Paula atravesó la estrecha franja de arena y contempló el horizonte. El color del agua resultaba hipnótico y le flaqueaban las piernas. Se sentía irremediablemente atraída de nuevo por él, pero en aquella ocasión no iba a permitir que la fuerza arrolladora de Pedro Alfonso la derribara. En aquella ocasión iba a ser ella la que llevara las riendas.
Contempló el infinito mar azul y supo lo que deseaba.
Regresó sobre sus pasos. Pedro había organizado un partido entre los chicos sobre la arena.
Se enfrentaban dos equipos: los pasajeros de la camioneta contra los locales. Paula se sentó a la sombra y contempló un rato el partido hasta que su cuerpo ya no soportó más la quietud y dirigió su atención hacia una red suspendida entre un árbol y un palo. Voleibol playero, ésa sí que era una manera de quemar energías. No podía seguir mirando a Pedro mientras jugaba descalzo y vestido únicamente con unos pantalones cortos. Su bronceado cuerpo brillaba bajo el ardiente sol.
Tomó un balón de detrás de la barra del bar y se dirigió a la red llamándolo a su paso por el improvisado campo de fútbol. Pedro abandonó el partido de inmediato y la siguió.
–¿Te apetece jugar? –él contempló la red.
–Debo advertirte: soy bastante buena –Paula sonrió mientras giraba el balón en la mano.
–Yo sólo juego para ganar, Paula –Pedro aceptó el desafío y apostó–. La cuestión es saber qué nos estamos jugando…
–Eso no –ella respiró hondo.
–Entonces, ¿para qué? –la masculina sonrisa lo decía todo.
–No importa porque te voy a dar una paliza –Paula se quitó la camiseta quedándose en biquini y pantalones cortos y contempló divertida la expresión en el rostro de Pedro. Había pasado de seductora a tórrida.
Pasó por debajo de la red y sacó el balón. Le irritó comprobar que casi le igualaba en el juego. ¿Acaso no había ningún deporte que ese hombre no dominara? Sin embargo, el ejercicio no consumió el exceso de energía que se había acumulado en su cuerpo. A medida que el duelo continuaba, sintió aflorar su agresividad. La frustración era cada vez mayor y Pedro se convirtió en su diana. Ya no pretendía que el balón tocara el suelo en su campo, lo que quería era golpearle con él. Quería provocar, comprobar si el pirata seguía vivo. Con un contundente golpe proyectó el balón al otro lado de la red.
Pedro ya no sonreía. Los juegos se prolongaban, volviéndose cada vez más intensos. Paula no tenía ni idea de cuál era el tanteo. No le bastaba con ganar, quería conquistar.
Hubo cierto barullo al llegar otro grupo de turistas y Pedro se volvió hacia ellos en el preciso instante en que Paula se preparaba para servir. Aprovechándose de su despiste, golpeó el balón con todas sus fuerzas.
Se estrelló con un ruido sordo contra el pecho de Pedro, que dio un paso atrás y soltó un juramento.
Paula no pudo evitar echarse a reír.
Un segundo después, él corría tras ella.
–El voleibol no es un deporte de contacto –gritó Paula.
A consecuencia del placaje de Pedro, acabó tumbada boca abajo antes de que él la levantara en vilo, echándosela sobre el hombro.
–Necesitas refrescarte.
Un instante después, la arrojó a las olas. Paula se hundió y se giró, buceando en las cálidas aguas, que aliviaron la tensión y la sedujeron con su sabor salado. Abrió los ojos y siguió la estela del sol sobre el fondo arenoso del mar. Permaneció sumergida hasta que los pulmones pidieron aire a gritos y no pudo ignorar el dolor que sentía en todo el cuerpo.
Posando los pies en el suelo, salió del agua y lo buscó.
Pedro apareció repentinamente a su lado. Alto, rápido, musculoso, atento. Sus miradas se fundieron mientras permanecían de pie con el agua a la altura de la cintura.
Las gotas de agua resplandecían mientras resbalaban por la dorada piel. Los músculos estaban tensos y la mandíbula encajada. Las pupilas desproporcionadamente grandes.
Y entonces lo supo. Era una locura, pero ya no había ningún motivo para luchar, no había elección. Paula supo lo que quería y dio un paso al frente, y luego otro.
Pedro la contemplaba inmóvil, salvo por el pecho que se movía frenético mientras jadeaba audiblemente, más que cuando jugaba al fútbol a pleno sol. Pero no dijo nada.
Ella dio dos pasos más hasta que sólo les separaron dos o tres centímetros. Buscó su mirada, pero él bajó la vista como si no quisiera leerle el pensamiento. Se acercó un poco más hasta sentir el masculino aliento en la mejilla y acercó la boca a la dorada piel.
–Esto no es buena idea –murmuró él.
–Es una idea muy mala –admitió ella deslizando los labios sobre sus hombros, saboreando la deliciosa sal y saboreando el pequeño gemido que escapó de los masculinos labios.
–Es una locura –Pedro le acarició la frente con la boca.
–Una estupidez –ella deslizó la lengua por el fuerte cuello.
–Una tontería –él respiraba entrecortadamente.
–Una chaladura –ella apoyó las manos en el pecho y sintió el galopar de su corazón.
–Absolutamente descabellado –susurró él junto al oído.
–Irresistible –Paula cerró los ojos e inclinó la cabeza–. Inevitable.
Se quedaron paralizados. Habían llegado al momento. Había que tomar una decisión.
–«Inevitable» –Pedro la miró a los ojos–. ¿Estás segura?
–¿Acaso hay elección? –preguntó ella.
–Siempre hay elección –él deslizó los dedos entre sus cabellos y le levantó la cabeza.
Paula echó la cabeza un poco más atrás, permitiendo que sus pechos se apretaran contra el fornido torso y abriendo ligeramente la boca.
–Sólo una vez.
–¿Por los viejos tiempos?
–No soy la misma persona que hace un año –ella sacudió la cabeza.
–Yo tampoco –contestó él en tono serio, aunque sin dejar de devorarla con la mirada–. ¿Una aventura de una noche?
–No debería haber pasado de ahí.
–Casarnos fue un error –él asintió.
–Un error enorme.
–No volveré a hacerlo. No puedo ofrecerte más que…
–Eres un tipo para divertirse un rato. Lo entiendo –interrumpió ella–. No busco nada más.
–Pero la última vez…
–Yo era muy ingenua. Confundí la lujuria con amor. Pero ahora lo tengo claro.
Aun así, él dudó.
La última vez él había estado al mando, pero en esos momentos se reprimía. La rigidez, el control, no hacía más que aumentar su deseo por él. Tenía que forzar la situación.
–Te deseo, Pedro. Como amante. Para una noche. Nada más.
Una noche para deleitarse y para expurgar la atracción. Quizás entonces sería realmente libre para seguir su camino. En esos momentos no quería pensar, sólo quería sentir.