jueves, 28 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 35

 


Como la noche, el baile fue mágico para Paula.


Pedro se movía por la terraza lentamente, de un modo tan romántico como la música que invadía el aire. Con una mano sostenía la de Paula a un lado y apoyaba la otra ligeramente en su cintura.


El baile era tan distinto al que compartieron en el club de blues como el día de la noche. Su primer baile fue abiertamente sexual, y oscuramente peligroso. Aquel era más como un sueño, suave y sensual.


A veces, simplemente se balanceaban juntos; otras, se dejaban llevar por el agradable ritmo del vals. Paula ni siquiera tenía que pensar para seguir los pasos de Pedro. Era algo tan natural como respirar, tan dulce como el aroma de las flores, tan inevitable como las mareas.


Se sentía ebria, pero no de champán, sino de la magia de la noche, de la música y, sobre todo, de Pedro.


Lo miraba a los ojos, pues no quería ver otra cosa. Y cuando los pasos de baile se volvieron más lentos y él la atrajo un poco más hacia sí, decidió que no había otro sitio en el mundo en el que quisiera estar más que entre sus brazos. Su cuerpo reconocía el de él, se fundía con él.


Retiró la mano que sostenía Pedro en la suya y la deslizó tras su cuello. Él unió las suyas tras la espalda de Paula e introdujo los dedos bajo las tiras del vestido.


El calor comenzó gradualmente, recorriendo poco a poco sus venas. Paula sintió que sus pezones se excitaban contra la tela del vestido; sus pechos empezaron a inflamarse y a endurecerse. Había experimentado aquello mismo durante los últimos días, pero en esa ocasión no sintió el impulso de censurar sus sentimientos. De pronto, el calor se acumuló por completo entre sus piernas. Sentía la sólida protuberancia de la excitación de Pedro contra la parte baja de su cuerpo.


Sabía que Pedro la deseaba físicamente, pero estaba segura de que intelectual y emocionalmente no era así. Después de todo, para él aquello era un trato de negocios, un acuerdo que, además, implicaba a uno de sus mejores amigos.


Pero esa noche y en aquel momento, a Paula no le importó. Desde el principio había habido una tensión sexual entre ellos imposible de negar. Cada vez que Pedro la tocaba hacía palpitar su cuerpo de deseo.


Aún no sabía con exactitud lo que le sucedía, pero ya estaba harta de tratar de averiguarlo. Y, sobre todo, estaba harta de luchar contra sus sentimientos.


Aunque solo fuera una vez, quería hacer el amor con Pedro. Y quería hacerlo en aquel momento, en aquella noche mágica.


Se apartó un poco de él y lo miró de nuevo a los ojos. En ellos pudo ver el mismo calor que ella sentía latir en su interior. Había visto antes ese mismo calor, y también había sido testigo de cómo era capaz de controlarlo.


De manera que en esa ocasión, sin darle tiempo a pensar en todos los motivos por los que deberían controlar sus sentimientos, lo tomó de la mano y, sin decir nada, tiró de él hacia la puerta del dormitorio.


Con cada paso que daba esperaba que Pedro la hiciera detenerse pero, milagrosamente, no fue así, de manera que siguió andando hasta que estuvieron junto a la cama.


Una vez allí, soltó su mano y, sin mirarlo, se llevó las manos atrás para bajarse la cremallera del vestido.


Pedro apoyó su mano sobre las de ella.


—Mírame, Paula.


Ella no quería hacerlo. No quería ver su expresión tranquila ni escuchar sus razonables palabras.


—Mírame —repitió él, esa vez con la voz ronca de emoción.


Paula dejó escapar un tembloroso aliento. Reacia, se volvió y lo miró. Los ojos de Pedro parecían más oscuros que nunca y su rostro estaba tenso.


—¿Estás segura?


Paula apenas podía creerlo. No le estaba diciendo que no quería hacer el amor con ella. En lugar de ello, estaba pensando en ella, estaba permitiendo que tomara la decisión sin tratar de influenciarla más de lo que ya lo había hecho.


—Oh, sí —los ojos de Paula se humedecieron a causa de la emoción. Sus palabras fueron apenas un susurro—. Estoy muy segura.


Pedro no preguntó nada más, ni le dio oportunidad de pronunciar otra palabra. Antes de que Paula se diera cuenta de lo que sucedía, le había bajado la cremallera del vestido y se lo había quitado. Luego, él se quitó rápidamente la camisa.


—Métete en la cama —ordenó, con la voz tensa de deseo.


Paula se quitó los zapatos e hizo lo que le había pedido. Una vez en la cama utilizó los pies para apartar la colcha y las sábanas hasta el final. Luego alzó las caderas y se quitó las braguitas.


Pedro se colocó sobre ella, desnudo y con cada músculo de su cuerpo endurecido, y le hizo separar las piernas con sus rodillas.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 34

 


Paula había escuchado el relato de Pedro totalmente fascinada.


—Es una historia increíble.


—Mis padres eran personas increíbles.


—Desde luego. Me habría gustado conocerlos.


—¿Por qué?


—Porque te hicieron el hombre que eres hoy en día.


Pedro miró a Paula a los ojos. Entonces, lentamente, una sonrisa curvó sus labios.


—Cuidado. Estás muy cerca de hacerme un cumplido.


Paula sonrió.


—No necesitas mis cumplidos. Nunca he conocido a una persona más segura de sí misma, y ahora sé de dónde procede esa confianza. Viste cómo tus padres superaban la peor de las situaciones y eso te enseñó que tú también podías hacerlo.


—Sí, aunque perder cosas materiales no es lo peor que puede pasarle a uno. Lo peor es perder a alguien a quien se ama.


La respuesta de Pedro aturdió momentáneamente a Paula, porque no la esperaba.


—Por supuesto —dijo, tan rápidamente como pudo—. Ahora también sé por qué eres un hombre tan paciente. Como tu padre, estás dispuesto a esperar y trabajar para conseguir lo que quieres.


—Así que ahora ya sabes todo lo que hay que saber sobre mí.


«Ni mucho menos», pensó Paula. Había averiguado algunas cosas sobre su pasado, pero estaba claro que Pedro aún ocultaba muchas otras cosas en su interior, como ella.


—Tengo otra pregunta. Dados tus humildes orígenes, ¿Cómo llegaste a convertirte en el hombre que eres hoy en día, con suficiente dinero como para comprar cualquier cosa?


—Con dignidad y orgullo, espero. En cuanto tuve edad suficiente me busqué un empleo, pero mi padre nunca me dejó trabajar tanto como para llegar a descuidar mis estudios. No quería que llegara a sucederme lo mismo que a él. Me dijo que él se ocuparía de mi madre, de mí y de recuperar la tienda. Mi trabajo consistía en concentrarme en mis estudios. Gracias a esa concentración gané una beca. Creo que nunca vi más orgullosos a mis padres que el día que me gradué en la universidad.


—Lo imagino —dijo Paula, sinceramente—. ¿Y qué hiciste después de graduarte? ¿Ir a Dallas?


—Sí. Viví allí ocho años seguidos. Me puse a trabajar y a establecer contactos. Pronto, un trato llevó a otro, y mi primer millón fue seguido de otros cuantos.


—Ocho años es muy poco tiempo para hacer tanto dinero. Haces que parezca fácil, pero yo sé que no lo es.


—No, pero no olvides que aprendí muy pronto todo lo relacionado con el trabajo y la paciencia. Y por cierto, también conocí a Darío el primer año que estuve en Dallas —Pedro hizo una pausa—. Siempre he estado agradecido por esos ocho años.


—¿Por qué?


—Porque todo lo que logré durante ese tiempo me dio la oportunidad de conseguir para mis padres cosas que nunca habían podido tener: una buena casa, muebles, un buen coche… En su vida habían ido de vacaciones, y no lo habrían hecho a menos que me los hubiera llevado casi a la fuerza conmigo.


Paula rió.


—Más o menos como has hecho conmigo.


Pedro sonrió.


—Sí. En cuanto estuvo construida esta casa los traje a la isla. Les encantó. También pude organizar las finanzas de mi padre para que no tuviera que volver a trabajar si no quería, aunque siguió haciéndolo. También tuve la oportunidad de decirles lo orgulloso que estaba de ellos y de darles las gracias por todo lo que habían hecho por mí —tras una pausa, añadió—: Eso es lo que más agradezco.


Paula sintió que se le hacía un nudo en la garganta. No tenía referencias para entender la gratitud que Pedro sentía por haber podido hacer todo aquello por sus padres.


—Pero entonces mi madre murió inesperadamente —continuó él—. Mi padre quedó destrozado y yo decidí volver a casa. Seguí trabajando desde allí con un ordenador, módem y fax. Cuando sentía que mi padre estaba mejor hacía algún viaje rápido a Dallas. Pero su salud también empezó a deteriorarse, y cuando se puso realmente mal me convertí en su enfermero permanente.


—¿Por qué? —Preguntó Paula—. Tenías dinero suficiente para contratar a un profesional que se ocupara de él.


Pedro la miró un momento antes de contestar.


—Cuidar de él no supuso nunca una obligación para mí. Me sentía privilegiado por poder hacerlo, aunque también usé mi dinero para conseguir que tuviera todas las comodidades posibles —tomó la copa de coñac y le dio un sorbo—. Y esa es la historia que explica por qué no aparecí en la escena social de Dallas hasta hace un par de años. Antes tenía otras prioridades.


Paula permaneció un rato en silencio, tratando de asimilar todo lo que le había contado Pedro.


—Puede que tengas paciencia, además de todas las otras cosas que aprendiste de tu padre para conseguir lo que tienes en la actualidad, pero también eres especialmente brillante.


Pedro negó con la cabeza.


—Tanto como brillante, no.


—Sí que lo eres. Desde que te conozco he visto la evidencia de tu trabajo. Y siempre has sido lo suficientemente listo como para elegir el negocio adecuado. Como inversor, siempre has sabido utilizar el dinero de los demás para ganar el tuyo.


—Pero ningún cliente mío ha perdido nunca ni un centavo.


Paula sonrió.


—Lo sé muy bien. En algunos círculos, tu nombre se menciona con auténtica veneración.


—Es curioso. Yo también he oído mencionar tu nombre a menudo con veneración.


Paula rió.


—Sí, claro.


—Deberías hacer eso más a menudo.


—¿Qué?


—Reír —Pedro se levantó, tomó a Paula de la mano y la hizo ponerse de pie—. Ya hemos hablado suficiente del pasado. Ahora, concentrémonos en el presente.


—¿Cómo?


—Bailando.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 33

 



Las palabras de Pedro sonaron como si le agradaran «personalmente» los resultados de la combinación, y Paula se acaloró al instante. «Basta ya», se dijo. Probablemente, solo estaba pensando en Darío.


La expresión de Pedro se volvió repentinamente seria.


—Me alegra que hayas podido cortar a tiempo ese dolor de cabeza. No sabía si podrías cenar conmigo esta noche.


Paula no quería pensar en su engaño, pero se negó a apartar la mirada.


Pedro ladeó la cabeza y la miró pensativamente.


—Creo que nunca te he visto tan relajada como en estos momentos; ni siquiera te había oído nunca reír como lo has hecho hace un minuto. Pase lo que pase después de este viaje, habrá merecido la pena solo por verte así.


—¿Pase lo que pase? ¿Te refieres a si no consigo a Darío?


Pedro se encogió de hombros.


—Solo falta una cosa —dijo, sin responder a la pregunta. Tomó un hibisco del florero, se inclinó hacia Paula y se lo puso tras la oreja. Luego se apoyó contra el respaldo del asiento y la observó—. Perfecto —susurró.


Paula tuvo que aclararse la garganta antes de hablar.


—¿Sabes otra cosa que desconocía de ti?


—No tengo ni idea.


—Que eres un hombre muy paciente.


Pedro la miró con una expresión tan enigmática que Paula ni siquiera se molestó en tratar de descifrarla.


—Supongo que lo soy —dijo, finalmente.


—Y también me he dado cuenta de que apenas sé nada sobre ti. Llevamos más o menos dos años moviéndonos en los mismos círculos y ni siquiera conozco los hechos más básicos de tu vida.


Una lenta sonrisa curvó los labios de Pedro.


—Eso está muy bien, Paula.


—¿A qué te refieres?


—Has llegado a otra importante lección, y lo has hecho por tu cuenta.


—¿De qué estás hablando?


—De una lección a la que aún no habíamos llegado: la necesidad de mostrar interés por el hombre al que tratas de atraer.


—No solo estoy «mostrando» interés por ti, Pedro —replicó Paula, claramente molesta—. Estoy realmente interesada.


—Aún mejor. Entonces, de acuerdo; ¿Qué te gustaría saber? Soy como un libro abierto.


El enfado de Paula desapareció en un instante. Sonrió burlonamente.


—Ah, ¿sí? No estoy segura de poder creerte.


—Inténtalo.


—De acuerdo. Como te he dicho, me gustaría saber algunas cosas básicas. Por ejemplo, ¿Dónde estabas dos años antes de que nos conociéramos? No, espera. Empecemos aún más atrás. ¿De dónde eres?


—De un pueblo del este de Texas del que probablemente no habrás oído hablar.


—Puede que tengas razón, aunque poseo tierras en el este de Texas.


—Lo sé, pero en un sitio distinto.


Paula ya había dejado de sorprenderse de que Pedro supiera más de ella que ella de él.


—¿Viven tus padres todavía allí?


—Ojalá, pero no. Mi madre murió cuando yo tenía veintinueve años. Mi padre murió hace un par de años.


Paula sabía que debía reaccionar, pero ya que sentir pena por la pérdida de un padre era algo desconocido para ella, tuvo que recurrir a un tópico.


—Lo siento. ¿Te queda más familia en el pueblo?


—Una tía y tres primos.


—¿Y mantenéis una relación cercana?


Pedro asintió.


—Tratamos de reunimos de vez en cuando.


Era extraño, pero Paula nunca había imaginado a Pedro con familia, raíces o ataduras. Tal vez se debía al modo en que había aparecido dos años atrás, como de la nada.


—Háblame más de tus padres. ¿Qué hacían?


—Mi madre era ama de casa. Se ocupaba de mi padre y de mí, de la huerta y de enlatar los productos que obtenía de ella. Una vez incluso ganó un lazo azul en la feria del estado por su tarta de melocotón.


Paula abrió los ojos de par en par.


—Eso te lo tienes que estar inventando.


Pedro rompió a reír.


—¿Por qué dices eso?


—Porque nadie tiene una madre así.


—Lo siento, pero yo sí. Era maravillosa. Aún la echo de menos.


Paula pensó que si ella contara cómo había crecido, la mayoría de las personas tampoco la habrían creído.


—¿A qué se dedicaba tu padre?


—Tenía una ferretería. No ganaba mucho con ella, pero bastaba para nosotros tres, y eso era lo único que le importaba. Lo cierto es que mis padres eran personas buenas y sencillas que me criaron con mucho amor y me enseñaron desde pequeño la diferencia entre el bien y el mal. Tuve una maravillosa vida de niño, pero según fui creciendo aprendí que la vida también podía ser dura.


—¿Qué sucedió?


—Mi padre lo perdió todo cuando yo tenía diez años.


—¿Te refieres a la ferretería?


—A la ferretería, a nuestra casa y a la mayoría de nuestras pertenencias. Y todo sucedió porque se fió del hombre que le llevaba la contabilidad de la tienda y de nuestros gastos personales. Desafortunadamente, se equivocó fiándose de él. Cuando se dio cuenta de que algo iba mal, ya era demasiado tarde. El contable se lo había llevado todo y mi padre no tenía ahorros.


—¿Detuvieron al contable?


—Sí, pero para cuando lo hicieron ya se había gastado todo. Lo metieron en la cárcel, pero la justicia no hizo ningún bien a mis padres. Las personas con las que estaba endeudado mi padre lo llevaron a juicio para que liquidara sus bienes.


—Debió ser terrible para tus padres.


Pedro asintió.


—Lo fue. Pero, en cierto modo, estuvo bien.


—¿Cómo puedes decir eso?


—Porque observando cómo se enfrentaron mis padres a la situación aprendí algunas lecciones muy valiosas sobre la vida, cosas que no habría podido aprender de otro modo.


—No estoy segura de comprender. ¿Cómo se enfrentaron a lo sucedido?


—Con gran orgullo y dignidad. Alquilamos una de las casas más pequeñas y desvencijadas del pueblo, pero mis padres jamás se mostraron avergonzados de la situación a la que se habían visto reducidos. Y debido a ello, yo tampoco. De hecho, nunca vi nada de lo que sentirme avergonzado. No habían cambiado. Seguían siendo los mismos padres amorosos de siempre.


—¿Pero cómo se las arreglaron para comprar comida y todas las cosas necesarias para vivir?


—Mamá plantó un nuevo huerto, pero tres veces más grande que el anterior, de manera que podía vender lo que sobraba a los vecinos. Y empezó a comprar ropa y otras cosas de segunda mano. También se dedicó a planchar para otros. Según me fui haciendo más y más consciente de lo que estaba pasando empecé a sentirme más y más orgulloso de mis padres. El amor que se profesaban y que me daban se fortaleció aún más en aquellas circunstancias. Muchas noches, después de acostarme, podía oír a mi madre esperando a que mi padre regresara a casa para poder servirle una comida caliente. Y muchas veces vi cómo le daba masajes en los hombros para aliviar el dolor que padecía debido al esfuerzo físico que tenía que hacer en su trabajo. Pero con mucha paciencia y perseverancia, mi padre siguió trabajando para recuperar su tienda. Tenía dos trabajos, a veces tres, pero nunca se quejaba. Finalmente, su paciencia y el trabajo duro dieron sus frutos y pudo volver a comprar la tienda.




miércoles, 27 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 32

 


Esa tarde, en la piscina, Pedro la había instruido sin tocarla innecesariamente ni una sola vez. Y si el corazón de Paula había latido con más fuerza en alguna ocasión al creer percibir un destello de deseo en su mirada, se debía exclusivamente a que su cuerpo no se había puesto aún al nivel de su nueva línea de razonamiento.


—¿Te he dicho ya lo guapa que estás esta noche?


Los latidos del corazón de Paula se aceleraron al instante.


—Gracias.


Había elegido un vestido largo y fresco en tonos azules y verdes. Unas pequeñas tiras lo sujetaban a los hombros y luego cruzaban la espalda hasta la cintura.


Ya que estaba forrado, no había sentido la necesidad de ponerse sujetador. Y ese era otro indicio de cambio en ella. El día que acudió con Pedro al club de blues fue la primera vez en su vida que había salido de casa sin sujetador. Entonces se sintió desnuda. Sin embargo, esa noche no se lo había pensado dos veces.


Todo estaba sucediendo tan rápido que no era de extrañar que le estuviera costando pensar con coherencia.


—¿Te ha dicho alguien alguna vez que tienes un instinto maravilloso para la ropa de mujer?


Los ojos de Pedro empezaron a brillar, y Paula sintió un inquietante cosquilleo en el estómago.


—No, y viniendo de ti es todo un cumplido. Como ya te dije, opino que tienes un gusto impecable.


Paula miró su copa de champán, la tomó y volvió a dejarla en la mesa.


—¿Has invitado aquí alguna vez a otra mujer?


—No.


—¿Y has hecho alguna vez algo… parecido con otra mujer? Me refiero a las lecciones que me estás dando.


—No.


Aquellas dos respuestas hicieron sonreír a Paula.


—¿Ni siquiera has tratado nunca de conseguir que alguna mujer suavice su aspecto y actitud?


Pedro rió.


—Y no olvides lo de enseñar más piel.


—Te aseguro que no podría olvidarlo.


Pedro movió la cabeza.


—No creo que puedas decir que nada de lo que te he comprado caiga en la categoría de atrevido. Sexy, tal vez, pero no atrevido.


Paula no había pensado nunca en sí misma como sexy hasta que Pedro había decidido prestarle toda su atención. Con sus lecciones, con la ropa que había elegido para ella y, sobre todo, con su forma de tratarla y mirarla, la había hecho consciente de ser una mujer en todo el sentido de la palabra.


Parecía algo sencillo y natural, pero no para ella. Nunca había pensado en sí misma como en una mujer con una sexualidad propia, ni con la capacidad de sentirse al menos parcialmente cómoda con ella. Era como si Pedro hubiera apartado de su camino un obstáculo, dándole una nueva visión de sí misma.


Bebió un sorbo de champán.


—En retrospectiva, pienso que no debe haberte resultado especialmente fácil darme las clases. Por un lado, los hábitos que has tratado de cambiar en mí estaban muy arraigados. Y tenías razón respecto a mi forma de acercarme a los hombres. Era demasiado… profesional.


—Debes sentirte muy sosegada y afable esta noche para admitir todo eso.


Paula rió.


—Supongo. Creo que es una mezcla de la maravillosa noche que hace y del champán.


—En ese caso, bastará con que encargue más noches como esta y varias cajas de champán.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 31

 


La cena había sido servida en la mesa redonda de la terraza. En el centro ardía una vela junto a un florero de hibiscos rojos. Una música suave y romántica flotaba en el aire, perfumado por las exóticas flores de la isla. La luna llena dejaba su rastro de plata sobre el oscuro mar.


Paula nunca había sido dada a las fantasías, pero sentía que aquella noche tenía un matiz casi mágico.


Pedro y ella habían terminado de cenar y Liana había recogido la mesa. Cuando les preguntó si querían algo más, Paula pidió una copa de champán y Pedro un coñac.


Tras servirles las bebidas, Liana les dio las buenas noches. Pedro había explicado a Paula que Liana y su familia vivían en una zona privada de la isla en la que tenían su propia playa.


Lo que significaba que ella y Pedro estaban completamente solos.


Paula se apoyó contra el respaldo de su asiento y dio otro sorbo a su copa de champán, consciente de que estaba experimentando otra nueva sensación: satisfacción. No duraría, por supuesto, pero pensaba disfrutarla mientras pudiera.


—Si tú y Darío lograrais embotellar de alguna manera noches como estas y venderlas, haríais una fortuna. O tal vez debería decir «otra» fortuna.


El hoyuelo de Pedro apareció cuando sonrió.


—Sé a qué te refieres. Estas noches son uno de los motivos por los que he llegado a encariñarme tanto con estas islas.


—Lo comprendo perfectamente. Me encantan los amaneceres, pero con noches como esta, casi podría cambiar de opinión.


—Ah, pero aún no has visto nuestros amaneceres.


Paula asintió.


—Tengo planeado levantarme a primera hora de la mañana para verlo. Y estoy deseando que vayamos a bucear.


—Me alegra saberlo. El lugar que he elegido es una maravilla. El arrecife se sumerge hasta diez metros en esa zona, y podrás admirarlo todo.


—¿Cómo vamos a llegar hasta allí?


—En barca.


—Estoy deseando que llegue mañana.


Pedro sonrió irónicamente.


—¿A pesar de que aún no has llegado a dominar el arte de vaciar el tubo de buceo?


Paula movió la cabeza.


—Aún no comprendo cómo esperas que haga eso. Cuando el tubo se llena de agua, ¿Qué sentido tiene soplar tres veces en rápida sucesión?


—Así es como lo vacías de agua.


—No si el agua entra a la vez que expeles el aire y tienes los pulmones vacíos.


Pedro rió.


—Por eso quería que practicaras hoy en la piscina. Al menos ahora sabrás qué esperar cuando estemos en el mar.


Paula sonrió.


—Es una pena que no tengas un barco con el fondo transparente.


Pedro ladeó la cabeza y la miró con expresión divertida.


—Oh, vamos. No vas a dejar que un poco de agua en el tubo te asuste, ¿verdad?


—Claro que no.


—Esa es mi chica. Todo lo que necesitas es un poco de práctica; lo demás vendrá rodado. Ya verás.


El pulso de Paula se aceleró. Pedro la había llamado «mi chica». Por supuesto, solo era una de esas frases que las personas utilizaban despreocupadamente en alguna ocasión. Ni siquiera estaba segura de que Pedro supiera que la había dicho. Pero ella sí.


Si alguien le hubiera dicho cuatro días atrás que iba a estar deseando salir a bucear, habría replicado que estaba loco. Y si un hombre la hubiera llamado «mi chica», le habría pegado un buen corte. Pero ahora…


—No estoy demasiado preocupada. Si entra agua en el tubo, o si olvido respirar a través de la boca en lugar de por la nariz, me limitaré a sacar la cabeza del agua.


—Y yo estaré a tu lado por si tienes cualquier problema.


Paula asintió.



UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 30

 


Paula simuló el repentino inicio de una migraña. En cuanto Pedro salió a la superficie, alegó un intenso dolor en el lado izquierdo de la cabeza. Mientras lo hacía no dejó de llamarse cobarde, pero le daba lo mismo. No pensaba meterse en la piscina con Pedro en aquellos momentos, después de la intimidad con que acababa de acariciarla.


Además, lo que había visto cuando se había lanzado al agua era una prueba indiscutible de que él también se había sentido afectado, aunque sabía que de forma distinta a la de ella.


Entendía que los hombres no necesitaban sentir lo mismo que las mujeres para excitarse sexualmente. Para ellos bastaba con un estímulo mínimo, lo que empeoraba aún más las cosas para ella. Lo que Pedro podía hacerla sentir con un mero guiño no significaba nada para él. En cuanto a ella… podía pensar en aquello más tarde.


Tomó su blusa, se la puso y se encaminó de regreso a la casa. Pedro la alcanzó rápidamente, la tomó en brazos y la llevó así hasta el dormitorio.


Paula no se sintió capaz de protestar. Después de todo, ya la había ayudado durante una de sus auténticas migrañas, y estaba preocupado.


Instintivamente, apoyó la cabeza en su hombro y lo rodeó con un brazo por el cuello. Pedro no había tenido tiempo de secarse, y aún tenía la piel húmeda y deslizante. Paula trató de no sentir nada, pero el intento fue inútil. El mero contacto de sus pieles reavivaba el recuerdo de los dedos de Pedro metidos bajo su biquini.


Afortunadamente, unos momentos después la dejaba cuidadosamente sobre la cama.


—¿Qué medicina quieres tomar?


Paula cerró los ojos. No quería que se preocupara por ella. No quería ver la protuberancia de su ceñido bañador. Aunque ya no estaba excitado, el mero contorno de su sexo era suficiente para que la boca se le hiciera agua.


—No te molestes. Me levantaré en un minuto.


—Tú limítate a decir qué pastilla quieres.


Aquello iba a resultar complicado. Paula quería librarse de él lo antes posible pero, teniendo en cuenta cómo se había comportado la noche que sufrió una auténtica migraña, sabía que no se iría hasta haber hecho todo lo posible por ella.


—Tráeme la bolsa.


Pedro se la acercó junto con un vaso de agua. Paula eligió una de las pastillas más suaves.


—¿Te importaría traerme un paño húmedo?


Pedro frunció el ceño.


—Primero tómate la pastilla.


Paula no tenía escapatoria. Se metió la pastilla en la boca, la colocó rápidamente bajo su lengua y dio un sorbo de agua. Satisfecho, Pedro volvió al baño. Ella tuvo el tiempo justo para sacarse la pastilla de la boca y volver a meterla en el frasco antes de que él reapareciese con el trapo.


—Gracias —dijo, y se cubrió los ojos con él.


—¿Qué más puedo hacer? ¿Quieres que cierre las contraventanas para oscurecer la habitación?


—No, quiero sentir la brisa. El trapo evitará que me moleste la luz —Paula se fijó de repente en que estaba hablando con frases completas. Era muy mala mintiendo, al menos a Pedro—. Vete. Voy a dormir.


Sintió que él se sentaba en la cama y la tomaba de la mano.


—¿Estás segura? La última vez…


—La última vez no… —Paula suspiró y se obligó a hablar entrecortadamente—… no corté el dolor de cabeza a tiempo. Este no será… tan malo —retiró su mano de la de Pedro con suavidad—. Todo lo que necesito es dormir.


—Hay un botón blanco en el teléfono que sirve para avisar. Lo tienes al alcance de la mano. Si necesitas algo, cualquier cosa, solo tienes que presionarlo, ¿de acuerdo?


—Sí… pero no será necesario.


Paula esperó, pero Pedro no se movió. Durante un rato temió que fuera a quedarse allí, como en la otra ocasión. El hecho de que su preocupación fuera sincera la hacía sentirse fatal. Y extraña. Aparte de Monica, nadie se preocupaba por ella. Sin embargo, Pedro sí. Se preguntó por qué, pero no supo qué responder.


Poco a poco logró relajarse y hacer que su respiración se volviera pausada y rítmica. Finalmente, Pedro se levantó de la cama y salió silenciosamente de la habitación.


Cuando por fin estuvo sola, Paula decidió seguir su costumbre en momentos de crisis y repasar lo que, sabía con certeza.


Había aceptado ir a la isla porque sentía que hacerlo le daría la oportunidad de descubrir cuáles eran los cambios que estaba experimentando y por qué estaban teniendo lugar. De momento no había tenido tiempo de hacerlo, pero la excusa del dolor de cabeza acababa de concedérselo.


Sin embargo, cuanto más se esforzaba en aclarar sus ideas, más confusa se sentía. Sus pensamientos estaban demasiado entremezclados con sensaciones y emociones que, de un modo u otro, tenían que ver con Pedro.


«Darío», se dijo con severidad. «Darío, Darío».


Repitió el nombre una y otra vez en su cabeza, tratando de centrarse en su meta original.


El problema era que no olvidaba por qué había aceptado el plan de Pedro. Se suponía que todo lo que había hecho durante los días pasados era para poder atraer la atención de Darío como mujer, no como una prima segunda por la que este nunca se había sentido demasiado atraído. Sin embargo, solo lograba pensar en Pedro.


Respiró profundamente. Estaba claro que su cerebro necesitaba oxígeno, aunque era obvio que la isla tenía una sobrada cantidad.


Supuso que era lógico que lo hubiera podido pensar con claridad. Si aquellas lecciones le habían enseñado algo era por qué las mujeres perdían la cabeza y el corazón por Pedro. Era un hombre viril, profundamente sexual y muy atractivo.


Y las lecciones que le estaba dando contenían fuertes dosis de aquellos elementos. Para que se acostumbrara a las caricias de un hombre, la había acariciado. Para enseñarle cómo bailar con un hombre, se lo había demostrado. Entendía que algunas cosas solo podían enseñarse con la práctica.


Pero, como resultado, su mente y su cuerpo estaban reaccionando a Pedro, cuando estaba segura de que eso era lo último que él pretendía. Estaba segura de que, desde su punto de vista, se veía a sí mismo como un mero sustituto de Darío.


¿Y los cambios que sentía en su interior? Tal vez se debían sencillamente a que las lecciones de Pedro estaban funcionando, a que, de algún modo indescifrable, estaban haciendo que se suavizara y se sintiera más dispuesta a amar a un hombre.


A Darío, por supuesto.


Apenas logró reprimir un gemido. Las conclusiones a las que había llegado eran totalmente coherentes pero, por alguna razón que se le escapaba, no podía aceptarlas.


La tarde se acercaba. A pesar de todo lo que había dormido la noche anterior, logró volver a quedarse adormecida. Pero incluso con el trapo sobre los ojos siempre fue consciente de cuándo entraba Pedro en el dormitorio a comprobar cómo estaba. Permanecía a los pies de la cama, la miraba unos minutos y luego se iba.


Para las cinco de la tarde ya estaba aburrida. El falso dolor de cabeza le había servido para lo que pretendía: recuperar el equilibrio y colocar dentro de contexto lo que le estaba sucediendo. Si no podía asumir las explicaciones al cien por cien, al menos tenían cierto sentido.


Además, si seguía analizando lo que le sucedía acabaría por sufrir una auténtica migraña. No estaba acostumbrada a la inactividad y había un auténtico paraíso tras la puerta.


Se levantó y fue a buscar a Pedro. Ya se sentía lo suficientemente fuerte como para enfrentarse a las clases de buceo.




martes, 26 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 29

 


Paula se quitó la blusa y la dejó en el respaldo de una silla, junto a la piscina. Pedro dejó escapar un prolongado silbido.


—Debo decir que tengo un gusto excelente.


Paula se encogió de hombros, cohibida. Pedro estaba de pie con las manos apoyadas en las caderas, mirándola con evidente aprecio.


—Hice un buen trabajo eligiendo ese bañador, pero lo cierto es que tú tienes un cuerpo estupendo para lucirlo.


Muy a pesar suyo, el cumplido de Pedro hizo que Paula sintiera un repentino calor por todo el cuerpo.


—Deja de echarte flores y empecemos con la clase.


—Ven aquí.


Más irritada por cómo la estaba haciendo sentirse Pedro que por sus palabras, Paula señaló las escaleras junto a las que se hallaba.


—Por aquí es por donde tenemos que entrar.


—Aún no. Ven aquí.


El tono ronco de la voz de Pedro hizo que la irritación de Paula se esfumara. Avanzó hacia él, esforzándose por no mirar más arriba de donde acababa su bañador.


Cuando llegó hasta donde estaba, él la tomó por los hombros y le hizo darse la vuelta.


—¿Qué…? —de pronto, Paula sintió sus manos en la espalda, extendiendo algún tipo de crema.


—Nadie debería ir a ningún sitio en estas islas sin protector solar, pero sobre todo tú, que tienes la piel clara.


—De acuerdo, pero puedo ponérmelo yo sola.


Cuando Paula trató de volverse, Pedro se lo impidió.


—No puedes extendértelo por la espalda. Este bañador deja al descubierto demasiada piel.


—¿Y de quién es la culpa?


—Del diseñador, supongo.


Paula miró a lo alto, exasperada, pero Pedro estaba tras ella, de manera que su expresión cayó en saco roto. Pero, un instante después, la exasperación se transformó en placer.


Tras aplicarle la loción en los hombros, Pedro fue descendiendo de un modo muy concienzudo y sensual por su espalda. Sus largos dedos no pasaron por alto ni un centímetro cuadrado de piel, introduciéndose incluso bajo la tira del biquini y acercándose peligrosamente a los lados de los pechos.


Paula apenas podía respirar. Si Pedro avanzaba un poco más… solo un poco más… sus dedos le rozarían los pezones.


Cerró los ojos y sintió que se balanceaba. Quería pedirle que parara, pero no lograba encontrar su voz. Quería irse, pero las piernas no la obedecían.


Unos momentos después, sin dejar de masajearla, de acariciarla, Pedro llegó a su cintura. Cuando alcanzó el borde del bañador, introdujo los dedos bajo el elástico, pero solo un poco, lo justo para hacer que Paula volviera a contener el aliento.


A continuación pasó a los muslos y a los laterales de las nalgas. Paula tuvo que apoyarse contra el respaldo de una silla.


—Yo… puedo ocuparme del resto —dijo, aunque su voz fue solo un susurro.


Sin responder, Pedro continuó hasta las pantorrillas y los tobillos. Luego se colocó frente a ella.


Paula no podía ver. Solo podía sentir las manos de Pedro en sus espinillas, en sus rodillas, más arriba… Estaba utilizando ambas manos, una para cada pierna, con la misma concentración que Leonardo da Vinci debió necesitar para pintar la Mona Lisa.


Paula se aclaró la garganta.


—Creo que…


Al llegar a lo alto de sus muslos, Pedro deslizó los dedos bajo el bañador, lo suficiente como para sentir los pequeños rizos que había debajo.


Paula dejó escapar un gritito ahogado.


Él se quedó paralizado, pero no movió los dedos. Su respiración era claramente irregular. Miró el lugar en que se unían los muslos de Paula.


De pronto, se levantó, dio varios pasos hacia la piscina y se lanzó al agua. Y mientras su cuerpo se arqueaba contra el cielo, Paula captó un destello de su dura y poderosa erección contra la tela del bañador.