miércoles, 23 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 18

 


Paula atravesó la estrecha franja de arena y contempló el horizonte. El color del agua resultaba hipnótico y le flaqueaban las piernas. Se sentía irremediablemente atraída de nuevo por él, pero en aquella ocasión no iba a permitir que la fuerza arrolladora de Pedro Alfonso la derribara. En aquella ocasión iba a ser ella la que llevara las riendas.


Contempló el infinito mar azul y supo lo que deseaba.


Regresó sobre sus pasos. Pedro había organizado un partido entre los chicos sobre la arena.


Se enfrentaban dos equipos: los pasajeros de la camioneta contra los locales. Paula se sentó a la sombra y contempló un rato el partido hasta que su cuerpo ya no soportó más la quietud y dirigió su atención hacia una red suspendida entre un árbol y un palo. Voleibol playero, ésa sí que era una manera de quemar energías. No podía seguir mirando a Pedro mientras jugaba descalzo y vestido únicamente con unos pantalones cortos. Su bronceado cuerpo brillaba bajo el ardiente sol.


Tomó un balón de detrás de la barra del bar y se dirigió a la red llamándolo a su paso por el improvisado campo de fútbol. Pedro abandonó el partido de inmediato y la siguió.


–¿Te apetece jugar? –él contempló la red.


–Debo advertirte: soy bastante buena –Paula sonrió mientras giraba el balón en la mano.


–Yo sólo juego para ganar, Paula –Pedro aceptó el desafío y apostó–. La cuestión es saber qué nos estamos jugando…


–Eso no –ella respiró hondo.


–Entonces, ¿para qué? –la masculina sonrisa lo decía todo.


–No importa porque te voy a dar una paliza –Paula se quitó la camiseta quedándose en biquini y pantalones cortos y contempló divertida la expresión en el rostro de Pedro. Había pasado de seductora a tórrida.


Pasó por debajo de la red y sacó el balón. Le irritó comprobar que casi le igualaba en el juego. ¿Acaso no había ningún deporte que ese hombre no dominara? Sin embargo, el ejercicio no consumió el exceso de energía que se había acumulado en su cuerpo. A medida que el duelo continuaba, sintió aflorar su agresividad. La frustración era cada vez mayor y Pedro se convirtió en su diana. Ya no pretendía que el balón tocara el suelo en su campo, lo que quería era golpearle con él. Quería provocar, comprobar si el pirata seguía vivo. Con un contundente golpe proyectó el balón al otro lado de la red.


Pedro ya no sonreía. Los juegos se prolongaban, volviéndose cada vez más intensos. Paula no tenía ni idea de cuál era el tanteo. No le bastaba con ganar, quería conquistar.


Hubo cierto barullo al llegar otro grupo de turistas y Pedro se volvió hacia ellos en el preciso instante en que Paula se preparaba para servir. Aprovechándose de su despiste, golpeó el balón con todas sus fuerzas.


Se estrelló con un ruido sordo contra el pecho de Pedro, que dio un paso atrás y soltó un juramento.


Paula no pudo evitar echarse a reír.


Un segundo después, él corría tras ella.


–El voleibol no es un deporte de contacto –gritó Paula.


A consecuencia del placaje de Pedro, acabó tumbada boca abajo antes de que él la levantara en vilo, echándosela sobre el hombro.


–Necesitas refrescarte.


Un instante después, la arrojó a las olas. Paula se hundió y se giró, buceando en las cálidas aguas, que aliviaron la tensión y la sedujeron con su sabor salado. Abrió los ojos y siguió la estela del sol sobre el fondo arenoso del mar. Permaneció sumergida hasta que los pulmones pidieron aire a gritos y no pudo ignorar el dolor que sentía en todo el cuerpo.


Posando los pies en el suelo, salió del agua y lo buscó.


Pedro apareció repentinamente a su lado. Alto, rápido, musculoso, atento. Sus miradas se fundieron mientras permanecían de pie con el agua a la altura de la cintura.


Las gotas de agua resplandecían mientras resbalaban por la dorada piel. Los músculos estaban tensos y la mandíbula encajada. Las pupilas desproporcionadamente grandes.


Y entonces lo supo. Era una locura, pero ya no había ningún motivo para luchar, no había elección. Paula supo lo que quería y dio un paso al frente, y luego otro.


Pedro la contemplaba inmóvil, salvo por el pecho que se movía frenético mientras jadeaba audiblemente, más que cuando jugaba al fútbol a pleno sol. Pero no dijo nada.


Ella dio dos pasos más hasta que sólo les separaron dos o tres centímetros. Buscó su mirada, pero él bajó la vista como si no quisiera leerle el pensamiento. Se acercó un poco más hasta sentir el masculino aliento en la mejilla y acercó la boca a la dorada piel.


–Esto no es buena idea –murmuró él.


–Es una idea muy mala –admitió ella deslizando los labios sobre sus hombros, saboreando la deliciosa sal y saboreando el pequeño gemido que escapó de los masculinos labios.


–Es una locura –Pedro le acarició la frente con la boca.


–Una estupidez –ella deslizó la lengua por el fuerte cuello.


–Una tontería –él respiraba entrecortadamente.


–Una chaladura –ella apoyó las manos en el pecho y sintió el galopar de su corazón.


–Absolutamente descabellado –susurró él junto al oído.


–Irresistible –Paula cerró los ojos e inclinó la cabeza–. Inevitable.


Se quedaron paralizados. Habían llegado al momento. Había que tomar una decisión.


–«Inevitable» –Pedro la miró a los ojos–. ¿Estás segura?


–¿Acaso hay elección? –preguntó ella.


–Siempre hay elección –él deslizó los dedos entre sus cabellos y le levantó la cabeza.


Paula echó la cabeza un poco más atrás, permitiendo que sus pechos se apretaran contra el fornido torso y abriendo ligeramente la boca.


–Sólo una vez.


–¿Por los viejos tiempos?


–No soy la misma persona que hace un año –ella sacudió la cabeza.


–Yo tampoco –contestó él en tono serio, aunque sin dejar de devorarla con la mirada–. ¿Una aventura de una noche?


–No debería haber pasado de ahí.


–Casarnos fue un error –él asintió.


–Un error enorme.


–No volveré a hacerlo. No puedo ofrecerte más que…


–Eres un tipo para divertirse un rato. Lo entiendo –interrumpió ella–. No busco nada más.


–Pero la última vez…


–Yo era muy ingenua. Confundí la lujuria con amor. Pero ahora lo tengo claro.


Aun así, él dudó.


La última vez él había estado al mando, pero en esos momentos se reprimía. La rigidez, el control, no hacía más que aumentar su deseo por él. Tenía que forzar la situación.


–Te deseo, Pedro. Como amante. Para una noche. Nada más.


Una noche para deleitarse y para expurgar la atracción. Quizás entonces sería realmente libre para seguir su camino. En esos momentos no quería pensar, sólo quería sentir.




martes, 22 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 17

 


Unos minutos después, que parecieron horas, supo que él aún estaba despierto. Sentía la electricidad entre ellos. Decidió contar ovejas, pensar en algo bonito, cerrar los ojos y relajar conscientemente los músculos.


Falló.


–¿Pedro?


–¿Sí…?


–¿Estás despierto?


–Es evidente que sí.


–¿Les dijiste a tus padres que te habías casado? –ella sonrió y se tumbó de lado frente a él.


–¡Cielos, no! –él soltó una carcajada.


–¿Por qué no?


–Bueno, para empezar, me abandonaste antes de que pudiera hacerlo. Y por otro lado, ellos ya acumulan suficientes matrimonios fracasados como para que yo añadiera uno más al lote.


–¿Tus padres están divorciados?


–Tres veces cada uno. Mamá va por su cuarto matrimonio y papá no tardará en alcanzarla.


–¡Bromeas! –Paula desearía poder ver su rostro.


–¿Crees que me inventaría algo así?


–¿Cuándo se divorciaron entre ellos? –aquélla debía haber sido toda una experiencia.


–¿De verdad quieres saberlo? –él suspiró.


–Sí.


–Se separaron cuando yo tenía doce años. Mamá se volvió a casar ese mismo año y papá al año siguiente. Un año más tarde, ambos se divorciaron de nuevo. Para serte sincero, a partir de ese momento empecé a perder la cuenta.


–¿Y qué pasó contigo?


–¿A qué te refieres? –contestó Pedro a la defensiva.


–¿Con quién te fuiste a vivir?


–Repartía mi tiempo entre los dos.


Paula hizo una mueca. Ella al menos había tenido cierta estabilidad.


–¿Qué tal eran tus padrastros?


–Depende de cuál.


–¿Tuviste hermanastros?

 

–Ocasionalmente. Durante cierto tiempo –el tono indicaba el final de la conversación.


–¿No tienes hermanos? –ella hizo caso omiso. Dado lo poco explícito que se mostraba, debía haber sido muy duro para él.


–No.


Desde luego el tema de conversación había acabado y como para reforzar su intención, Pedro se apresuró a hacer él las preguntas.


–¿Y tú qué? ¿Cómo se lo tomaron tus tíos?


–No llegué a decírselo –contestó ella con la mente aún centrada en las revelaciones de Pedro.


–¿En serio? –exclamó él–. ¿Cuándo fue la última vez que los viste?


–Pues no sé. Hace más de un año.


–¿Hace más de un año? ¿Antes de lo nuestro?


–Sí –ella se encogió de hombros–. No estamos muy unidos.


–Es evidente –aún en la oscuridad se notó que fruncía el ceño–. Lo pasaste mal, ¿verdad?


–No tanto, Pedro –de modo que pensaba que a ella le había ido peor que a él–. Tenía mis necesidades cubiertas, pero no encajaba allí –no había sido desatendida físicamente, pero sí emocionalmente–. Yo no era lo que ellos querían y no conseguía serlo –lo había intentado durante mucho tiempo, pero ellos no la habían deseado ni amado–. No fue culpa suya. Ellos no pidieron cargar conmigo.


–Eres demasiado generosa. Deberían haber deseado tenerte con ellos. Deberían haberte amado –dijo él–. También fuiste demasiado generosa conmigo.


¿Por qué? ¿Por haber querido entregarle su corazón? ¿Por creer en la felicidad eterna? Al menos por fin comprendía un poco mejor la actitud que había mantenido con ella.


–Siento haberte hecho daño –insistió él.


–No fue todo culpa tuya –Paula sonrió y sacudió la cabeza. Aquello, en parte, había sido imposible de prever–. Yo acepté. De no haber sido tan estúpida no hubiera sucedido nada.


Había deseado tan desesperadamente creer que alguien podía amarla, que alguien podía enamorarse perdidamente de ella… Qué ingenua.


–Fuiste como un pirata, arrasando con todo y llevándote lo que querías a tu paso.


–Sí, pero he aprendido la lección.


Desde luego en esos momentos no estaba intentando conseguir lo que deseaba. Y aunque una parte de ella quería que lo hiciera, el resto lo respetaba por no hacerlo.


–¿Por eso te dedicas a casos de divorcios? –Paula siguió reflexionando sobre lo que le había contado–. ¿Por tus padres?


–En parte. Siempre quise ser abogado y la resolución de disputas me pareció una salida natural dada la práctica que tenía.


¿Práctica en resolución de disputas? Debió haber sido un ambiente muy desagradable.


–La gente necesita que alguien les salve de sí mismos –él suspiró.


–Te refieres a gente como nosotros… –Paula rió antes de sentir que algo aterrizaba sobre su rostro–. ¡Ay!


–Basta de charlas. Ahora a dormir.


Lo que le había golpeado era la camiseta de Pedro y ella la colocó bajo su cabeza junto al jersey mientras se decía que la felicidad que sentía era por la comodidad de la almohada, no por el mareo que le provocaban las deliciosas feromonas.



SIN TU AMOR: CAPITULO 16

 


Hacía muchísimo calor, el sol había despertado a plena potencia y a Pedro no le ayudaba estar sentado en el asiento próximo al pasillo viendo las bronceadas piernas de Paula. El trayecto durante la noche casi había supuesto su muerte. Si bien había disfrutado de la conversación, deseó que hubieran estado a solas, o que al menos lo estuvieran en ese momento. De ser así le daría un tirón a ese fino tobillo y la atraería hacia sí para besarla, como había soñado hacer desde hacía días. Mientras la había observado descansar sobre el montón de tiendas había fantaseado con el colchón que improvisaría si estuvieran solos. La frustración lo volvía loco. Después de ella no había habido ninguna más y en esos momentos estaba completamente seguro de que no deseaba a ninguna otra. Sin embargo, sería una enorme estupidez. Ya habían enfangado sus vidas con lo que habían hecho la última vez que habían cedido a la tentación. Deseaban cosas distintas: ella la felicidad eterna y el compromiso, y él simplemente divertirse. Pero sólo quería divertirse con ella.


Dar es Salaam apareció antes sus ojos. Al fin. Grande y bulliciosa. ¿Cuándo demonios llegaría el barco que les llevaría a Zanzíbar? Pedro estaba harto del recorrido turístico. Claro que podía bajarse de la camioneta, despedirse de los demás y seguir su camino, pero disfrutaba demasiado de la compañía de Paula como para marcharse. Además, albergaba una pequeña esperanza. Había visto esa luz en sus ojos. No podía marcharse.


Tras lo que pareció una eternidad, al fin Paula pudo desembarcar en la isla de Zanzíbar. Necesitaba descansar. La falta de sueño de la noche anterior empezaba a enturbiarle la razón y estaba pensando cosas que no debía pensar.


Cosas tentadoras. Cosas malas.


En el instante mismo en que él le había pedido que se mantuviera alejado, ella había sentido el deseo de hacer justo lo contrario. De modo que se subió al Jeep y dejó un hueco para que pudiera sentarse a su lado camino de una de las playas en un extremo de la isla.


Había cuatro bandas, o chozas, dispuestas en fila y otras cuatro detrás de las primeras. El resto del complejo turístico consistía en un bar restaurante al aire libre y unos lavabos sin techo. Todo de lo más básico. Pero increíblemente hermoso.


Entró en la choza que les habían asignado. La estructura era en forma de «A», de madera y hojas de palma, y el único mobiliario consistía en cuatro camastros de aspecto incómodo y apenas más anchos que una cama individual. No había suelo, simplemente la suave arena bajo los pies, y la puerta estaba hecha de hojas de palma entretejidas.


Paula se volvió y lo vio parado en la entrada. Los dioses del tiempo habían sido benévolos y Pedro había podido dormir bajo la mosquitera todas las noches. Pero las tiendas estaban en la camioneta y allí sólo había unas espaciosas y oscuras chozas.


–No creo que debamos compartirla –sentenció él –. Preguntaré si hay sitio en alguna otra…


–No pasa nada –interrumpió ella evitando mirarlo. Eran adultos. Podrían con ello.


Además, en la choza no podrían dormir pegados, salvo que durmieran uno encima del otro. ¡Cielos! ¿Acaso no era eso precisamente lo que deseaba?


No.


Durante el resto de la tarde, por un tácito acuerdo, se evitaron el uno al otro. Al anochecer, se sentaron en extremos opuestos del bar y participaron de la conversación con los demás. Paula no bebió, y notó que él tampoco lo hacía. El menor atisbo de embriaguez le haría perder la fuerza de voluntad, haciéndole imposible resistirse a la tentación.


De modo que remoloneó en el bar hasta bien entrada la noche. Después se puso el pijama en los lavabos y esperó un tiempo prudencial antes de volver a la choza.


No miró en su dirección mientras se metía en el saco de dormir.


–Buenas noches, Paula –Pedro apagó la linterna.


–Buenas noches, Pedro.


El camastro crujió a cada uno de los movimientos de Paula, que intentaba doblar el jersey para hacerse una almohada. Pedro murmuró algo sobre la longitud de la maldita cama y luego no hubo más que silencio.




SIN TU AMOR: CAPITULO 15

 


No había vez que Paula levantara la vista que no se encontrara con la mirada de Pedro. Siempre que conversaba con otra persona, lo observaba e, invariablemente, él la pillaba haciéndolo, igual que ella. Sencillamente, eran incapaces de dejar de mirarse.


La atracción sexual era ciega ante los defectos del otro. Se trataba de pura química.


Intentó poner cierta distancia entre ellos, sentándose sobre el exterior de la camioneta con la excusa de tener una mejor vista. Pero las barras de hierro le hacían daño en el trasero y no tuvo más remedio que regresar al asiento.


Aunque le había pedido que se mantuviera alejado de él, le resultaba imposible.


Intentó razonar. Quedaba un largo camino hasta Dar es Salaam e iban en una camioneta con otras doce personas. Nada podría suceder y la proximidad física no era peligrosa.


–Háblame de tu negocio –Pedro empezó a hablar en cuanto ella se sentó a su lado.


–Es un negocio de alquiler –ella asintió. Hablarían de cosas personales, pero no íntimas.


–¿Alquiler de qué? ¿Lavadoras? ¿Secadoras? ¿DVD?


–Accesorios.


–¿Accesorios de qué?


–Accesorios de moda –al ver su mirada perpleja, se apresuró a aclarárselo–. ¿Qué le dijo el hada madrina a Cenicienta?


–¿Que regresara antes de medianoche?


–Bibidi Babidi Bu. Y, ¡zas! Bueno, pues mi idea es parecida. Soy el hada madrina a la que acudes cuando necesitas vestir con glamour, pero no puedes permitírtelo –soltó una carcajada–. Ni te imaginas la de bolsitos y zapatos que tengo.


–No me malinterpretes, Paula –Pedro se giró en el asiento y la miró de frente–, pero no me pareces una esclava de la moda, una seguidora de tendencias.


–Lo sé –suspiró ella–. Soy una burda imitación. O al menos lo era. ¿Sabías que me gasté hasta el último céntimo de mi préstamo de estudiante, y contraje una enorme deuda con la tarjeta de crédito, comprando zapatos, bolsos y demás? ¿Y quieres saber lo peor? –soltó una carcajada ante su ridículo comportamiento–. Pues que nunca tuve el valor de ponérmelo. Todo está ahí, sin estrenar y en sus bolsitas de plástico.


Sacudió la cabeza. Había deseado parecer femenina y estupenda, pero había estado demasiado sumida en la fase «fundirse entre las sombras». Era como una especie de adicción. Había sido una compradora compulsiva.


–Me costó muchísimo recuperarme –había saldado la deuda tras un par de años compaginando dos o tres trabajos, y no tenía ninguna intención de volver a caer–. En lugar de permitir que todos esos elegantes objetos acumulen polvo, lo que voy a hacer es sacarles provecho. Y por eso, añadiendo unos pocos más, los voy a alquilar. Ya tengo pensada, y medio construida, la página web, y estoy buscando un local –paró para respirar, consciente de haber estado parloteando–. ¿Te parece una estupidez?


–No –él parecía algo confuso–. Creo que podría funcionar. En serio.


Paula sabía que funcionaría porque estaba convencida de que ahí fuera había más de una mujer como ella, que quería algo, pero no se lo podía permitir, y tratándose de algo que no se iba a utilizar a diario, ¿no era mejor alquilar que comprar?


–Los zapatos que llevabas en el cráter…


–Sí, son espectaculares.


Pedro soltó una carcajada.


–Es una locura, lo sé –ella también rió.


–¿Por qué te los pusiste ayer?


Paula se encogió de hombros negándose a reconocer que había sido por su causa.


–Deberías ponértelos más a menudo.


–Tengo algunos con los tacones más altos aún –ella no pudo evitar sonreír.


–No puede ser.


Paula asintió y le habló de algunas de sus otras compras sin sentido. Adoraba la sonrisa de Pedro y adoraba sus preguntas y su interés por el negocio. Hablaron durante horas, hasta que todos a su alrededor estuvieron dormidos excepto Bundy, que seguía al volante.


Después no hablaron más. Mientras la camioneta continuaba con su traqueteo y el ensordecedor rugido del motor, Paula al fin decidió apartarse tumbándose en el lugar más cómodo del vehículo: el pasillo en el que estaban apiladas las tiendas de campaña. El techo seguía descorrido y pudo disfrutar de una increíble vista de las estrellas. La oscuridad era tan profunda que apenas distinguía las siluetas de los demás pasajeros, pero de una cosa estaba segura: él la observaba.





lunes, 21 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 14

 

Paula montó la tienda en un tiempo récord, desesperada por meterse en un agujero aunque sólo fuera unos minutos. Gateó al interior rápidamente y subió la cremallera. Respiraba entrecortadamente, y sudaba. Un día entero apretujada contra Pedro, sin tenerlo realmente, resultaba agotador para cualquier mujer. Sentía una gran agitación, y no era por los baches de la carretera. A pesar del cansancio estaba muy lejos de sentir sueño. Los recuerdos y las palabras, pronunciadas o no, daban vueltas en su mente como en una enloquecedora noria.


Deseaba acallar los rumores, apagar el botón de encendido que la mera presencia de Pedro había pulsado. Como si no hiciera ya bastante calor en África, él se empeñaba en subir la temperatura varios grados con sus leves caricias y ojos escrutadores. Cada vez que la rozaba, de su piel saltaban chispas y el deseo aumentaba.


Las gotas de sudor cayeron por el cuello y se acumularon entre los pechos, unos pechos hinchados y sensibles. Se moría por una ducha de agua fría. La fantasía era casi tan buena como la otra que danzaba en el fondo de su mente, aquélla que le hacía sentir más calor y cuyo origen no era una ducha sino un hombre.


Pero ninguna de las dos opciones era posible en esos momentos. Desde luego, podría ducharse, pero eso implicaría salir ahí fuera y pasar delante de los chicos que jugaban al fútbol, y le flaqueaban las piernas. Sin embargo, sí se dio un lujo. Llevaba toallitas húmedas y sacó algunas del paquete. Con las piernas cruzadas, cerró los ojos y deslizó las toallitas por la ardiente y sensible piel.


El zumbido sonó fuerte y acelerado. Paula se quedó paralizada y se apresuró a recoger el sujetador del biquini, pero él fue más rápido y le agarró las manos, apartándolas del desnudo cuerpo. Con la otra mano, bajó la cremallera, quedando encerrados en la tienda.


–Creía que ibas a jugar al fútbol –exclamó ella.


–Necesitaba… una cosa –Pedro se tomó su tiempo en contestar.


–¿El qué? –ella lo animó a continuar.


–No lo sé –los ojos de Pedro desprendían fuego.


Pedro –Paula intentó sacudir la cabeza, pero la ardiente llama le impedía moverse.


De todos modos, Pedro no parecía oír nada. El deseo que reflejaba su mirada igualaba el que ella sentía en su interior. Los erectos pezones prácticamente gritaban que los tocara. Sentía la tensión en los pechos y, a pesar de todo lo sucedido, deseaba que él los tomara con sus manos ahuecadas y que los besara. Deseaba que aliviara el angustioso tormento.


Pedro tenía la mandíbula rígida. Lentamente alzó los ojos y sus miradas se fundieron. Entre ellos ardía la fiebre. Con un gruñido se dio media vuelta y salió de la tienda.


Paula cayó de lado sobre el saco de dormir. ¿Qué demonios estaba haciendo? Se puso apresuradamente una camiseta y salió de la tienda. Pedro estaba apartado del resto, pateando con rabia un balón contra un árbol. Lo golpeaba sin precisión, una y otra vez.


–No te acerques a mí –rugió al verla aproximarse.


–¿Por qué no? –ella se paró en seco.


–Porque me muero por besarte. Me muero por hacer algo más que besarte –el balón volvió a golpear el árbol–. No tienes ni idea de lo que me gustaría hacer contigo.


Ella sintió que el calor invadía sus rincones más secretos mientras respiraba entrecortadamente.


–Empezamos algo, Paula –él la miró fijamente con las manos apoyadas en las caderas–. Y para mí aún no ha acabado. Pensaba que sí, pero no –volvió a golpear el balón con saña–. Pero no quiero volver a cometer el mismo error. De modo que no te acerques a mí.



SIN TU AMOR: CAPITULO 13

 


Se maravilló ante las vistas: a lo lejos se divisaban los flamencos junto al lago, los hipopótamos en el agua, las hienas acechando alrededor. Pedro parecía decidido a dejarla tranquila. Le señaló las mejores fotos, rió con ella al descubrir al león tumbado a la sombra a quien no parecía importarle la presencia de unos humanos, cámara en ristre, de pie en el Jeep descapotable. No podía creerse que estuviera tan cerca y casi estuvo a punto de parársele el corazón al divisar a un cachorro con su madre.


–¡Mira, Pedro! –susurró, volviéndose hacia él para asegurarse de que lo hubiera visto.


Pero él no miraba al león, sino a ella. La miraba con una feroz quietud y la concentración de un cazador. Pero no eran los animales los que estaban en peligro.


–¿Estás tomando pastillas contra la malaria? –preguntó ella bruscamente–. Creo que tienes fiebre o algo así. Tienes la mirada vidriosa.


–Pero eres tú la que pareces acalorada –él le acarició la frente con el dorso de la mano.


–No tienes remedio, ¿verdad? –Paula se apartó.


–Al parecer, no –Pedro hizo una mueca.


Pedro permaneció aplastado contra ella durante el horrible trayecto de regreso al parque de las serpientes donde les esperaba la camioneta. Durante horas su pierna se apretó contra el muslo de ella. Tanta frustración iba a acarrearle la muerte. Sentía cada respiración entrecortada de la joven, que intentaba calmarse a la vez que hacía intentos desesperados por apartarse de él. Bajando la vista vio los erectos pezones, que se marcaban bajo el sujetador del biquini. Veía claramente las marcas de la deliciosa areola y los tensos botones que se moría por mordisquear.


Un intenso deseo lo invadió. Había pasado mucho tiempo y sabía que ella también lo sentía. Estaban celebrando un baile de miradas y palabras en el que se iban acercando.


Sin embargo, jamás olvidaría el dolor reflejado en los ojos de Paula al preguntarle si se había casado con ella únicamente para conseguir ser nombrado socio. ¿Qué se había creído? ¿Pensaría que se trataba de amor verdadero? Por supuesto que sí. Pero no había sido más que un salvaje y fabuloso revolcón. La lujuria, por ella y por la posible promoción, lo había cegado, y el matrimonio no había sido más que un medio para asegurárselo, al menos durante un tiempo. Pero él no creía en el matrimonio. Había dedicado tanto tiempo a arreglar el final para otras parejas que no podía tomárselo en serio. Lo había hecho por el trabajo. Sus propios padres le habían enseñado una y otra vez lo fácil que resultaba romper y olvidar los votos. Pero ella no había sabido nada de eso, ¿verdad? No le había contado nada sobre sí mismo.


Tampoco conseguía olvidar la sensación del cuerpo de Paula. Se bajó del Jeep y se dirigió a la camioneta en busca de algo para beber. Primero se refrescaría desde el interior antes de quemar un poco más de la maldita frustración jugando al fútbol. Sin embargo, no había fútbol que pudiera quemar la energía de su cuerpo.



SIN TU AMOR: CAPITULO 12

 


Paula dedicó el resto de la tarde a leer a la sombra mientras ignoraba el partido de fútbol que Pedro había organizado entre los hombres. No necesitaba recordar la buena forma física de la que disfrutaba. Ya había pensado demasiado tiempo en su increíble atractivo sexual.


Pero durante la cena se sentó junto a ella y la obligó a conversar, a hablar sobre el viaje, sobre lo que había visto y hecho. Temas de conversación sin peligro… y aun así peligrosos dadas las oportunidades que ofrecían para sonreír, reír y relajarse. La oscuridad se adueñó de todo y la conversación se alargó hasta que perdieron la noción del tiempo.


No durmió mucho aquella noche, consciente de que él estaba a escasos metros de la tienda. Se despertó temprano, sudorosa y preocupada, y se sentó en la tienda para controlar sus hormonas y el acelerado latido del corazón. El problema no era sólo la proximidad física sino también las conversaciones mantenidas con él. Necesitaba urgentemente recuperar la confianza y adoptar una actitud que le advirtiera de que no le causara problemas. Rebuscó en el fondo de la mochila y sacó los ridículos zapatos que había acarreado durante semanas. Apenas podía creerse que se hubiera comprado eso, ni que fuera a ponérselos, pero la situación era desesperada. ¿De verdad opinaba que no era demasiado alta? Pues iba a sacarle de su error.


–Qué calzado más apropiado –él se fijó enseguida–. Tacones altos para ir de safari.


–Sí, lo es –ella lo miró desafiante–. ¿No te gusta lo alta que me hacen parecer?


–Sigo siendo más alto que tú –Pedro se encogió de hombros.


–Algún día encontraré unos que me hagan parecer más alta que tú.


–Prueba en el circo, allí tienen zancos.


–¿No temes tener que mirar hacia arriba?


–Tu estatura no me intimida –él sonrió–. En realidad resulta interesante –se inclinó hacia ella y susurró–. Muy adecuado en determinadas circunstancias. Me evita tener que contorsionarme.


Con ese hombre resultaba muy fácil pasarse de la raya y Paula continuó provocándole, acercándose a él, registrando con placer la expresión en sus ojos.


–¿Quieres saber lo mejor de estos zapatos?


Pedro abrió la boca, pero no consiguió producir el menor sonido.


–Los tacones son estupendos para aplastar los dedos de los pies de cualquiera que se acerque demasiado –se echó hacia atrás y lo miró con frialdad.


–Me doy por advertido.


–Estupendo –ella se volvió y se alejó ocultando una expresión triunfal.


Volvieron a subirse al Jeep y se dirigieron al interior del cráter. Paula llevaba años soñando con esa excursión y, a pesar de las pocas horas de sueño, estaba decidida a aprovecharla al máximo. No iba a permitir que sus hormonas lo estropearan todo.


De pie en el Jeep contemplaron la abundante fauna cuya magnificencia hizo que se olvidara de luchar contra él, o contra ella misma.


–¿Cuál es tu animal interior, Pedro? ¿El león? No, no, ya lo sé –sonrió–. El guepardo.


–Pues no –él la miró fijamente–. El elefante.


–¿Y eso? –preguntó ella con gesto inocente–. ¿Por tu enorme… trompa?


–Gracias por el elogio, cariño, pero no. Es por mi memoria. Puede que no supiera muchas cosas de ti, Paula, pero lo que aprendí no lo he olvidado –le susurró al oído–. Recuerdo lo que te gusta. Recuerdo cómo te gusta… lo rápido, lo intenso, cuántas veces.


Paula sintió el deseo arder en el estómago. Era su venganza por el asuntillo de los tacones.


–¿Sabes tú qué clase de animal alojas? –le recogió un mechón de los cabellos tras la oreja.


–Ni te atrevas a decir la jirafa –ella se obligó a respirar.


–Ni se me ocurriría –él la miró con ojos brillantes–. Pensaba más bien en una gacela.


–Debes estar de broma –Paula se sentía muy en peligro cuando él la miraba de ese modo. Estaba claro que era una jirafa, angulosa y torpe.


–Lo he dicho en serio. Saltas a la más mínima –él parecía cada vez más cerca–. Asustadiza.


–No soy asustadiza –ella se pegó al lado del Jeep en un intento de alejarse de él.


–Sí, lo eres –contestó él–. Y no me importa. Tengo paciencia de sobra para acechar a mi presa.


–Los elefantes son vegetarianos –ella se negaba a convertirse en su presa.


–Entonces sí que debo ser un león.


–En realidad, la que caza suele ser la leona –Paula alzó la barbilla desafiante.


–¿De verdad? –murmuró él–. Pues enséñame tus garras.


Ella se apartó un milímetro más.


–Yo tenía razón –Pedro parecía acaparar todo el espacio–. Una pequeña y asustadiza gacela.


Paula encogió el estómago y le dio la espalda, concentrándose en el paisaje. En la disputa verbal él siempre llevaba las de ganar.