domingo, 18 de julio de 2021

UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 26

 


Pedro llevaba esperando toda la semana a que Paula llamara y le suplicara que se ocupara de Dante, pero finalmente tuvo que admitir que había sido derrotado. Lo más irritante era que ni siquiera hubiera contestado a su mensaje.


No comprendía cómo había podido ceder ante la expresión de tristeza que había visto en el rostro de Paula, y renunciar, aunque sólo fuera temporalmente, a la persona más importante de su vida.


Habían pasado cinco días desde el funeral y ya no aguantaba más.


Sentía una necesidad instintiva y primaria de ver a Dante y de asegurarse que estaba bien.


Pero a medida que su Maserati devoraba los kilómetros tuvo que admitir que, además de a Dante, y aunque no se lo explicaba, había echado de menos a Paula.


Quizá, razonaba, se debiera a que ambos habían sufrido la pérdida de alguien a quien amaban. Pero eso no justificaba que no pudiera dejar de pensar en sus labios o que por las noches despertara pensando en su delgada figura inclinándose sobre Dante.


Hasta le había preocupado imaginar cómo le habría ido al anunciar a Virginia que faltaría al trabajo, y había estado a punto de llamarla para ofrecerle su ayuda.


Pero había conseguido dominarse. Hasta aquel instante.


La puerta se abrió bruscamente justo cuando iba a llamar.

—¡Me has sobresaltado! —protestó Paula.


Lo primero que Pedro pensó era que debía de haber estado ciego el día que encontró a Paula poco atractiva cuando saltaba a la vista que poseía una belleza clásica de facciones perfectas y unos labios que estaba hechos para ser besados.


En segundo lugar se dio cuenta de que estaba angustiada. Bajó la mirada hacia el niño.


—¿Vas a salir?


—Dante no se encuentra bien. Voy a llevarlo al centro de salud.


—Vayamos en mi coche —dijo Pedro sin hacer preguntas. Al ver que Paula iba a protestar, añadió—: Así, mientras yo conduzco, tú puedes cuidar de él.


Paula asintió.


En cuanto los acomodó en el asiento trasero, Pedro hizo una llamada y se puso al volante.


—Este no es el centro que te he dicho —dijo Paula, irritada, un cuarto de hora más tarde.


Pedro sintió la mirada de Paula clavada en su nuca como un dardo, pero no apartó la mirada de la carretera.


—He llamado a un amigo pediatra, Mauro. Conoce la situación.


Mauro conocía a Miguel y sabía la verdad sobre la paternidad de Dante.


—¿Mauro? —dijo ella con suspicacia—. ¿De qué lo conoces?


—Se trata de Mauro Drysdale. Juega a squash en el mismo club que Miguel y yo —Pedro sintió el dolor atravesarlo al pensar en su amigo—, y es uno de los mejores pediatras de la ciudad. Además de un hombre encantador al que adoran las mujeres.


Mauro Drysdale tenía ojos chispeantes y la habilidad de conseguir que los pacientes se relajaran. A Victoria le gustó al instante.


—Dime qué has notado, Paula —dijo él cuando Paula sacó a Dante de la silla y lo sentó en su regazo.


Ella se revolvió en el asiento, incómoda con la presencia de Pedroque no apartaba la mirada de ella.


—Lleva bastante quejoso desde hace un par de días.


—No me lo habías dicho —intervino Pedro, frunciendo el ceño.


—Pensaba que echaba de menos a sus padres —dijo ella a la defensiva.


—Y probablemente sea verdad —dijo Mauro—. ¿Sólo ha estado alterado un par de días?


Paula recordó que durante el fin de semana sólo se calmaba si lo tenía en brazos.


—Quizá un poco más, desde el viernes.


—¿Has notado algo más? —preguntó Mauro tras apuntar algo.


—Laura me ha llamado al trabajo por la tarde diciendo que tenía fiebre y…


—¿Quién es Laura? —preguntó Pedro, acercándose.


Paula se encogió en el asiento.


—Una de las puericultoras de la guardería.


—¿Qué hacía Dante en una guardería? —preguntó Pedro, indignado —. No habíamos mencionado esa posibilidad en ningún momento.


Mauro alzó una mano.


Pedro, eso puede esperar. Primero tenemos que diagnosticar al niño —cruzó la consulta hasta una camilla y, sonriendo amablemente a Paula, dijo—: ¿Puedes traerlo?


Paula acostó al niño. Los temores que siempre la habían asediado sobre ser una mala madre pesaban sobre sus hombros como una losa.


—Estoy haciéndolo fatal, ¿verdad?


—Claro que no. Las madres primerizas suelen asustarse en exceso cuando su niño enferma —mientras examinaba a Dante hizo algunas preguntas más. Finalmente, preguntó—: ¿Has tenido varicela, Paula?


—¿Paula? ¿Es eso lo que tiene?


—Eso parece. Tiene todos los síntomas: fiebre, no querer beber y… ¿ves? —Mauro señaló un pequeño granito en el pecho de Dante—, y aquí —indicó otro con una costra.


—Lo había visto —dijo ella—, pero creí que era una picadura. ¿No suelen ser muchos y como ampollas pequeñas?


—La cantidad varía. Y el del pecho pronto pasará a ser acuoso antes de formar una costra —explicó Mauro.


Paula lo miró con una profunda sensación de alivio.


—Entonces, no es grave, ¿verdad?


—Beber agua en abundancia, baños frescos y una loción de calamina es todo lo que necesita. A ti te voy a recetar un leve sedante para que descanses, y no debes ir a trabajar. ¿Tienes alguien que te ayude con el niño?


Paula dejó escapar un quejido.


—No puedo faltar al trabajo.


—Te daré la baja.


¿Qué dirían Virginia y el resto de los socios?


—No puedo, ya me he tomado demasiados días.


—Si este pequeño le ha tenido despierta la cantidad de horas que imagino, tu cuerpo necesita descansar —Mauro le dio una tarjeta de visita —. Aquí tienes el número de un servicio de enfermería por si lo necesitas durante esta semana. La que viene, Dante podrá volver a la guardería.


—Ahí debe de ser donde se ha contagiado —dijo Pedromalhumorado.


Paula se sintió culpable.


—Puede haberse infectado en cualquier sitio —Mauro se encogió de hombros—. El periodo de incubación es de diez a veinte días, así que parece poco probable que haya sido en la guardería.


Paula habría querido besarlo. Ella no tenía la culpa. Pero la alegría se le pasó en cuanto oyó que Mauro preguntaba a Pedro:

—¿Has tenido varicela? —al asentir Pedro, añadió—: Muy bien, así podrás ayudar a Paula.


—No te preocupes. Yo me ocuparé de ella —dijo él, mirándola con ira.


Paula pensó, aterrada, que le quitaría al niño.




UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 25

 


Después de que Pedro se marchara, Paula llamó a Virginia, que dio un suspiro de alma al saber que se reincorporaría al día siguiente. La propuesta de contratar a un becario, a la que accedió tras una pausa, fue recibida con menos entusiasmo.


Paula colgó diciéndose que todo iría bien y, por primera vez en varios días, se sintió más optimista y consiguió no pensar en cómo reaccionaría Pedro.


Al día siguiente, dejó a Dante en la guardería a la que Sonia lo llevaba.


La separación fue tan dolorosa que se acercó a verlo a la hora del almuerzo. Una de las empleadas le dijo que el niño había estado muy agitado toda la mañana y que parecía ansioso.


Paula lo tomó en brazos y aspiró su aroma a talco y a bebé. ¿Cómo no iba a estar ansioso si había perdido a sus padres y ella lo había dejado en un sitio que no le resultaba familiar? El sentimiento de culpabilidad la dominó por unos instantes, pero al mismo tiempo sabía que no tenía otra opción. ¿O sí?


Podía haber llamado a Pedro para pedirle ayuda. Pero si lo hacía reclamaría a Dante, y ella no podía perderlo. Por otro lado, tampoco Pedro cuidaría de él personalmente, sino que se limitaría a contratar a una niñera.


Dante se revolvió en sus brazos y Paula le besó la cabeza.


¿Cambiaría de actitud Pedro si le confesaba que era su madre biológica?


Pensó en él unos segundos y sólo pudo recordar lo severo e inflexible que se había mostrado con ella. No estaría dispuesto a llegar a un acuerdo y, por tanto, no tenía sentido contarle la verdad. Tendría que arreglárselas sola.


Pasó el resto del día en el trabajo, extremadamente ocupada, y salió mucho más tarde de lo que se había propuesto.


Cuando fue a recoger a Dante le dijeron que había pasado la tarde en el mismo estado de agitación, pero le aseguraron que el lunes estaría mejor.


El fin de semana transcurrió en una nebulosa de cansancio y sueño interrumpido. Paula no llegó a contestar una llamada de Pedro y tras oír su voz profunda teñida de sarcasmo en un mensaje que decía: «Sólo quería saber si podías con la situación», decidió no devolver la llamada.


Tendría que demostrarle que no lo necesitaba y que no pensaba pedirle ayuda.


El martes, Dante estaba particularmente quejoso, y por la tarde, una de las empleadas de la guardería llamó a Paula para decirle que tenía fiebre. Aterrada, Paula acudió al instante.


—No ha querido el último biberón —dijo una de las puericultoras del centro con gesto preocupado—. Si le sube la temperatura, será mejor que lo lleve al médico.


Para cuando llegaron a casa, tras una hora atrapados en el tráfico de la hora punta, Dante estaba sudoroso y febril. Paula llamó a un médico de urgencia, quien le aconsejó que lo llevara al centro médico más próximo.


Furiosa consigo misma, Paula colocó a Dante en la sillita y corrió a la puerta.




UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 24

 

Paula no podía creer que hubiera estado a punto de hacer el amor con Pedro. Se abrochó el pantalón y se puso un jersey. De no haberse despertado Dante…


¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Se sentía tan avergonzada que no sabía si podría enfrentarse a él. Y tendría que exigirle que no volviera a tocarla. Los dos tenían un compromiso con Dante. La pasión no podía interferir en su responsabilidad.


Cuando volvió a la sala, ya había recuperado la compostura y aparentaba estar tranquila. El hombre que la había besado hasta hacerle perder el sentido estaba en aquel momento sentado en la alfombra, jugando con Dante. El contenido de la bolsa de los pañales estaba esparcido por el suelo.


—He sabido cambiarle el pañal —dijo Pedro con una tímida sonrisa.


Paula apartó la mirada.


—Enhorabuena —dijo mientras buscaba la manera de expresar lo más claramente posible lo que pensaba.


En ese momento, Dante aleteó los brazos y empezó a llorar. Ella lo tomó en brazos evitando por todos los medios rozar a Pedro.


—Tiene hambre —dijo. Y obligándose a mirar a Pedro, añadió—: ¿Puedes traer el biberón del frigorífico?


Mientras esperaban, Dante se fue impacientando. Paula lo meció y empezó a cantar. En cuanto el niño vio a Pedro con el biberón, su llanto se incrementó.


—Un segundo, Dante—dijo Paula al tiempo que tomaba el biberón, se sentaba en el sofá y apoyaba la cabeza del bebé en el hueco del codo—. Ya está —susurró, metiéndole la tetina en la boca. Luego continuó tarareando hasta que se dio cuenta de que Pedro la observaba con una sonrisa en los labios.


—No pares —dijo él al verla titubear.


—Pero si canto fatal.


—A Dante le gusta. ¡Mira, está protestando porque te has callado!


Paula miró al niño, que sacaba la lengua a punto de lanzar un grito.


—No es por la música, sino porque ha perdido la tetina —se la introdujo en la boca y Dante volvió a succionar con entusiasmo. Paula sonrió tímidamente a Pedro—. De todas formas, gracias por el piropo. Canto horrorosamente, pero no se lo digas a nadie.


—Muy bien —dijo él, mirándola fijamente—. Será nuestro secreto.


Tras una pausa en la que Paula volvió a tararear para dejar de sentir la presencia de Pedro, y cuando Dante empezaba ya a entornar los ojos, Pedro comentó:

—Estaba pensando…


—¿Qué? —preguntó Paula al instante.


—Que Dante debe quedarse aquí.


Paula se sintió eufórica. Había conseguido lo que quería. Tendría que demostrar a Pedro que era la decisión correcta.


—Me alegro de que te hayas dado cuenta de que tenía razón.


Pedro la miró con los ojos entrecerrados y la aparente camaradería que se había dado por unos segundos, se diluyó.


—Me refería a estos días. Hasta final de mes. No pienso cambiar las condiciones del testamento.


Paula fue a decirle que con eso sólo conseguirían postergar el problema, pero decidió callarse y confiar en poder convencerle más adelante. Por otro lado, le tranquilizó comprobar que no necesitaría advertir a Pedro que debían mantener una relación meramente formal como tutores de Dante. Su fría actitud lo decía todo.


—No puedo negar que Dante te necesita —añadió Pedro—. Eres muy buena con él —Paula lo miró atónita. Pedro no era un hombre que dedicara halagos gratuitamente. Él continuó—: Pero frenará tu carrera profesional.


—Lo sé, y lo acepto —Paula sabía que tenía que hablar con Virginia y decirle que limitaría sus horas de trabajo. Dedicó a Pedro una amplia sonrisa.


—Tendrás que tomarte un par de semanas libres.


¿Un par de semanas libres? Paula dejó el biberón en la mesa al tiempo que ocultaba el rostro a la mirada de Pedro. No podía faltar al trabajo y menos cuando en el despacho se estaba trabajando frenéticamente. Pero no tenía por qué decírselo. Ya se enteraría más adelante.


Cuando tuvo la seguridad de que su rostro no la delataría, alzó la mirada y encontró a Pedro mirándola tan fijamente que el corazón le dio un vuelco.


No podía dejar que el innegable atractivo de Pedro la desarmara. No tenía ningún interés en encontrar a un hombre. Y él no era su tipo. De hecho, Pedro le había demostrado que no estaba hecho para ella. Entre otras cosas, porque no le dejaría conservar la independencia económica y emocional por la que tanto había luchado. Pedro querría una mujer a la que dominar y controlar, que dejara su trabajo si él se lo exigía. Y esa mujer no era ella.


Ella jamás se arriesgaría a depender de un hombre tal y como había hecho su madre. Paula conocía de primera mano el precio que se pagaba por una pasión.


Pero no estaba dispuesta a perder la custodia del único hijo que iba a tener en toda su vida, así que dijo:

—Sí. Voy a seguir tu consejo y a aprender a delegar. Pienso contratar un becario para que me ayude. Era una de las cosas que pensaba plantearle a Virginia.




sábado, 17 de julio de 2021

UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 23

 


—Será mejor que te cambies de ropa —dijo Pedro, recorriendo con la vista las curvas de su cuerpo y los pezones que se apreciaban a través de la tela que se le pegaba al cuerpo.


—Pero Dante…


—No se ha mojado —dijo Pedro, mirando al niño, que dormía apaciblemente.


—Está exhausto.


Pedro pensó que también debía de estarlo ella, pero sabía que Paula lo negaría, así que se limitó a acomodarse en un sofá y a apoyar los pies en la mesa.


—¿Por qué no vas a ducharte mientras yo cuido de él?


Paula le lanzó una mirada retadora.


—Siéntete como en tu casa —dijo con sarcasmo.


—Ahora no, Paula —dijo él en tensión. Estaba llegando al límite de su paciencia.


Ella lo miró prolongadamente antes de asentir.


—Discúlpame.


Él asintió con la cabeza y cerró los ojos. Al no oír ningún ruido, los abrió de nuevo y vio que Paula no se había movido. Estaba pálida.


—Te sentirás mejor después de una ducha.


—Puede que sí —dijo ella sin apartar los ojos de Pedro—. Pero no quiero estar sola.


—¡Oh, Paula!


Que reconociera sentirse frágil a pesar de su feroz independencia conmovió a Pedro. Bajó los pies de la mesa, y, alargando el brazo, tiró de ella hasta que la sentó sobre su regazo.


—¡Estoy mojada! ¡Te voy a empapar! —protestó ella.


—Shhh —Pedro apoyó su cabeza en la de ella—. Relájate.


El cuerpo de Paula se relajó al instante. Pedro la sujetó así, en silencio, a lo largo de varios minutos, limitándose a acariciarle la espalda.


Finalmente, Paula se movió.


—Debo de pesar mucho.


Pedro tuvo que contener un gemido al sentir el roce de su trasero sobre la ingle. Un golpe de calor le recorrió la columna vertebral y tuvo que morderse el labio para dominarse.


Paula se quedó paralizada y alzó la mirada súbitamente hacia Pedro. Él supo que había notado la reacción física que le había provocado y asumió que se levantaría al instante. Pero no fue así.


—¿Paula…?


Con un gruñido, la estrechó con fuerza. Sus labios se buscaron. Se besaron frenéticamente, con una pasión contenida durante mucho tiempo.


Pedro lamió su suave labio inferior, saboreándola, mientras Paula se acomodaba sobre él.


Pedro buscó con los dedos la cremallera del vestido y el ruido al bajarla se mezcló con el de sus respiraciones entrecortadas. Luego deslizó el vestido por sus hombros, hasta sus caderas, y se lo quitó del todo sin dejar de mirarla a los ojos, observando cómo la excitación le teñía las mejillas de rubor. Ya en ropa interior, con un conjunto de sujetador y bragas negro que contrastaba con su piel de nácar, la hizo girarse para sentarla más cómodamente sobre su regazo.


Paula llevó sus temblorosos dedos hasta los botones de su camisa.


—Tú también estás mojado.


—Sólo un poco.


—Habrá que quitártela —musitó ella.


Pedro se inclinó hacia delante para ayudarla.


—Lo que tú mandes.


Los ojos de Paula brillaron y su sonrisa se curvó en una seductora sonrisa.


—Ojalá fueras siempre así de obediente —dijo, y dejó escapar una carcajada.


Pedro no pudo resistirse a trazar con su dedo la línea de sus voluptuosos labios. Ella asomó la lengua y se lo besó.


—Vas a acabar conmigo —dijo él con voz ronca.


—¿Sí? Espera y verás —Paula deslizó el dedo con sensualidad por el pecho de Pedro, bajando hacia su vientre y deteniéndose sobre la hebilla del pantalón. La erección de Pedro se intensificó—. Tienes la piel de seda —susurró Paula.


La erección se incrementó aún más.


—Se supone que eso lo debo decir yo —protestó él, asiéndola con fuerza y dejando un rastro de húmedos besos en su cuello.


Luego deslizó la lengua hacia la base del cuello, por encima de la tira que unía las dos copas de su sujetador, hasta su vientre.


—¡Pedro! —exclamó ella, jadeante.


—Paciencia —el sexo endurecido de Pedro presionaba sus pantalones con tanta fuerza que temió que su cuerpo no obedeciera sus instrucciones.


Paula se incorporó para sentarse a horcajadas sobre él.


—¡Vas a matarme! —exclamó él con la respiración entrecortada, arqueando la espalda para sentir el pecho de Paula contra su torso.


Ella asió el cinturón y empezó a soltarle la hebilla. Cuando desabrochó el primer botón de la bragueta. Pedro creyó que le daría un ataque al corazón. En el silencio sólo se oían sus respiraciones agitadas.


Acarició la espalda de Paula buscando torpemente el broche del sujetador.


Un grito rasgó el aire.


Paula se quedó paralizada.


—Dante.


Tambaleándose, se puso en pie y, sujetando el vestido contra su pecho corrió hasta la otra esquina de la habitación. Al tomar al niño en brazos se volvió hacia Pedro con una mezcla de confusión, vergüenza y culpabilidad en la mirada.


Pedro se puso lentamente en pie.


—Ponte la camisa —dijo ella con voz ronca.


—Está mojada.


—Por favor —insistió Paula, suplicante.


Al ver que intentaba ponerse el vestido sin soltar al bebé, Pedro dijo:

—Deja que lo tenga yo mientras te cambias.


Paula se lo dio y salió precipitadamente.




UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 22

 


—Vamos —dijo Pedro, abriéndole la puerta del coche.


Paula se sentó a pesar de no comprender qué pretendía, y antes de que pudiera reaccionar, Pedro se inclinó sobre ella y le abrochó el cinturón de seguridad.


—¿Lista?


Paula asintió en silencio, demasiado aturdida por el efecto de la proximidad y la fragancia cítrica de la colonia de Pedro como para hablar.


El motor ronroneó al encenderse, al tiempo que sonaba la voz grave de Nina Simone. Pedro tomó el volante con una sensual delicadeza que hizo estremecer a Paula, y se pusieron en marcha.


Paula miró por la ventanilla y repasó el día mentalmente.


Desconcertada, a los pocos minutos se dio cuenta de que estaban delante de la casa de Sonia y de Miguel. Pedro bajó del coche y le abrió la puerta.


—¿Qué hacemos aquí, Pedro? —exigió saber ella.


—Deja que antes saque a Dante.


Paula se sintió invadida por la tristeza al mirar la vieja casa eduardiana. Mecánicamente, caminó hacia la cancela blanca de la entrada. Era una de las pocas veces que Pedro y ella coincidían allí, Dante había sido bautizado en el jardín, bajo una pérgola.


La cancela se abrió en cuanto la tocó. Al instante sintió la presencia de Sonia, su risa; recordó la sonrisa de Miguel. Veía a sus amigos en todo lo que la rodeaba.


La llegada de Pedro a su lado la sobresaltó.


Pedro, no sé si puedo hacerlo —estaba a punto de echarse a llorar —. Necesito tiempo.


—Mira —Pedro alzó la sillita de Dante—. Creo que el niño reconoce la casa.


Dante giraba la cabeza y hacía ruiditos de felicidad.


Paula sentía la tristeza en la boca como un regusto amargo.


—Ya no es su casa —dijo, llorosa—. Miguel y Sonia se han ido.


Pedro y ella tendrían que tomar una decisión. Miguel adoraba aquella casa, le había dedicado tiempo y esfuerzo, pero lo más sensato sería venderla e invertir el dinero para Dante. Se secó las lágrimas antes de volverse hacia Pedro.


—Estaba pensando… —empezó él.


—¿Qué?


—Has dicho que Dante debía quedarse contigo porque se ha familiarizado con tu casa a lo largo de los últimos días.


—Así es —dijo Paula, esperanzada por primera vez. Miró a Pedro agradecida—. Estará mucho mejor conmigo que si le hacemos ir contigo, a una casa que no conoce.


—Sí la conoce —rectificó Pedro—. Ha venido varias veces con sus padres. Pero es verdad que estaría mucho mejor en un ambiente que le resulte familiar, como éste.


—¡Aquí! —dijo Paula, atónita.


—Después de todo, es su casa.


En la distancia retumbó un trueno que Paula interpretó como la respuesta de los dioses a la sugerencia de Pedro


—Es imposible, yo no podría vivir aquí —dijo precipitadamente. El constante recuerdo de sus amigos la hundiría—. No me pidas que lo haga.


—No te estoy pidiendo que te mudes. Sería yo quien se instalaría en ella —dijo Pedro, mirándola como si esperara que aplaudiera la idea—. Tenías razón. Éste es el sitio ideal para que en su vida haya los menos cambios posibles.


¿Lo que ella le había dicho le había conducido a aquella conclusión? El corazón de Paula empezó a latir con fuerza. De una u otra manera, acabaría perdiendo a Dante.


—¡No puedes hacerme esto!


Pedro sacó unas llaves del bolsillo.


—¿Por qué no?


«Porque Dante es mío», pensó ella. Pero no podía decirlo. Se lo había prometido a Sonia. Necesitaba pensar. En cierta medida, la muerte de Sonia la liberaba de su promesa. ¿O no?


—Es una idea macabra —dijo finalmente—. No puedes estar hablando en serio.


Pero Pedro continuó caminando hacia la puerta.


Paula sintió una gota en el brazo y alzó la mirada al cielo. Se habían formado grandes nubes grises de tormenta. Corrió tras Pedro y le tiró del brazo en el que llevaba la silla de Dante.


—Cuidado —dijo él, girándose—, vas a despertarlo.


—No pienso entrar ahí —dijo Paula, indiferente a las gotas de lluvia que le mojaban las mejillas.


Pedro la miró fijamente y luego llevó la mano a su mejilla.


—Estás llorando.


Ella esquivó su roce.


—No, es la lluvia —dijo con firmeza. No quería trasmitir la más mínima vulnerabilidad—. Y va a arreciar —se secó la cara de un manotazo —. No podemos quedarnos aquí o Dante se empapará —concluyó, lanzando una mirada de angustia hacia la casa.


—Os llevaré a casa —Pedro le pasó el brazo por el hombro y la llevó hacia el coche.


El calor de su cuerpo hizo sentirse a Paula frágil. Que Pedro la tratara con amabilidad aumentaba sus ganas de llorar.


Cada vez llovía con más fuerza y Pedro se adelantó para meter a Dante en el coche mientras Paula se quedaba parada, dejando que las gotas, transformadas en cortinas de agua, la calaran. No podía creer que hubiera ganado y que Pedro no fuera a imponerle a ella o a Dante que fueran a casa de Miguel y Sonia. Y tampoco comprendía por qué en lugar de sentir la satisfacción de la victoria, se sentía vacía.



UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 21

 


Al irse su jefa, Paula sintió la tensión que recorría todo su cuerpo.


Una vez se fueron los últimos asistentes al funeral, ella y Pedro se quedaron solos, con Dante dormido en el coche de éste.


—Vamos, ha sido un día muy largo. Os llevo a vuestra casa.


—Sabes que voy a tener que llamar al despacho —dijo Paula.


El funeral apenas había acabado y ya estaba preocupada por el trabajo.


—Lo único que Frígida quiere que le asegures es que el bebé no interferirá con tus horas de trabajo —dijo Pedro con sorna.


—Virginia. Se llama Virginia.


Pedro no se inmutó.


—Ya sabes que tengo problemas para recordar los nombres.


—Vamos, Pedro —dijo ella, pero no pudo evitar esbozar una sonrisa.


Comprobar que tenía sentido del humor fue un gran alivio para Pedro.


El cielo estaba cubierto por unas amenazadoras nubes.


—Virginia estaría más tranquila si Dante viviera conmigo —dijo él cuando iban hacia el coche.


—No.


Pedro sabía que la única manera de lograr que entrara en razón era ser brutal.


—No vas a poder criar a un niño —dejó la silla de Dante en el suelo y abrió la puerta trasera. Tras asegurar la silla, se incorporó y miró a Paula —. Te doy dos semanas antes de que te des por vencida.


Paula lo miró entornando los ojos.


—¿Crees que no voy a ser capaz? ¡Te recuerdo que era yo quien estaba cuidando de él!


Estaba claro que era una mujer con carácter. Pero la cuestión era si podría mantener un trabajo que requería toda su energía y, además, cuidar del bebé. En aquel momento presentaba un aspecto extremadamente frágil. Por un instante deseó abrazarla. Luego cambió de idea. Tenía ante sí a Paula, no a una delicada mariposa. Y le había dejado claro que no quería nada de él.


Dio un paso hacia ella.


—No pretendía retarte. No tienes que demostrarme nada. Estoy pensando en Dante —ése era el fondo de la cuestión—. No te compliques la vida. Deja que me ocupe yo de él —eso era lo que deseaba desesperadamente y lo que Miguel hubiera querido. Pero no podía decirlo. Ya le había hecho bastante daño—. Puedes venir a visitarlo tanto como quieras.


Ella lo miró angustiada.


—¿Acaso crees que no me lo he planteado? ¡No puedo hacerlo!


—¿Por qué no?


—Porque… —Paula se mordió el labio—. Por favor, no me pidas eso —la mirada de Paula trasmitía una tristeza que iba más allá del dolor.


—Sería la solución más sencilla.


Paula vaciló.


—Las soluciones sencillas no son siempre las mejores. Sonia y yo éramos inseparables. ¿Sabías que la conocí el primer día de colegio?


Pedro negó con la cabeza.


—Era menuda, como una muñequita de ojos azules con tirabuzones rubios. En comparación, yo era alta y delgada y desde el principio sentí el impulso de cuidar de ella.


Paula tenía la mirada perdida y Pedro supo que estaba reviviendo el pasado.


—¡Éramos tan distintas…! Ella era sociable, y yo, huraña.


—Fuisteis afortunadas manteniendo una amistad tan duradera.


—Sonia era más que una amiga. Era mi confidente, mi familia, la persona en la que confiaba cuando mis padres me fallaban —Paula salió de su ensimismamiento—. No puedes pedirme que renuncie a Dante.


Pedro suspiró profundamente. ¿Cómo podía romper el último vínculo que la unía a su amiga?


La custodia compartida lo había tomado por sorpresa. Paula era una mujer centrada en su carrera profesional, ¿qué habría llevado a los Mason a tomar aquella decisión? Obviamente, Sonia debía de haber insistido y ninguno de los dos había pensado que el testamento llegaría a tener que ejecutarse.


Y fuera cual fuera el contenido del testamento, era innegable que la muerte de Sonia había dejado a Paula al borde del abismo.


Pedro tomó aire y se dispuso a hacer la mayor concesión de toda su vida. A pesar de lo que creía que era mejor para Dante, aceptaría las condiciones del testamento.


—Tendremos que compartir la custodia y decidir cómo nos lo repartimos.


Paula le lanzó una mirada centelleante.


—Eso es imposible. El niño necesita estabilidad —sacudió la cabeza con furia—. Ha perdido a sus padres. Durante estos días yo soy lo único que ha permanecido constante, se ha acostumbrado a mí.


Pedro recordó lo cómodo que el bebé parecía en sus brazos.


—Mi casa es el único lugar que le resulta familiar —continuó Paula —. Cambiarlo de sitio lo confundiría aún más.


Pedro reflexionó y súbitamente exclamó:

—¡Ya lo tengo! —Paula lo miró como si hubiera perdido el juicio.


Pedro se golpeó la frente—. La respuesta es muy simple.




UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 20

 


Al finalizar el funeral, los asistentes permanecieron en el porche de la iglesia, tomando café. Pedro deslizó la mirada hacia Paula, que estaba con tres amigas de Sonia. El escote recto del vestido negro que lucía acentuaba la línea delicada de su cuello. Su cuerpo oscilaba al ritmo con el que mecía a Dante. Apenas habían cruzado algunas miradas.


Pedro no podía evitar sentirse culpable. Las ojeras que se apreciaban en el rostro de Paula permitían deducir que no había pegado ojo debido al desafortunado comentario que le había hecho.


Que lo hubiera enfurecido no podía servirle de excusa. Como no era excusa haberlo hecho involuntariamente. Paula adoraba a Sonia y no le perdonaría por haber insinuado que no había atendido a su amiga antes de su trágica muerte.


Dante, que descansaba sobre el hombro de Paula, le observó aproximarse con ojos muy abiertos.


—Deja que lo sujete un rato —dijo Pedro.


—¡No! —Paula se giró hacia un lado, aferrándose a Dante.


—Por favor —insistió Pedro—. Debe de resultar pesado.


Paula se apartó del grupo con el que estaba.


—Estamos perfectamente —dijo con firmeza.


Aunque sus ojos enrojecidos la contradecían, Pedro no pensaba llevarle la contraria, y menos delante de todo el mundo.


—Paula… —intentó dar con las palabras que los devolvieran a una situación menos tensa, pero fracasó.


—Márchate —dijo ella en un tenso susurro—. No pienso dejar que me quites al niño.


—Paula… —una mujer elegante de cabello corto y un exquisito traje de chaqueta se acercó y dirigió una mirada de curiosidad a Pedro—, quería expresarte mis condolencias por la pérdida de tu amiga.


—Gracias, Virginia.


—¿Y quién es este muchachito? —preguntó, refiriéndose a Dante.


—Dante, el hijo de Sonia.


—Ah —Virginia intercambió una prolongada mirada con Paula—. ¡Qué terrible! ¿Se está ocupando de él su familia?


—Sonia no tiene familia. Sus padres murieron y era hija única. Dante ha estado conmigo.


Pedro observó que la mujer hacía un gesto de desaprobación. Tomó a Dante, que se lanzó hacia él, de los brazos de Paula.


Virginia examinó a Pedro con curiosidad y Paula tuvo que presentarlos.


—Virginia, éste es Pedro Alfonso, amigo de los Mason. Pedro, Virginia Edge, socia directiva de Archer, Cameron y Edge.


—¿Pedro Alfonso? ¿De Phoenix Corporation?.—Virginia clavó la mirada en él. Pedro supo que calculaba su valor mentalmente—. No sabía que estuvieras relacionada con Phoenix, Paula.


Paula no supo cómo reaccionar.


—Somos amigos desde hace años —dijo Pedro rápidamente—. Nos conocimos en la boda de Sonia y Miguel. Yo era padrino y, ella, dama de honor.


—¡Qué romántico! —Paula le dedicó una fría sonrisa antes de volver la mirada hacia Dante—. Supongo que lo de cuidar al bebé es sólo temporal.


—Claro —intervino Pedro.


—No —replicó Victoria.


—Parece que tenéis que poneros de acuerdo —dijo Virginia, arqueando unas cejas perfectamente depiladas—. Por favor, Paula, llámame luego al despacho. Tenemos que hablar.