sábado, 26 de junio de 2021

IRA Y PASIÓN: CAPÍTULO 19

 


Después de comer, Pedro pasó tres horas enseñándole el barco y presentándole al capitán y al resto de la tripulación. El segundo de a bordo y el chef, le explicó, se encargaban del catering y de los asuntos domésticos. Paula encantó a todos con su simpatía y su interés por la mecánica del yate. Sorprendentemente, parecía saber mucho sobre barcos.


Pero, aunque agradecía su interés, media hora después Pedro quería volver a llevársela a la cama. No podía dejar de mirar sus fantásticas piernas… y no se le escapaba que el resto de la tripulación estaba haciendo lo mismo.


—¿Qué te parece? —le preguntó, tomándola por la cintura.


—Estupendo. Un juguete carísimo —contestó ella, mirándolo con los ojos tan llenos de amor que, inexplicablemente, se le encogió el corazón—. He estado en cruceros más pequeños que este barco. No me sorprende que estemos anclados en alta mar. No creo que haya sitio suficiente en todo el puerto de Montecarlo —rió Paula—. La verdad, sabía que eras rico, pero no sabía cuánto. Un yate con helipuerto, piscina… me encanta.


—¿De verdad?


—Claro. Pero lo que me gustaría saber es dónde vamos y cuándo nos vamos. Le he preguntado al capitán, pero él tampoco parecía saberlo. ¿Nuestra luna de miel es un misterio?


Pedro frunció el ceño. Su decisión de presenciar el Gran Premio de Mónaco, la prueba de Fórmula 1, mientras estaba de luna de miel ya no parecía tan conveniente. Paula seguramente esperaba que la llevase a algún sitio romántico. Y él había decidido hacer lo que hacía todos los años, esperando que se aviniese a sus planes sin protestar.


Él nunca había tenido en cuenta lo sentimientos de una mujer. Todas las que había conocido en el pasado se habían contentado con hacer exactamente lo que él quería… ¿y por qué no? Era un hombre muy rico y un amante generoso… mientras durase la relación. Siempre había dejado claro desde el principio que no tenía intención de casarse, lo único que quería era sexo. No le interesaban los romances y no iban a empezar a interesarle ahora sólo porque estuviera casado.


Casado con la hija del hombre que destrozó a su hermana, se recordó a sí mismo. Había estado a punto de olvidar eso.


—No hay ningún misterio. Vengo aquí todos los años en mayo para ver el Gran Premio de Mónaco. Como patrocinador de uno de los equipos, normalmente veo la carrera desde uno de los boxes y luego cuando a la fiesta que se organiza después.


—Ah, ya veo —los ojos azules de Paula se oscurecieron y Pedro se dio cuenta de que, en realidad, no lo entendía—. No sabía que fueras un entusiasta de la Fórmula 1, aunque debería haberlo imaginado. Otro juguete caro, ¿no? Bueno, será una nueva experiencia —añadió, sonriendo—. Al menos te tendré sólo para mí hasta el domingo.


Que fuese tan razonable le enfadó. Eso y la ya familiar sensación de culpabilidad que lo asaltaba porque no le había contado la verdad.


Paula era su mujer. Una mujer extraordinaria, guapísima, encantadora, pero él no cambiaba de planes por nadie y no iba a hacerlo por ella. Tema su vida organizada exactamente como le gustaba y, aunque Paula trabajaba, su trabajo era flexible y pronto se acomodaría a sus necesidades.


—No exactamente… —empezó a decir—. No uso el yate sólo para descansar. A veces lo alquilo a otras personas. De no ser así, no daría beneficios. Además, hasta ahora era soltero y… en fin, es una tradición invitar a algunos conocidos de cuya hospitalidad he disfrutado en el pasado durante el fin de semana del gran premio. Y normalmente se quedan hasta el lunes.



viernes, 25 de junio de 2021

IRA Y PASIÓN: CAPÍTULO 18

 


Paula nunca había imaginado que existiera tal éxtasis y, mientras las olas de placer se retiraban y recuperaba el aliento, una sonrisa iluminaba su rostro. Le gustaba sentir el peso de Pedro sobre su cuerpo, los fuertes latidos de su corazón sobre el suyo.


—Peso demasiado…


—No, está bien.


Paula intentó sujetarlo, pero él se levantó para ir al cuarto de baño y volvió unos segundos después, su alta figura cubierta de sudor.


—Vuelve a la cama.


Pedro obedeció, apoyándose en un codo para mirarla, y Paula levantó una mano para apartar el pelo de su frente.


—Yo no sabía que pudiera ser tan… —no encontraba palabras—. Te quiero.


Era tan magnífico, tan perfecto, tan increíble.


—¿Por qué no me habías dicho que eras virgen?


—¿Eso importa? Ahora estamos casados.


—Pero estuviste prometida hace algún tiempo, ¿no?


Paula lo miró, sorprendida. Ella no se lo había contado…


—¿Cómo lo sabes?


—Debió contármelo alguien —contestó él, evasivo—. Pero eso da igual. Deberías habérmelo dicho tú.


—¿Por qué? ¿Te habrías negado a hacer el amor conmigo de haberlo sabido? —bromeó Paula, pasando un dedo por su torso.


—Sí... no… pero habría tenido más cuidado.


—Bueno, tendrás cuidado la próxima vez —sonrió ella, acariciando su espalda.


Riendo, Pedro la tumbó sobre la cama.


—Para ser tan inocente, tengo la impresión de que vas a aprender muy rápido.


—Eso espero —murmuró Paula, tomando su cara entre las manos—. ¿Cuándo empieza la segunda clase?


La sensual sonrisa masculina hizo que se estremeciese de nuevo.


—Creo que he despertado a una tigresa dormida. Pero lo primero que debes saber es que el macho tarda más tiempo en recuperarse que la hembra. Aunque, con un poco de aliento, el tiempo de espera puede ser reducido…


—¿Así? —sonrió ella, inclinando la cabeza para besar sus labios, su garganta y, por fin, una de sus tetillas.


No se cansaba de tocarlo, de besarlo. Pasó luego una mano por su firme torso, los dedos siguiendo la línea de vello oscuro hasta su ombligo y más abajo, para explorar su masculinidad… y pronto la espera había terminado.


El tiempo no existía mientras exploraban el ansia, la profundidad y la exquisita ternura de su amor. Se bañaron y volvieron a hacer el amor, durmieron y volvieron a hacer el amor...


Cuando abrió los ojos, Pedro estaba de pie al lado de la cama, con una taza de café en la mano. Medio dormida, Paula sonrió.


—Estás despierto. ¿Qué hora es?


—La una —contestó él, dejando la taza sobre la mesilla para darle un beso.


—¿La una de la mañana? Vuelve a la cama…


—La una de la tarde.


—¡No! —Exclamó Paula—. Tengo que levantarme.


Iba a hacerlo, pero se dio cuenta de que estaba desnuda y, riendo, se cubrió con el edredón.


Pedro hizo una mueca. Estaba tan bonita, el pelo rubio sobre la almohada, los labios hinchados por sus besos…


Él se había acostado con algunas de las mujeres más bellas del mundo, pero ninguna podía compararse con Paula Chaves. Ella era la perfección hecha mujer. Y sabía que la pasión que habían compartido esa noche quedaría grabada para siempre en su memoria. Era virgen y debería haberse controlado un poco más. Lo había intentado, pero…


Después de la segunda vez, se dejó llevar. Paula era, como había imaginado, una mujer apasionada. Se encendía en cuanto la tocaba y eso le encendía a él.


Y lo más asombroso era que, en un momento, había aprendido qué botones pulsar para hacer que también el perdiese la cabeza. Era una mujer de gran sensualidad…


Lo único que no había esperado era que fuese virgen. El hombre con el que había estado prometida debía ser un eunuco o un santo.


Le parecía increíble ser su primer amante porque él nunca se había acostado con una virgen. La inocencia no lo había atraído nunca; prefería a las mujeres experimentadas y, sin embargo, estaba asombrado por aquella experiencia erótica. Si era sincero, debía admitir que sentía cierta masculina satisfacción, cierto orgullo de que Paula se hubiera entregado sólo a él.


Él no creía en el amor, pero había algo increíblemente seductor en que su mujer creyera en ese sentimiento. Había pensado revelarle la verdadera razón de su matrimonio después de acostarse con ella, pero ya había descartado la idea en el avión. Y ahora, después de descubrir lo inocente que era, tendría que ser tonto para desilusionarla. Él no era tonto y daba las gracias al cielo por haber mantenido la boca cerrada.


Se ponía duro sólo con mirarla y tenía que luchar contra la tentación de volver a meterse en la cama con ella, cautivado por cada uno de sus gestos, cada una de sus sonrisas.


— Tómate el café, anda. Te espero en el salón cuando te hayas vestido. Después de comer te enseñaré el barco y te presentaré a la tripulación.


Pedro se dio la vuelta y salió del camarote porque si se quedaba… si se quedaba no respondía de sí mismo.





IRA Y PASIÓN: CAPÍTULO 17

 


Salvaje y abandonada, estaba jadeando, con un increíble deseo de sentir su cuerpo sobre ella, dentro de ella. La sensual presión de sus labios, el roce de su lengua imitando los movimientos del acto sexual hacían que estuviese a punto de explotar. Cuando Pedro se colocó entre sus piernas, murmuró su nombre mientras se arqueaba para recibirlo.


Cuando, sin poder evitarlo, hizo una mueca de dolor, vio un brillo de sorpresa en sus ojos y notó que empezaba a apartarse, pero lo retuvo enredando las piernas en su cintura. No podía dejarlo ir ahora que estaba dentro de ella por fin.


—Te deseo… te deseo tanto… te quiero.


Notó que contenía el aliento y sintió los fuertes latidos de su corazón, la tensión en cada músculo de su cuerpo. Luego empezó a moverse, despacio primero, apartándose para volver a entrar después.


Milagrosamente, su sedosa cavidad se ensanchaba para acomodarlo.


Paula estaba perdida para todo lo que no fuera el disfrute de esa posesión.


Las indescriptibles sensaciones, la fricción de sus cuerpos, las palabras susurradas, los jadeos… la llevaron a un sitio desconocido al que, sin embargo, estaba deseando llegar.


Clavó las uñas en su espalda mientras Pedro empujaba cada vez con más fuerza y gritó al sentir algo que sólo podía ser descrito como convulsiones internas. Oyó que él dejaba escapar un gemido ronco y, obligándose a abrir los ojos, vio cómo se estremecía con la fuerza del orgasmo.


Paula dejó que se apoyase en ella. Su peso, un recordatorio del poder y la pasión, del amor que le había dado. Pedro era su marido, pensó, con una sonrisa en los labios.




IRA Y PASIÓN: CAPÍTULO 16

 


Paula saltó del helicóptero para caer en los brazos de su marido que, inclinando la cabeza para evitar las aspas del aparato, atravesó el helipuerto del yate. Y no la dejó en el suelo hasta que llegaron a un enorme salón con las paredes forradas de madera brillante.


—Bienvenida a bordo —murmuró, antes de besarla. Paula sintió que la tierra se movía bajo sus pies.


O quizá era el yate, pero en cualquier caso le echó los brazos al cuello.


—Quiero que, por lo menos, lleguemos a la cama —musitó Pedrodeslizando las manos por su espalda.


Riendo, ella miró alrededor.


—¡Esto es enorme! He hecho expediciones por alta mar en barcos mucho más pequeños que éste.


—Paula, deja de hablar —le ordenó él, su ego ligeramente desinflado.


Buscó sus labios de nuevo y ella cerró los ojos en dulce rendición mientras su lengua se abría paso entre sus labios abiertos.


Por fin, cuando estaba sin aliento, Pedro levantó la cabeza.


—He esperado mucho tiempo para esto —murmuró, mientras la llevaba caminando hacia atrás hasta lo que ella esperaba fuese el camarote.


Sintió que sus pechos se hinchaban cuando Pedro empezó a acariciarlos por encima del sujetador, el pulgar rozando la punta del pezón bajo el fino encaje… Volvió a besarla y, momentos más tarde, abrió una puerta con el hombro. Ella apenas miró el dormitorio, sólo tenía ojos para Pedro.


—Paula… —musitó, clavando en ella sus ardientes ojos negros mientras desabrochaba el sujetador. Se quedó mirándola, en silencio, y esa mirada oscura sobre sus pechos desnudos la hizo temblar.


Cuando rozó uno de los pezones con la lengua, éste se levantó, desafiante. Paula se arqueó en espontánea respuesta ante el increíble deseo que sólo Pedro podía provocar.


Sintió que su falda caía al suelo sin saber cómo y, de repente, él la tomó en brazos para llevarla a la cama.


—No sabes cuánto te deseo —murmuró, sus ojos negros como carbones encendidos mientras se quitaba la ropa.


Ella observó los anchos hombros, el torso cubierto de un fino vello oscuro, las caderas, los poderosos muslos y largas piernas. Totalmente desnudo y excitado era casi aterrador en su masculina belleza y, nerviosa, cruzó los brazos sobre su pecho.


—Deja que te mire —dijo Pedro, tirando de las braguitas—. Toda.


Acarició sus piernas desde el tobillo hasta el muslo, deteniéndose en la curva de sus caderas. Y Paula tembló de arriba abajo cuando la obligó a abrir los brazos.


—No hace falta que finjas timidez. Eres exquisita, más de lo que había imaginado.


El roce de su cuerpo desnudo despertó una descarga eléctrica, sus ojos azules brillante como zafiros mientras él la miraba descarnadamente de arriba abajo. Había pensado que sentiría vergüenza al verse desnuda con Pedro pero, en lugar de eso, se sentía salvajemente excitada.


—No puedo dejar de mirarte, esposa mía. Y pronto serás mi esposa en todos los sentidos.


Sacando un paquetito de unos de los cajones de la mesilla, Pedro se enfundó un preservativo antes de colocarse sobre ella.


Lo que siguió fue tan diferente a lo que Paula había pensado que casi resultaba irreal. Cuando se imaginaba a sí misma haciendo el amor creía que sería un encuentro mágico de cuerpo y alma, dulce, tierno. Pero las violentas emociones que la sacudían no eran nada parecido a eso.


—Puedes tocarme —le dijo él.


Paula lo buscó con una prisa desesperada; su aroma masculino, el roce de su piel, la pasión devoradora que había en sus ojos, en su boca, haciendo estallar un incendio en su interior.


Con manos temblorosas exploró la anchura de sus hombros, la fuerte columna vertebral. Tembló cuando él inclinó la oscura cabeza para buscar sus pechos de nuevo con la boca. La sensualidad de esas caricias hizo que le diese vueltas la cabeza.


Y cuando por fin sus largos dedos encontraron su húmedo centro, dejó escapar un gemido. Pero quería más, mucho más, pensó levantando las caderas. Estaba atónita por su reacción, por esa pasión masculina que parecía contagiársele.




jueves, 24 de junio de 2021

IRA Y PASIÓN: CAPÍTULO 15

 


La boda había sido perfecta y ahora estaban en su avión privado con dirección al sur de Francia, donde los esperaba su yate, anclado en el puerto de Montecarlo.


Una pena que no hubiese podido quitarle él mismo el vestido de novia, pensó, mirando el traje azul que se había puesto después de la boda.


La imagen de Paula caminando por el pasillo de la pequeña iglesia se quedaría grabada en su mente para siempre. Estaba más que preciosa.


Cuando lo miró a los ojos, por un momento se quedó sin respiración.


Incluso ahora, recordándolo, su pulso se aceleraba como el de un adolescente, tentándolo a despertarla con un beso.


Pero no lo haría. Había esperado mucho tiempo y podía esperar unas horas más. No quería apresurar lo que se había prometido a sí mismo sería una larga noche de pasión.


Paula era una mujer muy apasionada y él, un hombre con experiencia, lo había visto inmediatamente. Por eso había decidido que lo mejor sería darle a probar algo de lo que tanto deseaba… y nada más. Aumentar su frustración hasta que estuviera tan desesperada que aceptase su proposición de matrimonio sin pensarlo dos veces.


Pedro se movió, incómodo. El problema era que él se había sentido igualmente frustrado durante esas semanas, como demostraba el dolor que sentía en la entrepierna. Nunca había estado tanto tiempo sin acostarse con una mujer desde que era adolescente pero, afortunadamente, la espera había terminado.


Sin embargo, ahora que lo pensaba… Paula nunca había intentado seducirlo y ésa no era la reacción de una mujer sofisticada. En su experiencia, las mujeres normalmente dejaban su deseo bien claro. Quizá Paula había estado jugando al mismo juego que él, pensó entonces, para asegurarse de que ponía un anillo en su dedo…


Pedro —lo llamó ella entonces.


—Ah, estás despierta. Me alegro —musitó él, tomando sus manos—. En media hora estaremos en el yate.


—Estoy deseándolo —Paula sonrió, sus ojos azules casi mareándolo con su brillo—. Mi amor, mi marido.


—Estoy de acuerdo, esposa mía.


Sí, era su esposa. Había conseguido lo que quería, pensó mientras el avión aterrizaba.


Su madre debía sonreírle desde el cielo mientras Elias Chaves se removía en su tumba… o se quemaba en el infierno. Le daba igual. Porque su hija era ahora una Alfonso, el apellido que él había despreciado.


En realidad, pensó entonces, no había ninguna necesidad de decirle a Paula la verdad por el momento.


Para él era suficiente con saber que había cumplido la promesa que hizo sobre la tumba de su madre.





IRA Y PASIÓN: CAPÍTULO 14

 


Se casaron un mes después en la pequeña ermita que había en la finca de su tío Camilo, Deveral Hall. El tío Camilo consideraba a Paula y Tomás como los hijos que no había tenido nunca e insistió en abrir su una vez palaciega y ahora un poco abandonada casa para tan feliz ocasión.


Era un bonito día de mayo y la vieja construcción de piedra brillaba bajo el sol. Paula estaba preciosa de blanco y Pedro era el novio perfecto, alto, moreno e increíblemente atractivo.


Los cincuenta y tantos invitados, sobre todo parientes y amigos de la novia, estuvieron de acuerdo en que había sido una preciosa ceremonia íntima.


Pedro miraba a su novia dormida con una sonrisa de satisfacción: en los labios, sus ojos oscuros brillando de triunfo.


Paula Chaves era suya. Su esposa, la señora Alfonso. El Alfonso era lo único importante. Había solicitado un pasaporte con ese apellido semanas antes y tuvo que mover algunas cuerdas para conseguirlo sin tener todavía el certificado de matrimonio. Pero, naturalmente, el pasaporte les fue entregado cuando subían al avión con destino a Montecarlo.


Pedro sacudió la cabeza, entristecido por los recuerdos. Tenía derecho a hacerle el mismo daño a su familia, pensó. Paula Chaves era ahora Paula Alfonso, una venganza muy adecuada.


Pedro volvió a mirarla. Era exquisita, pensó.


No se habría casado con ella de no ser por lo que había jurado sobre la tumba de su madre, pero desde luego se la habría llevado a la cama. Sin embargo, mirándola ahora, con el cabello rubio extendido sobre la almohada, los labios rojos ligeramente hinchados por el sueño… se alegraba de haberlo hecho.


Paula era inteligente, bien educada y con una carrera, de modo que no se metería en su vida. Desde luego, no lo haría cuando le dijera por qué se había casado con ella. Pedro frunció el ceño, pensativo. No sabía por qué, pero aquella venganza no le complacía como había esperado. La amargura que le consumía desde la muerte de su madre empezaba a desaparecer. Probablemente por Paula…


Sus constantes declaraciones de amor en lugar de enojarle le parecían adictivas. Aunque él pensaba que el amor era una excusa que usaban las mujeres, Paula incluida, para justificar el sexo con un hombre. Con la excepción de las tres mujeres de su familia, que se habían creído enamoradas y habían sufrido por ello.


Su abuela era hija de un rico ganadero peruano, pero su padre la desheredó cuando quedó embarazada de uno de los peones. Nunca se casaron y él la abandonó cuando su hija tenía un año. Su propia madre había repetido ese error dos veces, primero enamorándose de un francés, el padre de Solange, y luego de un millonario griego, el padre de él. Aunque no era exactamente una tragedia griega, su madre no había elegido bien. En cuanto a su hermana… matarse por amor era algo que a él no le entraba en la cabeza.


No, si el amor existía, era una emoción destructiva. Él deseaba a Paula, pero no se hacía ilusiones. Sabía que su dinero y su poder eran un afrodisíaco para ella como lo había sido para incontables mujeres en el pasado.




IRA Y PASIÓN: CAPÍTULO 13

 

Pedro levantó la mirada y se encontró con la de Tomas Chaves. Se había sorprendido a sí mismo pidiéndole a Paula que se casara con él de forma tan precipitada. Lo tenía todo cuidadosamente planeado, el anillo en el bolsillo de la chaqueta, una cena romántica… en lugar de eso lo había soltado en la puerta de su casa como un idiota.


Pero, en fin, Paula estaba más sexy que el demonio esa noche, razonó.


Y había dicho que sí, de modo que… misión cumplida. Aunque no había dudado ni por un momento que ella aceptaría, se negaba a admitir que era la idea de que Paula pudiese salir con otro hombre lo que le había obligado a adelantar acontecimientos.


—Acabo de pedirle a Paula que se case conmigo —contestó, tomándola por la cintura—. Pero nos gustaría que nos dieras tu bendición.


—¿Es eso verdad, Paula? ¿Vas a casarte con Pedro? —preguntó su hermano.


—Sí, claro que sí.


—En ese caso, tenéis mi bendición —Pedro miró a su futuro cuñado a los ojos y en ellos vio ciertas reservas—. Pero eres mucho mayor que mi hermana y, si le haces daño, tendrás que responder ante mí.


—La protegeré con mi vida —anunció él. Y lo decía en serio; aunque por sus propias razones.


—Conociendo a Paula, y dada la carrera que ha elegido, no te envidio —bromeó Tomas luego.


—Tomas, por favor… vas a hacer que retire la proposición antes de que pueda darme el anillo —bromeó Paula.


—Nunca —anunció Pedro—. Yo te apoyaré en tu carrera, en todo lo que quieras hacer.


—Pues deja de mirarla con ojos de cordero degollado y vamos al salón —sonrío su hermano—. Esta noche tendremos una doble celebración… enseguida te darás cuenta de dónde te has metido, amigo mío.


Pedro sabía perfectamente dónde se estaba metiendo porque lo había preparado todo, de modo que se sorprendió al sentir algo parecido al remordimiento cuando Tomas hizo las presentaciones. A Tomas y Marina los conocía, por supuesto. Como a Antonio y Marisa Browning. Los hijos de los Browning parecían muy agradables y también su otra tía, Juana, la hermana pequeña de Sara Chaves. Luego estaba sir Camilo Deveral, con una chaqueta de terciopelo azul, una camisa amarilla y un chaleco rojo.


Aunque había leído todos los nombres en el informe del investigador privado, verlos en persona era un poco desconcertante. Y, a media que transcurría la cena, descubrió que era imposible odiarlos porque todos sin excepción le dieron la bienvenida a la familia de la manera más cálida.


—¿Qué te han parecido? —le preguntó Paula después mientras lo acompañaba a la puerta.


—Creo que tu tío Camilo es un personaje y tu familia es tan encantadora como tú —murmuró él, sacando una cajita del bolsillo.


Al verla, Paula sintió una felicidad tan profunda que no podía hablar.


—Quería hacer esto durante una cena romántica, pero las cosas no han ido como yo esperaba —sonrió Pedro, besando su mano antes de poner en su dedo anular un magnífico anillo de zafiros y diamantes.


Lágrimas de alegría asomaron a los ojos de Paula.


—Es precioso, me encanta. Te quiero, Pedro —declaró, echándole los brazos al cuello.


Él era todo lo que había soñado y que hubiese dicho delante de Tomás que la apoyaría en su carrera disipó cualquier tipo de duda.


Había conseguido lo que quería: casarse con la hija de Elías Chaves, la sobrina de un caballero de la Orden del Imperio Británico.


Aunque a él le daban igual los títulos nobiliarios, para Elias Chaves habían sido lo más importante.


Su expresión se oscureció. Según su madre, veintiséis años antes, Elias Chaves había seducido a su hermana, que entonces tenía dieciocho, durante unas vacaciones en Grecia. Él tenía once años entonces y estaba en un internado, de modo que no supo nada. Cuando su hermana murió meses después en un accidente de coche se quedó desolado, pero sólo tras la muerte de su madre había comprendido la traición de Chaves por la carta dirigida a Solange que encontró entre sus pertenencias.


Elias Chaves la había dejado embarazada antes de volver a Londres y, cuando ella se puso en contacto para hablarle del embarazo, él le escribió diciendo que no creía que el niño fuera suyo. Y luego añadía que sabía que Solange era hija ilegítima y su madre, hija de la propietaria de un burdel, la amante de un millonario griego. Con tal pedigrí, le decía: «no me casaría contigo aunque fuese un hombre libre, que no lo soy». El orgulloso apellido Chaves nunca se vería emparentado con el apellido Alfonso.


Cinco meses después, Solange había leído en un periódico británico el anuncio de su boda con la hermana de sir Camilo Tomas Deveral, Sara Deveral, y abandonando toda esperanza, se suicidó. Matándose ella misma y al hijo que llevaba en su seno.