus pestañas semicerrada, ofreciéndose a él para lo que quisiera.
Finalmente, tras mascullar una maldición, Pedro la besó.
Paula llevaba días soñando con aquello. Y, por una vez, la realidad era mejor que los sueños. La intensidad del beso de Pedro le hizo temblar con violencia a la vez que sus últimos restos de precaución se esfumaban. Se sentía embriagada, pero no a causa del alcohol, sino por el júbilo y el placer de estar tan íntimamente cerca de alguien.
Buscó casi con desesperación la lengua de Pedro con la suya, temblorosa entre sus brazos. Instintivamente, alzó una pierna y rodeó con ella la de Pedro, a la vez que presionaba la pelvis contra su miembro, anhelante.