Paula no sólo estaba herida en su amor propio… Lo peor de todo era que su camiseta había desaparecido por completo. Tuvo la tentación de aprovechar, la ocasión y acercarse para averiguar qué tal besaba. Probablemente no le importaría demasiado hacerlo, aun no siendo su tipo de mujer. ¡Los hombres tenían comportamientos tan predecibles!
Paula se golpeó suavemente la cabeza: el percance le había afectado seriamente al sentido común.
—¿Dónde está? —gritó Paula, por encima de uno de los hombros musculosos.
—La camiseta se ha quedado enganchada arriba, en lo que quedaba de tejado.
—¡Maldita sea! —exclamó Paula, estornudando en medio de la nube de polvo que se había organizado, tras el accidente.
—No te preocupes —replicó Pedro sonriendo y mostrando los blancos dientes—. Toma, ponte mi camisa.
Mientras se desnudaba y le ponía la prenda a Paula, ella comprendió que el tacto de sus dedos unos centímetros más arriba, habrían sido tremendamente significativos.
—¡Para, por favor! —exclamó la joven, dándole la espalda.
—¿Eso es gratitud?
—¡Desde luego, todos los hombres sois iguales! En cuanto podéis, os pierde el sexo…
—Ah… Está hablando la voz de la experiencia…
—¡No tiene gracia!
—No es muy corriente que una profesora trabaje de vaquera en un rancho. Sobre todo, con tan poca estatura como tú.
Evidentemente, Pedro estaba descalificándola, preguntándose, qué pintaba una mujer entre tantos vaqueros.
Paula lo miró con desprecio.
—Te pareces a mi abuelo. Cuando era pequeña, pasaba los veranos en su rancho. Un año, vio que ya me había hecho mayor y, rápidamente, me envió a trabajar en la cocina, en vez de dejarme seguir montando a caballo. Tuve que hacer verdaderos desastres culinarios para que me echaran de allí.
La camisa todavía conservaba el calor de su dueño. Paula se la ató con un nudo en la cintura.
Trato de alejar de su pensamiento el torso masculino desnudo. El vello que cubría su pecho le bajaba hasta la cintura… ¿Cómo estaría sin los téjanos?
De nuevo, la mente se le disparó.
Alfonso, dijo sonriendo:
—¿Odias a todos los hombres a los que les gustan las mujeres y que no tienen miedo de expresarlo?
Paula pestañeó y respiró, antes de contestar.
—No odio a los hombres. He conocido a unos cuantos canallas, pero aun así, todavía practico el sexo.
—¡Como yo!
La profesora lo fulminó con la mirada, tal y como solía hacerlo con los estudiantes desobedientes.