Rubia natural, ojos azules y una dentadura deslumbrantemente blanca completaba una amplia y bonita sonrisa.
Paula pestañeó e intentó disimular la envidia que sentía hacia aquella mujer. Los finos hombros sujetaban un delicado cuello. Era bajita, lo suficiente para que cualquier hombre pudiera tomarla en brazos con facilidad. Y era tan femenina, tan encantadora… Tan todo lo que ella no era.
–¡Pedro! –la criatura élfica se arrojó al cuello de Pedro–. ¡Qué alegría verte!
Paula vio las manos de Pedro rodearle la cintura, abarcándola casi por completo. Llevaba un top escotadísimo y una falda ajustadísima. Era una completa y genuina belleza.
De repente la torpe, desgarbada y excesivamente alta adolescente que llevaba dentro desgarró la superficie de la adulta madura y segura de sí. Y supo que si intentaba siquiera dar un paso al frente, tropezaría y se golpearía contra la esquina de una mesa. Y si se le ocurría hablar, diría alguna estupidez.
La rubia ni siquiera la miró. Al menos no mientras estuvo ocupada inclinándose hacia Pedro con su deslumbrante sonrisa. Señorita Efervescencia en acción. Y entonces giró la cabeza, sin apartarse de Pedro, y le dedicó a Paula una sonrisa totalmente diferente. Una sonrisa alegre, pero desprovista de todo flirteo y provocación. La pequeña piraña había hincado los dientes en su presa y no iba a soltarla.
–Paula, te presento a Carla. Carla, Paula.
–¿Paula? ¡Encantada de conocerte!
¿Acaso se podía ser más chispeante? Paula sintió retorcerse cada una de sus células, aunque consiguió sonreír mientras esperaba pacientemente a que aquella mujer soltara a Pedro.
Enseguida comprendió que iba a tener que esperar mucho, mucho tiempo.
–Ha pasado demasiado tiempo, cariño –Carla le daba unos golpecitos en el pecho a Pedro. En realidad lo acariciaba–. Deberías divertirte más –hubo un destello en su mirada. El destello de una navaja–. ¿Cuándo nos vamos otra vez de copas? ¿Esta noche?
Pedro sonreía con su encantadora sonrisa.
–Esta noche no, Carla. Esta boda ya es bastante emoción por un día.
Paula observó el gesto de desilusión y luego la brillante sonrisa mientras Carla intentaba asegurarse una pareja aquella noche. ¿Sería un pulpo? Sus manos estaban por todas partes.
–Lo siento –él sacudió la cabeza–. ¿Me disculpas? Tengo que posar para unas fotos.
¿Fotos? En esos momentos Paula estaba celosa, por las fotos y por muchas otras cosas. Más le valía no dejarla sola con esa depredadora.
–Vosotras dos tenéis mucho en común –anunció Pedro tras lograr arrancar la mirada, y las manos, de la encantadora rubia–. Carla adora los accesorios.
Pedro se marchó, regodeándose sin duda en su maldad. Paula lo miró fijamente antes de volverse hacia su competidora.
–¿Hace mucho que conoces a Pedro? –la pequeña piraña no tardó en empezar a interrogarla con su bonita sonrisa.
–Sí –contestó Paula con cautela–. Hace bastante.
–Nosotros desde hace muchísimo tiempo. Somos íntimos.
–Qué bonito –a Paula no le cabía la menor duda de lo íntimos que eran.
–Tienes un bronceado precioso para esta época del año. Yo jamás me expondría al sol de esa manera. No me gustaría estropearme la piel.
–¿En serio? Qué pena –Paula sonrió con dulzura–. Acabamos de regresar de África –«y te aseguro que ha merecido la pena estropearme la piel, querida», añadió para sus adentros.
–¿África? –la criatura entornó los ojos–. ¿Con Pedro?
–Sí –desesperada por ponerla en su sitio, Paula no pudo reprimirse–. De luna de miel.
–¿¡Vuestra luna de miel!?
Durante un segundo, Paula saboreó el triunfo absoluto. Desgraciadamente, enseguida dio paso a un remordimiento tan enorme que tuvo náuseas. Deseaba retractarse y se apresuró a apurar la copa antes de escapar a los lavabos. Sin embargo, cuando regresó a la fiesta cinco minutos después, vio a la rubita hablando muy seriamente con la madre de Pedro.
La mirada glacial de la madre se fundió con la suya y Paula se sintió enrojecer mientras observaba desesperadamente cómo esa mujer interrumpía la sesión de fotos de Pedro.
Fue por puro milagro que los cristales de las ventanas no estallaran ante el alarido que hizo que todos los rostros se volvieran al mismo lugar.
–¡Te has casado! –la voz de Lily resonó alta y clara.
Pedro, de pie a la derecha de su padre, se volvió hacia Paula, que levantó la cabeza, mirándolo desafiante, decidida a mantener su postura.
Y de repente, se vio atrapada entre Pedro y su madre, que disparaba una pregunta tras otra.
–¿Cuándo?
Pedro miró a Paula, forzándola a contestar.
–Hace un tiempo ya.
–¿Dónde?
–En un juzgado.
–¿En un juzgado? ¡Pedro! –la otra mujer parecía espantada–. Déjame adivinar: sin testigos, sin invitados, sin fiesta. Nunca te gustaron las celebraciones – lo recriminó.
–No nos apetecía a ninguno de los dos –murmuró Paula.
–Pedro, ¿cómo has podido?
–Sin ningún problema –contestó Pedro al fin–. Pensé que entre papá y tú ya había suficientes bodas. No hacía falta añadir otra más a la agenda.
Paula observó la expresión en los ojos de la madre y, por primera vez, se le ocurrió que su desastroso matrimonio podría haber hecho daño a alguien más aparte de a ella misma.
–¿Me disculpáis un momento? –Paula necesitaba otra visita a los aseos, para dejarles a solas unos minutos. Para escapar de la energía que emanaba de Pedro… una energía furiosa.
Un error. Un enorme error.