Después de que Pedro se marchara, Paula llamó a Virginia, que dio un suspiro de alma al saber que se reincorporaría al día siguiente. La propuesta de contratar a un becario, a la que accedió tras una pausa, fue recibida con menos entusiasmo.
Paula colgó diciéndose que todo iría bien y, por primera vez en varios días, se sintió más optimista y consiguió no pensar en cómo reaccionaría Pedro.
Al día siguiente, dejó a Dante en la guardería a la que Sonia lo llevaba.
La separación fue tan dolorosa que se acercó a verlo a la hora del almuerzo. Una de las empleadas le dijo que el niño había estado muy agitado toda la mañana y que parecía ansioso.
Paula lo tomó en brazos y aspiró su aroma a talco y a bebé. ¿Cómo no iba a estar ansioso si había perdido a sus padres y ella lo había dejado en un sitio que no le resultaba familiar? El sentimiento de culpabilidad la dominó por unos instantes, pero al mismo tiempo sabía que no tenía otra opción. ¿O sí?
Podía haber llamado a Pedro para pedirle ayuda. Pero si lo hacía reclamaría a Dante, y ella no podía perderlo. Por otro lado, tampoco Pedro cuidaría de él personalmente, sino que se limitaría a contratar a una niñera.
Dante se revolvió en sus brazos y Paula le besó la cabeza.
¿Cambiaría de actitud Pedro si le confesaba que era su madre biológica?
Pensó en él unos segundos y sólo pudo recordar lo severo e inflexible que se había mostrado con ella. No estaría dispuesto a llegar a un acuerdo y, por tanto, no tenía sentido contarle la verdad. Tendría que arreglárselas sola.
Pasó el resto del día en el trabajo, extremadamente ocupada, y salió mucho más tarde de lo que se había propuesto.
Cuando fue a recoger a Dante le dijeron que había pasado la tarde en el mismo estado de agitación, pero le aseguraron que el lunes estaría mejor.
El fin de semana transcurrió en una nebulosa de cansancio y sueño interrumpido. Paula no llegó a contestar una llamada de Pedro y tras oír su voz profunda teñida de sarcasmo en un mensaje que decía: «Sólo quería saber si podías con la situación», decidió no devolver la llamada.
Tendría que demostrarle que no lo necesitaba y que no pensaba pedirle ayuda.
El martes, Dante estaba particularmente quejoso, y por la tarde, una de las empleadas de la guardería llamó a Paula para decirle que tenía fiebre. Aterrada, Paula acudió al instante.
—No ha querido el último biberón —dijo una de las puericultoras del centro con gesto preocupado—. Si le sube la temperatura, será mejor que lo lleve al médico.
Para cuando llegaron a casa, tras una hora atrapados en el tráfico de la hora punta, Dante estaba sudoroso y febril. Paula llamó a un médico de urgencia, quien le aconsejó que lo llevara al centro médico más próximo.
Furiosa consigo misma, Paula colocó a Dante en la sillita y corrió a la puerta.
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