viernes, 16 de abril de 2021

NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 7

 


Pedro la llevó por un largo pasillo alfombrado.


–¿El personal de servicio siempre es tan alegre? –le preguntó.


–¿No le basta con que vayan a estar pendientes de todos sus caprichos? –respondió Pedro sin mirarla–. ¿Además tienen que hacerlo con alegría?


Giraron a la derecha al final del pasillo, donde él abrió la primera puerta de la izquierda. Gabriel le había dicho que ocuparía la habitación de invitados más grande, pero Paula no había imaginado que tuviera semejantes dimensiones. La suite presidencial del hotel en el que trabajaba parecía un agujero en comparación con aquella estancia. La habitación principal era un espacio amplio de techos altos y grandes ventanales, decorado en distintos tonos de amarillo y verde. Había una zona de estar con sillones colocados frente a una enorme chimenea. También había una zona de comedor y otra de trabajo, con un escritorio y unas estanterías abarrotadas de libros.


–Qué bonito –dijo–. El amarillo es mi color preferido.


–El dormitorio está por allí –Pedro le señalo la puerta que había al fondo.


Apenas abrió dicha puerta, Paula se quedó asombrada. La habitación era puro lujo, con una enorme cama con dosel, otra chimenea y una televisión gigantesca. Lo que no vio fue la cuna que le había prometido Gabriel.


Empezaban a dolerle los brazos de cargar con el peso de Mia, por lo que la dejó en el centro de la cama, rodeada de almohadones por todas partes, por si se daba la vuelta. La pequeña ni se inmutó con el cambio. De vuelta a la sala de estar, Paula vio un vestidor en el que habrían cabido cuatro armarios como el que ella tenía en casa; y el baño, con bañera y ducha, tenía todas las comodidades que una pudiera desear.


Encontró a Pedro de pie junto a la puerta, cruzado de brazos y mirando el reloj con impaciencia.


–Gabriel me dijo que habría una cuna para Mia, pero no la he visto. Se mueve mucho mientras duerme, así que no puede dormir en una cama, y menos en una tan alta como esa.


–La habitación infantil está al final del pasillo –se limitó a decirle como si fuera algo obvio.


–Entonces espero que haya un intercomunicador para que pueda oírla si se despierta por la noche.


–De eso se encarga la niñera –dijo, perplejo.


–¿Y dónde duerme la niñera? –preguntó de todos modos.


–En la habitación que está al lado de la infantil –seguía respondiendo en un tono que daba a entender que sus preguntas eran absurdas.


Seguramente en su mundo era perfectamente normal que los niños quedaran al cuidado del personal de servicio, pero ella no vivía en ese mundo. Ni mucho menos. Y él debía de saberlo.


Tendría que pensar si quería que la niñera se hiciese cargo de Mia por las noches. No quería poner dificultades, ni ofender a Karina, que seguramente fuera toda una profesional, pero Paula no corría el menor riesgo cuando se trataba de Mia. Si era necesario, le pediría a Pedro que trasladaran la cuna a su dormitorio y, si ponía algún impedimento, dormiría en la habitación infantil hasta que regresara Gabriel.


–Si no necesita nada más –le dijo Pedro, dándose ya media vuelta.


Pero Paula no iba a dejarlo libre todavía.


–¿Y si necesito algo? –le preguntó–. ¿Cómo hago para encontrar a alguien?


–En el escritorio encontrará un teléfono y un listado con las extensiones.


–¿Y cómo sé a quién llamar?


–Si quiere comer o beber algo, tiene que llamar a la cocina. Si necesita toallas o sábanas limpias, llame a la lavandería… ya sabe.


–Y si necesito hablar con usted. ¿Su teléfono también está en la lista?


–No, y si lo estuviera, tampoco estaría disponible.


–¿Nunca?


Vio cómo apretaba la mandíbula.


–Cuando mi padre no está, debo estar al servicio de mi país.


Pedro –le dijo en un tono de voz que esperaba transmitiera sinceridad–, sé cómo se siente, pero…


–Usted no tiene la menor idea de lo que siento –la interrumpió en un tono tan duro que hizo que Paula diera un paso atrás–. Mi padre me pidió que la ayudara a instalarse y eso es lo que he hecho. Ahora, si no quiere nada más.


Entonces se oyó carraspear a alguien y ambos miraron a la puerta. Allí estaba la niñera.


–Las dejo para que puedan hablar –dijo Pedro antes de escapar a toda prisa.


Y se llevó consigo cualquier esperanza que Paula hubiera podido albergar de llevarse bien con él.


–Pasa –le dijo a Karina.


La muchacha entró con gesto nervioso.


–¿Quiere que me lleve a Mia para que pueda descansar?


Lo cierto era que estaba agotada y le costaría más descansar teniendo a Mia en la cama, pues no podría dejar de pensar en que la niña podía caerse de la cama mientras ella dormía. Y lo que menos necesitaba en esos momentos era que Pedro pensara que, además de ser una cazafortunas, también era mala madre.


–La verdad es que me vendría bien echarme una siesta –reconoció–. Pero me gustaría que me la trajeras si se despierta llorando. Se va a sentir muy desorientada cuando despierte en un lugar totalmente nuevo y vea a alguien que no conoce.


–Muy bien, señora.


–Llámame Paula, por favor.


Karina asintió, pero era evidente que le incomodaba la idea.


–Mia está dormida en la cama. ¿Qué te parece si la llevo yo y así veo dónde está la habitación?


La niñera volvió a asentir.


Tampoco ella parecía muy habladora.


Dejó a Mia en la cuna y la tapó con una manta. La niña estaba tan cansada que ni se movió.


Ya en su suite, miró el teléfono móvil para ver si tenía alguna llamada, pero no había ninguna. Llamó al móvil de Gabriel y le dejó un mensaje en el buzón de voz.


Dejó el teléfono en la mesilla de noche, se tumbó y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, estaba todo oscuro.




jueves, 15 de abril de 2021

NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 6

 


Paula respiró hondo mientras el coche se acercaba a los increíbles escalones de mármol de la entrada principal, flanqueada por columnas. Con más de veinte mil metros cuadrados, el palacio era más grande que la Casa Blanca.


Pedro salió de la limusina en cuanto se abrió la puerta y fue el chófer el que ayudó a Paula, que salió con la niña dormida en brazos y siguió a Pedro. Él la esperaba junto a las enormes puertas dobles del palacio, tras las cuales pudo descubrir que el interior era tan impresionante como el exterior, con un vestíbulo circular de resplandecientes suelos de mármol. Del techo pendía una gigantesca araña cuyos cristales parecían diamantes en los que se reflejaba el sol. A cada lado y siguiendo el trazado curvo de las paredes, había una escalera con barandilla de hierro forjado que ascendía al segundo piso. En el centro del vestíbulo había una mesa de mármol tallado con un enorme centro de flores exóticas que inundaban el aire con su dulce fragancia. El conjunto era una mezcla de tradición y modernidad, elegante y algo excesivo.


Fue entonces, mientras observaba el entorno maravillada, cuando Paula se dio cuenta de verdad de la situación en la que se encontraba. Empezó a darle vueltas la cabeza y se le aceleró el corazón. Aquel lugar tan impresionante podría convertirse en su casa, Mia podría crecer allí y tener lo mejor de lo mejor y, lo que era más importante, un hombre que la aceptaría como si fuera su hija. Solo eso era como un sueño hecho realidad.


Del pasillo que había al fondo del vestíbulo comenzaron a salir casi una docena de empleados que Pedro fue presentándole. Celia, el ama de llaves, le presentó a las empleadas:

–Esta es Camila –le dijo Celia con un tono de voz gris que encajaba a la perfección con su adusta expresión–. Será su doncella personal durante el tiempo que dure su estancia.


–Encantada de conocerte, Camila –le dijo con una sonrisa en los labios y tendiéndole la mano a la muchacha.


La joven la aceptó con gesto nervioso y la mirada clavada en el suelo.


–Señora –murmuró.


El mayordomo, Jorge, llevaba frac y camisa blanca de cuello rígido. Era muy flaco, con la espalda algo encorvada y parecía estar a punto de alcanzar los cien años, si no lo había hecho ya.


Pedro se volvió hacia jorge y le señaló el equipaje que había llevado el chófer hasta allí. Sin decir una palabra, otros dos empleados más jóvenes se pusieron en acción.


Una mujer de mediana edad y aspecto elegante dio un paso al frente y se presentó como Tatiana, secretaria personal del rey.


–Si necesita cualquier cosa, no dude en decírmelo –le dijo con absoluta corrección y luego señaló a la joven que había a su lado, ataviada con un uniforme parecido al de las doncellas–. Esta es Karina, la niñera. Ella cuidará de su hija.


A Paula le incomodaba un poco la idea de dejar a Mia con una completa desconocida, pero sabía que Gabriel jamás habría elegido a alguien en quien no confiara plenamente.


–Es un placer conocerla –dijo Paula, conteniéndose para no pedirle que le enumerara todos y cada uno de los méritos que la hacían merecedora del puesto.


–Señora –la saludó la joven.


–Llámame Paula, por favor. Lo cierto es que nunca he sido muy dada a la formalidad, así que les pediría a todos que me tutearan.


Sus palabras no obtuvieron respuesta ni reacción alguna por parte de los empleados. Ninguno de ellos esbozó siquiera una sonrisa. ¿Serían siempre tan inexpresivos o sería porque ella no era de su agrado? ¿Habrían decidido ya, igual que Pedro, que no era de fiar?


–La llevaré a sus habitaciones –le anunció Pedro.


Sin esperar una respuesta, se dio media vuelta y comenzó a subir por la escalera de la izquierda a una velocidad que casi la obligó a echar a correr para no perderlo.




NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 5

 


La visita a Varieo iba de mal en peor.


Mia dormía en el coche y Paula estaba sentada a su lado con el estómago atenazado por el temor. Parecía que Pedro ya se había formado una opinión sobre ella y no pensaba darle la menor oportunidad. La idea de estar sola con él hasta que regresase Gabriel la tensaba aún más.


Con un poco más de perspectiva, seguramente no había estado muy acertada al enfrentarse a él de manera tan directa. Siempre había sido una mujer de fuertes convicciones, pero, la mayoría de las veces, se las arreglaba para controlarse. Sin embargo la mirada de arrogancia que le había dedicado Pedro, el engreimiento que parecía supurarle por todos los poros, habían hecho que perdiera los nervios y, antes de que pudiera pararse a pensarlo, había abierto la boca y había soltado aquellas palabras.


Lo miró apenas un instante y comprobó que seguía concentrado en el teléfono. En una escala de uno a diez, tenía por lo menos un quince en lo que se refería al aspecto. Lástima que no tuviera una personalidad acorde a tanta belleza.


Hacía apenas diez minutos que lo conocía. ¿Acaso no estaba llegando a conclusiones apresuradas, y eso hacía que no fuera mejor que él.


Era cierto que se comportaba como un cretino, pero quizá tuviera una buena razón para hacerlo. Si su padre le comunicase que tenía intención de casarse con una mujer mucho más joven a la que ella ni siquiera conocía, probablemente ella también se mostraría desconfiada. Y si su padre fuese un rey millonario, sin duda cuestionaría los motivos que impulsaban a dicha mujer a querer casarse con él. Probablemente Pedro solo estaba preocupado por su padre, como lo estaría cualquier hijo. Y Paula no debía olvidar que además hacía menos de un año que había perdido a su madre y, por lo que le había dado a entender Gabriel, Pedro se había tomado muy mal su muerte. Era lógico que aún le doliera y que temiera que ella pretendiera ocupar el lugar de la reina, lo que no podía estar más lejos de la verdad.


Pero, ¿y si el rechazo que sentía hacia ella impulsaba a Pedro a intentar interponerse entre Gabriel y ella? Tendría que plantearse si quería vivir sintiéndose siempre como una intrusa en su propia casa.


El corazón empezó a latirle con tal fuerza que tuvo que obligarse a respirar hondo e intentar relajarse. Estaba adelantándose a los acontecimientos. Ni siquiera estaba segura de querer casarse con Gabriel. ¿Acaso no era ese el objetivo del viaje? Seis semanas era mucho tiempo, durante el que podrían pasar muchas cosas. Por el momento trataría de no preocuparse.


Esbozó una ligera sonrisa y sintió cierta paz interior mientras miraba por la ventanilla. La limusina estaba atravesando el precioso pueblo costero de Bocas, de calles empedradas y llenas de turistas. Según le había contado Gabriel, gran parte de la economía nacional dependía del turismo, que había aumentado exponencialmente en los últimos años.


Se aproximaron a unas puertas que se abrieron de inmediato y, al aparecer el palacio ante ellos, Paula se quedó sin aliento. Parecía un oasis, enormes fuentes, grandes praderas de césped y jardines frondosos.


Las cosas empezaban a mejorar.


Se volvió hacia Pedro; parecía impaciente por salir del coche y librarse de ella.


–Tienen una residencia preciosa –le dijo.


–¿Acaso esperaba que no fuera así? –respondió él.


Eso sí que era estar a la defensiva.


–Lo que quería decir es que las fotos que he visto del palacio no le hacen justicia. Es muy emocionante verlo en persona.


–Ya me imagino –respondió sin ocultar su sarcasmo.


Parecía que no estaba dispuesto a darle ni un respiro.




NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 4

 


No tenía pelos en la lengua. Quizá no fuera la mejor característica para una futura reina, aunque no podía negar que su madre siempre había sido famosa por no tener el menor reparo en decir su opinión, algo de lo que habían aprendido muchas mujeres jóvenes del país. Sin embargo había una clara diferencia entre tener principios y ser irresponsable. Además, se le revolvía el estómago solo de pensar que aquella mujer pudiera pensar que estaría a la altura de la difunta reina o que albergara la esperanza de sustituirla.


Solo esperaba que su padre recuperara la cordura antes de que fuera demasiado tarde, antes de que hiciera la ridiculez de casarse con ella. Por mucho que deseara lavarse las manos y desentenderse de todo, le había prometido a su padre que se encargaría de recibirla y de ayudarla a instalarse. Y él era un hombre de palabra. Para él el honor no era solo una virtud, era una obligación. Era lo que le había enseñado su madre. Aunque todo tenía un límite.


–Su pasado –comenzó a decirle–, es algo que les concierne a mi padre y a usted.


–Pero es evidente que usted ya se ha formado una opinión al respecto. Quizá debería intentar conocerme mejor antes de juzgarme.


Pedro se inclinó hacia delante y la miró a los ojos, para que no hubiera la menor duda sobre su sinceridad.


–No tengo intención de perder el tiempo.


Ella ni siquiera se inmutó. Le mantuvo la mirada con un fuego en los ojos que daba a entender que no iba a dejarse intimidar, y él sintió… algo. Una emoción a medio camino entre el odio y el deseo. Lo que le horrorizó fue el deseo, que fue como una bofetada en la cara.


Y entonces Paula tuvo la audacia de sonreír, algo que le enfureció y le fascinó al mismo tiempo.


–Muy bien –dijo ella encogiéndose de hombros.


El gesto hacía pensar que o no le creía, o no le importaba lo que dijera.


A él le daba igual cuál de las cosas fuera. Toleraría su presencia por respeto a su padre, pero jamás la aceptaría.


Con una incomodidad que no estaba acostumbrado a sentir, sacó el teléfono móvil como si ella no estuviera allí. Por primera vez desde la muerte de su madre, su padre parecía feliz de verdad y eso era algo que Pedro nunca querría negarle. Pero solo porque pensaba que no iba a durar.


Con un poco de suerte su padre abriría los ojos y la enviaría de regreso al lugar del que había venido antes de que fuera demasiado tarde




miércoles, 14 de abril de 2021

NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 3

 


Era incluso peor de lo que la había imaginado.


Sentado frente a ella, Pedro observó a su nueva rival, la mujer que se las había arreglado para cautivar a su padre solo ocho semanas después de la muerte de la reina.


Al principio, cuando su padre se lo había contado, Pedro había creído que había perdido la cabeza. Era demasiado joven y apenas la conocía. Pero ahora, viéndola cara a cara, no había duda de por qué el rey estaba tan fascinado con ella. Tenía el pelo de un rubio natural, la figura de una modelo y un rostro que podría haber inspirado a Leonardo da Vinci o a Tiziano.


Al verla salir del avión, con la mirada confusa y un bebé contra el pecho, había albergado la esperanza de que tuviera el cerebro tan hueco como algunas de esas rubias que aparecían en los realities estadounidenses, pero entonces la había mirado a los ojos y había visto la indudable inteligencia que había en ellos. Inteligencia y cierta desesperación.


Tenía un aspecto tan desaliñado y exhausto que, muy a su pesar, no pudo evitar sentir lástima por ella. Pero eso no cambiaba el hecho de que fuera el enemigo.


La niña siguió sollozando en su sillita y luego soltó un chillido tan agudo que hizo que le pitaran los oídos.


–Tranquila, mi amor –le dijo agarrando la manita a su hija, y luego miró a Pedro–. Lo siento mucho. Normalmente es muy tranquila.


Siempre le habían gustado los niños. Algún día tendría hijos puesto que, como único heredero, era responsabilidad suya perpetuar el legado de la familia Alfonso.


Claro que eso podría cambiar. Con una mujer tan joven, su padre podría tener más hijos.


La idea de que su padre tuviese hijos con otra mujer era como una patada en la boca del estómago.


La señorita Chaves se agachó para sacar de una de sus bolsas un biberón con algo que parecía zumo y se lo dio a su hija. La pequeña se lo metió en la boca, lo chupó unos segundos, luego hizo un mohín y lo tiró, el biberón le dio a Pedro en el pie.


–Lo siento –volvió a decir mientras su hija se echaba a llorar de nuevo.


Él agarró el biberón y se lo dio.


Entonces ella sacó un juguete con el que tratar de entretenerla, pero después de mirarlo un rato, la niña lo tiró también y esa vez le dio a Pedro en la pierna. Tampoco funcionó un segundo juguete.


–Lo siento –repitió ella.


Pedro le dio los dos juguetes, tras lo cual se quedaron en silencio durante unos incómodos minutos, hasta que ella le dijo:

–¿Siempre es usted tan hablador?


No tenía nada que decirle a aquella mujer, pero, en cualquier caso, habría tenido que decírselo a gritos para que pudiera oírlo con los chillidos de su hija.


Al ver que él no respondía, ella siguió hablando con evidente nerviosismo.


–No sabe lo impaciente que estaba por llegar y poder conocerlo. Gabriel me ha hablado mucho de usted y de Varieo.


Pedro no compartía tal entusiasmo y no tenía intención de fingir que era así. Tampoco creía que ella fuese sincera. No hacía falta ser un genio para darse cuenta de por qué estaba allí, que lo que le había atraído de su padre era su dinero y su posición social.


Volvió a intentarlo con el biberón y esa vez la niña lo agarró, bebió durante un rato y entonces empezaron a cerrársele los ojos.


–No ha dormido bien durante el vuelo –le explicó, como si a él pudiera importarle–. Además todo esto es nuevo para ella. Supongo que va a necesitar un poco de tiempo para acostumbrarse a vivir en otra parte.


–¿El padre de la niña no ha puesto ninguna objeción a que usted se la llevara a otro país? –no pudo evitar preguntarle.


–Su padre me dejó cuando se enteró de que estaba embarazada y no he sabido nada de él desde entonces.


–¿Está usted divorciada?


Ella negó con la cabeza.


–No estábamos casados.


Estupendo. Otro punto negativo en su contra. Por si el divorcio no fuera lo bastante malo, su padre se había buscado una mujer que había tenido una hija sin estar casada. ¿En qué demonios estaba pensando? ¿Realmente creía que Pedro daría su aprobación a que entrara en la familia alguien así?


Se le debió de reflejar la desaprobación en la cara porque Paula lo miró a los ojos y le dijo:

–Alteza, yo no me avergüenzo de mi pasado. Aunque puede que las circunstancias no fueran ideales, Mia es lo mejor que me ha pasado nunca y por eso no me arrepiento de nada.



NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 2

 


Según su padre, Paula había transformado en arte la costumbre de cometer errores y tomar decisiones equivocadas, pero ahora todo era distinto. Ella era distinta, y todo gracias a su hija. Había sido duro enfrentarse sola a ocho meses de embarazo, durante los que le había aterrado la idea de traer al mundo a alguien que iba a depender completamente de ella. Había habido momentos en los que no había estado segura de poder hacerlo o de estar preparada para semejante responsabilidad, pero en cuanto había visto a Mia y la había tenido en sus brazos después de veintiséis horas de parto, se había enamorado locamente. Por primera vez en su vida, Paula había sentido que tenía una misión: debía cuidar de su hija y procurarle una existencia feliz. Esa era ahora su máxima prioridad.


Lo que más deseaba en el mundo era que Mia tuviese un hogar estable, con un padre y una madre, y casándose con Gabriel podría garantizarle a su hija oportunidades con las que ella jamás habría soñado. ¿No era motivo más que suficiente para casarse con un hombre que no… no la volvía loca? ¿No eran más importante el respeto y la amistad?


Al mirar por la ventana vio una limusina que acababa de detenerse a unos cien metros del avión.


Gabriel, pensó con una mezcla de alivio y emoción. Había ido a recibirla tal como le había prometido.


Agarró el bolso y a Mia y la azafata se hizo cargo de todo lo demás.


Allí estaba, empezando una nueva vida. Otra vez.


El piloto abrió la puerta del avión, dejando que entrara una bocanada de aire caliente cargado de olor a mar.


Salió del avión, el sol de la mañana brillaba con fuerza y el asfalto del suelo desprendía un calor asfixiante.


Se abrió la puerta de la limusina y a Paula se le aceleró el pulso al ver que asomaba un carísimo zapato, seguramente italiano, contuvo la respiración hasta ver al propietario de dicho calzado… momento en el que soltó el aire con profunda decepción. Aquel hombre tenía los mismos rasgos marcados, los mismos ojos de mirada profunda y expresiva que Gabriel, pero no era Gabriel.


Aunque no hubiese pasado horas leyendo cosas sobre el país, habría sabido instintivamente que el guapísimo caballero que iba en ese momento hacia ella era el príncipe Pedro Alfonso, el hijo de Gabriel. Era exacto a las fotos que había visto de él: oscuramente intenso y demasiado serio para tener solo veintiocho años. Vestido con unos pantalones grises y una camisa blanca que resaltaba el tono aceitunado de su piel y el negro de su cabello ondulado, parecía más un modelo que un heredero al trono.


Paula miró al interior del vehículo con la esperanza de ver alguien más, pero estaba vacío. Gabriel había prometido que iría a buscarla, pero no lo había hecho.


Se le llenaron los ojos de lágrimas. Necesitaba a Gabriel. Él tenía la habilidad de hacerle sentir que todo iba a ir bien.


«Nunca muestres debilidad». Eso era lo que le había repetido su padre desde que Paula tenía uso de razón. Así pues, respiró hondo, cuadró los hombros y saludó al príncipe con una sonrisa en los labios y una inclinación de cabeza.


–Señorita Chaves –le dijo él al tiempo que le tendía la mano para saludarla.


Paula se cambió de lado a Mia, que sollozaba suavemente, para poder darle la mano a Pedro.


–Alteza, es un placer conocerlo por fin –dijo–. He oído hablar mucho de usted.


Pedro le estrechó la mano con firmeza y mirándola a los ojos fijamente. Estuvo tanto tiempo mirándola y con tal intensidad, que Paula empezó a preguntarse si pretendía retarla a un pulso, a un duelo o a algo parecido. Tuvo que resistirse al impulso de retirar la mano mientras empezaba a sudar bajo la blusa y cuando por fin la soltó, Paula notó un extraño hormigueo en la piel que él le había tocado.


«Es el calor», pensó. ¿Cómo podía tener ese aspecto tan pulcro y fresco mientras ella se derretía?


–Mi padre le envía sus más sinceras disculpas –la informó con una voz profunda y suave que se parecía mucho a la de su padre–. Ha tenido que salir del país inesperadamente. Por un asunto familiar.


¿Salir del país? Se le cayó el alma a los pies.


–¿Ha dicho cuándo vuelve?


–No, pero me pidió que le dijera que la llamaría.


¿Cómo había podido dejarla sola en un palacio lleno de desconocidos? Tenía un nudo en la garganta y unas ganas tremendas de llorar.


Si hubiese tenido pañales y leche suficientes para hacer el viaje de regreso a Estados Unidos, seguramente se habría planteado la posibilidad de volver a subirse al avión y volver a casa.


Mia se echó a llorar y Pedro enarcó una ceja.


–Esta es Mia, mi hija.


Al oír su nombre, la pequeña levantó la cabeza del hombro de Paula y miró a Pedro con unos enormes ojos azules llenos de curiosidad, y el cabello rubio pegado a las mejillas por culpa de las lágrimas. Normalmente tenía cierto miedo a los desconocidos, por lo que Paula se preparó para los gritos, pero en lugar de estallar de nuevo, le dedicó a Pedro una enorme sonrisa que dejó ver sus dos únicos dientes y con la que podría haberle derretido el corazón hasta al más impasible. Quizá como se parecía tanto a Gabriel, al que Mia adoraba, la niña confiaba en él de manera instintiva.


Como si fuera algo contagioso, Pedro no pudo resistirse a dedicarle una sonrisa. Paula sintió ese placentero vértigo que notaba una mujer cuando se sentía atraída por alguien. Algo que, lógicamente, la horrorizó e hizo que se sintiera culpable. ¿Qué clase de depravada se sentía atraída por su futuro hijo político?


Debía de estar más cansada de lo que pensaba porque estaba claro que no pensaba con claridad.


Al volver a mirarla a ella, Pedro dejó de sonreír.


–¿Vamos?


Paula asintió al tiempo que se aseguraba a sí misma que todo iba a ir bien, pero al entrar a la limusina, no pudo evitar preguntarse si no se estaría metiendo en algo que quizá no pudiera controlar.



NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 1

 


Desde el avión, la costa de Varieo, con su mar azul y sus playas de arena blanca, parecía el paraíso.


A sus veinticuatro años, Paula Chaves había vivido en más continentes y en más ciudades de los que visitaba la mayoría de la gente en toda su vida; era lo normal, siendo hija de un militar. Pero esperaba que aquel pequeño principado de la costa mediterránea se convirtiese en su hogar para siempre.


–Ya estamos aquí, Mia –le susurró a su hija de seis meses, que después de pasar la mayor parte del larguísimo viaje entre sueños inquietos y gritos de pavor, había sucumbido por fin al agotamiento y dormía plácidamente en la silla de seguridad.


El avión descendió por fin hacia la pista privada donde los recibiría Gabriel, su… Resultaba un poco infantil llamarlo novio, teniendo en cuenta que tenía cincuenta y seis años, pero tampoco era exactamente su prometido. Por lo menos por el momento. Al preguntarle si quería casarse con él, ella no había dicho que sí, pero tampoco había dicho que no. Eso era lo que debía determinar aquella visita, si quería casarse con un hombre que no solo era treinta y dos años mayor que ella y vivía en la otra punta del mundo, sino que además era rey.


Miró por la ventana y, a medida que se acercaban, se ponía más nerviosa.


«Paula, ¿en qué te has metido esta vez?«.


Su padre le habría dicho que estaba cometiendo otro gran error. Su mejor amiga, Jessica, también había cuestionado su decisión.


Paula era perfectamente consciente de que estaba corriendo un riesgo. Esa clase de riesgos ya le había salido mal otras veces, pero Gabriel era todo un caballero y realmente se preocupaba por ella. Él jamás le robaría el coche y la dejaría abandonada en una cafetería en medio del desierto de Arizona. Nunca solicitaría una tarjeta de crédito a su nombre y se gastaría todo el dinero. No fingiría que sentía algo por ella solo para que le escribiera el trabajo de final de curso de Historia de los Estados Unidos y luego la dejaría por una animadora. Y desde luego, jamás desaparecería después de dejarla embarazada y sola.


Las ruedas del avión tocaron el suelo y Paula sintió que el corazón se le subía a la garganta. Sentía nervios, impaciencia, alivio y, por lo menos, una docena más de emociones.


El avión recorría la pista camino a la pequeña terminal privada propiedad de la familia real.


Gabriel no la veía como una mujer florero. Se habían hecho buenos amigos, confidentes. Él la amaba y ella no tenía la menor duda de que era un hombre de palabra. Solo había un pequeño problema, aunque lo respetaba profundamente y lo quería mucho como amigo, no podía decir que estuviese enamorada de él. Gabriel era consciente de ello, pero estaba seguro de que con el tiempo, las seis semanas que iba a durar aquella visita, Paula acabaría amándolo. No tenía ninguna duda de que juntos serían felices para siempre y no era un hombre que se tomara a la ligera la sagrada institución del matrimonio.


Había estado casado durante tres décadas con su primera mujer y, según decía, habrían seguido juntos otras tres si no se la hubiese llevado un cáncer hacía ocho meses.


En cuanto se detuvo el avión, Paula encendió el teléfono y le envió un mensaje a Jessica para que supiera que habían llegado bien. Después, desabrochó los cierres de seguridad de la sillita que le había comprado Gabriel a Mia y la abrazó con fuerza, sumergiéndose en su dulce aroma de bebé.


–Ya hemos llegado, Mia. Aquí empieza nuestra nueva vida.