Pedro nunca había visto nada parecido. Molly siempre se escondía de los extraños. Cuando alguien la sorprendía, como había hecho Paula Chaves, intentaba tirarse un farol gruñendo… y luego se escondía. Lo único que no hacía nunca era dejarse acariciar por un extraño.
Por primera vez en mucho tiempo, Pedro se encontró a sí mismo intentando sonreír. Pero luego recordó los gritos de la señorita Chaves y volvió a enfadarse. No necesitaba una mujer allí, en Eagle's Reach.
Una mujer que no sabía cuidar de sí misma.
Apostaría sus vacas a que Paula Chaves siempre había tenido que depender de alguien. Y él no pensaba hacer el papel de ángel de la guarda.
Era como una ratita, poca cosa. Tenía el pelo castaño, los ojos castaños y un cuerpo tan delgado que seguramente no sería capaz de cargar con un haz de leña. Incluso su sonrisa era tímida y tentativa.
Pero cuando la sonrisa desapareció, Pedro se sintió tontamente culpable.
—¿Tiene más perros?
—No —contestó él.
El recuerdo de la cicatriz de Paula hizo que apretase los puños. Cuando se levantó la camiseta para mostrársela no había sentido ternura o deseo. Pero tenía la impresión de que era algo parecido, algo a lo que no podía poner nombre.
Lo que no sabía era qué quería Paula Chaves. Aquél no era su sitio. Ella era una chica de ciudad. Sólo había que mirar sus uñas, largas y pintadas de rosa. Eran cuadradas y tan iguales que debían de ser postizas. Y aquél no era un sitio para uñas de porcelana.
Aquél era un sitio duro, difícil.
Y no había visto a nadie menos duro y más difícil que Paula Chaves.
—¿Está casado? —preguntó ella entonces.
Cuando Pedro la miró a los ojos, algo parecido al deseo encendió su sangre, recordándole todo aquello a lo que había dado la espalda. Ahora que estaba tan cerca podía ver unos puntitos dorados en sus preciosos ojos de color chocolate.
«Llevas demasiado tiempo en estas montañas», se dijo.
Fuera cual fuera el color de sus ojos, aquélla no era la clase de mujer que a él le gustaba. A él le gustaban las rubias con buenas curvas que sólo querían pasar un buen rato. Y Paula Chaves no parecía la clase de chica que tenía aventuras de una noche.
—No —contestó—. No estoy casado.
Y no tenía intención de estarlo. Y cuanto antes se diera cuenta ella, mejor.
—Qué pena. Habría estado bien tener a una mujer por aquí para charlar. ¿No hay nadie más que usted?
—No —respondió él, bruscamente—. Voy a buscar la llave de su cabaña.
—¿Cuál es la mía?
—Están todas vacías —Pedro Alfonso se dio la vuelta y ella prácticamente tuvo que correr para seguirle el paso—. Puede elegir la que quiera.
—Ésa —dijo Paula, señalando la más próxima.
Pedro tuvo que tragarse una palabrota. ¿Por qué no elegía la que estaba más alejada?
Sacudiendo la cabeza, desapareció dentro de la casa y volvió unos segundos después con una llave en la mano.
—Gracias. ¿La cabaña tiene teléfono?
Él hizo una mueca. Odiaba a la gente de la ciudad. Llegaban allí diciendo que querían olvidarse de todo para estar en contacto con la naturaleza, pero se ponían histéricos cuando descubrían que no tenían las mismas comodidades que en su casa.
Aunque Paula Chaves no parecía muy ilusionada por estar allí.
—Esto es el fin del mundo, ¿recuerda? ¿Usted qué cree?
—Supongo que eso es un no.
—Supone bien.
No aguantaría un mes. A ese paso, ni dos días. ¿Qué la había poseído para alquilar una cabaña en Eagle's Reach? El anuncio que él había puesto en el periódico local no hacía falsas promesas. Desde luego, no era la clase de anuncio que atraía a personas como ella.
—Mire, señorita Chaves, parece que esto no es lo que buscaba. ¿Por qué no va a Gloucester? Sólo está a media hora de aquí. Allí encontrará un sitio más acorde a sus gustos. Incluso le devolveré la fianza.
—Por favor, llámeme Paula.
Luego se quedó callada, como si esperase que él le devolviera el favor diciendo que podía tutearlo, pero Pedro no tenía intención de hacerse su amigo. La quería fuera de allí.
—Tengo que quedarme —siguió, al ver que no decía nada—. Mis hermanos me han pagado estas vacaciones.
—¿Querían gastarle una broma?
—No, qué va. Por eso tengo que quedarme. Se llevarían un disgusto si supieran que me he ido a otro sitio.
Fabuloso.
A pesar de todo, Paula Chaves estaba sonriendo. Pero él quería resistirse. El instinto le advertía contra aquella mujer.
—¿En Gloucester habrá algún teléfono? Aquí no hay cobertura para el móvil y me gustaría saber cómo está mi vecina, la señora Pengilly.
Tímida, sí, pero podía hacer que un hombre se sintiera como un canalla.
—Yo tengo teléfono —suspiró Pedro.
—¿Puedo…?
—Está en la cocina.