jueves, 1 de octubre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 60

 


Pedro regresaba a casa alrededor de las tres de la tarde cuando descubrió una elegante Harley-Davidson aparcada frente a ella. Preguntándose con curiosidad quién podría conducir una moto de aquellas características en Sugar Falls, caminó a grandes zancadas hasta allí.


Un desconocido estaba llamando a su puerta. Iba vestido con vaqueros y cazadora de cuero y, por su aspecto, podría pertenecer a cualquier pandilla de moteros. Era algo más alto que él. Tenía el pelo rubio y una cicatriz justo debajo del ojo derecho que parecía bastante reciente.


¿Qué diablos querría? Quizá ayuda médica de algún tipo. Pedro se detuvo al final de la escalera del porche y le preguntó:—¿Es a mí a quien busca?


—¿Es usted el doctor Alfonso?


Pedro asintió mientras subía los escalones que los separaban.


—Me llamo Mauro —se presentó el desconocido, tendiéndole la mano—. Mauro Forrester.


Hasta el último músculo de Pedro se tensó mientras le estrechaba la mano. Mauro Forrester. El hombre al que Paula llamaba en medio de sus sueños.


El hombre sonrió y, a pesar de su siniestra cicatriz, Pedro se dijo que aquel hombre debía de tener mucho éxito con las mujeres.


—Busco a una amiga llamada Paula. En la ciudad me han dicho que aquí vive una chica con ese nombre. Me pregunto si es ella la persona que estoy buscando.


—Y sí así fuera, ¿qué es lo que quieres de ella? —preguntó Pedro.


—Tengo algunos asuntos privados de los que hablar con Paula.


—Supongo que has tenido muchos problemas para encontrarla, ¿verdad Mauro?


—Algunos.


—¿Y estás seguro de que sólo quieres hablar con ella?


En los ojos del desconocido apareció un brillo desafiante, pero aun así contestó:—No estoy seguro de que esto sea asunto tuyo. Pero sí, lo único que quiero es hablar con ella.


Pedro se acercó todavía más a él, dispuesto a arrancarle la cabeza al menor movimiento dudoso.


—¿Y qué te hace pensar que la persona a la que estás buscando está en Sugar Falls?


—Ana Tompkins. Miente condenadamente mal. Me imaginé que estaba intentando ocultarme algo, y he venido para averiguar qué podría ser.


Pedro agarró a Mauro por la cazadora y lo empujó contra una de las paredes de la cabaña.


—¿Sabes, Mauro? No sé por qué, pero me parece poco probable que Paula tenga un amigo como tú, y no me hace ninguna gracia la idea de que nadie la ande buscando.


—Magnífico —musitó Mauro con voz ahogada—. Sencillamente magnífico. Me encantaría meterme en una pelea, pero ya han estado a punto de volarme los sesos en una ocasión a causa de esa mujer.


—¿Que te han disparado? ¿Quién? —preguntó Pedro sin soltarlo.


—Gaston Tierney.


Pedro se estremeció, conmovido por un terrible presentimiento. ¿Realmente sería capaz de disparar a un hombre el marido de Paula?


—Quizá tuviera una buena razón.


—Si eso es lo que crees, entonces no lo conoces. Ese hombre está loco.


Hubo algo en la firme mirada de Mauro que hizo que Pedro lo creyera. Lo soltó lentamente.


—¿Loco en qué sentido?


—Es un hombre terriblemente posesivo. Un obseso. Por supuesto, no hay mucha gente que lo sepa. Se esconde tras una fachada perfecta —se colocó la cazadora y Pedro advirtió entonces que asomaba un vendaje por su cuello.


—¿Quieres decir que Gastón Tierney podría hacerle algún daño a Paula?


Mauro lo miró con los ojos entrecerrados.


—No ha vuelto con él, ¿verdad?


Pedro apretó los dientes, intentando dominar la ansiedad que lo invadía.


—Sí.





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