viernes, 4 de diciembre de 2020

VENGANZA: CAPÍTULO 31

 


Por la mañana, Paula estaba guardando sus cosas en la maleta, con el corazón en un puño. Pero tenía la sospecha de que ese dolor era merecido. No debería haber engañado a Pedro. O al menos debería haberle contado la verdad cuando empezó a sospechar que él no era responsable de la muerte de Mariana.


Había llamado a recepción para preguntar a qué hora salía el ferry y le habían dicho que en veinte minutos, de modo que no tenía tiempo de pensar. Si se daba prisa, pronto saldría de allí. Pronto estaría en su casa.


Pedro no había vuelto a la habitación. Ella había esperado, impaciente, pero no volvió.


El mensaje estaba claro: tenía que aceptar que todo había terminado. Pedro no quería volver a verla. Para él, su traición había sido peor que la de Mariana.


El vestíbulo de recepción estaba lleno de gente, y Paula esperó en la puerta el autobús que la llevaría hasta el ferry. El mural del dios del sol conduciendo sus fieros caballos por el cielo hizo que se le formase un nudo en la garganta. Se había acercado demasiado al sol y se había quemado.


Pero sobreviviría.


—¿Paula?


Cuando se volvió, se llevó una desagradable sorpresa. Porque no era Pedro, sino Jean-Paul.


—¿Qué?


—¿Tú eres Paula?


—Sí, claro.


—Pero no eres la mujer que yo conocí una vez… íntimamente.


Jean-Paul lo había entendido por fin.


—No.


—Eres idéntica a ella. Tenéis que ser gemelas.


—Eramos gemelas —replicó Paula—. Mi hermana ha muerto. Y ha muerto por tu culpa.


Jean-Paul Moreau no pareció en absoluto afectado por la noticia.


—Si le dices algo a Alfonso, le contaré quién eres. Le diré que lo has engañado, que has estado riéndote de él a sus espaldas. Decías haber olvidado el pasado… así explicabas por qué no sabías cosas que deberías saber.


El conserje que había dicho que la avisaría cuando llegase el autobús estaba haciéndole señas, y Paula asintió con la cabeza.


—Haz lo que quieras. Pedro ya lo sabe todo.


Y se alejó, dejando a Jean-Paúl Moreau, el canalla responsable de la muerte de su hermana, mirándola con expresión incrédula.




VENGANZA: CAPÍTULO 30

 


En el dormitorio, se desnudaron a toda prisa y cayeron en la cama hechos un lío de brazos y piernas. Una lámpara en una esquina de la habitación, entre la cama y la pared, era la única iluminación.


—¿Cómo pude dejarte ir? —murmuró Pedro, acariciando la curva de sus caderas.


Un momento de angustia turbó la pasión del momento. Pensaba que era su hermana. Y ella tenía que contarle la verdad.


Pedro


Pero él estaba acariciando sus pechos, y Paula sintió un escalofrío de placer. A partir de ese momento, no quiso recordar nada ni pensar en nada.


Pedro empezó a lamer su oscura aureola, y su vientre comenzó a arder. Paula dejó escapar un grito cuando esa boca enloquecedora la devoró…


¿Qué tenía Pedro Alfonso que hacía desaparecer todas sus inhibiciones? Lo deseaba, sí… pero era algo más. Una sensación de que debían estar juntos, una comprensión total entre ellos que no había experimentado con nadie.


La abrumaba y la asustaba a la vez. Porque aquella relación no podría sobrevivir a lo que tenía que confesarle.


—¿En qué estás pensando?


—En nada —mintió ella.


—Entonces, intentaré darte algo en qué pensar —rió Pedro, acariciándola entre las piernas—. Estás temblando.


—Sí.


—¿Estás bien?


Paula se pasó la punta de la lengua por los labios y Pedro perdió el control. Se colocó sobre ella, el torso sobre sus pechos, y se inclinó para buscar su boca.


Paula abrió las piernas y levantó las caderas, buscándolo hasta que no quedaba espacio entre los dos.


Tan cerca, sus ojos eran dos pozos de deseo, y Pedro era consciente de su fuerza, del poder de sus brazos a cada lado de su cara, del peso de su torso rozando los pechos desnudos. Por contraste, ella era tan femenina…


Jadeando, levantó la cabeza y, apoyándose en un codo, se preparó a sí mismo con una mano, esperando no terminar antes de entrar en ella. Mientras envolvía su miembro con la funda de látex, Paula se movió, impaciente.


Luego, cuando la penetró, ensanchándola, ella se quedó inmóvil. Pedro se dejó caer sobre su pecho con la cabeza inclinada, los ojos cerrados, respirando la suave fragancia de su piel.


Paula se movió un poco y sus músculos interiores se cerraron, apretándolo más, exigiendo una respuesta. Pedro notaba que estaba perdiendo el control y empezó a moverse, embistiéndola, llevándolos a los dos hacia un sitio que no habían conocido nunca.


El ritmo aumentaba, y aumentaba también la intensidad de las embestidas. La sujetó por las caderas, empujando con fuerza, Paula haciéndose eco de su ferocidad.


Cuando creyó que no podía esperar más, cuando el placer era tan grande que pensó que iba a explotar si no terminaba, sintió que ella se contraía una, dos veces. Y eso fue suficiente para enviarlo hacia el precipicio, hacia la hoguera que amenazaba con consumirlo. Pedro se tumbó de lado y la apretó contra su corazón.


—Mírame.


Paula evitaba su mirada, apoyando la cara en su torso, respirando su aroma masculino.


Estaba allí ahora. En su cama, en su vida. ¿Importaba quién creía que fuera? Pero ella lo amaba… ¿podía conservar ese secreto para siempre?


No. No quería vivir con un pasado que Mariana había ensuciado con su traición. Tenía que decírselo. Ahora. Mientras estaban inmersos en aquella especie de mundo mágico. Pedro lo entendería. Tenía que hacerlo.


Paula intentó reunir valor para mirarlo a la cara; esa cara que había aprendido a amar.


—Oye, ven aquí, quiero abrazarte…


Pedro… tengo que decirte algo.


—Dime. ¿Qué pasa?


Paula se mordió los labios. ¿Por dónde empezar?


—Te dije que mi hermana había muerto…


—Sí, lo sé.


—Era mi hermana gemela.


—Lo siento. He oído que los gemelos tienen una conexión especial. ¿Has dicho que se llamaba Mariana?


—Así es. Murió el día de Navidad, hace tres años.


—¿Hace tres años? —repitió Pedro.


—Sí. Mariana era… en fin, Mariana. Nos hacia reír a todos con sus cosas, le encantaba gastar bromas pesadas cuando éramos pequeñas. No le tenía miedo a nada.


Sí, Mariana tenía terror a no gustar a los demás. Siempre quería ser la primera en probarlo todo, la primera en decir palabrotas, en fumar.


—Cuando éramos pequeñas hacíamos teatrillos. Yo cantaba y ella bailaba.


—Ah, entonces las dos teníais talento. ¿A qué se dedicaba tu hermana?


Había llegado el momento de la verdad.


—Era bailarina. Bailarina exótica.


Pedro la miró, sin entender.


—¿Las dos hacíais lo mismo? ¿Trabajasteis juntas alguna vez? Gemelas… supongo que podríais haber conseguido muchos contratos. ¿O no os parecíais?


—No nos parecíamos en nada… aunque físicamente éramos casi iguales.


—¿Qué quieres decir?


—Que teníamos un carácter muy diferente, pero éramos gemelas idénticas —le confesó Paula—. En el colegio los profesores nunca sabían quién era quién.


—Paula…


—Yo no soy una bailarina exótica, no lo he sido nunca.


—No te entiendo. ¿Qué quieres decir?


—Que tú conociste a Mariana, Pedro. Hace tres años…


—Yo conocí a Paula —la interrumpió él—. ¿Quién demonios eres tú?


—Yo soy Paula.


—Paula trabajó para mí. Tengo una copia de su contrato y de su pasaporte…


—Mi hermana me robó el pasaporte —lo interrumpió ella entonces—. No tenía permiso de trabajo porque la detuvieron por robar en unos grandes almacenes. Lo pidió en el consulado, pero se lo denegaron, por eso robó mi pasaporte y mi documentación.


—Mírame. Quiero ver tu cara —dijo Pedro entonces, incorporándose—. Pero tú eres… ella.


—No, no lo soy.


Él la miraba sin entender. Sin poder creerlo.


—¿Y por qué has venido aquí? ¿Por qué esta charada de hacerte pasar por tu hermana?


—Quería hablar contigo…


—¿Y también habías planeado acostarte conmigo?


—No —contestó Paula—. Al principio pensé tontamente que podría seducirte para despreciarte después, pero enseguida abandoné la idea. Creí que tú eras responsable por la muerte de mi hermana…


—¿Yo?


—Sí, tú. Pero después de hablar con Jean-Paul…


—¿Y la amnesia? —Pedro no la dejó terminar—. ¿Todo eso era mentira?


Paula apartó la mirada.


—Me temo que sí. No hubo ningún accidente y no he sufrido amnesia en mi vida. No sé dónde fue Mariana cuando se marchó de Strathmos, no sé por qué volvió a casa convertida en una criatura patética. Murmuraba constantemente cosas sobre el hombre que la había engañado… y yo pensé que eras tú.


Pedro la miró, pensativo.


—Una vez pillé a tu hermana tomando cocaína en una fiesta y le dejé bien claro que no pensaba tolerarlo, que, si volvía a hacerlo, rompería con ella. Me dijo que había sido un error… que no lo había hecho nunca. Y yo la creí. Pero también sospechaba que tenía un problema con el alcohol.


—Sí, sé que bebía mucho.


—Una noche, en una fiesta, decidió quitarse la ropa para divertir a los invitados.


—Dios mío…


—Decía que había sido una simple borrachera, una noche loca. Que todo había sido una broma. Intenté romper con ella, pero me pidió perdón y me suplicó que le diera otra oportunidad —suspiró Pedro—. ¿Y tú pensabas que yo era responsable de su adicción? ¿Te lo dijo ella? ¿Mencionó mi nombre?


—No, sólo hablaba de un hombre que la había engañado, y como me había enviado un correo electrónico hablando de ti…


—¿No le preguntaste el nombre de ese hombre?


—Cuando volvió a casa, ya no era mi hermana. Y poco después de llegar a Auckland tomó una sobredosis y murió.


—¿Lo hizo a propósito?


—Eso pensé yo. Creí que la habías echado de tu lado después de meterla en el mundo de las drogas y que Mariana no podía vivir sin ti.


—Es lógico que me odiases entonces. Y es lógico que quisieras vengarte —suspiró Pedro—. ¿Pero te das cuenta de que te has puesto en peligro? ¿Y si yo hubiera sido la clase de hombre que sospechabas que era?


—Tenía que hacerlo, Pedro. Era mi hermana. Mi otra mitad —contestó Paula. Pero entonces se dio cuenta de que eso no era verdad. Él era su otra mitad. El lazo, la empatía que había entre ellos era más fuerte que la que había habido nunca con su hermana—. Pedro, tenía que hacerlo…


—¿Aunque tu hermana te mintió, te engaño, te robó? Mariana usó tu pasaporte y tu tarjeta de crédito, ¿no es verdad?


—Sí, claro. Pero, por lo que me has contado, las fechas coinciden con su salida de Strathmos. Debía de estar con ese Jean-Paul. Y él le vendía las drogas… prácticamente lo ha admitido esta mañana.


—¿Jean-Paul Moreau es un traficante de drogas?


—Sí. ¿No lo sabías?


—¿Cómo iba a saberlo? —murmuró Pedro, pasándose una mano por el pelo—. Pues no pienso tener un traficante en mi isla. Yo me encargaré de él. Pero tiene sentido… Si Mariana ya no tenía el dinero que yo le daba, debió de usar tu tarjeta de crédito… ¿Por qué no cancelaste la tarjeta al ver las cuentas que llegaban?


Paula se encogió de hombros.


—Llevaba toda la vida cuidando de mi hermana, tapando sus errores, ayudándola… Además, no podía dejarla en un país extranjero sin dinero. Pero no sabía que lo usaba para comprar droga.


—Ya, claro —Pedro la miraba, incrédulo—. No puedo creer lo que has hecho.


—Lo siento, creí que era mi deber.


—Me decía a mí mismo que habías cambiado. Pensé que había encontrado a una mujer especial… única. Pero tú eres aún más engañosa que tu hermana. Tu engaño ha sido calculado, premeditado…


—Yo no quería hacerte daño…


—¿No? —Pedro se levantó de la cama—. Encontraré otro sitio para pasar la noche. Pero quiero que te vayas. Y no vuelvas. No quiero volver a verte.




jueves, 3 de diciembre de 2020

VENGANZA: CAPÍTULO 29

 


El día siguiente transcurrió con subidas de adrenalina, momentos de aprensión y una gran alegría por el simple hecho de estar con Pedro.


Por la mañana dieron de comer a los peces en el tanque del vestíbulo y luego fueron a dar un largo paseo por la isla. Después de comer, Paula insistió en visitar el parque acuático. Protegida por el traje de neopreno, no sintió frío hasta varías horas después.


—Bueno, ya está bien. Tenemos invitados para cenar —rió Pedro—. Te gustarán, son los Makrides, buena gente.


De vuelta en la suite, Paula se dio una ducha caliente para relajar los músculos y, después de secarse el pelo, se hizo un elegante moño alto, dejando algunos rizos sueltos.


Eligió un sencillo vestido sin mangas, se maquilló un poco, se puso unos aros de plata en las orejas y estaba lista para Pedro y sus invitados.


Entró bailando en el salón, pero el sonriente Pedro de antes había desaparecido.


—¿Qué ocurre?


—¿Por qué no me habías contado que habías visto a Jean-Paul Moreau en la piscina?


A Paula se le encogió el corazón. Había querido olvidar su conversación con Jean-Paul. Y, si era sincera, tampoco había querido hablarle a Pedro de su encuentro con el francés.


—¿No tienes nada que decir? ¿Sabías que Jean-Paul estaría aquí? ¿Es por eso por lo que decidiste venir?


—¡No! Jean-Paul no significa nada para mí…


Quizá había llegado el momento de contarle la verdad, pensó. Si no lo hacía, él no dejaría de sospechar. Y no era justo. Pero cuando vio su amarga expresión supo que no habría perdón.


Era demasiado tarde.


Oyeron entonces la campanita del ascensor, y Pedro se dirigió al vestíbulo para recibir a sus invitados. Paula dejó escapar un suspiro de alivio. Era una cobarde, desde luego. Pero no podía decirle nada ahora. Tendría que esperar a que los invitados se fueran.


Daphne y Basil Makrides eran una pareja reservada. Los dos parecían preocupados por algo, pero poco a poco se relajaron. Pedro, sin embargo, permaneció frío.


Dos camareros sirvieron los cócteles y una selección de entrantes. Paula hablaba con Daphne sobre el hotel, sobre el parque acuático… pero la tensión que había entre Pedro y ella hacía que tuviese un nudo en el estómago. Cuando él fue a cambiar la música, se acercó y le habló en voz baja:

—De verdad no sabía que Jean-Paul estuviera aquí. No tenía ni idea.


—Quizá no fue un accidente por parte de Moreau.


—Cuando me lo encontré en la piscina estaba con una rubia, y sólo hablé con él un momento. No me apetecía nada estar con ese hombre.


Pedro dejó escapar un suspiro.


—Perdona. Creo que te he juzgado mal.


Había confusión en sus ojos. Y cierta vulnerabilidad que no había visto antes.


Había creído que iba a traicionarlo otra vez con Jean-Paul. Y era lógico. Tenía que decirle la verdad.


—No volveré a verlo, te lo prometo.


—Gracias. Hablaremos más tarde.


Sí, hablarían más tarde, pensó Paula. Había mucho que decir. Y no iba a ser una conversación agradable.


—¿Tienen hijos, Daphne? —preguntó Paula cuando volvieron a la mesa.


Ella miró a su marido, incómoda.


—Sí, dos hijos, Chris y Marco —contestó por fin.


Paula decidió cambiar de tema inmediatamente y, sin saber qué decir, empezó a hablar del tiempo. No sabía por qué, pero el tema de los hijos parecía ser delicado.


—Cada vez que intento hablar de Chris, la gente cambia de conversación —dijo Daphne entonces—. Es como si tuviera una enfermedad de la que nadie pudiese hablar.


—¿Está enfermo? —preguntó Paula.


—No, no está enfermo. Pero tiene un problema muy grave.


—Ah.


—Está en rehabilitación —dijo Daphne por fin—. En una clínica para drogadictos y alcohólicos. Es su tercer intento y esperamos que esta vez funcione.


—Lo siento mucho. No sabía nada.


—Nadie me deja hablar de él. Es como si Chris ya no existiera…


—A mí puede contarme lo que quiera, lo entiendo.


—¿Cómo va a entenderlo? —le espetó Daphne, furiosa.


—Mi hermana murió de una sobredosis —dijo Paula entonces.


La mujer se llevó una mano al corazón.


—Lo siento, perdone.


—No hay nada que perdonar. Lo peor fue no saber que era drogadicta hasta que ya era demasiado tarde —Paula parpadeó para contener las lágrimas—. Los últimos meses de su vida fueron horribles. Se estaba destruyendo delante de mis ojos y yo no me daba cuenta. Estaba tan furiosa con ella… ahora la echo mucho de menos.


—Hay veces que yo me enfado con Chris. Me gustaría darle una bofetada, preguntarle por qué me hace esto, por qué se lo hace a sí mismo. Y me pregunto qué hemos hecho mal Basil y yo. Le dimos todo lo que quería…


—No es culpa suya.


Daphne la miró, los ojos empañados, llenos de angustia.


—¿Usted cree?


—No puede culparse a sí misma —insistió Paula—. Siempre intentamos culpar a otros en estas situaciones. Es natural intentar encontrar una excusa para las cosas terribles que pasan en la vida.


Ella había culpado a Pedro. De forma completamente injusta. No había sido culpa suya que Mariana muriese. No era el ogro que ella había imaginado.


Paula lo miró. Estaba hablando con Basil y, como si hubiera intuido su mirada, giró la cabeza y sus ojos se encontraron. A Paula se le paró un momento el corazón.


Y en ese momento se dio cuenta de que estaba enamorada de él.


—¿Las señoras quieren café? —preguntó Pedro, con una sonrisa en los labios.


Daphne y Paula asintieron con la cabeza, cada una perdida en sus pensamientos.


Media hora después la cena había terminado, y Daphne abrazó a Paula calurosamente.


—Gracias por compartir conmigo lo que sintió por la muerte de su hermana. Me ha ayudado más de lo que usted imagina. Al menos Chris está vivo, aún tiene una oportunidad de recuperarse. Y he tomado una decisión: voy a crear una fundación para advertir a los más jóvenes del peligro de las drogas. Basil ha hablado de ello muchas veces, pero yo estaba demasiado angustiada como para hacer nada.


Basil miró a Paula, sorprendido. Estaba claro que el tema de Chris y su adicción era algo de lo que no solían hablar con nadie. Paula, sin embargo, no se atrevió a mirar a Pedro.


Se decía a sí misma que no podía haber adivinado la verdad… ¿o sí?


Cuando se quedaron solos, Pedro no perdió un momento.


—No sabía que tuvieras una hermana.


—Sí, la tuve. Pero murió.


—Pero me dijiste que eras hija única…


¿Mariana había negado su existencia? ¿Era eso lo que, secretamente, había deseado siempre su hermana? ¿Ser hija única, el centro de atención? ¿Se sentía engañada por tener que compartirlo todo con otra niña que era idéntica a ella?


—¿Cómo se llamaba?


—Mariana —contestó ella.


—¿Te duele hablar de tu hermana?


—Mucho.


—Lo siento.


La compasión que había en sus ojos aumentó su dolor. Lo quería. Y el engaño le dolía aún más por eso. ¿Cómo podía contarle la verdad? ¿Cómo iba a arriesgarse a que la odiara?


Pedro la abrazó, apoyando la cara en su pelo.


Paula quería estar a su lado. Lo más cerca posible. Por última vez. Entonces se lo diría. Y todo habría terminado.




VENGANZA: CAPÍTULO 28

 


Pedro estaba estrechando la mano de Basil Makrides.


—Me alegra que esté satisfecho con nuestro acuerdo.


El hombre asintió con la cabeza.


—Quiero pasar más tiempo con Daphne y con nuestros hijos. He pasado demasiado tiempo construyendo un imperio… demasiado tiempo.


Pedro conocía la trágica situación del hijo pequeño de Basil.


—Siento mucho lo de Chris. Espero que se recupere, de verdad.


El hombre dejó escapar un suspiro.


—Cuidaremos de él lo mejor posible. Por el momento, está recibiendo el mejor tratamiento que existe. Y Daphne y yo estaremos a su lado cuando salga de la clínica.


Pedro caminaba con paso alegre mientras iba a buscar a Paula. Las negociaciones con Makrides habían durado mucho menos de lo que esperaba, y ahora poseía un grupo de pequeños pero exclusivos hoteles en Australia que pensaba convertir en los siguientes en la lista de la cadena Poseidón.


Pero, por el momento, lo que le apetecía era tomarse un par de días libres con Paula.


Aquella mujer lo volvía loco. Cada día lo intrigaba más. Paula había cambiado por completo, y tenía una conexión con ella que no había tenido nunca con otra mujer.


No quería pensar demasiado en lo que le estaba pasando. Sólo quería disfrutar de Paula, de su compañía… y de su cuerpo.


Cuando la vio delante de él, con una toalla al hombro, apresuró el paso.


—¡Paula! —la llamó, tomándola del brazo—. Perdona, no quería asustarte —dijo después al ver su expresión.


—No, no… pensé que tenías una reunión.


—He terminado antes de lo que esperaba —sonrió Pedro.


Paula se dio cuenta de cómo le gustaba su sonrisa. Y de que ella misma, sin darse cuenta, había empezado a sonreír a pesar de todo. Ése era el efecto que Pedro Alfonso ejercía en ella.


—Bueno, cuéntame qué ha pasado en esa reunión tan importante.


Pedro pensó que Paula Chaves era diferente a las demás mujeres que había conocido. Era tan transparente, tan cálida.


Paula era única.




VENGANZA: CAPÍTULO 27

 


La Caverna de Poseidón, el hotel de Kalos, era sencillamente magnífico. En el centro del vestíbulo había un gigantesco tanque de cristal lleno de peces que nadaban tranquilamente de un lado a otro.


—Es precioso. Nunca había visto nada así.


—Pero has estado aquí antes. ¿No recuerdas nada?


—No —contestó Paula, apartando la mirada. Odiaba la red de mentiras en la que estaba metida.


—No te preocupes. Más tarde te enseñaré el resto del hotel. Hay un restaurante con una fabulosa vista del tanque. Además del teatro y el cine, también hay un parque acuático con tiburones y todo…


Paula lo oía hablar, pero no dejaba de pensar en su problema. Una semana, se dijo. Pasaría una semana con él y luego se lo diría.


Esa noche le hizo el amor con el fervor de los condenados. Después, Pedro la miró a los ojos con cara de sorpresa.


Cuando desapareció a la mañana siguiente para ir a una reunión, Paula pasó un par de horas examinando las criaturas marinas que nadaban en el tanque y leyendo las plaquitas informativas. Más tarde decidió ir a la piscina climatizada, donde tuvo un encuentro inesperado. Jean-Paul Moreau al lado de una rubia.


—Chérie —la saludó él alegremente—. ¿Alfonso te ha permitido salir de tu jaula?


—Yo nunca he estado en una jaula —replicó ella—. Pero veo que tú estás muy bien acompañado.


—No es nadie. La dejaría ahora mismo si tú mostrases algún interés.


—Eres perverso —dijo Paula.


—Y me gusta hacer cosas perversas, ¿recuerdas?


—No, no quiero recordar.


—Ah, claro, el tiburón grande paga mejor. Te entiendo. Ven, vamos a charlar un rato —sonrió Jean-Paul, llevándola aparte—. Ahora vuelvo, chérie —le dijo a la rubia.


Paula no quería charlar con aquel hombre, pero necesitaba averiguar algo sobre Mariana y, si Pedro no había tenido nada que ver con su muerte, quizá Jean-Paul…


—Me temo que Alfonso aparecerá de un momento a otro y no le gustará nada verte conmigo.


Pedro no es mi dueño —contestó ella.


—Si paga tus facturas, es tu dueño, chérie. Así es como piensa un hombre.


—Qué horror —murmuró Paula—. Pero hablando de facturas… después de mi último encuentro contigo hace tres años, mi tarjeta de crédito sufrió un daño inesperado. Supongo que debí de jugar más de lo que tenía…


—¿Ahora lo llamas jugar? —rió él.


—¿Y cómo lo llamarías tú?


—Chérie, será mejor no decir nada. A Alfonso no le haría ninguna gracia conocer tu pequeño «hábito».


De modo que Pedro no lo sabía…


—¿Y tú tenías ese mismo hábito?


Jean-Paul la miró con gesto de recelo.


—¿Por qué me haces esas preguntas? —murmuró, alargando una mano para abrir su camisa…


—¿Qué haces? ¡No me toques!


—Ah, perdona, pensé… no importa, da igual.


Pero Paula acababa de entender.


—Fuiste tú. ¡Tú la metiste en el mundo de la droga!


—¿Cómo que la metí? ¿A quién te refieres? ¿Y por qué hablas de drogas? —preguntó Jean-Paul, mirando alrededor.


—Tú eras quien la abastecía de drogas.


—Pero chérie, tú sabes que…


—Yo no sé nada. Tuve un accidente y perdí la memoria. Y no te preocupes, no llevo un micrófono oculto. No tengo nada que ver con la policía.


—Puedes decir lo que quieras, yo lo negaré todo. Eres una tonta por meterte donde no te llaman. Tienes a Alfonso comiendo de la palma de tu mano… la verdad, pensé que jamás volvería a acostarse contigo después de lo que pasó. Debe de estar loco por ti. Qué curioso, nunca pensé que fueras tan especial para él.


A Paula se le encogió el estómago.


«Oh, Mariana, ¿cómo pudiste…?».


Pero las palabras de Jean-Paul lo dejaban claro: Mariana había dejado a Pedro por el francés. Y, según él, había habido otros hombres. Y Pedro la creía Mariana…


Todo aquello era culpa suya. Cuando llegó a Strathmos, Pedro le importaba un bledo. Sólo quería saber qué le había pasado a su hermana y si era él quien la había metido en el mundo de la droga.


Pero estaba equivocada.


No era Pedro, sino Jean-Paul. Fue Jean-Paul quien mató a Mariana. Aquel hombre repugnante que la miraba con una sonrisa en los labios…


Tenía que alejarse de él.


Murmurando algo ininteligible, Paula salió de la piscina, desesperada por encontrar un sitio en el que estar a solas.


Pero había algo dando vueltas en su cabeza: ¿Cómo iba a contarle a Pedro la verdad?



miércoles, 2 de diciembre de 2020

VENGANZA: CAPÍTULO 26

 


La llevó al Vellocino De Oro, un restaurante decorado con murales de Jasón y los argonautas. Aunque también había una mujer de largos cabellos que debía de ser Medea.


—Era un peligro Medea. Una bruja, una hechicera.


—Sí, bueno, pero Jasón no se portó nada bien con ella —sonrió Paula—. Medea lo ayudó a recuperar el vellocino de oro y, a cambio, él la llevó de vuelta a Corinto y se casó con ella. Pero luego decidió que era demasiado difícil estar casado con una mujer que era una bruja… y una extranjera, además. Así que decidió dejarla y casarse con otra.


—Pero Medea tenía otro plan —sonrió Pedro—. Veo que conoces bien la mitología griega.


—Mi padre es experto en los clásicos. Crecí rodeada por los antiguos mitos romanos y griegos.


Él la miró, sorprendido.


—No me lo habías contado.


—Sí, bueno, parece que no te había contado nada de mi vida.


—¿Y por qué terminaste siendo cantante?


—Mi madre toca el piano razonablemente bien, así que me enseñó a tocarlo cuando era niña. Me gustaba mucho cantar, de modo que empecé a tomar clases…


—Y lo de bailar… ¿Qué decía tu madre sobre eso?


Paula respiró profundamente. ¿Debía contárselo? Pedro estaba sonriendo de una forma tan encantadora. No, lo haría más tarde.


—En realidad, mi madre es responsable de eso también. Fue bailarina profesional de ballet y tuvo una academia durante muchos años. ¿Y tú? ¿Cuándo decidiste qué querías ser en la vida?


—Cuando cumplí trece años mi abuelo me llevó a comer y me dijo que un día heredaría su cadena de hoteles y que debía prepararme para dirigirlos. Mi primo Zaid heredaría la empresa naviera Kyriakos, y Tiziano, las refinerías de petróleo…


—No sabía que tu familia poseyera todo eso.


—¿No?


—Bueno… no me acuerdo —Paula carraspeó.


—Mi abuelo me prometió también que heredaría las tres islas que le pertenecían: Strathmos, Kalos y Dellinos. Pasé los primeros cinco años de mi vida en Strathmos, así que es la isla que mejor conozco. Intenté aprender todo lo que pude sobre el negocio…


Siguieron charlando durante la cena y, después, Pedro la acompañó a su habitación. El corazón de Paula latía dentro de su pecho.


—¿Quieres un café?


—¿Por qué no? —sonrió él. Paula se calmó un poco, pero el nerviosismo reapareció cuando Pedro volvió a mirar la fotografía de su hermana—. Sin azúcar, ¿verdad?


—Sí, gracias. ¿Cuándo piensas marcharte?


—Mañana. Pasaré un par de días en Atenas y luego tomaré un avión para Auckland.


—Es demasiado pronto, ¿no?


«Díselo. Díselo ahora».


—No voy a acostarme contigo.


—¿Quién ha dicho nada de acostarse? Es muy temprano —rió él, tomándola por la cintura—. Sólo quiero un beso.


Un beso, un beso de despedida. Paula se echó en sus brazos y fue como llegar a casa. Y eso creó en su interior una extraña mezcla de emociones: culpa, confusión, remordimiento y rabia por no haberlo conocido antes que Mariana.


—Tengo que irme a Kalos mañana —dijo Pedro entonces—. Ven conmigo. Puedes quedarte el tiempo que quieras.


—Pero…


—Quiero estar contigo… y no me refiero sólo a la cama.


Había un brillo de sorpresa en sus ojos, y Paula supo que Pedro sentía lo mismo que ella. Había un lazo entre los dos que ninguno quería romper, un lazo que la obligaba a reevaluar quién era y qué quería de la vida.


—Muy bien. Iré contigo.


Los ojos de Pedro se iluminaron.


—No lo lamentarás.


Paula lo miró, incrédula. Claro que iba a lamentarlo. Pero no podía dejar pasar la oportunidad de estar unos días más con él.




VENGANZA: CAPÍTULO 25

 


Era su última actuación, su último día en Strathmos. Paula llevaba un vestido negro de lentejuelas que hacía que su pelo pareciese más rojo que nunca. El escote revelaba un bronceado cuidadosamente conseguido, y se había tomado su tiempo con el maquillaje. Cuando terminó, sabía que estaba más guapa que nunca.


Mientras estaba en el escenario miraba de un lado a otro, pero no veía a Pedro. Por fin, dejó de buscarlo y se concentró en la canción, pero había perdido algo de lustre.


Paula salió del escenario con el corazón encogido. Su tiempo en Strathmos había terminado. Y Pedro había desaparecido.


Pero cuando entró en su camerino lo encontró esperándola, tumbado en el sofá.


—¿Qué haces aquí?


—Esperándote. Desde esta mañana ha sido imposible encontrarte. Y no pienso dejar que te escapes esta noche.


La noche anterior había sido tan especial que Paula no había querido verlo por la mañana. Necesitaba estar sola para entender lo que había pasado.


—No voy a escaparme.


Tenían que hablar. Pedro se pondría furioso con ella, pero…


—¿Quieres que cenemos juntos?


—En cualquier sitio… menos en tu suite.


No quería hacer el amor. Eso la distraería, y lo que tenía que decirle era demasiado importante.


—Endaxi —sonrió Pedro—. Muy bien.