Paula dejó los papeles sobre la mesa con rabia.
—¡Habías dicho que eras el tutor de Dante! —le acusó.
—Tutela compartida contigo —dijo Pedro encogiéndose de hombros —, Como la custodia. Tenemos que hablar.
Paula no podía creer que hubiera sido tan cruel. De pronto, el temor a no ser una buena madre la asaltó con fuerza renovada. Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza. Cruzó los brazos y se frotó los lados del cuerpo.
Tenía que confiar en sí misma.
¿Cómo organizarían la tutela y la custodia? ¿En qué habría estado pensando Sonia? Seguro que no había pensado que moriría; por eso no se había planteado los inconvenientes de criar a Dante entre dos personas y dos casas.
Con suerte, Pedro se mostraría cooperativo y, de hecho, siendo como era un hombre extremadamente ocupado, no querría atarse a un bebé. Esa idea la animó pasajeramente.
Pedro acercó su silla a la de ella lo bastante como para que Paula se tensara al oler la fragancia a limón de su colonia. Sus ojos grises la mantuvieron cautiva.
—Victoria, si no te importa quedarte con Dante un día más, podré prepararle una habitación. Espero llevármelo el jueves.
Paula salió bruscamente de su estado de hipnosis.
—¡Dante se quedará a vivir conmigo! —exclamó.
—¿Contigo? —preguntó él, mirándola con superioridad—. ¡Ni hablar!
Paula temió haber dejado vislumbrar sus inquietudes. Aunque las tuviera, aprendería. En cualquier caso, se ocuparía mejor de Dante de lo que sus padres habían cuidado de ella.
—¿Cómo vas a cuidar de un niño si no tienes ni casa? —al ver la mirada de odio que Pedro le dirigía, no se amilanó—: Te la quitó tu ex.
—Y me he comprado otra —dijo él con engañosa dulzura—. Es una casa grande, con jardín y piscina. No una caja de zapatos como ésta.
—También yo puedo comprar una casa en las afueras. Hasta ahora no la había necesitado, pero tengo dinero.
—¿Eso no aumentará el tiempo que dedicas a ir al trabajo? —Pedro sonrió con sarcasmo—. ¿O habías pensado dejar de trabajar?
—¡Claro que no!
Tenía que seguir trabajando para proporcionar a Dante todo lo que se merecía. Las buenas guarderías y los colegios privados eran caros. Pero además, a ella le gustaba trabajar, le hacía sentirse realizada y, por otra parte, tenía un buen sueldo. No concebía renunciar a lo que tanto le había costado lograr. Y aún menos, a su independencia.
—No pretenderás hacerme creer que tú dejarías tu trabajo para que Dante viva contigo —dijo Paula, retadora.
—Pero yo soy el jefe y puedo tomarme tanto tiempo libre como quiera. Y tengo servicio las veinticuatro horas del día —dijo él, mirándola con una estremecedora frialdad.
La misma frialdad por la que Paula se reafirmó en su idea de que no podía dejar a Dante bajo su custodia porque él nunca podría darle tanto amor como ella. Si sus habilidades como madre estaban en duda, las de él como padre, mucho más.