miércoles, 30 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 40

 


Después de haberse aseado, regresó lentamente al dormitorio. Pedro se reunió con ella a medio camino y con suma delicadeza le quitó la camiseta y los pantalones. Ya había abierto la cama y corrido las cortinas. Las sábanas estaban frescas y la habitación a oscuras. Temblando, Paula enterró el lado afectado de la cabeza en la almohada. Notó que el colchón se hundía un poco más y emitió un suspiro al sentirle ocupar un espacio a su lado. Sin embargo, Pedro no dijo nada ni se movió más que para apoyar delicadamente un brazo sobre su cadera y acunarla contra él. Poco a poco, el calor de su cuerpo la inundó y sintió cómo el sueño se apoderaba de ella. El alivio era inmenso.


Cuando despertó, experimentó un inmenso alivio al comprobar que el dolor de cabeza había desaparecido. Mejor aún, él yacía enroscado a su lado, abrazándola para mantenerla caliente. Estaba desnudo y no ocultaba nada, ni siquiera la erección.


–¿Estás mejor? –le susurró con dulzura al oído.


–Sí.


Pedro la hizo girar hasta mirarlo de frente y la contempló con gesto grave.


–No hemos terminado –anunció con calma–. Aún no.


Ella intentó apartarse y levantarse de la cama, pero Pedro se lo impidió con el peso de su cuerpo, y con un beso que la dejó sin aliento.


–Tu migraña de ayer lo demuestra –insistió.


–¿Qué demuestra? –¿ayer? ¿Había dormido hasta el día siguiente?


–Que aún no estás preparada para marcharte. Que todo este asunto te estresa.


Por supuesto que la estresaba. Precisamente por eso tenían que terminar. Pero él no le dio la oportunidad de decirlo. Su boca le atrapó los labios silenciándola largo rato.


–Escúchame –murmuró él–. Mírame –las fuertes manos la atormentaban con sus caricias–. Si me miras, dejaré de hacerlo.


No tenía otra elección y, lentamente, levantó la vista.


–Tienes unas piernas increíbles. Largas, suaves y ahí arriba –deslizó los dedos hasta la parte interna de los muslos–, tan dulces.


¿Qué otra cosa podía hacer salvo separar las piernas?


–Y tus pechos –Pedro sonrió–. ¡Esos pechos! –se inclinó y capturó un pezón con la boca y luego el otro–. Perfectos –se acomodó encima de ella y la besó–. Y ahí –deslizó la mano hasta el centro íntimo– tienes el lugar más caliente con el que podría soñar un hombre.


La sensación era demasiado fuerte para poder soportarla y Paula tuvo que cerrar los ojos.


Sin embargo, fiel a su palabra, Pedro paró y se hizo a un lado.


–¡No! –gimió ella.


–Mírame, Paula –le ordenó él con dulzura.


Ella obedeció y se encontró con una mirada penetrante, aunque tierna.


–Si me deseas, tendrás que quedarte conmigo.


Paula se estremeció y pestañeó repetidamente.


–Conmigo –le advirtió él.


Nerviosa, ella se humedeció los labios aunque no desvió la mirada.


Sus rostros estaban prácticamente pegados y no había ni un milímetro de espacio entre los cuerpos casi fundidos. Paula admiró la masculina belleza y supo que él era capaz de leer cada uno de sus pensamientos. Jamás habían compartido tanta intimidad.


–Pero lo más hermoso de tu cuerpo son tus ojos. No, no los cierres. Déjame verlos.


Y ella le dejó mientras sus cuerpos se entrelazaban lenta y silenciosamente para luego separarse y volver a unirse aún más. Las respiraciones de ambos eran entrecortadas.


Paula quiso suplicarle que no se mostrara tan tierno porque no podría soportarlo, pero fue incapaz de hablar pues el corazón le iba a estallar. Sin embargo, no estalló sino que se expandió, llenándose del calor de la mirada azul. Y ya no pudo soportarlo más.


Pedro no volvió a hablar. Tomó el rostro de Paula con la palma ahuecada de la mano, impidiéndole desviar la mirada, aunque no hubiera hecho falta, pues ella era incapaz de apartar los ojos de los suyos. En su interior veía todo aquello que había soñado y al mismo tiempo no se atrevía a soñar. Vio que las dulces palabras eran sinceras, vio que la deseaba.


Sin embargo no se atrevía a creérselo y el esfuerzo por no hacerlo la destrozaba, hasta que ya no pudo impedir el escozor que le nublaba la vista.


–Pero aún más hermoso que tus ojos es tu alma –Pedro le besó cada una de las lágrimas.


Y con cada prolongada y lenta embestida, derribó hasta la última de sus defensas.


Paula se incorporó y tomó la preciosa boca con sus labios. El beso se prolongó mientras se abrazaban. A pesar de cerrar los ojos no pudo ocultarle nada, no cuando sentía el fuerte cuerpo flexionarse y los gruñidos que resonaban en el musculoso torso mientras aceleraba el ritmo. Lo único que podía hacer era aferrarse a él, dejar que su cuerpo se moviera libre. Tocarlo, acercarlo más a ella. Apremiarlo para que culminara.


Los dedos de Pedro se hundieron en sus cabellos, sujetándole el rostro levantado hacia él mientras interrumpía el beso e, implacablemente, se hundía dentro de ella una vez más.


–¡Por favor! –Paula necesitaba que fuera más rápido. De lo contrario, moriría.


Sin embargo, él se resistió y mantuvo un ritmo lento, lento y profundo, durante una eternidad volviéndola loca de desesperación. Los gritos de Paula eran cada vez más fuertes hasta convertirse en un aullido casi inhumano al alcanzar la cima y ser lanzada al vacío.


El clímax, de una intensidad casi brutal, continuó sin parar. Clavó las uñas en los fuertes músculos y su cuerpo se estremeció.


Pero aún no había acabado pues Pedro continuaba moviéndose, insoportablemente despacio, abrumadoramente intenso. Su rostro se ensombreció por el esfuerzo y su cuerpo se empapó de sudor. Al fin no pudo más y estalló en profundos gruñidos de placer.


Paula se estremeció con los brazos y las piernas enroscadas alrededor de su cuerpo. Sentía como si él estuviera vertiendo en su interior todo lo que ella había deseado en la vida.


Se negaba a abrir los ojos por miedo a romper el hechizo bajo el que se encontraba, la sublime y deseada sensación. Pero la realidad se abrió paso poco a poco.




SIN TU AMOR: CAPITULO 39

 


Al fin llegaron a la playa y caminaron en silencio por la arena durante una eternidad, simplemente estirando las piernas y oyendo a las gaviotas. Normalmente era una actividad que la calmaba, pero estaba demasiado inquieta para que surtiera efecto.


–Tomaremos un helado –exclamó él lleno de vitalidad.


–Demasiado frío.


–El helado suele estarlo.


–No. Me refiero al tiempo.


–Pero estamos en la playa y en la playa…


–Debemos terminar con esto, Pedro –interrumpió ella apresuradamente.


–Anoche… –Pedro dejó de hablar y de caminar y sus miradas se fundieron.


–Fue un error –volvió a interrumpir ella–. Debemos terminar con esto.


No había nada más que decir y Paula se dirigió de vuelta al coche. La cabeza le iba a estallar. Necesitaba cerrar los ojos y tumbarse. ¿Por qué estaba tan lejos el coche?


–¿Paula? –Pedro la agarró del brazo en el preciso instante en que se tambaleaba.


–Estoy bien.


–No, estás… –los juramentos de Pedro no hicieron más que aumentar el dolor de cabeza.


–Sólo es una migraña –en segundos el dolor alcanzó proporciones intolerables–. Vámonos.


Entornó los ojos para bloquear la hiriente luz. Pedro le rodeó la cintura con un brazo y ella se dejó conducir hasta el coche, y dejó que la sentara y le abrochara el cinturón.


–Lo siento.


–No digas tonterías –él cerró la puerta y en escasos segundos estuvo sentado al volante.


El horrible dolor no hizo más que empeorar y apenas conseguía respirar. Cada vez respiraba más deprisa y, presa del pánico, sintió cómo la boca se le llenaba de babas.


–¡Pedro! –consiguió advertirle justo a tiempo.


Pedro paró a un lado de la carretera mientras ella abría la puerta y se inclinaba junto a la cuneta. El vómito fue violento y hediondo.


El sentimiento de vergüenza se sumó a su estado general mientras él le frotaba la espalda delicadamente. Pero el dolor de cabeza era tan fuerte que ya no le importaba nada.


–En mi bolso tengo toallitas –murmuró–. Un paquete pequeño.


–Toallitas húmedas –el tono de voz evidenciaba que Pedro sonreía.


Un estallido de granadas resonó en sus oídos antes de sentir la refrescante caricia.


–Ya puedo yo –Paula se movió demasiado deprisa e hizo un gesto de dolor.


Pedro le apartó la mano.


Pedro –susurró ella sintiéndose mortificada.


Con suma ternura, él le pasó la toallita húmeda por la frente. Paula abrió los ojos, pero la expresión de ese hombre era demasiado dulce para poderla soportar y los cerró de nuevo.


Pedro le abrochó de nuevo el cinturón mientras ella apoyaba la cabeza contra el respaldo del asiento, incapaz de moverse. Cualquier intento provocaba un intenso dolor.


Tras lo que pareció una eternidad, al fin oyó que se apagaba el motor del coche. Abrió los ojos y miró al frente… Estaban en casa de Pedro, no en la de Felipe.


–Vamos, cariño –él abrió la puerta y la levantó en vilo.


Pedro, vas a romperte la espalda.


–Cállate.


Y eso fue exactamente lo que hizo, apoyando la cabeza en el amplio torso, demasiado dolorida para disfrutar del hecho de que la llevara en brazos como si fuera una princesa, femenina y ligera. Entraron en un enorme dormitorio con cuarto de baño. Pedro la sentó en una silla y ella le oyó caminar por un suelo de baldosa y abrir y cerrar un cajón.


–Paula –Pedro le entregó un cepillo de dientes nuevo y un tubo de pasta antes de dejarla sola.


Por lo visto ese hombre estaba siempre preparado para un huésped nocturno. Sin embargo, el dolor de cabeza era demasiado fuerte para sentirse molesta por ello.



SIN TU AMOR: CAPITULO 38

 


Pedro aporreó la puerta del apartamento de Felipe hasta que, al fin, oyó las pisadas de Paula. Al verla, enarcó las cejas. El bronceado parecía haberse vuelto más cetrino durante la noche.


–¿Tan mala es la resaca? –él entró sin más.


Había pasado toda la noche despierto reviviendo los maravillosos momentos en el coche. El corazón aún le martilleaba al recordarlo. Por primera vez en varios días, se sentía vivo. Sin embargo, ella parecía intranquila, y eso le puso nervioso.


–¿Qué haces aquí?


–¿Has comido algo? –Pedro ignoró la pregunta. Ya hablarían después.


Paula sacudió la cabeza con aspecto horrorizado ante la perspectiva de comer.


–Deberías…


–No, gracias, Pedro.


Al menos se tomaría una taza de café, decidió él mientras se dirigía a la cocina.


–¿Qué haces aquí? –Paula se dejó caer en el sofá y miró las botas negras que tenía enfrente.


Pedro se sentó a su lado y tamborileó sobre una rodilla. Mejor acabar cuanto antes.


–No sé si habrás caído en la cuenta, Ana, pero anoche no utilizamos preservativo.


–No te preocupes –ella soltó una carcajada.


¿No te preocupes? ¿Después de todo lo que había sufrido?


–Tomo la píldora, Pedro –ella sacudió la cabeza–. Soy inflexible al respecto. Además, sólo me queda una trompa… no hay muchas posibilidades de embarazo.


Estupendo. La píldora. Eso era bueno.


Había pocas posibilidades de embarazo.


El silencio se hizo denso y él la vio hundirse más en el sofá. De repente supo que tenían que salir de allí. Aire fresco y agua salada para que ambos pudieran aclarar sus ideas.


–¿Nos vamos a dar una vuelta en coche?


–No quiero dar una vuelta en coche.


La intranquilidad de Paula no se debía al alcohol de la noche anterior. Sólo había bebido un par de copas, pero había dejado que Pedro creyera que tenía resaca para poder echarle la culpa al alcohol por el momento de lujuria.


Se había arrojado en sus brazos. Literalmente, para cabalgar sobre él. Y no le había bastado, lo cual la ponía enferma. Seguía deseando más. Un vistazo a ese hombre vestido con vaqueros y un jersey gris había reavivado el fuego en su interior y despertado unos deseos que ninguno de los dos quería tener. Por eso tenía que hacerlo sin perder tiempo.


Tenía que dejar de ver a Pedro.


Y había llegado el día.


Pero lo acompañó, sonrojándose al sentarse en el coche. Pedro aligeró el momento con un alegre y constante parloteo. Era increíble cómo podía mantener una conversación él solito.


–¿Aún estás viva?


–Estaba disfrutando de tu monólogo.


Y no era lo único que estaba disfrutando de él, ése era precisamente el problema, ¿no? No era sólo el sexo lo que le gustaba sino también todo lo demás. Aquello era muy peligroso.



martes, 29 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 37

 


Paula sintió de nuevo el impulso que había experimentado en África. En realidad ninguno de los dos había «llegado». Desabrochándose el cinturón se inclinó hacia Pedro e hizo lo que había deseado hacer toda la noche. Le agarró la nuca con una mano y lo atrajo hacia ella.


¿Qué podía causar tanta locura? ¿Había sido el champán? ¿El vestido? ¿O la impresión de haber sido expuestos ante todos como recién casados?


Nada de eso. El causante era Pedro. Tenerlo tan cerca y no poder tocarlo como deseaba hacer desde hacía unas siete horas. La presión había aumentado en su interior hasta el punto de no poder controlarla y el torrente de adrenalina le recordó los beneficios que obtendría tomando lo que deseaba. La excitación era salvaje y embriagadora.


Pedro tenía las piernas muy largas, de manera que el asiento estaba muy separado del volante, dejando espacio más que suficiente para que se sentara a horcajadas sobre él, levantándose el vestido antes de desabrocharle el pantalón.


–Paula –dijo Pedro, aunque no ofreció ninguna resistencia, como evidenciaron sus manos, rápidamente instaladas en sus puntos más sensibles. Sabía muy bien lo que le gustaba.


La calle londinense era tranquila y oscura, pero dentro del coche las respiraciones eran entrecortadas y rápidas y los movimientos acelerados hasta alcanzar el feliz momento en que se dejó caer sobre él para que la penetrara profundamente. Apretó con fuerza los muslos y se deleitó en el gruñido salvaje que salió de la boca de Pedro.


–Creía que ya no estábamos en África –Pedro le mordisqueó el cuello.


–Aquí hace más calor que en África.


–Cierto.


Las manos de Pedro se deslizaron por el vestido de seda, buscando la piel, intentando bajar el ritmo. Pero ella cabalgó a toda velocidad, atrapando su boca con los labios para amortiguar los sonidos que ambos emitían a medida que, demasiado pronto, llegaron.


Fue unos segundos después cuando comprendió la futilidad de aquello mientras el deseo redoblado sustituía a la dicha del éxtasis. No había bastado. Jamás bastaría. Perseguir la gratificación física era un error.


Abrió la puerta del conductor y saltó a la calle antes de que él pudiera siquiera pestañear.


–¿No vas a invitarme a entrar? –él le agarró una mano.


–No quisiera molestar a Felipe y a Mauricio.


Difícil, dado que la pareja estaba a cientos de kilómetros de allí. Pedro comprendió que era una mentira urdida para impedirle pasar la noche con ella y no dejaba de ser gracioso, dado que había sido ella la que lo había asaltado. Sin embargo volvía a huir. De nuevo.


–De acuerdo –contestó él, dejándola marchar.


La vio correr hacia la puerta como si la persiguiera el demonio. Al mirar hacia abajo descubrió que aún llevaba puesto el cinturón de seguridad y no pudo evitar sonreír. Paula acababa de darle un nuevo significado al término «sexo seguro». Un sexo muy seguro en el que ella jamás lo miraba a los ojos ni se quedaba con él después, ni física ni emocionalmente. La clase de sexo que había disfrutado la mayor parte de su vida y que, aun siendo fresco y divertido, y muy excitante, de repente ya no era suficiente para él.


Algo feroz ardía en su interior. No, ya no quería esa clase de sexo. Bueno, sí, pero con algo más. Quería abrazarla en una enorme cama durante horas. Quería que ella lo mirara.


Respiró profundamente el aire de la noche. ¿Qué le estaba haciendo esa mujer?


–¡Paula! –la llamó mientras ella entraba en el portal–. ¿Quién es el pirata ahora?



SIN TU AMOR: CAPITULO 36

 


El corazón galopaba en su pecho sólo con recordar lo mucho que había deseado tenerla de nuevo en sus brazos. Y ya que por fin lo había conseguido, no estaba dispuesto a soltarla.


Los zapatos que llevaba hacían que resultara casi tan alta como él. Sus ojos estaban a la misma altura que los suyos, o lo estarían si se dignara a mirarlo. De repente se le ocurrió. A pesar del sexo, mucho y fantástico, que habían compartido, ella nunca lo había mirado a los ojos. Aceptaba el placer que le proporcionaba, ardía bajo sus caricias, pero se negaba al más sencillo gesto de intimidad.


–Paula –sentía una repentina necesidad de llegar a ella–. No te alejes.


–¿Cómo?


–Mírame.


Sabía que su madre los estaba observando. Y su padre también. Pero no le importaba lo que pensaran, sólo quería estar con ella.


Sabía que había disfrutado con la boda. La había mirado durante la ceremonia y la había visto sonreír. En aquellos momentos su rostro resplandecía. Sí, aquello le gustaba. Seguramente querría algo parecido para ella misma algún día. ¿Cómo estaría con el tradicional vestido de novia? ¿Con un vaporoso velo cubriéndole la cabeza y ocultando el resplandor que florecía en el rostro de toda novia?


La atrajo hacia sí sin ninguna dificultad y sintió el suave cuerpo contra el suyo. Una de las piernas de Paula se enganchó… demasiado cerca, y el corazón latió con renovados y erráticos bríos. Aquella mujer iba a ser su muerte. La abrazó con más fuerza y desistió de marcar el paso. Lo único que podían hacer era quedarse quietos y balancearse al ritmo de la música. Paula había vuelto a cerrar los ojos, pero a él no le importó pues sabía bien el porqué. Lleno de masculino orgullo, supo que el deseo le impedía mantenerlos abiertos.


Decidió darle un respiro y se concentró en el brazo tatuado. Parecía chocolate fundido derramado sobre la piel de color caramelo. Se moría de ganas de saborearla, de recorrer el intrincado diseño con la punta de la lengua. Cierto que se alegraba de que no fuera permanente, pero por el momento resultaba divertido. Como el resto de ella, ¿no?


Diversión para un momento. Sin embargo, la suya ya había terminado. Se suponía que habían dejado atrás la lujuria, en África.


–Paula.


–¿Sí?


–No me estás mirando.


–Estoy mirando tu barbilla.


–Mírame a los ojos.


–¿Quieres hipnotizarme o algo así?


En parte le gustaría hacerlo. No tenía ni idea de qué quería esa mujer de él. ¿Quería besarlo del mismo modo que él deseaba besarla a ella? ¿Con la misma desesperación? Se moría de ganas por saber qué pensaba. Qué pensaba y qué sentía por él.


Aunque a lo mejor no quería saberlo, por si acaso no era lo que se esperaba.


Sus pensamientos estaban divagando, de modo que se rindió y se contentó con pegarse a ella y perderse en los ojos azules y la dulce invitación de sus labios.


¿Terminado? ¿A quién quería engañar?


Paula estaba mareada y la cabeza le daba vueltas. El beso había sido increíble, dulce y tierno, pero no había bastado. Quería más, lo quería todo. Sin embargo, el vals había terminado. Quería que volviera la música. Quería que volvieran sus brazos.


No obstante, Pedro dio un paso atrás, interrumpiendo el contacto. Pisando el freno.


Además estaba su madre, acechándoles como un águila. Igual que su padre. Paula consiguió mostrarse educada, pero por dentro estaba a punto de estallar. No se había acabado, maldita fuera. ¿Se acabaría alguna vez el deseo que sentía por él?


Era evidente que Pedro se había dado cuenta. Jugaba con ello y lo aprovechaba en su propio beneficio. Invadía cada centímetro de su espacio y las manos jamás abandonaban su cuerpo, ya fuera tomándole de la mano, apoyando una mano en la parte baja de su espalda o rodeándola por los hombros. Mientras hablaban con el novio o sus amigos, la pierna de Pedro presionaba en todo momento la suya. Y la miraba de un modo… como si fuera la mujer más bella del planeta.


Le hacía sentir como una hechicera, tanto que le gustaría lanzar un conjuro que la transportara a un cuento de hadas.


Menuda estupidez. Ya sabía que el poder para convertir su vida en algo especial estaba en sus manos. La decisión era suya.


De modo que renunció a las burbujas y se dedicó al agua mineral en un intento de recobrar la cordura. Sin embargo no le ayudó a rebajar la temperatura corporal. Tenía más calor de lo que había tenido en África y se alegraba de haberse puesto ese vestido.


–¿Quieres que nos marchemos? –Pedro buscó sus miradas.


–Cuando quieras –ella apartó la vista del fuego.


Pedro se despidió de todos y en poco menos de diez minutos estuvieron fuera de allí.


–¿Te lo has pasado bien? –preguntó él mientras conducían de regreso a su casa.


–Sí –admitió ella con sinceridad–. ¿Y tú?


–Sí. Hubo algún momento realmente bueno.


Aparcó casi en la puerta del edificio de Felipe y Mauricio.


Paula se sentía algo desilusionada, pues no había recibido ninguna invitación para regresar con él al apartamento. Quizás fuera cierto que todo había terminado. A pesar de haber flirteado con ella, o robado un beso, llegado el momento de la verdad no parecía dispuesto a correr riesgos.


–Gracias por acompañarme –él apagó el motor del coche–. Sin ti no habría ido.



SIN TU AMOR: CAPITULO 35

 


Al salir del baño él la esperaba, pero no tuvo el valor de mirarlo a la cara.


–Creía que no íbamos a dar ningún detalle –observó él con demasiada calma.


–Bueno, Carla no hacía más que meterse conmigo –se defendió ella, consciente de que el color de sus mejillas debía haber alcanzado un tono carmesí.


Los labios de Pedro eran una fina línea. Tras un prolongado silencio que atacó los nervios de Paula, volvió a hablar. Con la misma calma.


–¿No estarás celosa, Paula?


Esa mujer era rubia, pequeña y preciosa. Por supuesto que estaba celosa. No sólo se sentía celosa sino también amenazada, insegura y, aparentemente, capaz de una exhibición territorial de hembra alfa. ¿Desde cuándo se comportaba así? Ante el mero pensamiento sobre esa mujer sentía deseos de sacar las uñas y clavárselas.


–Yo, eh… –sin embargo, no estaba dispuesta a admitirlo.


–Carla nunca me ha interesado –le aclaró Pedro con voz neutra–. Es la hija del amigo de mi padre. La conozco de toda la vida y jamás la he besado.


–Aunque no me cabe duda de que no te ha faltado la oportunidad de hacerlo –insistió Paula.


–Por supuesto. Pero no he aprovechado ninguna de ellas.


¿Ellas? ¿Había habido más de una oportunidad? De modo que esa arpía llevaba tiempo intentando cazarlo. Las garras de Paula se afilaron para cortar un diamante.


Pedro dio un paso hacia ella y le sujetó la barbilla con firmeza para obligarla a mirarlo. Para sorpresa de Paula, lo que vio en sus ojos fue diversión, no ira. Y aunque seguía hablando en apenas un susurro, su voz tenía un matiz de burla que hizo que se derritiera.


–De haber querido, lo habría hecho hace mucho tiempo. Pero nunca quise, y sigo sin querer. Jamás querré. ¿Satisfecha?


La sensación de culpa se acumulaba en el interior de Paula, acompañada de una buena dosis de vergüenza. Sin embargo, había algo más: satisfacción. Pero ganó la vergüenza.


–Lo siento –balbuceó–. Me marcharé. Puedo escabullirme discretamente.


–No, no puedes –contestó él tranquilamente–. Tienes que pasar por esto con una sonrisa en los labios, igual que yo. La culpa es tuya por revelar nuestro matrimonio. Tuya por insistir en que viniésemos. Yo me lo habría ahorrado.


–Yo no quería venir. Quería que vinieras tú.


Pedro sacudió la cabeza mientras le quitaba el echarpe de los hombros dejando los brazos al desnudo y expuesto el vestido de seda.


–¿Qué haces? –ella intentó arrebatarle el echarpe, pero él lo arrojó a la silla más cercana.


–Creo que lo mínimo que puedes hacer es ofrecerme algo bonito que mirar.


Pedro.


–Paula –la sonrisa era muy traviesa–, debemos sacarle el mayor partido a una mala situación.


Paula sobrevivió a la cena, a las bromas y a los discursos. Y con una tensa sonrisa vio cómo partían la tarta. Al fin llegó el baile. Seguramente podrían irse después de unas pocas canciones. Observó a los novios acercarse al centro de la pista de baile y oyó a Pedro gruñir mientras la orquesta daba los primeros acordes.


–Es una bola de nieve –murmuró.


–¿Bola de nieve?


–No estás muy puesta en bodas, ¿verdad? –él la miró con expresión de sufrimiento.


Paula contempló hechizada cómo la pareja empezaba a bailar un vals. No veía el problema por ningún lado, hacían una pareja adorable. Pero de repente los músicos hicieron una pausa, manteniendo la nota, y la novia abandonó los brazos de su marido para ir en busca de Pedro, mientras el novio hacía lo propio con la madrina de la boda y todos reanudaron el vals. Tras otra pausa, Pedro invitó a bailar a su madre y los demás eligieron nuevas parejas. De nuevo se hizo una pausa y Pedro se dirigió hacia ella.


Al fin comprendió lo que había querido decir con «bola de nieve». El baile se repetía una y otra vez con constantes cambios de pareja hasta que todos estuvieron bailando.


–No me apetece bailar, Pedro –Paula miró la mano extendida.


Pero él la tomó en sus brazos como si no hubiese oído nada. La música se reanudó y bailaron por la pista. Al fin llegó la pausa, pero Pedro no la soltó.


–¿No se supone que debemos buscar otra pareja?


–Me gusta la que tengo –él se encogió de hombros.


–¿A pesar de que no hago más que pisarte?


–Limítate a dejarte llevar.


Y eso hizo. Apoyó el rostro contra el cuello de Pedro y aspiró su aroma, incapaz de mirarlo mucho rato a los ojos. La expresión que le devolvían era demasiado abrumadora.


Parecía una diosa del mar. El ajustado vestido hacía parecer los ojos más azules y los largos y brillantes cabellos, peinados sueltos, junto con la piel ligeramente dorada y completado con el tatuaje de henna, hacía que el resultado fuera espectacular. Estaba tan bonita que Pedro apenas podía tragar.




lunes, 28 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 34

 


Rubia natural, ojos azules y una dentadura deslumbrantemente blanca completaba una amplia y bonita sonrisa.


Paula pestañeó e intentó disimular la envidia que sentía hacia aquella mujer. Los finos hombros sujetaban un delicado cuello. Era bajita, lo suficiente para que cualquier hombre pudiera tomarla en brazos con facilidad. Y era tan femenina, tan encantadora… Tan todo lo que ella no era.


–¡Pedro! –la criatura élfica se arrojó al cuello de Pedro–. ¡Qué alegría verte!


Paula vio las manos de Pedro rodearle la cintura, abarcándola casi por completo. Llevaba un top escotadísimo y una falda ajustadísima. Era una completa y genuina belleza.


De repente la torpe, desgarbada y excesivamente alta adolescente que llevaba dentro desgarró la superficie de la adulta madura y segura de sí. Y supo que si intentaba siquiera dar un paso al frente, tropezaría y se golpearía contra la esquina de una mesa. Y si se le ocurría hablar, diría alguna estupidez.


La rubia ni siquiera la miró. Al menos no mientras estuvo ocupada inclinándose hacia Pedro con su deslumbrante sonrisa. Señorita Efervescencia en acción. Y entonces giró la cabeza, sin apartarse de Pedro, y le dedicó a Paula una sonrisa totalmente diferente. Una sonrisa alegre, pero desprovista de todo flirteo y provocación. La pequeña piraña había hincado los dientes en su presa y no iba a soltarla.


–Paula, te presento a Carla. Carla, Paula.


–¿Paula? ¡Encantada de conocerte!


¿Acaso se podía ser más chispeante? Paula sintió retorcerse cada una de sus células, aunque consiguió sonreír mientras esperaba pacientemente a que aquella mujer soltara a Pedro.


Enseguida comprendió que iba a tener que esperar mucho, mucho tiempo.


–Ha pasado demasiado tiempo, cariño –Carla le daba unos golpecitos en el pecho a Pedro. En realidad lo acariciaba–. Deberías divertirte más –hubo un destello en su mirada. El destello de una navaja–. ¿Cuándo nos vamos otra vez de copas? ¿Esta noche?


Pedro sonreía con su encantadora sonrisa.


–Esta noche no, Carla. Esta boda ya es bastante emoción por un día.


Paula observó el gesto de desilusión y luego la brillante sonrisa mientras Carla intentaba asegurarse una pareja aquella noche. ¿Sería un pulpo? Sus manos estaban por todas partes.


–Lo siento –él sacudió la cabeza–. ¿Me disculpas? Tengo que posar para unas fotos.


¿Fotos? En esos momentos Paula estaba celosa, por las fotos y por muchas otras cosas. Más le valía no dejarla sola con esa depredadora.


–Vosotras dos tenéis mucho en común –anunció Pedro tras lograr arrancar la mirada, y las manos, de la encantadora rubia–. Carla adora los accesorios.


Pedro se marchó, regodeándose sin duda en su maldad. Paula lo miró fijamente antes de volverse hacia su competidora.


–¿Hace mucho que conoces a Pedro? –la pequeña piraña no tardó en empezar a interrogarla con su bonita sonrisa.


–Sí –contestó Paula con cautela–. Hace bastante.


–Nosotros desde hace muchísimo tiempo. Somos íntimos.


–Qué bonito –a Paula no le cabía la menor duda de lo íntimos que eran.


–Tienes un bronceado precioso para esta época del año. Yo jamás me expondría al sol de esa manera. No me gustaría estropearme la piel.


–¿En serio? Qué pena –Paula sonrió con dulzura–. Acabamos de regresar de África –«y te aseguro que ha merecido la pena estropearme la piel, querida», añadió para sus adentros.


–¿África? –la criatura entornó los ojos–. ¿Con Pedro?


–Sí –desesperada por ponerla en su sitio, Paula no pudo reprimirse–. De luna de miel.


–¿¡Vuestra luna de miel!?


Durante un segundo, Paula saboreó el triunfo absoluto. Desgraciadamente, enseguida dio paso a un remordimiento tan enorme que tuvo náuseas. Deseaba retractarse y se apresuró a apurar la copa antes de escapar a los lavabos. Sin embargo, cuando regresó a la fiesta cinco minutos después, vio a la rubita hablando muy seriamente con la madre de Pedro.


La mirada glacial de la madre se fundió con la suya y Paula se sintió enrojecer mientras observaba desesperadamente cómo esa mujer interrumpía la sesión de fotos de Pedro.


Fue por puro milagro que los cristales de las ventanas no estallaran ante el alarido que hizo que todos los rostros se volvieran al mismo lugar.


–¡Te has casado! –la voz de Lily resonó alta y clara.


Pedro, de pie a la derecha de su padre, se volvió hacia Paula, que levantó la cabeza, mirándolo desafiante, decidida a mantener su postura.


Y de repente, se vio atrapada entre Pedro y su madre, que disparaba una pregunta tras otra.


–¿Cuándo?


Pedro miró a Paula, forzándola a contestar.


–Hace un tiempo ya.


–¿Dónde?


–En un juzgado.


–¿En un juzgado? ¡Pedro! –la otra mujer parecía espantada–. Déjame adivinar: sin testigos, sin invitados, sin fiesta. Nunca te gustaron las celebraciones – lo recriminó.


–No nos apetecía a ninguno de los dos –murmuró Paula.


Pedro, ¿cómo has podido?


–Sin ningún problema –contestó Pedro al fin–. Pensé que entre papá y tú ya había suficientes bodas. No hacía falta añadir otra más a la agenda.


Paula observó la expresión en los ojos de la madre y, por primera vez, se le ocurrió que su desastroso matrimonio podría haber hecho daño a alguien más aparte de a ella misma.


–¿Me disculpáis un momento? –Paula necesitaba otra visita a los aseos, para dejarles a solas unos minutos. Para escapar de la energía que emanaba de Pedro… una energía furiosa.


Un error. Un enorme error.