—¿Y ahora qué pasará? —murmuró Pedro Alfonso, aparcando el coche en la entrada de su casa.
Un grupo de niños estaba amontonado alrededor de uno de los arces del jardín, mirando insistentemente hacia arriba.
—¿Ocurre algo? —preguntó el propietario de la casa.
—La cometa se nos ha quedado enganchada en el árbol —dijo uno de los chiquillos—, Paula la ha desenredado, pero ahora no puede bajar.
—¿Quién es Paula? —interrogó Pedro.
—¡Pues, Paula…! —contestó el niño con impaciencia.
Pedro se acercó al grupo y miró hacia arriba, esperando encontrarse con una adolescente marimacho. Lo que vio en lo alto del arce fue algo muy diferente. Se trataba de una mujer en pantalón corto y una sugerente camiseta de algodón, que se había quedado atrapada en la cabaña, construida años atrás, en la copa del árbol. El hombre se fijó en sus largas piernas y en la armoniosa línea de su pecho mientras intentaba bajar del viejo arce. Estaba claro que no se trataba de un marimacho… Habitualmente, las mujeres que le gustaban eran rubias, con piernas largas y un aspecto impecable. Sin embargo, Paula era más bien atractiva. De ella emanaba una sexualidad saludable que le hacía recordar las cálidas sensaciones del fuego y el vino.
«Para de pensar en esa mujer», se autocensura Pedro, intentando pasar por alto su instinto masculino. «Ni es el momento ni el lugar apropiado para fijarse en ella».
Sobre todo, teniendo en cuenta que, en aquellos días, se había visto obligado a enfrentarse a la mujer que lo había estado acosando sin el mínimo respeto. Se trataba de la hija del jefe, y estaba empeñada en casarse con él. Al recordarlo, Pedro notó como un escalofrío le recorrió toda la espalda.
—Chicos, no os preocupéis. Ya me ocupo yo de esto —dijo Alfonso a los niños, mandándolos a casa.
Tenía fama de ogro porque no le gustaban mucho los crios. No debía haberse comprado una casa en esa zona tan familiar. Sin embargo, lo había hecho porque aquel ambiente representaba todo lo que no había disfrutado en su hogar.
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