Todo fue muy bien hasta que un grupo de varias parejas entraron en el restaurante. Los hombres eran directivos de Industrias Worth que habían sobrevivido a la absorción. Uno de ellos saludó a Pedro con una inclinación de cabeza y se quedó muy asombrado al reconocer a la mujer que lo acompañaba. Entonces, algo menos agradable y más lascivo tiñó la mirada del hombre mientras viajaba por la suave columna de marfil que era la garganta de Paula y después más abajo aún, hasta el escote.
Un inesperado sentimiento de posesión y la necesidad de protegerla de tan insultante interés se apoderaron de Pedro. Se dio cuenta de que ella había palidecido bajo el escrutinio del otro hombre para luego volver a dejar su taza de café sobre el platillo con gesto muy tranquilo. Pedro se percató de que estaba retorciendo la servilleta que tenía en el regazo con los dedos.
Pedro miró fijamente al directivo hasta que él apartó la mirada del busto de Paula y lo miró a él. Bastó con que Pedro entornara los ojos y lo mirara con frialdad para que el hombre entendiera.
–¿Nos vamos? –preguntó Pedro. Se sentía ansioso por sacarla de allí.
Sus actos contrastaban con lo que había pensado que quería. Ni siquiera el interés mostrado por ellos cuando se encontraron por casualidad con el periodista del corazón del Seaside Gazette al llegar al restaurante no había provocado aquella necesidad de proteger a Paula de un interés no deseado en su relación. No se había parado a considerar las ramificaciones de aquella relación lo suficiente y se prometió que, en el futuro, pensaría más en la reputación de Paula. A pesar de que no había dudado en utilizarla para su propio beneficio, no quería ver cómo ella se convertía en objeto de rumores y de comentarios malintencionados en el trabajo.
–Gracias, sí. Me gustaría marcharme –replicó Paula.
Ninguno de los dos había bebido más de una copa de vino durante la cena, pero Pedro se alegró de tener chófer. Así, podía tener la oportunidad de observar a Paula un poco más y aprender sus gestos. Hasta aquel momento, no le había encontrado fallo alguno, lo que era estupendo si quería convencer a sus padres de que ella era la elegida. Los dos se darían cuenta de que todo era una farsa si él saliera con alguien que careciera de modales.
Mientras la ayudaba a que se acomodara en el asiento trasero de la limusina, vio el encaje que coronaba las medias que llevaba un instante antes de que se alisara la falda por las hermosas caderas. El deseo se apoderó de él con fuerza. El lado racional de su pensamiento le dijo que su reacción no era mejor que la del directivo al que él había reprendido con la mirada en el restaurante. Sin embargo, el lado menos racional, el que había visto a Paula en el baile de San Valentín y había sabido que no se detendría en nada para poseerla, le recordó que él había podido refrenar su pasión a lo largo de la exquisita cena que habían disfrutado en el restaurante. Había sido el perfecto caballero, el perfecto anfitrión. Sin embargo, en aquellos momentos, en el ambiente íntimo del coche y con la pantalla colocada para que el chófer no viera nada, el pensamiento se le desbocó al imaginar todas las cosas que quería experimentar con la señorita Paula Chaves.