Pedro aspiró el aroma del Pinot Noir de Nueva Zelanda que había enviado desde su bodega en Nueva York a Vista del Mar y anticipó los complejos sabores que prometían bailar sobre sus papilas gustativas.
Le sorprendieron el parecido entre aquel vino y la mujer que estaba a punto de reunirse con él.
Aquel día, había visto destellos de la sirena que prometía ser, la sirena que esperaba tener calentando sus sábanas en muy poco tiempo, la sirena que apaciguaría a su padre y se asegurara que la tierra que llevaba dos siglos en su familia siguiera en las mismas manos. Deseaba aquella granja con una necesidad que le salía de muy dentro, una necesidad que había anidado en su corazón en las primeras vacaciones escolares que se pasó detrás de su abuelo mientras él trabajaba la tierra que amaba por encima de todas las cosas. Incluso tantos años después seguía sintiendo la fuerza de la mano retorcida y trabajada de su abuelo agarrando la suya mientras paseaban por los campos. El dinero jamás le había importado al anciano. Siempre había dicho que la tierra tenía una energía que le devolvía lo que él le daba multiplicado por cuatro.
Incluso en aquellas escasas visitas escolares, Pedro había comprendido a lo que se refería su abuelo. Era una magia que no quería perder. Nunca.
Ya no tenía que perderla. Paula se aseguraría de que su sueño se hiciera realidad. El coste de las compras de aquel día, que ya le había enviado Patricia Adams por correo electrónico, era una pequeña inversión para Pedro, una inversión que recuperaría con todo su valor.
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