martes, 19 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 4

 

Con los ojos nuevamente cerrados, sintió que entraban en su dormitorio. Allí, con una delicadeza que nunca habría esperado de él, Pedro la dejó en la cama y colocó una almohada bajo su cabeza. Luego encendió la luz de la mesilla de noche y abrió el cajón de esta. Maldijo entre dientes.


Paula sabía lo que había visto, pero ya no tenía ningún control sobre la situación. Sentía el escozor de las lágrimas en los ojos. La luz le estaba atravesando el cráneo. Alargó una mano para tomar otra almohada y se cubrió con ella los ojos.


Oyó que Pedro entraba al baño y abría el grifo; unos momentos después el colchón se hundió bajo su peso.


—Paula, querida, ¿puedes abrir los ojos? Tienes que mirarme un segundo.


Era lo último que ella quería hacer. La luz iba a resultar intolerable. Apartó la almohada de su rostro y abrió lentamente los ojos. Pedro sostenía tres frascos de medicina en cada mano.


—¿Cuál necesitas?


Paula señaló uno.


—¿Cuántas pastillas?


Paula alzó un dedo.


Pedro pasó un brazo por debajo de sus hombros y la hizo erguirse. Ella tomó la pastilla y dio un sorbo al vaso de agua que él le acercó a los labios.


Luego, con la cabeza de nuevo sobre la almohada, volvió a cerrar los ojos.


—La luz… —Pedro apagó la lámpara antes de que terminara la frase. La única luz que iluminaba la habitación era la del baño, que Paula solía dejar encendida— Gracias. Ahora ya puedes irte. Ya estoy mejor —dijo, aun sabiendo que si el dolor no remitía rápidamente tendría que intentar otra cosa.


—Me alegra que ya estés mejor pero, entretanto, creo que debería llamar al médico.


—No.


—No estoy ciego, Paula. Sé que estás sufriendo un fuerte dolor. Tu médico debería saberlo.


—Lo sabe.


Pedro suspiró.


—De acuerdo. Si veo que mejoras durante la próxima media hora, no lo llamaré. Pero voy a quedarme contigo.


—No —Paula sabía que no iba a poder relajarse con él allí.


—Ssss. No trates de discutir conmigo porque no te servirá de nada. Además, sería demasiado esfuerzo para ti.


Pedro tenía razón en eso. Paula giró levemente la cabeza en la almohada y trató de alcanzar con las manos las horquillas que sujetaban con firmeza su moño. Pero el movimiento le produjo náuseas y tuvo que desistir.


Pedro le apartó las manos y se ocupó de quitárselas. Tras aflojarle el pelo en torno a la cabeza, tomó una de las manos de Paula en la suya y le acarició el antebrazo. Ella no lo habría creído posible pero, sorprendentemente, aquello la alivió. No solía gustarle que la tocaran.


Trató de calcular las consecuencias de que Pedro la hubiera visto en su estado más vulnerable, pero apenas podía pensar cuando le dolía tanto la cabeza. Permaneció muy quieta, rogando para que la medicina produjera cuanto antes su efecto.


—¿Y el vestido? —Oyó que preguntaba Pedro—. ¿No estarías más cómoda con otra cosa?


Paula pensó que sí, pero no se sentía con ánimos para cambiarse.


—Ahora no.


—Avísame cuando puedas moverte sin que te duela tanto.


Paula trató de poner su mente en blanco, pero era demasiado consciente del dolor, demasiado consciente del hombre que le estaba acariciando el brazo.




lunes, 18 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 3

 


Cuando dos años atrás conoció a Pedro en una fiesta benéfica, él se mostró claramente interesado en ella, pero se echó atrás en cuanto notó que el interés no era mutuo. Desde entonces, solo lo había visto en grupo. Tenían amigos y socios comunes, y el círculo en que se movían estaba constituido por personas como ellos, hombres y mujeres enérgicos, con importantes metas en la vida y de aproximadamente la misma edad.


Paula sabía que Pedro la observaba, aunque no entendía por qué. Pero lo más extraño era que a veces se encontraba observándolo a él. Lo cierto era que a veces podía ser bastante divertido, encantador e interesante. Pero, normalmente, lo único que lograba era enfadarla o desconcertarla. Como en aquellos momentos.


No tenía idea de cómo se había dado cuenta de que algo iba mal, pues ni siquiera ella lo había notado. Y tampoco sabía qué hacer con él. Pero eso no era cierto. Sabía exactamente lo que quería hacer: librarse de él lo antes posible.


—Has sido muy amable viniendo a comprobar qué tal estaba, pero te aseguro que no era necesario. De hecho, estaba a punto de ir a… —Paula miró hacia la casa, pero no fue capaz de pensar en la palabra, de manera que se limitó a señalarla.


«Oh, no». Gimió silenciosamente. Las palabras la estaban abandonando… y eso sí era una mala señal.


Con mucho cuidado, se encaminó hacia la casa. Pedro se puso de inmediato a su lado y la tomó por un codo, como tratando de sostenerla. Pero lo último que quería Paula era su ayuda, o que supiera que algo iba mal.


Un poco más adelante el sendero se bifurcaba. La izquierda llevaba a la casa y la derecha a la salida, donde sin duda se hallaría aparcado el coche de Pedro. Ese era el camino que él debía tomar.


—¿Para qué quieres entrar en casa? ¿Piensas ponerte a trabajar?


Paula estuvo a punto de decirle que aquello no era asunto suyo, pero se contuvo. No quería dar pie a una de las mordaces respuestas de Pedro que la obligarían a responder, y no estaba en condiciones de hacerlo.


—Ha sido un día muy largo. Lo más probable es que me vaya a la cama.


—Es una pena —dijo Pedro.


Ella se volvió a mirarlo, sorprendida.


—¿Disculpa?


—Es una pena que una mujer tan guapa como tú esté a punto de irse a la cama sola.


Paula dio un traspié y Pedro la sostuvo con firmeza por el codo. Ella lo maldijo interiormente. Aquel hombre nunca hacía o decía lo que esperaba y quería que apartara de una vez la mano de su codo.


—A menos que tengas a Dario atrapado en tu dormitorio, por supuesto.


Ya estaba. Había vuelto a hacer uno de sus mordaces comentarios. Paula tiró del codo para librarse de su mano y se volvió a mirarlo.


—Tú no… no sabes nada sobre Dario.


—En eso te equivocas. Sé mucho sobre Dario. Últimamente nos hemos hecho buenos amigos. Y también sé que no es el hombre que te conviene.


—Tú… —Paula no fue capaz de pensar en una sola cosa que decir.


Para colmo, apenas podía ver todo el rostro de Pedro. Su campo de visión se estaba reduciendo.


No podía negarlo por más tiempo. Tenía problemas. Y las cosas iban a empeorar.


—Vete a casa, Pedro. Ahora. Buenas noches —aceleró el paso para tratar de alejarse de él, pero las piernas no parecían funcionarle bien y volvió a dar un traspié.


Si Pedro no la hubiera sujetado, se habría caído.


—Algo no va bien —dijo él, serio. El volumen de su voz resultó insoportable para los oídos de Paula—. ¿Qué es?


Paula apretó los dientes. Todo lo que necesitaba era llegar a su dormitorio.


—Déjame en paz. Yo…


Pedro la tomó en brazos y se encaminó hacia la terraza trasera. Paula no podía protestar más. Un penetrante dolor en la mitad izquierda de su cabeza se lo impedía. Cerró los ojos y trató de relajarse contra el pecho de Pedro, pero este caminaba demasiado deprisa. El movimiento resultaba violento. Sintió unas intensas náuseas. No abrió los ojos hasta que cruzaron el umbral de la puerta.


—Déjame aquí —susurró.


Pedro no respondió.


—¿Tu dormitorio está arriba o abajo?


—Por favor…


—No importa —como si hubiera adivinado la respuesta, Pedro subió las escaleras de dos en dos hasta la planta superior.


Paula gimió.


—Por favor… no vayas tan deprisa.


—¿Qué te pasa? —Murmuró Pedro, reduciendo la marcha— Voy a llamar a urgencias en cuanto te deje en la cama.


—No. Hay medicinas… en el cajón.


—¿En el cajón?


—No grites —gimoteó Paula.


—Nunca me has oído hablar con más suavidad que ahora mismo, querida. Y tampoco me has visto nunca tan preocupado como lo estoy en estos momentos.


¿Preocupado? ¿Estaba preocupado por ella? Paula no quería que fuera así, pero fue incapaz de pensar en algo que decir para que se fuera de una vez.





UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 2

 

La fiesta había sido muy productiva. Había logrado llevar a Hernán Mathis al punto al que pretendía. Una visita más y lo convencería para que le vendiera los tres edificios del centro de Dallas que tanto tiempo llevaba intentando conseguir. También había logrado que Teo Forster se interesara en reformarlos para convertirlos en un próspero negocio de apartamentos.


Su negocio florecía. Debería sentirse más que satisfecha con todo lo que estaba logrando. Y así sería si no fuera porque sentía que le faltaba algo.


Durante toda su vida había alcanzado las metas que se había propuesto. Aquel era el año en el que, según el testamento de su padre, si lograba alcanzar el nivel financiero establecido por él, heredaría un sexto de la empresa familiar. Pero ya hacía unos años que había alcanzado aquella meta y su negocio marchaba mejor que nunca. De manera que, ¿qué podía faltarle?


Se detuvo en seco. Dario. Por supuesto. ¡Dario!


Hasta el momento, la única meta que no había alcanzado era conseguir que su primo segundo aceptara casarse con ella.


—¿Qué sucede? ¿No has podido encontrar una copa?


Paula se volvió, sorprendida, y al hacerlo estuvo a punto de perder el equilibrio.


Pedro.


Pedro Alfonso sonrió perezosamente y alargó una mano para tomar la botella de champán.


—Si vas a beber de la botella, así es como debes hacerlo —echó la cabeza atrás y terminó el resto del champán en cuestión de segundos.


—No necesito lecciones sobre cómo beber champán —replicó Paula, y le quitó la botella de las manos de un tirón.


—No, no las necesitas, y por eso resulta tan interesante verte beber de la botella. Nunca te había visto hacerlo hasta ahora. Y tampoco te había visto nunca descalza. Lo cierto es que esas uñas de color rosa pálido no resultan especialmente atrevidas, Paula.


Paula pensó que Pedro estaba hablando demasiado alto. Era casi como si estuviera escuchando sus palabras en sonido cuadrafónico.


—No pretendía que lo fueran cuando me las he pintado.


—Eso está bien, porque con ese color no lo habrías conseguido —Pedro se encogió de hombros en un gesto que indicaba claramente que no se consideraba responsable de su mal gusto, aguijoneándola como solía hacerlo, presionándola hasta hacerla responder.


—Hay muchas cosas que no me has visto hacer nunca, pero eso no significa que alguna de ellas sea interesante, ni que alguna vez vayas a verme hacerlas, Pedro.


—Ah, pero en eso es en lo que te equivocas.


—¿Me equivoco? —Paula apoyó dos dedos en un punto situado por encima de su sien derecha. Pedro la estaba confundiendo. De todos sus conocidos, ¿por qué tenía que ser él el que había vuelto? Se movían en los mismos círculos sociales y benéficos pero, últimamente, aquel círculo parecía estar reduciéndose más y más, y no dejaba de verlo en todas partes. Pero esa noche ella era la única culpable, pues lo había incluido en la lista de invitados a la fiesta.


—Todo lo que haces me interesa, Paula. ¿Dónde están tus zapatos?


Paula seguía sin entender de qué estaba hablando. Pero, ya que lo había mencionado, ¿dónde estaban sus zapatos? ¿Y qué más le daba a Pedro que los llevara puestos o no?


—¿Qué haces? Creía que ya te habías ido —por su mente pasó el recuerdo de Pedro escoltando a una atractiva joven hacia la salida. También recordó que había pensado que el cabello pelirrojo de la chica chocaba violentamente con el desafortunado vestido naranja que había decidido ponerse—. Te he visto salir con Corina.


—La he llevado a su casa y luego he vuelto a esperar a que los demás invitados se fueran.


Paula frunció el ceño.


—¿Y por qué has decidido volver?


—Para ver cómo estabas.


—¿Para ver…? —Paula se quedó anonadada mientras el suelo empezaba a moverse de nuevo bajo sus pies.


Cerró los ojos, rogando que se detuviera. Aquello no estaba sucediendo. No podía ser. No estaba dispuesta a permitirlo, sobre todo delante de él. Cuando el suelo se estabilizó bajo sus pies, abrió los ojos y vio una expresión de preocupación en su rostro que la puso muy nerviosa.


Pero Pedro siempre la ponía nerviosa. Como de costumbre, tenía un aspecto molestamente atractivo y confiado. El tono dorado de su piel siempre hacía pensar que acababa de volver de unas vacaciones en algún lugar exótico, y su pelo castaño claro nunca estaba completamente peinado. Cada vez que lo miraba tenía que luchar contra el impulso de alisárselo con la mano.


Y además estaba el hoyuelo de su mejilla izquierda. Incluso una media sonrisa podía hacerlo surgir. Paula había visto a más de una mujer quedarse totalmente hipnotizada por aquel hoyuelo, hasta el punto de que olvidaban lo que estaban diciendo o dónde estaban.


En cuanto a sus ojos marrones con destellos dorados… Lo había visto flirtear descaradamente con ellos, hasta conseguir que la mujer objeto de su atención pareciera dispuesta a cualquier cosa que fuera a proponerle. Era totalmente repugnante.


Pero lo peor de todo era cómo la trataba a ella. Nadie se burlaba de ella. Nadie excepto Pedro, por supuesto. A menudo, en medio de una fiesta o reunión, se volvía y lo encontraba mirándola con una sonrisa de evidente diversión, como si le acabaran de contar un chiste del que ella no había sido partícipe. En otras ocasiones tenía la desagradable sensación de que sabía exactamente lo que estaba pensando y por qué.


Pero, en aquellos momentos, la mirada de Pedro era totalmente solemne y firme. Paula trató de recordar lo que estaba a punto de decir, pero no lo logró.


—¿Qué has dicho?


—Que he vuelto para ver cómo te encontrabas.


—Eso es. Ya lo sabía —Paula respiró profundamente—. Lo que quería preguntarte era por qué… —volvió a llevarse una mano a la frente— por qué lo has hecho.


—Hacia el final de la fiesta me ha parecido que te pasaba algo, o que te preocupaba algo. He decidido volver para ver si podía ayudarte.


Temiendo que el suelo empezara a moverse de nuevo si se agachaba, Paula dejó caer la botella. Era como si estuviera bebida, aunque ella sabía que no era así. Tal vez se debía simplemente a que estaba un poco baja de azúcar en la sangre. Debería haber comido más en la fiesta.


—Podías haberte ahorrado la molestia, Pedro. Ni me sucedía ni me sucede nada malo.


—¿No?


—No, claro que no.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 1

 


Paula Chaves se detuvo bruscamente. El jardín de su casa parecía estar girando a su alrededor. Respiró hondo y esperó a que la lógica volviera a ocupar su lugar. Hacía diez años que era dueña de aquella casa en North Dallas, y sus tierras no se habían movido ni una sola vez en todo ese tiempo.


De hecho, ni un solo acre de las vastas extensiones de Texas se había movido nunca. Las tierras del oeste podían ser azotadas por tormentas de arena y tornados capaces de llevarse casas enteras, árboles y coches, pero el terreno siempre permanecía firme. Se dio ánimos con aquel pensamiento y, en unos momentos, el jardín dejó de moverse.


Todo iba a ir bien.


—¿Puedo hacer algo por ti antes de irme?


Paula se sobresaltó. Creía estar sola. Se volvió e hizo un esfuerzo por sonreír a su secretaria.


—No Monica, gracias.


—¿Estás segura? Te noto un poco pálida.


—Todo el mundo parece pálido de noche —Paula apreciaba mucho a Monica por su eficiencia y su capacidad organizadora, pero a veces mostraba una molesta tendencia a mimarla como una auténtica madre. Pero ella carecía de madre desde los tres años, y ya no necesitaba ni quería una.


—Tú nunca pareces pálida, Paula. Si quieres, puedo subir para traerte tu medicina.


—¡No! —Paula cerró brevemente los ojos—. Lo siento. No pretendía ser tan brusca, pero ya sabes lo que siento respecto a esas cosas. Estoy bien, y tú ya has abajado suficiente por hoy. La fiesta ha ido de maravilla. Gracias por tu colaboración. Ahora, vete a casa y duerme un rato.


—Si estás segura… —Monica aún parecía preocupada.


—Lo estoy.


—En ese caso, nos vemos mañana por la mañana.


—Buenas noches —Paula dio otro sorbo de la botella de champán que sostenía en una mano. Luego miró el estanque del jardín. Sobre su superficie flotaban apaciblemente numerosas velas encendidas con forma de flor de loto.


Entrecerró los ojos. Brillantes. Las llamas eran demasiado brillantes. Se inclinó y derramó champán sobre una de las velas, apagándola. Tras hacer lo mismo con el resto, bebió un poco más de champán.


Aún no estaba lista para volver a la casa. Aquel era su momento favorito de las fiestas que daba. Los últimos invitados se habían ido. La orquesta y el personal encargado de la comida y la bebida también. Le gustaba reivindicar su casa y los terrenos en que se asentaba. Le gustaba el regreso a la tranquilidad y el orden. Pero, por encima de todo, le gustaba el sentimiento de plenitud que se apoderaba de ella tras una fiesta exitosa.


El estanque se movió. La tierra se movió. Se detuvo y miró con el ceño fruncido sus pies descalzos que asomaban bajo el borde de su vestido de color crema. La tierra no se estaba moviendo. Ni ella tampoco. Maldición.


Tal vez había bebido más champán del que creía. Desestimó aquel pensamiento de inmediato. Nunca se había emborrachado, y casi nunca bebía en ninguna fiesta antes de que se hubiera ido el último invitado. No le gustaba perder el control sobre nada y mucho menos sobre sus facultades mentales. Esperó y, tras unos momentos, su paciencia fue recompensada y la tierra y el estanque dejaron de moverse.


Se encogió de hombros y dio un nuevo trago de la botella.



UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: SINOPSIS

 


Hacía dos años que el millonario Pedro Alfonso quería a Paula Chaves. De manera que, cuando esta acudió a él en busca de ayuda, hicieron un trato: a cambio de un acuerdo comercial, Pedro transformaría a Paula en una "mujer fatal" capaz de conquistar al hombre de sus sueños.


Pero Pedro no tenía intención de enseñarle cómo ser fascinante para luego arrojarla a los brazos de otro hombre. La finalidad de sus lecciones era conseguir que Paula se enamorara de él y, al parecer, ella no era inmune a sus encantos…



domingo, 17 de enero de 2021

AVENTURA: CAPITULO FINAL

 


Sonó el timbre y el corazón le dio un vuelco, igual que durante toda la semana. Pero no iba a ser Pedro. Nunca lo era. Y aunque lo fuera, no quería verlo, pero era una reacción automática.


Al abrir contuvo el aliento al verlo justo a él de pie en el porche.


–Hola –dijo Pedro.


A Paula se le cayó el corazón a los pies. Se lo veía tan bien, que durante un segundo olvidó enfadarse. A punto estuvo de arrojarse a sus brazos.


–Estoy muy enfadada contigo –dijo, más para recordárselo a sí misma.


–Solo quiero hablar.


Ella sintió un escalofrío. «Hagas lo que hagas, sigue furiosa. No te eches en sus brazos».


Entró y se quitó el abrigo. Seguía con el traje del trabajo.


–¿Está Matías?


Ella movió la cabeza.


–Está jugando en la casa de Juana.


–Bien. Podremos charlar sin distracciones. ¿Podemos sentarnos?


Esa era una mala idea. Lo quería cerca de la puerta en caso de que decidiera echarlo de un empujón por si a cualquiera de los dos se les ocurría alguna idea rara.


–Aquí estoy a gusto.


Él se encogió de hombros.


–De acuerdo.


–Bien, ¿de qué querías hablar?


–He tenido un día interesante.


–¿Sí? ¿Y por qué debería importarme?


–Mi hermano y yo hemos mantenido una conversación franca. Creo que quizá hayamos resuelto algunas cosas.


–Eso es bueno, supongo. Aunque yo seguiría sin confiar en él.


–Y he ido a ver a mi padre.


Eso sí que no se lo había esperado.


–¿Por qué?


–No estoy seguro. Fui a dar un paseo y terminé en su casa. Quizá mi subconsciente pensó que si tienes un problema, lo mejor es plantarle cara.


–¿Y cómo fue? –preguntó, cruzando los brazos.


–Fue… esclarecedor. Al parecer, la realidad es que amaba a mi madre, y cuando le propuso matrimonio, ella no estaba embarazada. La amaba tanto, que siguió casado con ella, a pesar de que sabía que solo buscaba su dinero. Y fue desdichadamente infeliz.


–Es triste.


–Supongo que es la diferencia entre tú y yo. Yo no fui infeliz. Al menos no hasta que fastidié todo. Antes de eso, fui realmente feliz.


Sí, ella también.


–Supongo que quería arreglarme –continuó él–. Solo necesitaba descubrir que la única persona que puede arreglarme soy yo.


–¿Me estás diciendo que ya lo has conseguido?


–Digo que he aislado el problema, y aunque no he llegado a una solución completa, no cabe duda de que voy progresando. Pero hay un problema.


–¿Qué problema?


–Estoy enamorado de ti, y echo de menos a mi hijo, y sin vosotros dos en mi vida de forma permanente, no creo que pueda ser feliz.


«Ni pienses en ello. No vas a darle otra oportunidad ». Estaba a centímetros de la puerta…


–Hoy me presenté ante la junta.


–¿Para qué?


–Para hablarles de Matías y de ti. Les aseguré que estar casado con una Chaves no iba a reducir mi lealtad a Western Oil. No sé si me creyeron, pero no me han eliminado de la carrera. Supongo que el tiempo lo dirá.


Pedro, ¿por qué lo has hecho?


–Porque estaba mal ocultaros. Matias es mi hijo. Mantener su existencia en secreto es lo mismo que decir que me avergüenzo de él. Y no es así. Lo quiero y estoy orgulloso de él y deseo que todo el mundo lo sepa. Y deseo que sepan que amo a su madre y que anhelo pasar el resto de mi vida amándola –le acarició la mejilla–. Y para mí ella es lo más importante. No el trabajo.


Había esperado mucho tiempo para que alguien la antepusiera a todo.


–¿Sabes?, me estás dificultando mucho mantenerme enfadada contigo.


–Es parte del objetivo –sonrió–, ya que no me vendría mal una última oportunidad.


Como si en ese momento existiera alguna esperanza de poder oponerse a él.


La rodeó con los brazos y la acercó.


–Te he echado de menos. Y a Matias. Ha sido la peor semana de mi vida.


–Para mí también –aunque en ese momento se sentía bien. Realmente bien.


–Te amo, Paula.


–Yo también te amo. ¿Qué te parece si voy a buscar a Matías? Se va a sentir tan feliz de verte…


–Espera. Antes tenemos que hablar de otra cosa.


–¿De qué?


Él sacó una caja pequeña del bolsillo de la chaqueta. Paula tardó un segundo en darse cuenta de que se trataba de un estuche de terciopelo. Luego, literalmente, Pedro se apoyó sobre una rodilla.


Él abrió el estuche y dentro había un solitario. Era tan hermoso que la dejó sin aliento.


–Paula, ¿me harías el honor de ser mi esposa?


Había fantaseado con ese día desde pequeña. Estaba consiguiendo todo lo que quería. Y mucho más.


–Sí, lo haré, Pedro –respondió entre lágrimas, aunque en esa ocasión de felicidad.


Y con una sonrisa él le introdujo el anillo en el dedo.




AVENTURA: CAPITULO 49

 


La mansión de la familia Alfonso tenía el mismo aspecto que la última vez que Pedro había estado allí hacía diez años, y diez años antes que eso. En toda su vida no creía que hubiera cambiado mucho.


No tenía ni idea de por qué estaba allí o de lo que planeaba hacer. Subió los escalones y se detuvo ante la puerta. Fue a llamar pero se detuvo.


Se preguntó qué diablos hacía allí. Había un muy buen motivo por el que había pasado los últimos diez años evitando ese lugar. A su padre. Eso no solucionaría nada.


Se volvió para marcharse pero se detuvo. De algún modo supo que hasta que no se enfrentara a su padre, no podría seguir adelante con su vida. Estaría atrapado en un ciclo perpetuo de duda del que tal vez nunca pudiera salir. Necesitaba hacerlo por sí mismo y por Matias.


Antes de poder cambiar de idea, giró y llamó a la puerta.


Abrió el ama de llaves. Al ver quién se encontraba allí, se llevó una mano al pecho. El cabello parecía más plateado que rubio con el paso del tiempo.


–¡Pedro! ¡Santo cielo, han pasado años!


–Hola, Sylvia. Por casualidad, ¿está mi padre en casa?


–De hecho, sí. Está superando un resfriado y hoy trabaja desde aquí.


–¿Puedes decirle que he venido?


–¡Por supuesto! Pasa. ¿Me permites tu abrigo?


–No puedo quedarme mucho tiempo.


–Bien, iré a buscarlo, entonces.


Mientras marchaba hacia el estudio, Pedro echó un vistazo. A diferencia del exterior, alguien le había dado un buen retoque al interior. Los chillones y horribles tonos pastel que tanto le habían gustado a su madre habían sido reemplazados por un toque más del sudoeste. Probablemente un cambio producido por una de las múltiples esposas de su padre.


–¡Pedro! ¡Qué sorpresa!


Giró y vio a su padre caminando hacia él y parpadeó sorprendido. Por algún motivo, había esperado verlo igual que la última vez. Y aunque solo habían transcurrido diez años, parecía como si hubiera envejecido el doble que eso. Estaba canoso y su cara era un surco de arrugas. Y aunque mantenía la misma estatura de siempre, parecía más pequeño, una versión más reducida de su antiguo yo.


–Hola, papá.


–Te estrecharía la mano, pero tengo un terrible resfriado. No querría arriesgarme a pasarte mis gérmenes. ¿Por qué no vamos a sentarnos a mi despacho? ¿Te apetece una copa?


–No puedo quedarme mucho tiempo.


–Tu hermano me ha contado que ambos competís para el puesto de presidente ejecutivo de Western Oil.


Eso no debió crisparlo, pero lo hizo.


–No he venido para hablar de Julián –espetó.


Su padre se encogió de forma visible, asintió y se metió las manos en los bolsillos de los pantalones.


–De acuerdo, ¿para qué has venido?


En realidad, no tenía ni idea.


–Ha sido una mala ocurrencia –dijo–. Lamento haberte molestado –quiso girar hacia la puerta, pero descubrió que no podía hacerlo, al menos hasta no haber obtenido algunas respuestas–. Tengo un hijo.


Su padre parpadeó sorprendido.


–No… no lo sabía. ¿Qué edad tiene?


–Nueve meses. Se llama Matias.


–Felicidades.


–Es precioso e inteligente y lo quiero más que a la vida misma, y probablemente no volveré a verlo jamás –sintió un nudo en la garganta.


–¿Por qué?


–Porque tengo mucho miedo de hacerle lo que tú me hiciste a mí –no había esperado soltar eso y era evidente que su padre tampoco. No había nada como ir al grano.


–¿Por qué no pasas y te sientas? –dijo su padre.


–No quiero sentarme. Solo quiero saber por qué lo hiciste. Dímelo, para que pueda saber cómo ser diferente.


–No pasa ni un solo día sin que lamente cómo os traté a tu hermano y a ti. Sé que no fui un gran padre.


–Eso no me ayuda.


–Supongo… –su padre se encogió de hombros– que fue el modo en que me educaron. Era lo único que conocía.


Estupendo. De modo que era una especie de retorcida tradición familiar.


–En otras palabras. Estoy fastidiado.


–No. Tienes una elección –movió la cabeza–. Igual que yo. Yo elegí no cambiar. Pasé veinte años desdichados con una mujer a la que amaba más que a la vida misma y lo único que ella quería de mí eran mi apellido y todo el dinero que pudieran recoger sus manos codiciosas. Estaba amargado y con el corazón roto y en vez de descargarlo sobre la persona que se lo merecía, lo hice sobre mis hijos.


–¿Realmente la amabas? –le costaba creer algo así. Era una mujer tan… poco merecedora de amor. De una hermosura deslumbrante, sí, pero fría y egoísta.


–Por supuesto que la amaba. ¿Por qué crees que me casé con ella.


Empezaba a creer que todo lo que conocía sobre su vida estaba equivocado.


–Has dicho que es por el modo en que te educaron, pero, ¿tu padre no murió cuando tenías cuatro años?


–La verdad es que no me acuerdo de él, pero, hasta donde yo sé, él jamás me puso una mano encima.


Tardó un segundo en asimilarlo.


–¿Insinúas que la abuela…?


–Parecía inofensiva, pero esa mujer era tan mezquina como una serpiente. Resumiendo, tu abuela era una persona muy infeliz, igual que yo. Yo era una lamentable excusa de padre. Y en ninguna parte está escrito que tu destino sea parecerte a mí. Puedes ser la clase de padre que tú quieras. La elección es tuya.


Si la elección era suya, entonces elegía ser distinto. Y si cometía errores, serían suyos, y con suerte aprendería de ellos a lo largo del camino.


–He de irme –le dijo a su padre.


El hombre mayor asintió… pero pareció triste. Y por un segundo Pedro sintió pena por él.


–Quizá puedas venir por aquí alguna vez –le dijo su padre–. No sé si tu hermano te lo contó, pero voy a casarme. Otra vez.


–Lo mencionó.


–Quién sabe –se encogió de hombros–, tal vez este dure.


–Tal vez pueda traer a Matías algún día para que te vea.


–¿Eso significa que tú volverás a verlo?


Si Paula se lo permitía. Y aunque no lo hiciera, formar parte de la vida de su hijo era algo por lo que consideraba que valía la pena luchar.


Pero antes de esa batalla, tenía que sabotear una junta administrativa.