viernes, 2 de octubre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 62

 


Una posible respuesta le encogió el corazón. Quizá Paula no recordara la terrible escena del día de la boda. Había encajado retazos incompletos de recuerdos y se había forjado una imagen equivocada de su marido.


Pedro empezaba a imaginarse lo ocurrido. Paula recordaba la imagen de un hombre poniéndole un anillo de bodas. Después, su tía le había dicho que estaba casada con Gaston Tierney y Paula había decidido cumplir con su deber, volver con su marido y darle una oportunidad a su matrimonio.


Lo que quería decir que en ese momento pensaba que estaba casada con Gaston Tierney y no conocía su verdadero carácter. No era consciente de que bastaría una palabra equivocada para desatar su furia. Quizá hasta intentara hablar sinceramente con él. Paula era capaz de confesarle que había perdido la virginidad con otro hombre.


Y Tierney sería capaz de matarla. Sí, estaba seguro de que la mataría.


—¿Sabes dónde vive Tierney?


—Sí, pero...


—Dímelo.


Mauro frunció el ceño.


—¿Por qué quieres saberlo?


—Tengo que sacar a Paula de allí.


—¿Pero te has vuelto loco? Te matará, y si Paula sigue deseando quedarse con él, lo único que vas a conseguir es empeorar su situación. Paula ya ha tenido oportunidad de comprobar cómo es Gaston. Lo vio dispararme en un ataque de celos, y aun así, ha vuelto con él.


—No creo que Paula recordara lo ocurrido.


—¿Qué quieres decir?


—Amnesia. Paula sufrió una terrible amnesia. Fue recuperando recuerdos muy poco a poco y ayer me dijo que se había acordado de su marido. Después de lo que me has contado, no creo que recordara lo que sucedió en la iglesia.


—Con una mujer, nunca se sabe.


—Con Paula, yo si lo sé.





jueves, 1 de octubre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 61

 


Mauro dio un puñetazo a la pared y los dos hombres se quedaron mirándose el uno al otro en un sombrío silencio.


—Si no te importa, podrías invitarme a algo de beber. Contestaré todas las preguntas que quieras hacerme. Y puedes estar seguro de que no pretendo hacerle ningún daño a Paula.


—Mejor para ti —abrió la puerta de la cabaña, lo condujo a la cocina y le tendió una botella de agua fría, impaciente por conseguir toda la información que Mauro pudiera darle—. Cuéntamelo todo —lo urgió—. Y rápido.


—Sólo he visto a Paula en un par de ocasiones. Una vez en el aeropuerto, cuando me encontré con Gaston, y otra en una comida al aire libre en Point.


—¿El Point?


—Sí, en Florida. Gaston y yo nos criamos allí.


Pedro lo miró con el ceño fruncido.


—¿Conoces a Gastón desde la infancia?


—Sí, era mi vecino. Todavía soy vecino de su madre. El caso es que Gastón siempre se ha comportado como un loco en lo referente a las mujeres. Ya sabes, tiene ese tipo de fijación por... las vírgenes.


—¿A qué te refieres exactamente?


—Le vuelve loco la idea de ser el único. Insistía siempre en que se casaría con una virgen. Por supuesto, yo no sé si Paula lo es o no, pero teniendo en cuenta lo que Gastón pensaba al respecto, asumo que sí.


Pedro no tenía nada que asumir. Lo sabía.


—¿Y Gaston te habló alguna vez de esto?


—Sacaba el tema de vez en cuando, cuando éramos amigos. Pero eso fue antes de que yo me diera cuenta de lo loco que estaba —una mirada sombría oscureció el rostro de Mauro—. Antes de que se casara con mi hermana.


—¡Tu hermana!


—Convirtió su vida en un infierno. Necesitó años de terapia para volver a ser la que era. Cuando se separaron, Gastón se casó con otra mujer, y también se divorció. Después conoció a Paula.


Pedro apretó los puños. La idea de que Paula pudiera estar con un hombre de esas características le revolvía las entrañas.


—¿Y por qué las mujeres no se dan cuenta de cómo es?


—Oh, es un hombre muy educado, culto... Pertenece a una familia adinerada —sonrió con amargura—. Inversores, políticos... Gastón ha conseguido engañar a todo el mundo. Y cuando desea a una mujer, emplea todos sus recursos para conseguirla. Alquila aviones, yates, escribe poemas. Planifica citas en cualquier lugar del mundo. Cuando empezó a salir con Paula, se compró hasta un cachorrillo para impresionarla.


Pedro estaba comenzando a sentirse enfermo.


—Hay que reconocer que es todo un experto en los noviazgos. Pero cuando se casa... Es entonces cuando se produce el cambio. Trata a las mujeres como si le pertenecieran. Cuando me enteré de que Paula se iba a casar con él, quise advertirla. No quería que nadie pasara por el infierno que había pasado mi hermana. Y Paula y yo congeniamos, ¿sabes?


—¿Congeniáis? —repitió Pedro en un tono ominoso, y no particularmente complacido por la sonrisa de Mauro.


Mauro arqueó una ceja, como si lo sorprendiera aquella reacción.


—Como amigos, quiero decir —se inclinó hacia adelante y miró a Pedro con renovado interés—. Si no te importa que te lo pregunte, ¿qué tipo de relación tenías con ella?


—Me importa que me lo preguntes.


Mauro se echó hacia atrás y sonrió. Pedro apretó los labios con enfado.


—¿Le advertiste que Tierney estaba loco o no?


—Lo intenté. Y como no sabía cómo ponerme en contacto con ella, me presenté en su boda.


—Pero ya era demasiado tarde —supuso Pedro.


—Demasiado tarde para hablar con ella, sí. Cuando llegué, la ceremonia ya había comenzado. Pero sucedió algo extraño. Justo en el momento en el que Gastón acababa de ponerle la alianza en el dedo y el sacerdote estaba a punto de declararlos marido y mujer, Paula levantó la mano y exclamó que no estaba preparada para aquello.


Pedro se quedó mirándolo fijamente.


—¿Quieres decir que Paula interrumpió la ceremonia?


—Le pidió disculpas a Gastón, le devolvió el anillo y se fue.


—¿Entonces no se casó con él?


—Entonces no. Aunque no sé si puede haberse casado más tarde.


—¿No sabes si está o no casada con él? —gritó Pedro, agarrándolo con fuerza.


—¡Si me sueltas un momento, podré contarte lo que ocurrió! —gritó Mauro.


Pedro lo miraba atentamente mientras una renovada esperanza se abría paso en medio de su confusión. Pero Paula le había dicho que estaba casada y que amaba a su marido. Eso sólo podía significar que al final se había casado con Tierney.


Mauro bebió agua y se secó los labios con el dorso de la mano.


—Gaston la siguió hasta una habitación que había en la iglesia. Al verlo, yo reconocí inmediatamente su expresión. Sabía que anunciaba problemas, así que lo seguí. No quería que le hiciera ningún daño. Él intentó presionarla para que siguiera adelante con la ceremonia. Yo ya empezaba a temer que sucediera algo grave; probablemente debería haber esperado a que Gastón se tranquilizara un poco, pero no quería perder la que podía ser mi única oportunidad de advertir a Paula. Le pregunté delante de ella si le había hablado ya de sus dos primeras mujeres. Pero no lo había hecho. Paula ni siquiera sabía que había estado casado.


—¿Y cómo se tomó Paula la noticia?


—No parecía muy contenta. Gaston se enfadó muchísimo. Paula me pidió que la llevara a su casa. Gastón se puso frenético. Me acusó de estar intentando alejarla de él, se acercó a mí y sacó una pistola.


—¿Llevaba una pistola encima el día de su boda?


—Siempre lleva pistola. Debido a su trabajo, tiene serios enemigos. El caso es que me disparó. El primer disparo me dio en la cara, el segundo en el hombro. Supongo que entonces perdí el conocimiento. Lo único que recuerdo es que Gastón salió corriendo detrás de Paula, gritando que esa mujer le pertenecía.


—Dios mío —las piezas del rompecabezas comenzaban a encajar—. No me extraña que tuviera pesadillas.


—Alguien llamó a la policía. Agarraron a Gastón en la calle. Paula debió escapar. Y supongo que fue entonces cuando la atropelló Ana Tompkins. Más tarde me enteré de que habíamos estado los dos en el mismo hospital.


Pedro comprendió entonces por qué Paula no llevaba encima un bolso, ni ningún documento que la identificase. El accidente se había producido el día de su boda.


—¿Pero no iba vestida de novia?


—No. Si no recuerdo mal, llevaba un traje claro.


Pedro llegó a una conclusión estremecedora: si no se había casado con Gastón ese día, jamás había podido casarse con él. Ana la había llevado directamente del hospital a Sugar Falls.


—Mientras me recuperaba, estuve esperando en todo momento una llamada de Paula —señaló Mauro—. Pero nunca me llamó. Imaginé que quizá hubiera vuelto con Gaston y temía llamarme, o que quizá se había escondido, huyendo de él.


—¿Y por qué Gaston no intentó buscarla, ni denunció su desaparición?


—Paula no es la primera mujer que huye de él. Además, hasta hace unos cuantos días ha estado en la cárcel.


Lo que ratificaba que Paula no había podido casarse con él. Aquella certeza crecía por segundos. Intentando comprender completamente la situación, Pedro preguntó:—¿Y tú cuándo empezaste a buscarla?


—La tía de Paula llamó a la madre de Gastón, que es vecina mía. Ella fue la que me comentó que la tía de Paula no había tenido noticias de ella desde el día de la boda. En cuanto lo supe, comencé a buscarla.


—Pero le dijiste a Ana que podría llamarse Paula Chaves Tierney. Si había interrumpido la boda, ¿por qué iba a llevar el nombre de su marido?


—Por lo que yo sabía, podía haber cambiado de opinión y haberse casado con Tierney mientras estaba en la cárcel. Antes me has dicho que ha vuelto con él, ¿no?


—Hoy mismo, hace unas horas —enfadado consigo mismo por no haberla detenido, Pedro se maldijo en voz alta—. Me dijo que estaba casada con él, pero por lo que tú me has contado es imposible. Desde que salió del hospital, Paula ha estado en Sugar Falls.


Y no se había acordado de la existencia de Tierney hasta la noche anterior. Aun así, le había dicho que lo amaba. ¿Habría vuelto con Tierney con intención de casarse con él?


—¿Por qué diablos habrá vuelto con ese tipo? —exclamó frustrado.


—Ya sé que es difícil aceptarlo, pero hay mujeres que no abandonan jamás una relación, por terrible que sea.


Pero Pedro no podía creer algo así de Paula. Ella tenía demasiado carácter para soportar que alguien la dominara; era una mujer demasiado vital, demasiado fuerte para conformarse con una situación como aquélla.


Mauro sacudió la cabeza con pesar.


—Mi hermana necesitó dos años de infierno para tomar una decisión. Y seguía insistiendo en que lo amaba.


Pedro cerró los ojos. Cuando se lo había preguntado a Paula, ella también había dicho que amaba a su marido. Pero, maldita fuera, no la había creído. No podía creerla porque había visto demasiadas veces el amor en sus ojos, un amor que él le inspiraba.


Pero entonces, ¿por qué había vuelto con un hombre del que había salido huyendo aterrorizada?




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 60

 


Pedro regresaba a casa alrededor de las tres de la tarde cuando descubrió una elegante Harley-Davidson aparcada frente a ella. Preguntándose con curiosidad quién podría conducir una moto de aquellas características en Sugar Falls, caminó a grandes zancadas hasta allí.


Un desconocido estaba llamando a su puerta. Iba vestido con vaqueros y cazadora de cuero y, por su aspecto, podría pertenecer a cualquier pandilla de moteros. Era algo más alto que él. Tenía el pelo rubio y una cicatriz justo debajo del ojo derecho que parecía bastante reciente.


¿Qué diablos querría? Quizá ayuda médica de algún tipo. Pedro se detuvo al final de la escalera del porche y le preguntó:—¿Es a mí a quien busca?


—¿Es usted el doctor Alfonso?


Pedro asintió mientras subía los escalones que los separaban.


—Me llamo Mauro —se presentó el desconocido, tendiéndole la mano—. Mauro Forrester.


Hasta el último músculo de Pedro se tensó mientras le estrechaba la mano. Mauro Forrester. El hombre al que Paula llamaba en medio de sus sueños.


El hombre sonrió y, a pesar de su siniestra cicatriz, Pedro se dijo que aquel hombre debía de tener mucho éxito con las mujeres.


—Busco a una amiga llamada Paula. En la ciudad me han dicho que aquí vive una chica con ese nombre. Me pregunto si es ella la persona que estoy buscando.


—Y sí así fuera, ¿qué es lo que quieres de ella? —preguntó Pedro.


—Tengo algunos asuntos privados de los que hablar con Paula.


—Supongo que has tenido muchos problemas para encontrarla, ¿verdad Mauro?


—Algunos.


—¿Y estás seguro de que sólo quieres hablar con ella?


En los ojos del desconocido apareció un brillo desafiante, pero aun así contestó:—No estoy seguro de que esto sea asunto tuyo. Pero sí, lo único que quiero es hablar con ella.


Pedro se acercó todavía más a él, dispuesto a arrancarle la cabeza al menor movimiento dudoso.


—¿Y qué te hace pensar que la persona a la que estás buscando está en Sugar Falls?


—Ana Tompkins. Miente condenadamente mal. Me imaginé que estaba intentando ocultarme algo, y he venido para averiguar qué podría ser.


Pedro agarró a Mauro por la cazadora y lo empujó contra una de las paredes de la cabaña.


—¿Sabes, Mauro? No sé por qué, pero me parece poco probable que Paula tenga un amigo como tú, y no me hace ninguna gracia la idea de que nadie la ande buscando.


—Magnífico —musitó Mauro con voz ahogada—. Sencillamente magnífico. Me encantaría meterme en una pelea, pero ya han estado a punto de volarme los sesos en una ocasión a causa de esa mujer.


—¿Que te han disparado? ¿Quién? —preguntó Pedro sin soltarlo.


—Gaston Tierney.


Pedro se estremeció, conmovido por un terrible presentimiento. ¿Realmente sería capaz de disparar a un hombre el marido de Paula?


—Quizá tuviera una buena razón.


—Si eso es lo que crees, entonces no lo conoces. Ese hombre está loco.


Hubo algo en la firme mirada de Mauro que hizo que Pedro lo creyera. Lo soltó lentamente.


—¿Loco en qué sentido?


—Es un hombre terriblemente posesivo. Un obseso. Por supuesto, no hay mucha gente que lo sepa. Se esconde tras una fachada perfecta —se colocó la cazadora y Pedro advirtió entonces que asomaba un vendaje por su cuello.


—¿Quieres decir que Gastón Tierney podría hacerle algún daño a Paula?


Mauro lo miró con los ojos entrecerrados.


—No ha vuelto con él, ¿verdad?


Pedro apretó los dientes, intentando dominar la ansiedad que lo invadía.


—Sí.





EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 59

 


Paula se había ido. Se había ido de verdad.


En realidad, no lo había dudado en ningún momento, a pesar de la terca esperanza de encontrarla al volver a casa que se había empeñado en instalarse en su corazón durante toda la mañana. Había cerrado la consulta al mediodía porque necesitaba verla. Pero aquella esperanza murió cuando al volver a casa encontró a un lloriqueante Shih Tzu esperándolo y una nota en el frigorífico.


En ella, Paula reiteraba las gracias por todo lo que la había ayudado y le decía lo mucho que había disfrutado durante su estancia en aquella casa. Expresaba también su confianza en que cuidara de Tofu y le decía que no era capaz de llevarse al perro a un lugar al que Teo y Julian no podrían ir a verlo.


Prometía devolverle el dinero que le había prestado y le deseaba que fuera feliz.


Pedro se puso los vaqueros, ensilló a Vikingo y salió a montar. Pero no podía huir del dolor. Un dolor tan intenso, que se maravillaba de poder respirar, moverse o pensar.


De hecho, pensar era lo más doloroso. Porque cada uno de sus pensamientos estaba vinculado a Paula. Su olor, su tacto, los fantasmas del recuerdo lo envolvían.


Cabalgó sin descanso, urgiendo al caballo a adentrarse en los bosques. Cuando alcanzó una zona rocosa, desmontó del caballo, lo ató a un árbol y se dedicó a pasear por el filo de aquellos barrancos sin fondo.


El dolor se había convertido en una presión insoportable en su pecho. Jamás volvería a verla, no volvería a abrazarla. No reiría con ella, ni podría mirarla a los ojos.


Se acercó al borde del cañón y dejó escapar un grito. Un grito furioso, ensordecedor. El dolor, el enfado, la desesperanza encontraron eco en las montañas. Gritó de nuevo, una y otra vez, se dejó caer sobre una piedra y dio rienda suelta a su dolor.


Lo habría dado todo por recuperar su amor. Habría renunciado a todo lo que tenía en la vida si de esa forma pudiera hacerla feliz.


Estaba profundamente enamorado. Paula había llegado a convertirse en una adicción. Una droga potencialmente letal. La necesitaba de la misma forma en que un alcohólico necesita su bebida; como un fumador la nicotina. Tanto, comprendió, como sus padres necesitaban aquellas montañas.


Habría dado la vida por ese amor.


Tomó aire, obligándose a respirar con calma. Jamás se habría creído capaz de caer en la trampa del amor. Había vivido con infinita prudencia, utilizando la razón para tomar cualquiera de sus decisiones. Había sabido hacerse cargo de sí mismo desde que era un niño... para terminar cometiendo la locura de enamorarse de la mujer de otro hombre.


Jamás en su vida se había sentido tan solo como en ese momento.


Miró a su alrededor, comprendiendo que tenía que analizar más fríamente sus sentimientos. Y descubrió perplejo el lugar en el que se encontraba. No había estado allí desde hacía diecisiete años.


Aquel era un rincón al que acudía a menudo con su padre. Habían pasado mucho tiempo allí, admirando aquellos salvajes precipicios, hablando, pensando y tocando la guitarra.


Un dolor nuevo surgió en el corazón, un dolor antiguo y rabioso. No podía pensar en sus padres sin enfadarse. Le habían negado la libertad que decían adorar. Se habían burlado de su vocación, escogiendo las hierbas, los cánticos curativos... Se habían negado a ver la razón, a unirse al mundo.


Él, sin embargo, necesitaba el mundo. Y necesitaba también que sus padres tuvieran una buena opinión sobre él.


Mientras contemplaba la húmeda neblina que cubría el paisaje, comprendió asombrado algo en lo que hasta entonces no había reparado. Lo entendía de pronto con una lucidez pasmosa.


Sus padres se habían tenido el uno al otro. Habían hecho realidad sus sueños. Habían vivido como querían y habían muerto siendo coherentes con su vida. ¿Por qué hasta entonces no habría sido capaz de ver la nobleza que todo ello implicaba?


Pedro había pasado gran parte de su adolescencia intentando deshacer los lazos que lo unían a sus padres, distanciándose de su forma de vida.


Incluso cuando había regresado de Boston, había ignorado su artesanía y sus cintas, decidido a hacer desaparecer todos sus recuerdos.


Paula no lo había comprendido y había adornado su casa con la misma libertad con la que sus padres habían creado aquellos hermosos objetos. La impresión que aquello le había causado había sido tal que no había podido disimularla. Se había sentido como si estuviera retrocediendo en el tiempo, como si sus padres fueran a reunirse de un momento a otro con él.


Y el dolor de la pérdida lo había enfadado todavía más. Él creía que para entonces era un dolor olvidado, un dolor que formaba parte del pasado.


Pero había comprendido que no era cierto. Que sus padres eran parte de él. En otro momento, aquello lo habría mortificado. Pero jamás volvería a avergonzarse de ello. Había entendido al fin que lo que había considerado un defecto de sus padres era precisamente su fuerza.


Paula lo había visto antes que él.


Pero no podía pensar en Paula. Era mucho más fácil concentrarse en un viejo dolor, un dolor con el que había convivido durante mucho tiempo. Había aprendido a tratar con el enfado, la vergüenza y lo que había considerado la traición de sus padres. Podría vivir también con la tristeza de haberlos perdido y la vergüenza de haberlos abandonado hasta el fin de sus días.


Pero no podría soportar el dolor de la perdida de Paula. Él seguiría existiendo, sí, pero no para la vida. Su vida estaba tan vacía como aquellos barrancos de las Rocosas. Montañas que habían sido su prisión y su casa. Montañas que al mismo tiempo odiaba y adoraba.


Miró al fondo del cañón y visualizó el rostro de sus padres. Y creyó oír la música que ellos habían compuesto, creyendo en su magia.


Necesitaba la parte de su alma que alguna vez había dejado en aquellas montañas. Necesitaba hasta el último fragmento de su alma para soportar el resto de su vida.



miércoles, 30 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 58

 


Paula dejó la casa de Pedro poco antes del mediodía.


El dolor de abandonarlo era insoportable. Durante la mayor parte de las dos horas de viaje a Denver, se mantuvo en silencio, intentando dominar las lágrimas que amenazaban con desbordarla.


Había gastado hasta el último átomo de sus fuerzas en fingir las mentiras con las que se había despedido de él. Ella no amaba al hombre que era su marido. Jamás podría amar a nadie que no fuera él.


Pero al parecer, Pedro no la quería de la misma forma. «No me has hecho sufrir, Paula», le había dicho, «te echaré de menos, por supuesto, pero...». Para ella no había ningún «pero». Ella lo echaría de menos desde lo más profundo de su alma. Nada ni nadie podría llenar ese vacío.


¿Pero qué esperaba? Los hombres como Pedro no se llevaban a una desconocida a su casa con intención de mantenerla para siempre a su lado. Había hecho exactamente lo que Monica había insinuado: interpretar su amabilidad como algo más de lo que era. Pedro no había dicho en ningún momento que su relación fuera algo más que una aventura pasajera. Aquella misma mañana había reconocido que desde el primer momento era consciente de que se iría.


Paula se sentía como si le hubieran clavado una daga en el pecho.


—Paula, ¿estás segura de que estás lista para volver con tu marido? —le preguntó Ana, mirándola preocupada.


—Oh, claro que sí —contestó Paula, esforzándose por mostrar una convicción que estaba muy lejos de sentir—. Ya es hora de que ponga en orden mi vida —forzó una sonrisa—. Es un alivio saber quién soy y volver al lugar al que... pertenezco —desgraciadamente, el nudo que tenía en la garganta le impidió continuar.


Llegaron a Denver alrededor de las dos y media. Ninguna de ellas parecía tener prisa por despedirse. Pararon a comer y a tomar café y estuvieron comentando algunos de los recuerdos que había recuperado Paula.


Paula le habló de Gaston Tierney, y de las pocas cosas de él que recordaba. Pero no mencionó las lagunas que todavía quedaban en su memoria sobre su matrimonio, ni el miedo que inexplicablemente continuaba asaltándola cuando pensaba en su marido.


—No sabes cuánto me alegro de que por fin sepas quién eres y quién es tu marido —comentó Ana, estudiando su rostro—. Aunque tengo que admitir que esta mañana, cuando me has llamado diciéndome que estabas preparada para marcharte me ha sorprendido. La verdad, me ha parecido un poco precipitado. Cuando te vi con Pedro anoche... Vaya, habría jurado que vosotros... —se sonrojó y desvió la mirada.


El dolor volvió a crecer en el pecho de Paula.


—Tengo que hacer lo que considero correcto —susurró.


Ana asintió y cambió de tema. Y Paula se alegró. Aquél no era momento para hablar de Pedro.


Tenía que concentrarse en el presente y en el futuro. Y ambos estaban indefectiblemente unidos a un hombre al que apenas recordaba. Gaston Tierney.


Si lo había amado tanto como para casarse con él, ¿por qué iba a tener miedo de verlo otra vez?


—¿Estás segura de que no quieres que te lleve a casa?


—Gracias, pero no. Mi marido me espera en el aeropuerto —mintió—. Supongo que vuelve ahora de algún viaje de negocios.


—De acuerdo —miró el reloj con desgana—. Son ya las cuatro y media. Será mejor que nos vayamos.


A Paula se le hizo el camino terriblemente corto. Antes de que hubiera tenido tiempo de asimilarlo, estaban ya allí.


—Te voy a echar de menos, pequeña —se lamentó Ana, con sus enormes ojos azules nublados por las lágrimas—. Me llamarás, ¿verdad? No tenemos que perder el contacto.


—Claro que sí —la abrazó y, llorando y riendo, se despidieron.


Paula observó el coche de Ana mientras se alejaba. ¡Cuánto odiaba verla marcharse! Le habría gustado que la acompañara a casa de Gaston. Necesitaba urgentemente a alguien en quien apoyarse en medio de sus confusos pensamientos.


Pero lo último que deseaba era ponerla en peligro. Sabía que tenía que enfrentarse sola a su futuro.


Reunió el escaso valor que a esas alturas le quedaba, tomó su maleta y caminó decidida hasta un taxi.





EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 57

 


Un profundo zarpazo destrozó el corazón de Pedro. Fue un dolor tan intenso que le costó respirar. ¿Pero qué otra cosa esperaba? ¿Que dejara a su marido, a un hombre con el que nunca se había acostado, a un hombre que ni siquiera se había preocupado de denunciar su ausencia a las autoridades? Sí, eso era lo que pensaba.


—Hay cosas que no comprendo. Cuestiones que...


Pedro —lo silenció Paula con dureza—. Haz el favor de creer que tengo respuesta para todas esas preguntas. Respuestas que encuentro satisfactorias. Simplemente no creo que sea correcto... compartirlas contigo.


Pedro no podía sufrir más.


Junto al tumulto de emociones que reflejaban los ojos de Paula, Pedro creyó ver el arrepentimiento. Y habría jurado que también el amor. ¿Se estaría engañando a sí mismo?


—Jamás podré pagarte todo lo que has hecho por mí —le temblaban los labios—. Siempre te estaré agradecida.


—Agradecida.


—Pero necesito recomponer mi vida —susurró.


Su vida. Había encontrado su vida, y en ella no estaba incluido él. Pero no podía culparla por ello. Ella era la única que estaba actuando de forma honesta. Él, sin embargo, ni siquiera había querido contemplar la posibilidad de que estuviera casada.


—Quiero que mi matrimonio funcione —añadió.


Pedro sintió que se abría un oscuro abismo en lo que alguna vez había sido su corazón.


—De acuerdo —se oyó decir a sí mismo—. Pero, si necesitas algo, házmelo saber. Estaré en mi oficina.


Pedro —lo llamó Paula, cuando éste estaba ya en la puerta del cuarto de estar.


Pedro se detuvo y se volvió lentamente.


—Lo siento —una solitaria lágrima escapó de sus ojos—. No quería hacerte daño.


En aquel momento, Pedro estuvo tentado de besarla y decirle cuánto la amaba, de decirle que sin ella moriría. La quería como no había querido a nada y a nadie en toda su vida, y él estaba acostumbrado a conseguir todo lo que quería.


Pero Paula amaba a otro hombre. Quería que su matrimonio funcionara. Y él no podía impedírselo. Incluso en el caso de que, por algún extraño milagro, Paula se mostrara de acuerdo en quedarse a su lado, él no querría que sacrificara su matrimonio. La amaba demasiado para desear algo así.


—No me has hecho sufrir, Paula —le aseguró con dulzura—. Te echaré de menos, por supuesto, pero... —se le quebró la voz y se encogió ligeramente de hombros mientras intentaba recuperarla—. Ambos sabíamos que te irías cuando recuperaras la memoria. Ahora yo también tendré que ocuparme de recuperar mi vida.


Paula se mordió el labio con tanta fuerza que estuvo a punto de hacerse sangre.


Pedro apartó la mirada de su boca, una boca que pronto besaría otro hombre.


Tenía que marcharse de allí antes de explotar.





EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 56

 



Pedro colgó el teléfono en cuanto Paula entró en la cocina.


—¿Dónde diablos estabas? —el alivio eliminó la tensión de su rostro—. Dios mío, Paula, cuando he visto que te habías ido, no sabía qué pensar. Estaba a punto de llamar a la policía y salir a buscarte yo mismo.


—He salido a dar un paseo con Tofu —se detuvo a una prudente distancia de él y se apoyó en el mostrador de la cocina. Tenía que ser fuerte, se dijo a sí misma, tenía que ser convincente—. Me voy hoy, Pedro.


Pedro se quedó mirándola fijamente.


—Yo... Bueno, ya he hecho la maleta.


Pedro apretó los labios. Apoyado contra la puerta del frigorífico, se cruzó de brazos.


—Ya lo he visto.


—Le he pedido a Ana que me lleve a Denver. Con mi... —le tembló ligeramente la voz—. Mi marido.


—¿Ya te has acordado de dónde vivías?


—Sí.


—¿Y no temes volver?


—No. Estoy segura de que mis miedos eran infundados.


Pedro se obligó a permanecer donde estaba. En aquel momento, no podía tocarla. No podía abrazarla, como tantas a veces había hecho durante aquellos maravillosos días de convivencia.


—Me gustaría llevarte, Paula. Quiero asegurarme de que vas a estar a salvo.


—No. Mi marido... estará esperándome.


El dolor que se había instalado en su corazón desde la noche anterior creció hasta convertirse en una tensión casi insoportable.


—¿Lo has recordado claramente entonces? ¿Recuerdas cómo era vuestra relación?


—Sí —desvió la mirada. Su rostro estaba blanco como el papel—. Y no creo que fuera conveniente que me llevaras a casa. Todavía no estoy preparada para hablarle... de lo nuestro.


«De lo nuestro. Lo había hecho parecer una vulgar aventura. ¿Realmente sería ésa la consideración que le merecía el tiempo que habían pasado juntos?


Pero él había sido el primero. El primero y el único.


Incapaz de contenerse, se acercó a ella hasta poder tocarla. Hasta poder besarla. Y cuánto necesitaba hacerlo. Necesitaba recordarle el sentimiento, el poder de cada uno de los besos que habían compartido.


—¿Y lo amas?


—Sí.