—Vamos —dijo Pedro, abriéndole la puerta del coche.
Paula se sentó a pesar de no comprender qué pretendía, y antes de que pudiera reaccionar, Pedro se inclinó sobre ella y le abrochó el cinturón de seguridad.
—¿Lista?
Paula asintió en silencio, demasiado aturdida por el efecto de la proximidad y la fragancia cítrica de la colonia de Pedro como para hablar.
El motor ronroneó al encenderse, al tiempo que sonaba la voz grave de Nina Simone. Pedro tomó el volante con una sensual delicadeza que hizo estremecer a Paula, y se pusieron en marcha.
Paula miró por la ventanilla y repasó el día mentalmente.
Desconcertada, a los pocos minutos se dio cuenta de que estaban delante de la casa de Sonia y de Miguel. Pedro bajó del coche y le abrió la puerta.
—¿Qué hacemos aquí, Pedro? —exigió saber ella.
—Deja que antes saque a Dante.
Paula se sintió invadida por la tristeza al mirar la vieja casa eduardiana. Mecánicamente, caminó hacia la cancela blanca de la entrada. Era una de las pocas veces que Pedro y ella coincidían allí, Dante había sido bautizado en el jardín, bajo una pérgola.
La cancela se abrió en cuanto la tocó. Al instante sintió la presencia de Sonia, su risa; recordó la sonrisa de Miguel. Veía a sus amigos en todo lo que la rodeaba.
La llegada de Pedro a su lado la sobresaltó.
—Pedro, no sé si puedo hacerlo —estaba a punto de echarse a llorar —. Necesito tiempo.
—Mira —Pedro alzó la sillita de Dante—. Creo que el niño reconoce la casa.
Dante giraba la cabeza y hacía ruiditos de felicidad.
Paula sentía la tristeza en la boca como un regusto amargo.
—Ya no es su casa —dijo, llorosa—. Miguel y Sonia se han ido.
Y Pedro y ella tendrían que tomar una decisión. Miguel adoraba aquella casa, le había dedicado tiempo y esfuerzo, pero lo más sensato sería venderla e invertir el dinero para Dante. Se secó las lágrimas antes de volverse hacia Pedro.
—Estaba pensando… —empezó él.
—¿Qué?
—Has dicho que Dante debía quedarse contigo porque se ha familiarizado con tu casa a lo largo de los últimos días.
—Así es —dijo Paula, esperanzada por primera vez. Miró a Pedro agradecida—. Estará mucho mejor conmigo que si le hacemos ir contigo, a una casa que no conoce.
—Sí la conoce —rectificó Pedro—. Ha venido varias veces con sus padres. Pero es verdad que estaría mucho mejor en un ambiente que le resulte familiar, como éste.
—¡Aquí! —dijo Paula, atónita.
—Después de todo, es su casa.
En la distancia retumbó un trueno que Paula interpretó como la respuesta de los dioses a la sugerencia de Pedro
—Es imposible, yo no podría vivir aquí —dijo precipitadamente. El constante recuerdo de sus amigos la hundiría—. No me pidas que lo haga.
—No te estoy pidiendo que te mudes. Sería yo quien se instalaría en ella —dijo Pedro, mirándola como si esperara que aplaudiera la idea—. Tenías razón. Éste es el sitio ideal para que en su vida haya los menos cambios posibles.
¿Lo que ella le había dicho le había conducido a aquella conclusión? El corazón de Paula empezó a latir con fuerza. De una u otra manera, acabaría perdiendo a Dante.
—¡No puedes hacerme esto!
Pedro sacó unas llaves del bolsillo.
—¿Por qué no?
«Porque Dante es mío», pensó ella. Pero no podía decirlo. Se lo había prometido a Sonia. Necesitaba pensar. En cierta medida, la muerte de Sonia la liberaba de su promesa. ¿O no?
—Es una idea macabra —dijo finalmente—. No puedes estar hablando en serio.
Pero Pedro continuó caminando hacia la puerta.
Paula sintió una gota en el brazo y alzó la mirada al cielo. Se habían formado grandes nubes grises de tormenta. Corrió tras Pedro y le tiró del brazo en el que llevaba la silla de Dante.
—Cuidado —dijo él, girándose—, vas a despertarlo.
—No pienso entrar ahí —dijo Paula, indiferente a las gotas de lluvia que le mojaban las mejillas.
Pedro la miró fijamente y luego llevó la mano a su mejilla.
—Estás llorando.
Ella esquivó su roce.
—No, es la lluvia —dijo con firmeza. No quería trasmitir la más mínima vulnerabilidad—. Y va a arreciar —se secó la cara de un manotazo —. No podemos quedarnos aquí o Dante se empapará —concluyó, lanzando una mirada de angustia hacia la casa.
—Os llevaré a casa —Pedro le pasó el brazo por el hombro y la llevó hacia el coche.
El calor de su cuerpo hizo sentirse a Paula frágil. Que Pedro la tratara con amabilidad aumentaba sus ganas de llorar.
Cada vez llovía con más fuerza y Pedro se adelantó para meter a Dante en el coche mientras Paula se quedaba parada, dejando que las gotas, transformadas en cortinas de agua, la calaran. No podía creer que hubiera ganado y que Pedro no fuera a imponerle a ella o a Dante que fueran a casa de Miguel y Sonia. Y tampoco comprendía por qué en lugar de sentir la satisfacción de la victoria, se sentía vacía.
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