Paula se había ido. Se había ido de verdad.
En realidad, no lo había dudado en ningún momento, a pesar de la terca esperanza de encontrarla al volver a casa que se había empeñado en instalarse en su corazón durante toda la mañana. Había cerrado la consulta al mediodía porque necesitaba verla. Pero aquella esperanza murió cuando al volver a casa encontró a un lloriqueante Shih Tzu esperándolo y una nota en el frigorífico.
En ella, Paula reiteraba las gracias por todo lo que la había ayudado y le decía lo mucho que había disfrutado durante su estancia en aquella casa. Expresaba también su confianza en que cuidara de Tofu y le decía que no era capaz de llevarse al perro a un lugar al que Teo y Julian no podrían ir a verlo.
Prometía devolverle el dinero que le había prestado y le deseaba que fuera feliz.
Pedro se puso los vaqueros, ensilló a Vikingo y salió a montar. Pero no podía huir del dolor. Un dolor tan intenso, que se maravillaba de poder respirar, moverse o pensar.
De hecho, pensar era lo más doloroso. Porque cada uno de sus pensamientos estaba vinculado a Paula. Su olor, su tacto, los fantasmas del recuerdo lo envolvían.
Cabalgó sin descanso, urgiendo al caballo a adentrarse en los bosques. Cuando alcanzó una zona rocosa, desmontó del caballo, lo ató a un árbol y se dedicó a pasear por el filo de aquellos barrancos sin fondo.
El dolor se había convertido en una presión insoportable en su pecho. Jamás volvería a verla, no volvería a abrazarla. No reiría con ella, ni podría mirarla a los ojos.
Se acercó al borde del cañón y dejó escapar un grito. Un grito furioso, ensordecedor. El dolor, el enfado, la desesperanza encontraron eco en las montañas. Gritó de nuevo, una y otra vez, se dejó caer sobre una piedra y dio rienda suelta a su dolor.
Lo habría dado todo por recuperar su amor. Habría renunciado a todo lo que tenía en la vida si de esa forma pudiera hacerla feliz.
Estaba profundamente enamorado. Paula había llegado a convertirse en una adicción. Una droga potencialmente letal. La necesitaba de la misma forma en que un alcohólico necesita su bebida; como un fumador la nicotina. Tanto, comprendió, como sus padres necesitaban aquellas montañas.
Habría dado la vida por ese amor.
Tomó aire, obligándose a respirar con calma. Jamás se habría creído capaz de caer en la trampa del amor. Había vivido con infinita prudencia, utilizando la razón para tomar cualquiera de sus decisiones. Había sabido hacerse cargo de sí mismo desde que era un niño... para terminar cometiendo la locura de enamorarse de la mujer de otro hombre.
Jamás en su vida se había sentido tan solo como en ese momento.
Miró a su alrededor, comprendiendo que tenía que analizar más fríamente sus sentimientos. Y descubrió perplejo el lugar en el que se encontraba. No había estado allí desde hacía diecisiete años.
Aquel era un rincón al que acudía a menudo con su padre. Habían pasado mucho tiempo allí, admirando aquellos salvajes precipicios, hablando, pensando y tocando la guitarra.
Un dolor nuevo surgió en el corazón, un dolor antiguo y rabioso. No podía pensar en sus padres sin enfadarse. Le habían negado la libertad que decían adorar. Se habían burlado de su vocación, escogiendo las hierbas, los cánticos curativos... Se habían negado a ver la razón, a unirse al mundo.
Él, sin embargo, necesitaba el mundo. Y necesitaba también que sus padres tuvieran una buena opinión sobre él.
Mientras contemplaba la húmeda neblina que cubría el paisaje, comprendió asombrado algo en lo que hasta entonces no había reparado. Lo entendía de pronto con una lucidez pasmosa.
Sus padres se habían tenido el uno al otro. Habían hecho realidad sus sueños. Habían vivido como querían y habían muerto siendo coherentes con su vida. ¿Por qué hasta entonces no habría sido capaz de ver la nobleza que todo ello implicaba?
Pedro había pasado gran parte de su adolescencia intentando deshacer los lazos que lo unían a sus padres, distanciándose de su forma de vida.
Incluso cuando había regresado de Boston, había ignorado su artesanía y sus cintas, decidido a hacer desaparecer todos sus recuerdos.
Paula no lo había comprendido y había adornado su casa con la misma libertad con la que sus padres habían creado aquellos hermosos objetos. La impresión que aquello le había causado había sido tal que no había podido disimularla. Se había sentido como si estuviera retrocediendo en el tiempo, como si sus padres fueran a reunirse de un momento a otro con él.
Y el dolor de la pérdida lo había enfadado todavía más. Él creía que para entonces era un dolor olvidado, un dolor que formaba parte del pasado.
Pero había comprendido que no era cierto. Que sus padres eran parte de él. En otro momento, aquello lo habría mortificado. Pero jamás volvería a avergonzarse de ello. Había entendido al fin que lo que había considerado un defecto de sus padres era precisamente su fuerza.
Paula lo había visto antes que él.
Pero no podía pensar en Paula. Era mucho más fácil concentrarse en un viejo dolor, un dolor con el que había convivido durante mucho tiempo. Había aprendido a tratar con el enfado, la vergüenza y lo que había considerado la traición de sus padres. Podría vivir también con la tristeza de haberlos perdido y la vergüenza de haberlos abandonado hasta el fin de sus días.
Pero no podría soportar el dolor de la perdida de Paula. Él seguiría existiendo, sí, pero no para la vida. Su vida estaba tan vacía como aquellos barrancos de las Rocosas. Montañas que habían sido su prisión y su casa. Montañas que al mismo tiempo odiaba y adoraba.
Miró al fondo del cañón y visualizó el rostro de sus padres. Y creyó oír la música que ellos habían compuesto, creyendo en su magia.
Necesitaba la parte de su alma que alguna vez había dejado en aquellas montañas. Necesitaba hasta el último fragmento de su alma para soportar el resto de su vida.