lunes, 22 de febrero de 2021

UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 15

 


Julia entró corriendo en Beananza, su cafetería favorita.


—Hola, Julia, ¿como estás? —le preguntó Bruno, su camarero preferido desde la máquina de café.


—Hace un día precioso —respondió ella.


Bruno la miró con incredulidad.


—Si está lloviendo —le dijo, sirviendo un chocolate a un cliente y poniéndose después a preparar el café de Julia.


No necesitaba que le preguntasen lo que quería. Julia tomaba lo mismo todos los días. Un café largo con leche desnatada. Como si bebiéndolo fuese a volverse más alta y delgada.


La esperanza era lo último que se perdía.


—Los brownies acaban de salir del horno —añadió Bruno.


—No puedo comerlos —respondió ella—. Estoy a régimen.


—¿De verdad? ¿Y quién es él?


—¿Piensas que estoy a régimen solo por un hombre?


—Llevas tres años viniendo a Beananza casi todos los días. Y eso hace casi mil días seguidos. Cada vez que te pones a régimen es porque has conocido a alguien.


—De acuerdo, es verdad.


Bruno sonrió y le dio su café.


Julia fue a sentarse a una mesa, le dio un sorbo a su café y sacó la tablet para saborear el último correo de su nuevo amor.


Hola cariño:

Hace calor y el ambiente es pegajoso en este país. Tengo que tomar un avión en unos minutos. Te echo de menos. Nunca me había sentido tan unido a nadie. Estoy deseando verte la semana que viene.

Te quiere, Gaston.


Mientras volvía a leer el mensaje, Julia pensó que no solo el café estaba hecho para saborearse. El amor, también. Y solo esperaba que Gaston no se llevase una decepción al verla en persona.


Miró su café con preocupación. Tal vez debería haber pedido un té verde.




domingo, 21 de febrero de 2021

UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 14

 


La consulta del doctor Greene llevaba treinta años oliendo igual, pensó Pedro mientras se sentaba a esperar y hojeaba una vieja revista de golf. Y la decoración tampoco había cambiado. Dejó la revista. Ni siquiera le gustaba el golf. Sacó su teléfono y miró el correo. Nada interesante.


Odiaba las salas de espera. Odiaba esperar. Miró el reloj del teléfono. Ya llevaba allí quince minutos. Si hubiese sido por él, ni siquiera habría ido al médico. Maldijo a Gabriel. Ya se le curaría la pierna.


Una madre y su hijo salieron de la sala. El niño tosía. En cuanto la puerta se hubo cerrado, la recepcionista, Carola, que también llevaba allí toda la vida, le hizo un gesto a Pedro.


—Ya puedes pasar.


Hector Greene debía de tener casi setenta años. Tenía el pelo, o lo que le quedaba de él, cano, la barba blanca como la de Santa Claus y los ojos azules. El doctor Greene había sido el médico de su abuela desde siempre y el suyo también, si es que se suponía que tenía un médico. Este se levantó al verlo entrar cojeando a la sala y le tendió la mano.


Pedro, ¿cómo estás?


—He estado mejor, doctor.


El médico le hizo un gesto para que se sentase y tomó asiento también.


—Hacía mucho tiempo que no nos veíamos, ¿no?


—Unos cinco años.


El médico asintió.


—Siento lo de tu abuela. Sé que ha sido una gran pérdida para ti.


—Sí.


—¿Qué te ha pasado? Cojeas.


—Me han pegado un tiro.


Si la noticia sorprendió al médico, no se le notó.


—Ajá, ¿y cuándo ha sido eso? ¿Quién te ha tratado?


Sacó un cuaderno y empezó a escribir.


—Hace aproximadamente una semana. En Libia. Gracias a mi jefe pude ir a un hospital militar. Me hicieron una radiografía y, al parecer, no ha quedado ningún fragmento dentro. Me dieron unos puntos y me dijeron que me podía marchar.


El médico militar le había dicho eso y alguna cosa menos agradable. Se encogió de hombros.


—Ya sabes que me curó pronto. Siempre has dicho que tenía la cabeza dura como una piedra.


—Pero no estás hecho a prueba de balas. Deja que eche un vistazo a la herida.


—Voy a necesitar que me hagas un informe diciendo que puedo volver a trabajar.


El doctor Greene se levantó y le dijo:

—Bájate los pantalones y le echaremos un vistazo.


Pedro lo siguió hasta la camilla intentando no cojear, se quitó los pantalones y se sentó en ella.


—Vaya —comentó el médico—. Se está curando bien. ¿Has dicho que es de hace una semana? Te la volveremos a vendar y todo debería ir bien.


Fue a buscar material a un armario.


—Te voy a poner una gasa y una venda limpia —empezó—. Cuando deje de supurar podrás dejar la herida al aire para que se cure antes. Tardará unos días. Seca la herida con pequeños toques después de ducharte.


—Estupendo, gracias —dijo Pedro después de que le hubiese puesto la venda.


Se alegraba de que no le hubiesen echado un sermón


—Ponte los pantalones y siéntate otra vez —le dijo el doctor Greene.


A regañadientes, Pedro volvió a la silla que había delante del escritorio.


El médico apartó su libreta y lo miró fijamente.


—¿Cómo lo llevas?


—Bien.


Se hizo un silencio que Pedro no quiso romper.


—Ha sido una época emocionalmente agotadora. Has perdido a alguien especial y tienes una herida bastante importante, que es lo que te ha traído a casa. Y todo eso te va a pasar factura.


—Estoy bien —repitió él sin convicción. Estaba frente al hombre que había tratado a su abuela hasta el final de sus días. Se humedeció los labios—. Mi abuela… parecía estar bien cuando vine a casa hace seis meses…


El médico tardó unos segundos en responder.


—Aurora Neeson tuvo una vida envidiable. Fue independiente hasta el final —dijo sonriendo—. Y ya sabes lo importante que era eso para ella. No obstante, cada vez estaba más frágil. Tuvo un ataque bastante fuerte y murió en el hospital sin llegar a recuperar la consciencia.


—¿Sufrió?


El médico negó con la cabeza.


—No, no te preocupes.


—Bien —dijo Pedro, aliviado—. Ojalá hubiese estado aquí.


—Lo sé. Tu abuela estaba muy orgullosa de ti.


Pedro notó que los ojos se le llenaban de lágrimas y eso le horrorizó. Se aclaró la garganta y cambió de tema:

—Una agente inmobiliaria ha estado en la casa —dijo, frotándose la pierna mala—. Ha sacado los muebles de mi abuela y la ha redecorado. Todo está cambiado.


—Sí. Conozco a la joven, es de Dalbello, muy agradable. Lo hará bien.


Pedro no tenía fuerzas para hablar de sus confusos sentimientos, así que dio las gracias y se levantó. Fue cojeando hasta la puerta y se dio cuenta de que el médico tenía razón. No estaba bien aunque fingiese estarlo.




UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 13

 


Cuando Paula llegó a la reunión semanal en Dalbello and Company, el jefe de personal ya estaba dando su discurso. Ella solía trabajar desde casa porque no le interesaba tener que alquilar un despacho que salía demasiado caro. Se pasaba por allí para utilizar la fotocopiadora y para ver a su mentor y amigo, Horacio Wilson, que llevaba treinta años en el negocio.


Vio a Horacio cerca del dispensador de agua fría y se acercó a él.


—¿Me he perdido algo? —le preguntó en un susurro.


—Teo dice que los precios empiezan a subir.


—Eso es una buena noticia.


Había unos treinta agentes inmobiliarios en el espacio abierto en el que se celebraban las reuniones. Detrás de ella estaban los despachos, vacíos. Y a un lado, debajo de las ventanas, dos impresoras de última tecnología. Al otro, una enorme pizarra.


Teo hizo un par de chistes, les dio su consejo semanal y luego fue a ver el motivo por el que Paula había corrido para no llegar tarde a la reunión.


—Vamos a ver las nuevas casas que hay a la venta.


Las fue presentando como si de un subastador se tratara. Y terminó:

—Y Bellamy, cuya venta lleva Paula Chaves. Su casa más importante por el momento y la principal de esta semana —dijo, girándose hacia ella—. ¡Sigue así, Paula!


Todo el mundo aplaudió y, aunque fuese un poco cursi, eso hizo que se sintiera más segura de sí misma.


Por supuesto, no compartió con el resto, que eran todos unos trepas y estaban deseando vender una casa así, que la operación pendía de un hilo.


Cuando la reunión terminó, una estilosa pelirroja se acercó a Horacio y a ella.


—Enhorabuena otra vez.


Se llamaba Diana y su felicitación fue tan falsa como su sonrisa. Era una agente inmobiliaria de mucho éxito y con fama de despiadada.


—¿Cuándo va a ser el día de puertas abiertas?


—No va a haber ningún día de puertas abiertas. El cliente ha sido tajante con eso. Hay fotografías en mi página web. Llámame si tienes algún cliente al que pueda interesarle y se la enseñaré.


—Por supuesto —respondió Diana.


Luego le hizo un par de preguntas acerca de la cocina, tomó notas y se marchó al darse cuenta de que su teléfono móvil estaba vibrando.


Cuando ya estaba lejos, Horacio comentó:

—He oído que le interesaba la venta. Tiene un contacto en el hospital que la llama cuando fallece alguien, por eso se entera siempre la primera.


—¡No me digas!


Horacio se encogió de hombros.


—Es capaz de eso y más.


Paula se alegró de que el abogado que le había pedido que se ocupase de la venta de Bellamy fuese un amigo de la familia.


—Horacio, tengo un problema. Necesito que me aconsejes.


—Por supuesto.


Le habló de Pedro y le explicó que este le había permitido seguir intentando vender la casa siempre y cuando no lo molestase.


—Estoy segura de que los MacDonald habrían hecho una oferta si no les hubiese dicho que su abuela se había muerto en aquella cama.


Horacio se tomó su tiempo antes de contestar.


—Es una buena oportunidad para ti. No quiero que la pierdas.


—Yo tampoco.


—Algunos clientes no saben ni lo que quieren. Y el tal Pedro parece ser uno de ellos. Vas a tener que manejarlo.


—¿Manejarlo? ¿Cómo?


—Paula, querida. Utiliza tu mejor arma: tu encanto.



UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 12

 


Después de que la atractiva agente inmobiliaria se marchase, Pedro se sirvió el café sobrante y empezó a deambular por la casa.


Ella tenía razón. No tenía sentido vivir allí. Era demasiado grande y tenía demasiados gastos de mantenimiento. Era una casa para una familia y a él, después de la pérdida de su abuela, ya no le quedaba nadie.


Tal vez no hubiese tenido la oportunidad de despedirse bien de ella en el funeral, pero se iba a asegurar de pasar la casa a las personas adecuadas.


Quizás, después, podría dejar marchar todos los recuerdos y recuperar su vida normal.


No sabía lo que iba a hacer durante las siguientes semanas, además de recuperar fuerzas, así que llamó a la clínica del doctor Greene y no le sorprendió que le diesen cita para esa misma tarde.



sábado, 20 de febrero de 2021

UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 11

 


Cuando su amiga se marchó, ya solo le quedaban veinte minutos para convencer a aquel hombre de que continuase escuchándola. Abrió la boca para volver a hablar de negocios, pero él se le adelantó.


—¿Tu amiga todavía no conoce a ese tipo?


—¿Qué tipo?


—Con el que va a salir.


—No. Todavía no. ¿Por qué?


—Pues dile que seguro que es un estafador.


—¿Qué?


—Nigeria es la capital mundial de las estafas. Y lo de que es ingeniero me suena raro.


—¿Cómo puedes estar tan seguro? Han hablado por teléfono. Seguro que no tiene de qué preocuparse.


—Tal vez. Cuando uno lleva mucho tiempo en mi trabajo, adquiere un cierto instinto. Solo dile a tu amiga que, le diga lo que le diga ese tipo, no le envíe dinero.


—De acuerdo. Lo haré —respondió ella, mirándose el reloj—. ¿Podemos hablar de lo nuestro?


Él la miró de manera muy sexy.


—¿De lo nuestro?


Cuando sus miradas se cruzaron, Paula pensó que su amiga tenía razón.


Llevaba demasiado tiempo sin sexo si se sentía atraída por un tarambana mugriento. Se cruzó de piernas.


—Ya sabes a qué me refiero. A la casa.


Él se apoyó en el respaldo de la silla y saboreó otro sorbo de café.


—De acuerdo. Esta es mi propuesta. Puedes seguir intentando vender la casa. Yo seguiré viviendo en ella, pero no quiero que venga a verla cualquiera. Y me tendrás que avisar con anterioridad. A ver cómo va la cosa.


Paula se sintió tan aliviada que asintió.


—De acuerdo, pero yo también tengo una condición —le advirtió, mirándolo fijamente—. Que no vuelvas a decir que tu abuela murió en esa cama. Estoy segura de que la señora Neeson te enseñó que, si no eres capaz de decir algo agradable, mejor no digas nada.





UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 10

 


Paula se dio a sí misma una charla mientras preparaba el café.


«Muéstrate segura de ti misma», se recordó mientras lo molía. «Sé positiva».


Por suerte, había comprado café e incluso leche fresca el día anterior.


Oyó un ruido a sus espaldas y vio a Pedro Alfonso en la cocina. Era más alto de lo que había imaginado y, recto, más imponente y mucho más sexy.


—Siéntese —le dijo ella, señalando las sillas de roble que, junto a la mesa, tanto Julia como ella habían decidido conservar.


—Gracias —respondió él.


Dudó un instante y luego empezó a moverse despacio.


Ella volvió a girarse y terminó de preparar el café, para no quedarse mirándolo.


—¿Lo quiere con leche y azúcar?


—No. Solo.


Paula llevó los cafés a la mesa y se sentó enfrente de él. Según su agenda electrónica, disponía de treinta y cinco minutos antes de tener que volver a su despacho. Y estaba decidida a hacer buen uso de ellos.


Él le dio un trago al café, lo saboreó.


—Cuando uno vive como yo, no siempre tiene café o una buena comida. Incluso el agua limpia es un lujo —dijo antes de volver a beber—. Me pegaron un tiro. Por eso cojeo. No es grave, pero tengo que descansar unas semanas.


—¿Un tiro? Pensé que era fotógrafo —respondió ella.


—Soy reportero gráfico. Trabajo para World Week.


World Week era una de las revistas más importantes del país y trataba temas internacionales, de economía, política y arte.


—Vaya. Eso debe de ser fascinante.


—Lo es, pero mi trabajo me exige cubrir zonas en guerra, hambrunas, catástrofes naturales y provocadas por el hombre. Como puede imaginar, en esos sitios no encuentra uno un Starbucks en cualquier esquina.


Paula bebió también café y, por una vez, disfrutó de su sabor. Pero solo le quedaban treinta y cuatro minutos, así que no podía entretenerse más. Tenía que trabajar.


—¿Está casado y con hijos?


La pregunta le sorprendió. Estuvo a punto de atragantarse con el café.


—No.


—¿Y tiene pensado vivir en esta casa? —continuó ella en tono inocente.


Pedro frunció el ceño.


—No creo que una casa tan grande encaje con su estilo de vida — continuó Paula—. Supongo que viajará bastante.


—Mire, lo cierto es que…


Una voz femenina lo interrumpió. Procedía de la puerta de entrada de la casa.


—¿Puedo pasar?


Era Julia.


—Por supuesto. En la cocina —respondió Paula.


—Así que no hay moros en la costa —dijo su amiga mientras entraba en la cocina—. Ah.


Pedro hizo una mueca.


—Julia, este es Pedro Alfonso.


—Hola, Pedro —respondió Julia mirando a Paula—. ¿Estás interesado en comprar Bellamy?


—Podría estarlo, si no fuese ya mía.


Paula le contó a su amiga cuál era la situación y Julia se sirvió una taza de café y se sentó.


—Ha sido una suerte que estuvieras aquí para ver a Paula en acción. Es fantástica. Venderá la casa enseguida.


Luego miró a su amiga.


—¿Les ha gustado a los MacDonald? —continuó—. Yo pienso que ha sido buena idea decorar la habitación del bebé.


—A mí me parece que les interesa —respondió ella.


—No son las personas adecuadas para esta casa —intervino Pedro.


Paula y Julia se miraron. El mensaje tácito fue «problema a la vista».


Se hizo un incómodo silencio que Julia rompió:

—He pasado a preguntarte si quieres que termine el piso de arriba el martes por la noche. Tuve que hacerlo todo muy deprisa.


—¿No tenías una cita el martes por la noche? —preguntó Paula.


—No, la hemos dejado para otro día. Se marcha a Nigeria la semana que viene, así que nos veremos la de después.


—Ah, qué pena.


—Eso me da tiempo a adelgazar un par de kilos más antes de vernos — dijo, y luego miró a Pedro—. Lo he conocido a través de LoveMatch.com.


—¿Y a qué se dedica? —le preguntó él.


—Es ingeniero.


—Ya te diré lo del martes, no estoy segura —comentó Paula.


—Por supuesto —respondió Julia, dándole otro sorbo a su café antes de levantarse—. Me tengo que ir corriendo. Tengo que hacer un informe sobre una propuesta de decoración e ir después a una fiesta. Y ya llego tarde. Encantada de haberte conocido, Pedro.


—Igualmente.


—Te llamaré —le dijo Paula.



UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 9

 


Y a él le estaba costando trabajo pensar estando a solas con una mujer tan atractiva. Con tacones. Se la imaginó solo con los tacones, tumbada en la cama.


Tenía que salir de allí. Lo antes posible, antes de que se le notase lo excitado que estaba. Se sentó.


—Venga conmigo.


—¿Adónde? —preguntó ella con cautela.


—La acompañaría hasta la puerta —respondió él—, pero como sé que no va a querer marcharse, iremos al que fue mi dormitorio, al otro lado del pasillo. Quiero decir, antes de que lo convirtieran en una habitación para bebés.


Se levantó y fue hacia la puerta cojeando.


—Oh, Dios mío. Hemos guardado también un bastón negro dando por hecho que era de la señora Neeson. ¿No sería suyo?


—No. Era de mi abuela —dijo, sin ganas de dar explicaciones. Al fin y al cabo, aquella mujer ni siquiera creía que fuese nieto de la señora Neeson.


—Ah, bueno.


Y luego lo siguió en silencio hasta su habitación de toda la vida. Su abuela le había permitido que la redecorase después de que sus padres se divorciasen y tal vez aquello le había hecho sentir que siempre tendría un lugar permanente en su vida.


La luz entraba por el tragaluz del techo y Pedro recordó todas las mañanas que había pasado en la cama, mirando al cielo, soñando con viajar, con vivir aventuras, con un futuro en el que él mismo establecería las normas.


Debajo del tragaluz había un banco, encima del cual habían colocado un cojín moderno, lo quitó, lo lanzó sobre el sillón de cuero falso que ni su abuela ni él habrían comprado jamás y tiró de la tapa del banco.


—No se abre —dijo ella—. Ya lo hemos intentado.


—Sí que se abre.


Pedro había tardado siglos en idear un complicado cierre con el que mantener todos sus tesoros en secreto. Su abuela nunca le había preguntado qué guardaba allí, siempre había respetado su intimidad. Deseó que hubiese más mujeres como ella en el mundo.


Paula se acercó a ver qué estaba haciendo y él aspiro su aroma.


Escurridizo, femenino, sexy, como una mujer vestida solo con tacones y tal vez algo de lencería.


Pedro metió el dedo índice en la pequeña ranura y quitó el primer pestillo, lo que le permitió levantar la tapa un poco. Tardó otro minuto y luego la levantó por completo y miró dentro de la caja por primera vez en muchos años.


Dentro no había mucho. Un par de tebeos viejos, su primer guante de béisbol, un manoseado National Geographic, y allí, debajo de la espada de samurái de madera que él mismo se había hecho, encontró la carpeta de cuero.


La sacó, quitó de encima una polilla muerta y se la dio. Luego se incorporó y miró por encima del hombro de la mujer mientras esta la abría.


Volvió a aspirar su aroma. No era a flores, sino que tenía más bien un toque cítrico.


La fotografía y la cita que la acompañaban formaban parte de los pocos tesoros que poseía.


—Ganó un concurso de fotografía —dijo ella—. Estaba en el instituto.


Se giró a mirarlo y a Pedro volvieron a sorprenderle sus ojos grises azulados. Lo mismo que su perfume, la primera impresión fue de frialdad, pero pronto vio el calor que se escondía detrás.


—Sí, pero no se trata de eso. Mire la foto. Y lea el pie.


Era él más joven, con su abuela y su madre, y con la fotografía ganadora en la mano. Había sido el comienzo de su carrera. Convertirse en reportero gráfico le había dado libertad, aventuras, una vida en la carretera y un salario razonable.


Pedro Alfonso, quince años, ganador del concurso de fotografía, con su madre, Emilia Alfonso y su abuela, Aurora Neeson —leyó ella. Pedro se señaló.


—Ese soy yo y esa, mi abuela.


Paula sonrió.


—La fotografía es buena y usted era un adolescente muy mono —dio, cerrando la carpeta y devolviéndosela.


—¿Satisfecha con mi identidad?


Ella giró la cabeza y sus ojos volvieron a sorprenderlo.


—Me he dado cuenta de que era cierto en cuanto le he visto levantar la tapa del asiento.


—Siento el malentendido —le dijo él con toda sinceridad—. Lo cierto es que todavía no he decidido si voy a vender la casa. Y, si lo hago, me gustaría elegir personalmente al agente inmobiliario.


Eso la enfadó.


—¿Conoce a alguno en Seattle?


—La verdad es que no.


—Bueno, pues le diré que yo soy muy competente y tengo excelentes referencias. Y que me parece que los MacDonald podrían ser los compradores.


—Yo creo que se han asustado cuando he dicho que mi abuela había muerto en esa cama.


La mujer se llevó las manos a las caderas. Tenía la manicura hecha y no llevaba alianza.


—No es cierto. Su abuela, como estoy segura que sabrá, falleció en el hospital.


Él sintió dolor, pero intentó ignorarlo.


—Eso da igual. Si hubiese conocido a mi abuela habría querido que su espíritu permaneciese en la casa.


Tal vez ese fuese el motivo por el que le costaba pensar en que otras personas viviesen allí. Para él, su abuela seguía allí.


—No me gusta la gente a la que le asustan los fantasmas, ni a mi abuela tampoco le gustaría.


Pedro se dio cuenta de que estaba demasiado cansado y de que lo mejor sería mantener la boca cerrada hasta que se encontrase mejor.


La mujer le sonrió.


—Es difícil dejar marchar a alguien cuando lo has querido tanto — comentó con voz suave.


—Sí.


—¿Estaban muy unidos?


—Sí. Podría decirse que fue ella la que me crio.


Pedro no podía imaginar qué habría sido de él si se hubiese quedado con su madre. Su abuela no solo lo había criado, también lo había salvado. Le había dado la oportunidad de hacer algo con su vida.


Cuando Paula lo miró, tuvo la sensación de que podía ver en su interior.


Fue muy extraño y Pedro supo que ella también se había percatado, porque la vio retroceder hacia la puerta. Era como si, de repente, ambos se hubiesen dado cuenta de que estaban solos en un dormitorio, aunque la colcha estuviese salpicada de patitos amarillos. Pedro habría jurado que hasta la temperatura había subido.


—¿Le apetecería una taza de café? —le preguntó ella.


Fue entonces cuando Pedro se convenció de que podía leerle la mente.


—Sería capaz de arrodillarme y suplicar por una.


Ella sonrió de verdad. Por fin.


—No hace falta que suplique. Lo esperaré abajo.


Pedro se sintió tentado a pedirle que se lo subiese, porque lo que más le costaba eran las escaleras y no quería que aquella mujer lo viese cojear, pero le dio miedo que lo malinterpretase.


—No pasa nada. Ya me lo prepararé yo luego.


—A mí me apetece un café ahora y, además, quiero hablar con usted.