miércoles, 16 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 30

 


Hablar de su madre la había hecho pensar en todas esas mentiras que le había contado antes de irse, y en todas las mentiras que tendría que decirle a partir de ese momento…


De repente la idea de estar allí sentada, sin bragas ni sujetador, se volvió más embarazosa que nunca. Era vergonzoso, pero excitante al mismo tiempo. Podía sentir ese calor en la entrepierna que le subía por los muslos…


–¿Paula? ¿Cuándo no has sido sincera?


–Yo… eh… Estaba pensando en las mentiras que le dije a mi madre. Va a ser difícil explicárselo todo después.


–Te refieres al hecho de quedarte embarazada, ¿no?


–Si es que me quedo embarazada.


–Cuando te quedes embarazada. Lo que sea. Es un poco pronto para empezar a inventar historias. Ya nos ocuparemos de eso cuando estés embarazada.


–Siento darle tantas vueltas a las cosas, Pedro, pero tengo que tener una historia sólida en la cabeza antes de esta noche. El tema me tiene un poco preocupada.


–Muy bien –dijo él, tratando de ser paciente–. Tal y como yo lo veo, tienes dos opciones. Puedes contarle la verdad a tu madre, o puedes decirle que te encontraste conmigo por casualidad y que tuvimos una pequeña aventura.


Paula sacudió la cabeza.


–La última idea no va a funcionar. Mi madre no se va a creer nada. Ni tus padres. Y aunque lo hicieran, empezarían a preguntarse qué estabas haciendo en Darwin cuando se suponía que estabas en Brasil.


–Entonces cuéntales la verdad.


–¿Y la verdad es…?


–Que me dijiste que querías tener un bebé desesperadamente y que, por amistad, yo me ofrecí a ser el padre, todo sin compromisos de ninguna clase. Puedes decirle que acordamos vernos en Darwin, pero que lo mantuvimos en secreto por si no te quedabas embarazada.


Paula frunció el ceño.


–Supongo que eso suena bastante razonable. Mi madre se lo creería, porque ella sabe lo de la clínica de inseminación, pero no sé qué pensarán tus padres. Después de todo, siempre hemos sido enemigos.


–Tonterías. Mi madre nunca ha pensado eso, y mi padre directamente no piensa. Iremos con la verdad por delante, y se lo diremos todo cuando llegue el momento. ¿De acuerdo?


–Supongo.


–Mira, Paula… Te he traído hasta aquí para que te relajes y te lo pases bien. Olvida el futuro durante unos días, y piensa en disfrutar.


–Eso es lo que he estado haciendo.


–¿Y qué tiene de malo?


–No sé si lo que hemos estado haciendo es divertido.


–Bueno, si no lo es, ¿qué es sino?


–Peligroso.


–¿De qué manera?


–A lo mejor llega a gustarme demasiado.


–¿El sexo?


–Sí.


–No veo por qué va a ser peligroso eso.


–Los hombres suelen tener otra idea de esto.


En ese momento empezó a sonar el timbre. La comida estaba lista. Pedro se levantó, agarró el aparato.


La comida estaba exquisita. El pescado rebozado y cocinado a la cerveza estaba delicioso, y las patatas estaban crujientes y jugosas al mismo tiempo. El olor de la comida le reabrió el apetito a Paula, que empezó a comer con gusto. El tiempo que pasó degustando los manjares fue un gran alivio, una tregua que le permitió calmarse un poco. No se estaba enamorando de Pedro.


Solo estaba siendo un poco tonta e ingenua.


Cuando se marcharon del club de vela y pusieron rumbo a casa, no obstante, la tensión ya había vuelto a apoderarse de ella. Pedro parecía sentir algo parecido. No hacía más que mirarle el escote… lo cual significaba que estaba listo para atacar en cuanto estuvieran solos.


De repente Paula volvió a recordar que no llevaba braguitas… No podía dejarle ver que estaba desnuda debajo de aquel vestido. Su orgullo no se lo permitía.


–Voy a llamar a mi madre primero –le dijo en cuanto entraron en la casa.


–Muy bien. Yo tengo que hacer un par de llamadas también –añadió y se dirigió a la cocina.


Paula se fue a la habitación de huéspedes. Se puso unas braguitas blancas rápidamente y llamó a su madre. El teléfono dio timbre durante un buen rato, pero su madre no contestó. Al final saltó el contestador.


La llamó al móvil, pensando que probablemente estaría apagado, pero no fue así. Su madre contestó casi de inmediato.


–¡Mamá! Tenías el móvil encendido.


–Pensé que sería buena idea. Sabía que ibas a llamarme esta noche y no quería dejar de hablar contigo.


–¿Pero dónde estás? Hay mucho ruido.


–Estoy en Erina Fair, haciendo unas compras. Lo que oyes es la lluvia sobre el tejado. No ha dejado de llover a cántaros desde que te fuiste.


–Pues aquí no llueve nada. Hoy ha hecho muy buen día, unos veinticinco grados, con una brisa suave que venía del mar.


–Te lo estás pasando muy bien, ¿no?


–No he hecho gran cosa. Fui a dar un paseo por la ciudad, por el paseo marítimo, que está recién reformado. Acabo de volver de cenar en el club de vela.


–¡El club de vela, nada más y nada menos! Eso suena genial.


–Bueno, en realidad, no es lo que te imaginas. No tiene nada de glamour. Es un sitio bastante informal. Puedes comer al lado del mar y disfrutar de una puesta de sol impresionante. Hice muchas fotos. ¿Has visto las fotos del apartamento que te mandé?


–Sí, claro. Parece un sitio precioso, y las vistas son fantásticas.


–He hecho muchas fotos más hoy. Te las mando por correo en cuanto cuelgue.


–Oh, no te preocupes, cariño. Puedes enseñármelas cuando regreses. Además, así puedes contármelo todo. ¿Adónde vas mañana?


–No sé. No tengo nada planeado todavía. A lo mejor doy otro paseo por Darwin, y me quedo leyendo en el balcón.


«O puedo pasar todo el día en la cama, haciendo realidad todas mis fantasías…».


–Puedes hacer lo que quieras, cariño. Y no tienes que llamarme todos los días. Estás allí para tomarte un buen descanso. Además. Yo no estoy sola. Estoy con las chicas en la peluquería todo el día, y mañana por la noche tengo mi taller de costura. Carolina, por cierto, me ha invitado a cenar en su casa el sábado. Supongo que piensa que te echo mucho de menos, y es verdad. Pero no estoy triste. Me encanta que estés disfrutando de estas vacaciones. Te diré una cosa… No me llames hasta el domingo por la noche. Para entonces tendrás muchas cosas que contarme.


–Muy bien. Te llamo el domingo a eso de las siete. Adiós, mamá. Cuídate.


–Y tú también, cariño. Te quiero. Adiós.


Paula suspiró y colgó. Su madre la echaba de menos, pero hacía todo lo posible por disimularlo. A lo mejor era una suerte para ella haber aprendido a estar sola durante un tiempo.


Y era mejor que no supiera lo que su hija se traía entre manos durante las vacaciones. Se hubiera llevado una sorpresa enorme.


Pero Paula ya no podía fingir estar sorprendida. La lujuria que la consumía borraba la sorpresa y la vergüenza. Estaba deseando estar con Pedro de nuevo. El corazón se le aceleró. Se apresuró hacia la cocina. Él estaba despidiéndose por el teléfono. Lo dejó sobre la encimera de la cocina y la miró.


–Pensaba que ibas a hablar durante mucho más tiempo.


–La conexión no era muy buena –le dijo Paula, sorprendida de poder hablarle en un tono tan calmado–. Llovía tanto que apenas la oía. ¿Con quién estabas hablando? –le preguntó, manteniendo todavía esa fachada de frialdad, aunque por dentro se estuviera derritiendo.


–Era un compañero. Tiene un helicóptero. Se llama Julian. Antes llamé a otro amigo, Brian. Tiene una empresa de alquiler de barcos. He estado preparando actividades para los próximos tres días. Mañana nos vamos a hacer ese crucero por la bahía, en el que te enseñan a pescar. El sábado nos vamos a Kakadu y a otros enclaves turísticos, en helicóptero. Y luego por la tarde Julián nos dejará en un sitio muy especial en donde te voy a enseñar que ir de acampada también es divertido. El domingo por la mañana Julián volverá a por nosotros, y después vamos a ir de pesca en helicóptero. Después cocinaremos lo que capturemos. ¿Qué te parece?


–Genial –dijo ella.


En realidad le daba igual lo que hicieran al día siguiente, el sábado o el domingo. Lo único que le importaba era el presente.


–¿Pedro?


–¿Sí?


–¿Podrías dejar de hablar ahora? Realmente necesito que me hagas el amor.


Pedro se la quedó mirando fijamente. Su mirada era hambrienta.


–En ese caso, realmente necesito que te quites ese vestido –le dijo en un tono bajo y grave–. Si no recuerdo mal, sí que te dije que no se permitía la ropa cuando estuviéramos juntos.


Paula tragó con dificultad.


Afortunadamente había vuelto a ponerse las braguitas. No quería que él supiera que se había pasado toda la cena sin bragas. Eso hubiera sido una vergüenza.


Se bajó la cremallera del vestido. Unos segundos después la prenda estaba en el suelo, a sus pies.


–Y lo demás también.


Con manos temblorosas se quitó las braguitas. Las echó a un lado y se puso erguida frente a él. Solo le quedaban los zapatos.


–Paula Chaves… Eres una mujer preciosa –le dijo, yendo hacia ella.


Antes de que la estrechara entre sus brazos, Paula supo que esa noche haría cualquier cosa que él le pidiera. Cualquier cosa…





martes, 15 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 29

 


Paula se llevó una sorpresa cuando despertó y vio que el sol estaba tan bajo en el cielo. Debía de haberse dormido durante un par de horas por lo menos. No era propio de ella dormir durante el día, aunque tampoco era propio de ella tener tanto sexo a plena luz. En algún sitio había leído que tener un orgasmo era el mejor somnífero que podía tomarse, y parecía que era cierto.


Era como si acabara de despertarse tras haber sufrido un desmayo.


Pedro seguía dormido. Y todo por culpa de ella.


–Pobrecito –murmuró, acariciándole el brazo.


Él rodó sobre sí mismo y se puso boca arriba. Abrió los ojos. Ella se incorporó y le sonrió.


–Es hora de levantarse, bello durmiente. No sé tú, pero yo me muero de hambre. ¿Hay algún restaurante que abra pronto? –le preguntó, apartándose el pelo de la cara–. No sé si puedo aguantar mucho.


Pedro, mirando sus pechos desnudos, empezó a sentir que su propio cuerpo volvía a la vida, pero logró controlar el impulso. Cuanto antes tomaran la cena, más larga sería la tarde noche.


–El club de vela sirve cenas a partir de las cinco y media –le dijo–. Solo está a unos pocos minutos en coche de aquí. Podemos sentarnos en la terraza, y la puesta de sol es espectacular. Deberías llevarte la cámara.


–Suena genial. Te veo en el salón en quince minutos –le dijo. Saltó de la cama y se dirigió a la puerta. Sin duda iba hacia el cuarto de baño principal, y a la habitación de invitados, donde había dejado todas sus cosas.


–¡Paula! –gritó él antes de perderla de vista.


Ella se volvió desde la puerta. Ya no sentía vergüenza al enseñarle su cuerpo. Eso era un buen síntoma.


–¿Qué?


–Un vestido, por favor. Y nada de ropa interior.


Ella parpadeó y entonces se sonrojó.


–Sin «peros». Sin discusiones. Sin ropa interior.


Ella levantó la barbilla, desafiante.


–No. No voy a hacer eso.


–¿Por qué no? Te gustará.


–No. No me gustará.


–¿Y cómo sabes que no?


–Lo sé.


–¿Igual que sabes que no te gusta ir de acampada? ¿O de pesca? No has probado ninguna de las dos cosas. Inténtalo, Paula. Nadie lo sabrá excepto yo.


–Bueno, pues ya son demasiadas personas. Estuve de acuerdo en tener sexo contigo, Pedro, pero no he accedido a esa clase de… fetichismos.


Él arqueó las cejas.


–Bueno, yo no lo llamaría fetichismo.


–Yo sí.


–Muy bien. No querría que hicieras nada con lo que no te encontraras cómoda.


–Y no tengo intención de hacerlo. Ahora voy a vestirme.


Molesto, Pedro se puso en pie y empezó a vestirse. Era obvio que a Paula aún le quedaba mucho para dejarse consumir totalmente por el placer del sexo. Él era el que tenía el problema en realidad.


Ella regresó con un vestido de flores, con falda de vuelo, cintura estrecha y corpiño con cuello halter. Llevaba el pelo recogido de cualquier manera, y varios mechones le caían sobre la frente de forma caprichosa. No llevaba más maquillaje que un brillo de labios, pero, aun así, sus mejillas resplandecían y sus ojos azules brillaban. Estaba tan fresca, tan sexy, hermosa…


–No llevas sujetador –le dijo él en un tono gruñón, viendo la silueta de sus pezones dibujada en la tela.


Ella se encogió de hombros.


–Hay vestidos con los que no se puede llevar sujetador.


–Ya –le dijo él en un tono un tanto hosco–. Creo que deberías llevar una rebeca o una chaqueta –le dijo, yendo hacia la puerta–. A lo mejor refresca después de la puesta de sol.


–Voy por una.


Él no hizo ningún comentario. No quería retrasar más la salida. Cuanto antes se la llevara al club de vela, antes podrían comer y regresar.


Paula no dijo ni una palabra durante el camino. En realidad se sentía un poco culpable, y muy incómoda, porque había hecho lo que él le había pedido, salir sin ropa interior.


Para cuando llegaron al club de vela, ya estaba bastante tensa. Era un local pequeño, construido en una parcela bien escogida justo al lado de la bahía. Tenía una sola planta, con una terraza bastante amplia, sillas y mesas de madera y plástico, muchas de ellas al borde del agua, situadas a la sombra de frondosas palmeras… Como llegaron tan pronto consiguieron una de las mejores mesas, desde donde podrían ver la puesta de sol en todo su esplendor.


Para entonces el sol ya había bajado mucho y empezaba a ponerse de color dorado. La belleza del atardecer distrajo a Paula durante un rato; la alejó de los temores que la atenazaban.


–¿Cuánto falta para la puesta de sol? –le preguntó a Pedro.


–No mucho. Es hora de empezar a hacer fotos. Yo voy a pedir. ¿Qué quieres? Puedes tomar filete con ensalada, pescado con patatas, algún asado, comida china…


–Pescado y patatas.


–Muy bien.


Paula sacó el teléfono y aprovechó para hacer fotos. Cuando él regresó, el sol ya estaba perdiéndose en el horizonte. Se había convertido en una bola de fuego, roja y resplandeciente.


–Gracias –le dijo ella cuando él le puso una copa de vino blanco delante–. Pero no puedo bebérmela todavía. No me quiero perder ni un segundo de esto –añadió y se volvió hacia el horizonte de nuevo.


Resultaba increíble que el sol pudiera ponerse tan rápido.


Un minuto antes apenas tocaba la línea del horizonte, y poco después casi se había ocultado del todo.


–Oh… –exclamó ella con un suspiro.


–Darwin es famoso por sus puestas de sol.


–Son espectaculares. Mi madre querrá venir cuando le enseñe las fotos. Y eso me recuerda… –agarró la copa–. Tengo que llamarla después. No dejes que se me olvide.


–¿Vas a llamar a tu madre todas las noches?


Paula bebió un sorbo y contó hasta diez antes de contestar. Entendía que la relación de Pedro con su familia era muy distinta, pero eso no le daba derecho a ser tan crítico con algo que para ella era de lo más normal.


–Sí, Pedro. Voy a llamar a mi madre todas las noches. La quiero mucho, y sé que me echa mucho de menos. Siento mucho que te moleste tanto, pero tendrás que aguantarte.


Esperó a que él le soltara algún latigazo sarcástico, pero no lo hizo.


Simplemente asintió con la cabeza.


–Siempre he admirado ese carácter tuyo, Paula. Y su sinceridad.


Paula agarró con fuerza la copa.


–No siempre soy sincera.


Pedro le lanzó una mirada de sorpresa.


–¿En serio? ¿Cuándo no lo has sido?





EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 28

 


TE HAS acostado con muchas mujeres? –le preguntó Paula.


Estaba tumbada con la cabeza apoyada en el vientre de Pedro y el rostro vuelto hacia él, jugueteando con el fino vello de su pecho. Pedro estaba estirado, con las manos entrelazadas por detrás de la cabeza y la vista fija en el techo. Acababan de volver a la cama después de una larga ducha.


–Me prometiste que no me ibas a hacer más preguntas.


–Yo no he prometido nada. Te dejé descansar. Eso es todo, así que te lo repito. ¿Te has acostado con muchas mujeres?


–Me he acostado con muchas mujeres.


–Eso pensaba.


–¿Te importa mucho?


–Supongo que no.


–No estarás celosa, ¿no?


–En absoluto. Solo siento curiosidad. ¿Pero cuándo tuviste tiempo para acostarte con tantas novias? Según lo que me contaste, te has pasado la mayor parte de tu vida adulta escalando montañas y haciendo expediciones por la jungla.


–No he dicho que haya tenido muchas novias. He dicho que me he acostado con muchas mujeres. Hay una diferencia.


–Oh. Oh, claro. Entiendo. Eres de aventuras de una noche.


–Normalmente sí. Tuve un par de novias formales en la universidad, pero no fue nada serio. No tengo tiempo para relaciones estables y largas últimamente. Ni tampoco tengo ganas.


–Pero estoy segura de que la noche de la fiesta en casa de tus padres me dijiste que acababas de romper con una mujer.


–Mentí.


Ella se incorporó abruptamente.


–¿Pero por qué?


–Porque no quería que me hicieras preguntas. Claro.


–Muy bien. Ya no haré más preguntas –dijo. No era buena idea insistir más, sobre todo porque él ya empezaba a mirarla con ojos afilados.


–Gracias. El silencio es oro para mí. ¿Sabes? Sobre todo cuando estás muy cansado.


Paula se rio y entonces volvió a apoyar la cabeza en su vientre. Esa vez, no obstante, se había acostado mirando hacia el otro lado. Contempló su miembro. No parecía cansado en absoluto, pero tampoco estaba erecto. En estado de flacidez, tampoco parecía tan intimidante. Ella sospechaba, no obstante, que solo tenía que rodearlo con la boca para devolverlo a la vida.


–¡Oye! –exclamó él, cuando ella le agarró el pene con mano firme–. ¿Pero qué haces?


–¿Qué crees que hago?


Él gimió cuando ella empezó a mover la mano arriba y abajo.


–Chica, no tienes compasión.


–Para ti no.


–Me vas a matar.


–Posiblemente. Pero será una forma maravillosa de irse de este mundo.


Él se rio y entonces contuvo el aliento.


–¡No te atrevas a hacer eso!


Ella no contestó. No podía.


Pedro apretó la mandíbula y aguantó la oleada de sensaciones que lo sacudía. Ella era buena, muy buena… Era difícil de creer que tuviera tan poca experiencia sexual. Sin embargo, sí que la creía. No era ninguna mentirosa. Él, en cambio, sí que mentía muy bien, sobre todo cuando era necesario mentir.


Sus protestas habían sido una especie de mentira. Estaba deseando que ella hiciera justamente eso, despertar su deseo sexual, de nuevo. Quería provocarle un orgasmo tras otro.


Porque ese era su plan, hacerla adicta al sexo con él. Y entonces, al lunes siguiente, dos días antes de que entrara en el periodo de máxima fertilidad, dejarían de hacerlo un tiempo. Así tendrían más probabilidades de conseguir el embarazo. Para el miércoles, ella estaría lista para quedarse embarazada, y ya no estaría tan obsesionada con los bebés, sino con el placer.


Era un plan perfecto. Pedro le acarició el cabello con ambas manos, intentando detenerla. Después de todo, no quería que se hiciera adicta a dar placer, sino a recibirlo. Sin embargo, lo que le estaba haciendo era delicioso.


Le clavó las yemas de los dedos en la cabeza y la sujetó en el sitio, sucumbiendo a la tentación.


Más tarde, cuando ella se acurrucó a su lado, él le rodeó los hombros con el brazo y la atrajo hacia sí.


–Eso ha sido increíble. Gracias.


–Un placer –le dijo ella y le dio un beso en el cuello con los labios todavía húmedos.


De repente Pedro sintió una extraña sensación; una emoción poderosa que lo embargaba.


«Yo soy el que se está haciendo adicto aquí».


La idea de que pudiera estar enamorándose de Paula era tan sorprendente, tan asombrosa, que Pedro no sabía qué hacer o pensar. Al principio parecía algo imposible. Lo del amor no era para él, pero poco a poco, una vez dejó a un lado esa perplejidad que lo atenazaba, se dio cuenta de que la idea no era una locura tan grande. De hecho, a lo mejor siempre había estado un poco enamorado de ella.


–Vas a pensar que soy una ingenua –dijo ella de repente, levantando la cabeza lo suficiente para poder mirarlo a los ojos–. Pero solía pensar que tendría que estar locamente enamorada de un hombre para poder disfrutar del sexo con él. Quiero decir, disfrutar de verdad, como he hecho contigo –bajó la cabeza y la apoyó sobre el pecho de él–. Creo que eso viene de haber sido una romántica empedernida durante muchos años. No me daba cuenta de que para disfrutar solo hace falta toparse con un hombre que sepa bien lo que hace.


El momento escogido para hacer un comentario como ese resultaba de lo más irónico. Sin embargo, sus palabras sinceras fueron un alivio para él.


Evidentemente no era amor lo que sentía por Paula. Era lujuria, lo mismo que siempre había sentido por ella. Tanto sexo le estaba afectando. Tenía que parar un poco.


–Gracias por el cumplido, Paula. Yo también he descubierto algo desde que me fui contigo a la cama.


Ella levantó la cabeza de nuevo.


–¿Qué?


–No aguanto más.


–Ni yo tampoco. De hecho, apenas puedo mantener los ojos abiertos –le dijo, volviendo a recostarse sobre su pecho.


–Me vendría bien dormir un poco –le dijo él. Por suerte ella no podía ver su rostro, tenso y contraído.


¿Cómo iba a dormirse teniéndola encima de esa manera?


No lo hizo. Se quedó allí tumbado, debajo de ella, intentando controlar la respiración, intentando dominar su propio cuerpo. Paula fue la primera en quedarse dormida. Y Pedro lo agradeció, porque así podría echarla a un lado.


Ella se acurrucó de inmediato y Pedro la cubrió con una sábana antes de apartarse.


Una vez puso algo de distancia entre ellos, empezó a relajarse. Pero aun así pasó un buen rato despierto, esperando a que el sueño lo sumiera en un merecido olvido.





EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 27

 


No esperó a que ella le contestara. Fue hacia el dormitorio principal y le dio con la puerta en las narices. Paula se quedó en mitad del salón, totalmente desconcertada, pero excitada. No había ningún género de dudas.


Haría todo lo que él quisiera, porque en el fondo, eso era lo que deseaba.


Hacerlo, no obstante, no era cosa fácil. Le daba un poco de miedo. No se miró en el espejo del cuarto de baño mientras se desvestía. Abrió el grifo de la ducha y esperó a que el agua se calentara un poco antes de entrar. Se lavó a conciencia, intentando no detenerse demasiado en esas zonas que le recordaban lo excitada que estaba. Cinco minutos más tarde, ya había salido de la ducha.


Tardó cinco minutos más en salir del baño. Se cepilló el pelo durante una eternidad, se pintó los labios y se puso un poco de perfume. Cuando ya no pudo retrasarlo más, respiró profundamente varias veces y abrió la puerta.


Salió desnuda y atravesó el apartamento. Aquello era lo más duro que había hecho jamás, incluso más duro que ir a la clínica de fertilidad por primera vez. Cuando llegó a la puerta del dormitorio principal, estaba hecha un manojo de nervios. Se armó de valor, pero no llamó. Abrió directamente y entró sin más.


Él estaba saliendo del aseo justo en ese instante, con una toalla alrededor de la cintura.


Ella se paró de golpe, con las manos apoyadas en las caderas.


–Yo también quiero que estés desnudo –le espetó.


–Todavía no –le contestó él. Sus ojos brillaron cuando la miró de pies a cabeza–. Eres todavía más hermosa de pie que tumbada. Ahora ven aquí. Quiero verte caminar. Quiero sujetarte fuertemente contra mí y besarte hasta que me supliques que lo haga, tal y como hiciste anoche. Pero no en la cama, con las piernas enroscadas alrededor de mi cintura, y los brazos alrededor de mi cuello.


Sus palabras evocaban imágenes eróticas que la bombardeaban una y otra vez. A Paula empezó a darle vueltas la cabeza. De alguna forma consiguió atravesar la habitación sin tropezarse con nada. Tenía las rodillas de gelatina.


Él la taladraba con una mirada aguda, sin decir ni una palabra más.


Cuando ella se le acercó, pudo oír su respiración, mezclada con la suya propia. Pudo sentir la tensión…


Se quitó la toalla, mostrándole su miembro erecto en todo su esplendor.


Paula sintió que se le secaba la boca, imaginando cómo le haría el amor. ¿Lo haría de pie, tal y como le había dicho? El corazón se le aceleró. Se le endurecieron los pezones.


De repente él la estrechó entre sus brazos y la apretó con fuerza contra su erección.


«Sí. Sí. Hazme el amor. Házmelo ahora. No me beses. No esperes. Simplemente levántame en el aire y hazme el amor…».


Pero él no hizo caso de esa súplica silenciosa. Primero empezó a besarla, con desesperación, con ardor. Paula necesitaba tenerle dentro… La urgencia era insoportable. De repente gimió.


–Dime lo que quieres, Paula –le dijo él en un susurro.


–Te quiero a ti. Oh, Dios, Pedro… Hazlo sin más. Hazlo tal y como dijiste.


Él la penetró bruscamente, le agarró el trasero y la levantó del suelo.


–Pon las piernas y los brazos a mi alrededor.


La apoyó contra la pared del dormitorio y empezó a empujar una y otra vez. Ella llegó al clímax rápidamente. El primer espasmo fue tan intenso y salvaje que tuvo que gritar. Él llegó unos segundos después, de una forma tan violenta como ella. Sus gemidos orgásmicos resonaron casi como gritos de dolor. Él le clavó las yemas de los dedos en la piel mientras ella se aferraba a su cuello. El clímax duró un rato para ambos. Sus cuerpos latían al unísono, y sus corazones también.


Al final, cuando todo terminó, les sobrevino una ola de cansancio.


Paula suspiró, y Pedro también. Levantó la cabeza. Ella se sentía completamente vacía, sin fuerzas. Las piernas casi se le caían. Apenas podía aferrarse ya a su cintura.


Él se dio cuenta. La llevó hasta la cama y la tumbó con cuidado.


–¿Ves lo que me has hecho? –le preguntó, poniéndose erguido y asintiendo con la cabeza.


–Pobre Pedro–murmuró ella en un tono adormilado–. A lo mejor deberías tumbarte a mi lado y descansar un poco.


–A lo mejor. Pero solo con la condición de que no me hagas más preguntas.





lunes, 14 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 26

 


Paula se quedó profundamente impresionada con el nuevo paseo marítimo. Era un paraíso para los turistas, con apartamentos de lujo, un hotel fantástico, tiendas modernas, cafeterías, calles amplias por las que se podía salir a correr, una piscina de olas para niños y adultos y puertos de gran calado donde podían atracar barcos cruceros. De no haber estado tan absorta en sus propios pensamientos, Paula habría hecho muchos, muchos comentarios.


Nunca antes en toda su vida se había sentido tan inquieta. La cabeza le daba vueltas, y el estómago también. Cuando Pedro sugirió que tomaran una comida ligera en una elegante terraza, aceptó rápidamente, porque eso significaba que por fin podría retirar la mano de la de él. No era que no disfrutara sosteniéndosela, no obstante. En realidad lo disfrutaba más de lo que quería. Pero no era esa la clase de cercanía que buscaba.


Sin necesidad de consultar la carta, Pedro pidió dos rollitos de pollo con lechuga envueltos en pan de pita, y dos cafés con leche.


La joven camarera apuntó el pedido con una sonrisa cómplice. Era evidente que Pedro le había gustado mucho.


Paula le lanzó una mirada envenenada a la joven. A punto estuvo de hacer un comentario corrosivo cuando esta se retiró, pero finalmente consiguió morderse la lengua. Cualquiera hubiera dicho que estaba celosa; algo absurdo, sobre todo porque iba a ser ella quien iba a pasar la tarde con él en la cama.


Respiró hondo.


–¿No te gusta lo que he pedido?


–No, no. Me gusta. Es que acabo de acordarme de que debería haber hecho algunas fotos para enviarle a mi madre. Se me olvidó por completo.


–Todavía puedes hacerlas, cuando terminemos de comer.


–Sí. Supongo que sí.


–Pero tendrás que darte prisa.


–Oh. ¿Por qué? –le preguntó, levantando la vista al cielo. No había ni una nube a la vista.


–Para ser una chica tan inteligente, a veces te pones muy espesa –le dijo él en un tono de exasperación–. Me da la sensación de que no conoces muy bien a los hombres.


Paula decidió no darse por ofendida. Estaba cansada de discutir con él.


–Soy consciente de que he llevado una vida muy aburrida. Después de escuchar todas esas historias tuyas sobre tus viajes y tus aventuras, me doy cuenta de que sí ha sido muy aburrida. Supongo que te imaginas que he tenido un montón de novios a lo largo de los años, pero en realidad puedo contarlos con los dedos de una mano. Y es cierto. No conozco muy bien a los hombres. Siento mucho haberte decepcionado.


–No hay nada en ti que me haya decepcionado, Paula. Siempre te he admirado mucho.


–¿En serio? –había un atisbo de risa en su voz.


–En serio.


–¿Incluso cuando soy espesa con el tema de los hombres?


–Incluso en esos momentos.


–¿Entonces por qué te parecí espesa antes?


–Pensé que intuitivamente sabrías que necesitaba tenerte de vuelta en el apartamento después de comer, tan pronto como sea posible.


Pedro vio cómo cambiaba su expresión. Sus mejillas se colorearon de inmediato.


–Oh –dijo y entonces sonrió con tristeza–. Pensaba que era solo yo quien sufría en silencio.


Sus palabras no fueron consuelo para Pedro. No recordaba haberse excitado tanto en toda su vida.


Fue un alivio cuando llegó la comida, en el momento preciso. El rollito estaba exquisito, pero apenas pudo saborearlo comiendo tan rápido.


–Vas a tener una indigestión –le advirtió Paula con una sonrisa.


Ella se lo estaba tomando con calma.


–Come y haz esas fotos, o las hago yo.


–¡Sí, señor!


–Y deja de ser tan sarcástica. Te prefería como eras hace un rato.


–¿Cómo?


–Suave y dulce.


–Pero yo creía que mis ironías te gustaban mucho.


Pedro habló entre dientes.


–Ahora no quiero que me gustes tanto.


–Ah, entiendo. No te preocupes. Te prometo que seré tan dulce como una tarta de manzana hasta que lleguemos a casa.


Pedro no pudo evitar reírse.


–Limítate a comer, ¿quieres?


Sus miradas se encontraron.


–Ve a hacer esas fotos mientras yo pago la cuenta –le dijo, poniéndose en pie.


Paula solo tuvo tiempo de hacer unas pocas fotos antes de que volviera a recogerla.


Regresaron a paso ligero, por el mismo camino por el que habían llegado. Esa vez no iban de la mano. Paula trataba de seguir el ritmo de sus enormes zancadas. Cuando llegaron al edificio de apartamentos, su respiración se había vuelto pesada. Subieron en el ascensor en silencio. Paula ni siquiera se atrevía a mirarlo a la cara.


Cuando él le abrió la puerta del apartamento y la invitó a entrar, se dio cuenta de que la deseaba con desesperación. Hubiera querido hacerle el amor contra la puerta, en el sofá, en el suelo… De pronto él se apartó.


–No, Paula –le dijo con brusquedad al ver que ella fruncía el ceño–. Aquí no. Todavía no. Quiero que te metas en el cuarto de baño y te des una ducha caliente. Yo voy a hacer lo mismo en mi aseo. Cuando sientas que estás relajada, sales, te secas, y vienes a mi dormitorio. Sin ropa, por favor. Ni toalla. Ni albornoz.


Paula tragó en seco.


–¿Esperas… esperas que entre en tu habitación, completamente desnuda?


–Completamente. Tienes un cuerpo increíble, Paula, y lo quiero ver todo, todo el tiempo.


–¿Todo el tiempo? –repitió ella, tartamudeando.


–Por supuesto. A partir de ahora solo llevaremos ropa cuando salgamos.


–Pero…


–Sin «peros». Esto es parte del plan.


–¿Y qué plan es ese?


–Un plan secreto.


–Pero no entiendo cómo…


–Pensaba que estábamos de acuerdo en que no habría «peros». Y basta ya de discusiones. Lo único que quiero oír de ti esta tarde es «Sí, Pedropor supuesto. Lo que tú digas, Pedro».


–Has olvidado eso de «como usted ordene, mi señor ».


Él sonrió.


–Esa es mi chica.


Paula sacudió la cabeza.


–¡Eres el tipo más exasperante que he conocido jamás!


–Y tú eres la mujer más irresistible. Ahora ve y haz exactamente lo que te he dicho.




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 25

 


Paula parpadeó. ¿Qué podría haber pasado entre ellos para enturbiar tanto la relación entre padre e hijo?


–No creo que sepas nada de esto, porque mis padres no hablan de ello, pero yo tenía un hermano gemelo.


–¡Gemelo!


–Sí. Tenía un hermano, Damián, que nació unos minutos antes que yo. Éramos idénticos. Idénticos en cuanto a los genes, pero no teníamos mucho que ver en cuanto a la personalidad. Él era extrovertido. Yo era todo lo contrario. Él era hiperactivo, travieso, encantador. Empezó a hablar cuando todavía gateaba. Yo era más tranquilo, mucho menos comunicativo. La gente pensaba que era tímido, pero no lo era. Solo era… un tanto retraído.


Paula creyó saber lo que venía a continuación.


–Damián se ahogó en la piscina del patio de atrás cuando tenía cuatro años. Mi madre estaba al teléfono un día y nosotros estábamos jugando fuera. Damian acercó una silla a la verja y trató de subirse, pero se cayó y se golpeó la cabeza antes de caer a la piscina. Yo me quedé paralizado, mirándole durante demasiado tiempo… Al final entré a la casa, gritando, buscando a mi madre. Cuando le sacaron, estaba muerto.


–Oh, Pedro–dijo Paula, con lágrimas en los ojos–. Qué triste.


Pedro se puso tenso al ver la reacción de ella, su solidaridad. Eso era lo que no podía soportar. Era por eso que nunca le había contado la historia a nadie. No quería sentir lo que estaba sintiendo en ese preciso momento. No le gustaba sentirse culpable por la muerte de su hermano. La lógica le decía que no podía ser culpa suya, pero la lógica no significaba nada para un chico de cuatro años que había visto a su madre casi catatónica por el dolor, y a su padre llorando desconsoladamente. De repente volvió a sentir toda esa pena, la culpa… Porque él quería mucho a Pedro, tanto como sus padres. Era su hermano gemelo, sangre de su sangre. Eran inseparables.


Pero a nadie le había importado su dolor.


No podía creer que aún le doliera tanto…


–Bueno, resumiendo, mi padre hizo algo la noche del día en que murió Pedro… algo que me afectó mucho. Le vi sentado en el salón, con la cabeza entre las manos. Fui hacia él y lo abracé. Él me apartó y le dijo a mi madre que me acostara, que no soportaba verme.


Paula contuvo el aliento.


–Más tarde, esa misma noche, vino a darme un beso de buenas noches a mi habitación, pero yo aparté la cara y no le dejé darme un beso. Él se encogió de hombros y se marchó. Después de eso, yo dejé de hablarle durante mucho tiempo. En realidad, le ignoré por completo durante años. Parecía que a él le daba igual. De repente había dejado de ser el padre al que yo adoraba. Estaba vacío por dentro. Mi madre sabía lo que pasaba, pero ella pasó mucho tiempo lidiando con su propio dolor, y no me ayudó demasiado. No sabía qué decir, o qué hacer. No se recuperó hasta que tuvo a Melisa. Ella fue quien insistió en que vendiéramos la otra casa y nos mudáramos a esta. Pero mi padre siguió igual. Y yo también. Se volvió huraño, se dio al alcohol, y yo me convertí en ese chico al que conociste. Un chaval resentido, furioso con el mundo.


Paula había empezado a morderse el labio inferior para no llorar.


–Me sorprende que seas capaz de dirigirle la palabra a tu padre con tanta educación.


–Desde que se retiró ha cambiado bastante. No le he llegado a perdonar del todo, pero el odio y la venganza no llevan a ninguna parte. Ahora que me he hecho mayor, entiendo que nuestros padres no son perfectos. Solo son seres humanos. Damián había sido el ojito derecho de mi padre, y murió. El dolor te puede llevar a hacer cosas horribles.


Después de la muerte de Bianca, él mismo le había dicho cosas horribles a su familia. Les había echado la culpa de todo por no acompañarla esa noche. Ellos, sin embargo, no se lo habían tomado a pecho. No le habían devuelto las acusaciones.


Tras la tormenta, no obstante, se había sentido muy mal. La vergüenza le había llevado a regalarles la casa de Río y todo lo que había en ella. Tenía que compensarles de alguna manera.


–¿Alguna vez has hablado con tu padre de lo que pasó esa noche? –le preguntó Paula, frunciendo el ceño.


–No.


–Por lo menos tu madre te quería a ti y a tu hermano por igual.


–Seguro que sí. Pero entonces llegó Melisa y mi madre se dedicó a ella por completo.


–Todas las madres están muy apegadas a sus hijas. Eso no significaba que te quisiera menos. Además, por aquella época no eras un niño encantador precisamente.


Pedro se rio.


–Nadie me aleja de la autocompasión tan bien como tú.


–No era mi intención. Pero… ¿sabes una cosa, Pedro? A lo mejor las cosas no fueron cómo te pareció entonces. He estado pensando…


Pedro suspiró lentamente.


–¿De qué se trata esta vez?


–Es sobre lo que te dijo tu padre. A lo mejor quería decir que no podía soportar mirarte a la cara porque le recordabas a Damián. Erais idénticos físicamente. A lo mejor no quería decir que no te quería tanto como a tu hermano.


–Bueno, creo que todo lo que hizo a partir de ese momento indicaba todo lo contrario. Tuvo muchas oportunidades para demostrarme su cariño, pero no las aprovechó. Se comportaba como si yo no existiera. No sabes la envidia que me daba tu padre. Él siempre fue un padre con mayúsculas.


–Era extraordinario. Pero tú tenías a tu abuelo.


–Cierto. El abuelo fue muy bueno conmigo. Si te soy sincero, de no haber sido por él, probablemente me hubiera ido de casa y habría acabado en la cárcel.


–Oh, no creo.


–¿No crees? Las cárceles están llenas de jóvenes furiosos, hijos rechazados con muy poca autoestima, sin metas en la vida. Mi abuelo me devolvió el amor propio y me dio un objetivo; llegar a ser geólogo. Su muerte fue un duro golpe para mí, porque ocurrió justo antes de la graduación. Pero incluso después de su muerte, siguió cuidando de mí. Me dejó dinero, mucho dinero, en realidad. Con ese dinero venía una carta en la que me decía que tenía que viajar y ver el mundo. En cuanto me gradué, me fui. Primero hice un viaje por Europa, pero tampoco me gustó demasiado. Demasiadas ciudades, pocos árboles. Me fui de nuevo y viajé por todo el mundo durante un par de años. Al final aterricé en Sudamérica. Para entonces me había quedado sin dinero, así que tuve que buscar trabajo. O eso o volvía a casa. Como podrás imaginar, lo de regresar a casa no me hacía mucha gracia. De todos modos, como no tenía experiencia, solo encontré trabajo en una empresa minera que buscaba a geólogos que estuvieran dispuestos a ir a sitios a los que nadie quería ir. Era un trabajo peligroso, pero pagaban bien, y de repente me di cuenta de que me gustaba asumir riesgos. A lo largo de los últimos diez años, he descubierto un yacimiento de esmeraldas en Colombia, petróleo en Argentina, gas natural en Ecuador. La otra cara de la moneda fue que recibí unos cuantos balazos por ello, me caí por una montaña, y casi morí ahogado en el Amazonas. Me mordieron miles de insectos voraces… Pero me pagaron muy bien y me pude comprar la casa de Río, y este apartamento en Darwin. ¡Lo bueno es que ya no tengo que volver a aceptar trabajos que me pueden costar la vida! –sonrió con tristeza–. Incluso me puedo permitir el lujo de mantener a un hijo sin que su madre tenga que volver a trabajar en toda su vida, si no quiere, claro.


Paula frunció el ceño.


–Ya veo que sigues pensando. Y no en cosas alegres precisamente. Mira, si no quieres mi dinero, dilo sin más. No te voy a obligar a aceptarlo si no quieres. Muchas mujeres estarían encantadas de tener una oferta así sobre la mesa, pero ya debería haberme dado cuenta de que tú no eres de esas.


–Le tengo mucho aprecio a mi independencia.


–Si aceptaras mi dinero, podrías comprarte una casa. Incluso podrías contratar a una niñera, si quieres seguir trabajando.


–¿Una niñera? ¡No quiero dejar a mi hijo en manos de una niñera! Y en cuanto a comprarme mi propia casa, tienes que saber que ya tengo suficiente dinero para comprarme la que me dé la gana, si quisiera. Llevo ahorrando para una casa desde que empecé a trabajar. Muchas gracias por la oferta, Pedropero no. No necesito ni quiero ayuda económica.


Su punto de vista no debería haberle hecho enojar, pero lo hizo.


–Muy bien –le dijo en un tono cortante–. No voy a pagar nada entonces.


–No hay necesidad de enfadarse –dijo ella–. Deberías alegrarte de que no sea como la mayoría de las mujeres. Solo imagina lo que pasaría si yo fuera una de esas cazafortunas. ¡Te sacaría todo lo que pudiera!


Pedro no pudo evitar sonreír. Ella parecía realmente asqueada ante la idea. Se había ruborizado y así parecía más hermosa que nunca.


–Muy bien. Es una suerte que no seas una interesada. Bueno, ¿tienes alguna pregunta más que hacerme antes de poder seguir con mi plan para hoy?


Paula parpadeó, sorprendida.


–¿Tienes un plan para hoy? –le preguntó, pensando que era ella quien tenía el plan.


–Sí que lo tenía, antes de que lo fastidiaras todo y te diera por querer conocerme mejor.


–Bueno, yo… Yo… –Paula no podía creerse que estuviera tartamudeando. Normalmente solía ser una persona con bastante facilidad de palabra. Apretó los labios un segundo, respiró hondo y siguió adelante–. Muy bien. No más preguntas por ahora. Pero a lo mejor luego me surge alguna más. ¿Cuál era tu plan para hoy?


–Hacer un poco de turismo, tomar una comida ligera y pasar la tarde en la cama.


Paula se quedó boquiabierta.


–¿Toda la tarde?


–Palabra. Cuando te presentaste en el balcón esta mañana, hecha un bombón, tuve ganas de meterme en la cama contigo directamente y pasar allí el resto del día.


Ella se lo quedó mirando. Apenas podía creerse que la deseara tanto, casi tanto como ella a él. De repente, la decisión de dejar el sexo para las noches ya no le pareció tan buena idea.


–Además –añadió él. Una llamarada de deseo brilló en sus ojos–. Lo de esta tarde no tiene nada que ver con lo de los bebés. Se trata de placer. No solo mío, sino tuyo también. A juzgar por cómo reaccionaste la otra noche, tu vida sexual no ha sido muy animada últimamente. Si me dejas, yo puedo hacer que eso cambie –se puso en pie y le tendió la mano–. Bueno, vámonos a pasear.