Paula se quedó sin aliento al sentirlo deslizar la punta de la lengua por la palma de su mano. Pedro cerró los ojos y fue deslizando sus labios por cada uno de sus dedos, saboreándolos al mismo tiempo con la lengua, provocándole a Paula sensaciones intensamente placenteras. Cuando Pedro llegó al dedo meñique, lo deslizó completo al interior de su boca. El calor que bañaba el cuerpo de Paula se intensificó en el interior de su vientre. Pedro alzó el rostro hacia ella. Su mirada vibraba con un deseo apenas contenido.
—Estoy un poco confundido sobre lo que podría ocurrir a continuación —susurró con voz ronca—, pero yo diría que me convendría comenzar a atacar tu brazo.
Paula lo observó en silencio. El corazón parecía estar a punto de salírsele del pecho mientras Pedro trazaba un camino de besos desde su muñeca hasta las zonas más sensibles del brazo, que mordisqueaba y lamía con deleite.
Paula contuvo la respiración, cerró los ojos y dejó que de su garganta escapara un complacido ronroneo. Si alguna vez a lo largo de su vida hubiera sentido algo tan placentero, estaba segura de que no habría podido olvidarlo. Entregada a aquellas novedosas sensaciones, se dejó caer contra la almohada, mientras Pedro acercaba los labios a su hombro y la sorprendía lamiendo los rincones que lo aproximaban a su seno.
Paula gimió, extasiada por aquellas eróticas cosquillas mientras Pedro le acariciaba el cuello con la barbilla, desencadenando una cascada de suaves risas.
—Dilo otra vez —susurró Pedro contra su oído.
—¿Qué...?
Pedro miró deseoso su boca.
—Di «aahh»».
Y cuando Paula repitió aquel sensual suspiro, Pedro deslizó la lengua al interior de su boca, moviendo lentamente la cabeza. Con cada uno de sus gestos parecía crecer la sensibilidad de la piel de Paula que, entregada ya por completo al deseo, enmarcó su rostro con las manos para invitarlo a profundizar su beso.
Sus lenguas se enredaron en un beso de fuego. Las manos de Pedro se apropiaban de cada una de las curvas del cuerpo de Paula, hambriento y ansioso por sentir hasta el último centímetro de su piel.
Tras saborear aquella piel de seda, deslizó lentamente los tirantes del camisón para deleitarse con la vista de los senos desnudos de Paula. Llenó sus manos de aquella cremosa suavidad, acariciando los pezones con los pulgares hasta hacerlos erguirse orgullosos contra sus dedos.
Paula gimió contra su boca, arqueando al mismo tiempo su cuerpo.
Pedro interrumpió enfebrecido su beso y se inclinó sobre sus senos para apoderarse con la boca de los montículos rosados que los encumbraban.
Paula se deshacía en susurros y gemidos, aferrada con fuerza a la espalda de Pedro. Desgarrado por la pasión, Pedro le quitó el camisón por completo para consumir con la mirada la belleza que él mismo había revelado.
Dejó que sus manos vagaran libremente por aquel cuerpo desnudo, desnudo y perfecto, sintiendo cómo se avivaba la hoguera que lo abrasaba cuando Paula se arqueó nuevamente contra él, buscando sus caricias. Pedro siguió con la boca el camino abierto por sus manos hasta encontrar el dulce montículo de su vientre.
Paula había cerrado los ojos, advirtió. Y tenía los labios entreabiertos. Sus senos se elevaban y descendían al agitado ritmo de su respiración. Pedro no había visto nada más excitante en toda su vida. O por lo menos nada que lo hubiera afectado más.
Con manos temblorosas, se deshizo de las bragas de encaje y se abrió camino a través de los rizos que cubrían el vientre de Paula.
La respiración de Paula era ya un descontrolado jadeo. Enardecido por su respuesta, Pedro capturó aquellas caderas que lo estaban volviendo loco con sus movimientos y se colocó sobre Paula, dispuesto a hundirse en su interior.