jueves, 24 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 36

 


Paula se quedó sin aliento al sentirlo deslizar la punta de la lengua por la palma de su mano. Pedro cerró los ojos y fue deslizando sus labios por cada uno de sus dedos, saboreándolos al mismo tiempo con la lengua, provocándole a Paula sensaciones intensamente placenteras. Cuando Pedro llegó al dedo meñique, lo deslizó completo al interior de su boca. El calor que bañaba el cuerpo de Paula se intensificó en el interior de su vientre. Pedro alzó el rostro hacia ella. Su mirada vibraba con un deseo apenas contenido.


—Estoy un poco confundido sobre lo que podría ocurrir a continuación —susurró con voz ronca—, pero yo diría que me convendría comenzar a atacar tu brazo.


Paula lo observó en silencio. El corazón parecía estar a punto de salírsele del pecho mientras Pedro trazaba un camino de besos desde su muñeca hasta las zonas más sensibles del brazo, que mordisqueaba y lamía con deleite.


Paula contuvo la respiración, cerró los ojos y dejó que de su garganta escapara un complacido ronroneo. Si alguna vez a lo largo de su vida hubiera sentido algo tan placentero, estaba segura de que no habría podido olvidarlo. Entregada a aquellas novedosas sensaciones, se dejó caer contra la almohada, mientras Pedro acercaba los labios a su hombro y la sorprendía lamiendo los rincones que lo aproximaban a su seno.


Paula gimió, extasiada por aquellas eróticas cosquillas mientras Pedro le acariciaba el cuello con la barbilla, desencadenando una cascada de suaves risas.


—Dilo otra vez —susurró Pedro contra su oído.


—¿Qué...?


Pedro miró deseoso su boca.


—Di «aahh»».


Y cuando Paula repitió aquel sensual suspiro, Pedro deslizó la lengua al interior de su boca, moviendo lentamente la cabeza. Con cada uno de sus gestos parecía crecer la sensibilidad de la piel de Paula que, entregada ya por completo al deseo, enmarcó su rostro con las manos para invitarlo a profundizar su beso.


Sus lenguas se enredaron en un beso de fuego. Las manos de Pedro se apropiaban de cada una de las curvas del cuerpo de Paula, hambriento y ansioso por sentir hasta el último centímetro de su piel.


Tras saborear aquella piel de seda, deslizó lentamente los tirantes del camisón para deleitarse con la vista de los senos desnudos de Paula. Llenó sus manos de aquella cremosa suavidad, acariciando los pezones con los pulgares hasta hacerlos erguirse orgullosos contra sus dedos.


Paula gimió contra su boca, arqueando al mismo tiempo su cuerpo.


Pedro interrumpió enfebrecido su beso y se inclinó sobre sus senos para apoderarse con la boca de los montículos rosados que los encumbraban.


Paula se deshacía en susurros y gemidos, aferrada con fuerza a la espalda de Pedro. Desgarrado por la pasión, Pedro le quitó el camisón por completo para consumir con la mirada la belleza que él mismo había revelado.


Dejó que sus manos vagaran libremente por aquel cuerpo desnudo, desnudo y perfecto, sintiendo cómo se avivaba la hoguera que lo abrasaba cuando Paula se arqueó nuevamente contra él, buscando sus caricias. Pedro siguió con la boca el camino abierto por sus manos hasta encontrar el dulce montículo de su vientre.


Paula había cerrado los ojos, advirtió. Y tenía los labios entreabiertos. Sus senos se elevaban y descendían al agitado ritmo de su respiración. Pedro no había visto nada más excitante en toda su vida. O por lo menos nada que lo hubiera afectado más.


Con manos temblorosas, se deshizo de las bragas de encaje y se abrió camino a través de los rizos que cubrían el vientre de Paula.


La respiración de Paula era ya un descontrolado jadeo. Enardecido por su respuesta, Pedro capturó aquellas caderas que lo estaban volviendo loco con sus movimientos y se colocó sobre Paula, dispuesto a hundirse en su interior.



miércoles, 23 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 35

 


Pedro le tomó la mano y la ayudó a levantarse. El silencio que poblaba la casa parecía zumbar en los oídos de la joven mientras Pedro la conducía a su dormitorio. Una vez allí, Pedro se detuvo al lado de su enorme cama y se volvió hacia Paula.


—No necesitas esto —susurró. Y Paula no le contradijo mientras le desataba el cinturón de la bata y la deslizaba sobre sus hombros—. Y yo tampoco necesito la camisa —se la quitó rápidamente y la dejó caer al lado de la bata—. Y tampoco los vaqueros —empezó a desabrochárselos, pero de pronto se detuvo para mirarla a los ojos—. ¿O sí?


—Yo... supongo que no.


Se los quitó rápidamente y se colocó frente a ella, llevando encima únicamente unos minúsculos calzoncillos que a duras penas ocultaban su erección.


—¿Estás seguro de que esto no será injusto para ti? —consiguió susurrar Paula—. Quiero decir... bueno, cuando nos detengamos.


Pedro se acercó todavía más a ella.


—Si te refieres a mí... reacción, se ha convertido en un problema crónico desde que te conocí. No pienses mucho en ello.


Paula se sentó al borde de la cama, con las rodillas temblorosas y el corazón latiéndole de forma errática. Apenas era capaz de pensar en «ello»». De hecho, se descubría a sí misma deseando tocarlo, deseando acariciarlo...


—Estás asustada —susurró Pedro.


—No. Sólo un poco nerviosa, quizá.


Pedro se sentó a su lado en la cama.


—¿Nerviosa por lo que podamos averiguar? —quiso saber—. ¿O por lo que vamos a hacer?


—Por las dos cosas —sintió que sus pezones se oscurecían bajo la seda del camisón, reaccionando al ardor de la mirada de Pedro.


—No tienes por qué ponerte nerviosa, Paula —oírlo pronunciar su nombre la conmovió como la más íntima de las caricias—. Lo único que quiero es que nos sintamos cómodos el uno con el otro.


Cómodos. No era esa la mejor palabra para definir su estado de ánimo, se dijo Paula, y por lo que ella podía advertir, tampoco el de Pedro.


—Si queremos seguir la progresión natural que suele darse entre un hombre y una mujer cuando se gustan —continuó diciendo con voz ronca—, lo primero que tenemos que hacer es mirarnos a los ojos. Le hizo volver el rostro hacia ella y se quedaron mirándose fijamente, en un profundo silencio—. Es algo muy agradable, ¿no crees?


—Sí, si lo creo —contestó Paula con una sonrisa.


—Y ahora podríamos hablar, como hemos hecho bastante a menudo.


—Sí, podríamos hablar.


—Y después nos tocaríamos —le informó suavemente—, de una forma muy natural. Como... ésta... —le tomó la mano y entrelazó los dedos entre los suyos—. O ésta... —deslizó el brazo por sus hombros y la acurrucó contra él—. Esto no te molesta, ¿verdad?


Paula negó con la cabeza, completamente embriagada ya por su fuerza, su aroma y su devastadora proximidad.


—Después, cuando nos sintiéramos un poco más aventureros, te besaría la mano si me lo permitieras. ¿Crees que me lo permitirías?


Claro que sí, le permitiría prácticamente cualquier cosa.


Pedro se llevó la mano de Paula a los labios y la besó con extrema delicadeza.


—Tienes una piel tan suave —rozó sus nudillos con los labios, desencadenando una agradable sensación que se extendió por todo su brazo—. Estaba deseando sentir tu sabor, Paula.





EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 34

 



Pedro deslizó las manos por sus muslos, las posó en sus caderas y le hizo inclinarse hacia adelante, de manera que sus rodillas quedaran atrapadas entre las suyas.


—Estoy diciendo —susurró al lado de su boca—, que deberíamos hacer algo mucho más personal. Ven a la cama conmigo, Paula. Déjame abrazarte, acariciarte. Y, en algún momento, si las cosas siguen su progresión natural, ya no tendrás ningún reparo en nada de lo que podamos hacer, ni en que mire determinadas zonas de tu cuerpo.


Paula deseaba terriblemente lo que Pedro le estaba sugiriendo, Pero no le había resultado nada fácil detenerlo la vez anterior, cuando se estaban besando, y no quería tener que hacerlo otra vez.


—¿La natural progresión de las cosas no nos llevaría a hacer el amor?


—No tiene por qué.


—Hasta que no me entere de si estoy casada o no, no puedo hacerlo.


Paula sintió que Pedro tensaba los músculos de las piernas, pero ni en su mirada ni en su voz se advertía ningún cambio.


—¿Qué te hace pensar que estás casada? No hay nada que lo indique.


—No hay nada que indique absolutamente nada sobre mi pasado.


—¿Pero tienes la sensación de estar casada?


—No. Hasta me resulta extraño pensar en el matrimonio. O en hacer el amor. Lo que estábamos haciendo antes en la alfombra... el modo en el que me estabas besando y tocando, y lo que me hacías sentir... —se interrumpió, intentando encontrar las palabras adecuadas—. No creo que jamás haya sentido nada parecido.


El pecho de Pedro se expandió bajo la camisa, como si hubiera estado conteniendo la respiración y hubiera respirado aliviado al oír aquella respuesta.


—¿De qué tienes miedo, Paula? —le preguntó.


—Tengo miedo de enamorarme de ti.


Un velo misterioso oscureció la mirada de Pedro.


—Yo estoy corriendo el mismo riesgo que tú —confesó—. Y si crees que podemos salvarnos al no hacer el amor —susurró—, entonces también yo estoy de acuerdo en que no lo hagamos.


Los músculos de la garganta de Paula se contrajeron mientras se obligaba a asentir.


—En ese caso, me limitaré a hacer una exploración —le explicó Pedro.


—¿Exploración?


—Nos tomaremos el tiempo que haga falta, para que los dos nos sintamos cómodos. Y durante el proceso, averiguaremos todo lo que podamos sobre ti.


Paula sintió que se duplicaba el ritmo de los latidos de su corazón.



EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 33

 


Paula pasó una hora entera duchándose, enjabonándose y secándose el pelo sin ninguna prisa. Cuando terminó, todavía no había decidido lo que quería que le deparara la noche.


Pedro se había ofrecido a hacerle un rápido examen para decirle si había o no dado a luz alguna vez. De modo que pronto podría saber si era madre, si había algún niño lamentando su ausencia en algún lugar. Aquella posibilidad le destrozaba el corazón.


Si el resultado fuera afirmativo, iría inmediatamente a las autoridades a informar de su amnesia. No podía abandonar a su hijo por culpa de sus temores.


Le había dicho a Pedro que se lo pensaría. Pero una hora después de no haber estado pensando en otra cosa, todavía vacilaba. Deseaba desesperadamente la información que aquel examen podía proporcionarle, pero le costaba aceptar que Pedro le hiciera aquel tipo de examen.


Se puso la bata, una bonita bata de seda que Ana le había regalado cuando estaba en el hospital y se dirigió al cuarto de estar con el corazón en la garganta.


Pedro estaba sentado en un sillón de cuero con los viejos vaqueros que se había puesto anteriormente y una camisa blanca sin abrochar. Su rostro parecía esculpido en bronce a la luz de la chimenea. Tenía un aspecto fuerte, atractivo e intensamente viril, con el codo apoyado en el brazo del sillón y la cabeza descansando sobre el puño.


Definitivamente, no había nada en él que hiciera recordar su condición de médico.


Las llamas siseaban mientras proyectaban sus sombras danzantes en las paredes. El olor de la madera de roble se mezclaba con el del vino que habían dejado sobre la repisa de la chimenea. El manto de la noche se extendía por el exterior de la casa, arropándolos en aquel íntimo refugio.


Pedro alzó la cabeza hacia ella antes de que la joven hubiera dicho una sola palabra y dejó vagar sus ojos por su rostro, su pelo y la bata. Hizo volver su mirada hasta sus ojos y señaló con un gesto un sillón que estaba al lado del suyo y que había aparecido milagrosamente mientras Paula estaba en la ducha.


Mientras se sentaba, la joven no pudo menos que fijarse en lo cerca que estaba aquel sillón del de Pedro... Cerca y situado de tal forma que lo menos que presagiaba era una conversación confidencial.


—¿Y bien? —preguntó Pedro.


Paula sabía lo que le estaba preguntando, pero todavía no había tomado una decisión. Y con la sensualidad que proyectaba Pedro, le resultaba muy difícil pensar en ningún tipo de análisis clínico.


—Me encantaría saber cuanto antes toda la información que estés en condiciones de darme —comenzó a decir nerviosa—, pero no creo que pueda aceptar... tu amable oferta.


—¿Por qué no? —preguntó Pedro sin disimular su desconcierto.


Un delicado rubor tiñó las mejillas de Paula. Estando tan cerca de Pedro le resultaba mucho más difícil expresar su reticencia con palabras.


—Sería demasiado embarazoso —musitó—. Sé que eres médico, y estoy segura de que muy bueno —balbuceó, mirando a todas partes, menos a él—. Y probablemente has examinado a millones de mujeres...


—Tanto como millones...


—Las que sean. Pero siento que nuestra relación es demasiado personal. Y un examen médico sería... demasiado profesional.


—Un examen de ese tipo no implica nada más que una mirada, Paula.


—¿Una mirada? —tragó saliva y se arriesgó a mirarlo de reojo—. ¿Una mirada a qué?


—A diferentes partes del cuerpo. En primer lugar buscaremos las señales más obvias, como una posible cicatriz de una cesárea.


—No tengo nada de eso, ya lo he mirado.


—Después examinaría el perineo.


Paula no estaba segura de lo que quería decir exactamente, pero, por supuesto, tenía una vaga idea de la zona por la que se encontraba.


—El lugar por el que los bebés vienen al mundo —le explicó Pedro delicadamente.


La vergüenza de Paula iba en aumento, pero aun así preguntó en un susurro:—¿Y sabrías así si he tenido alguno?


—De forma prácticamente infalible. 


Paula lo miró angustiada.


—No. No puedo. Sé que no lo comprenderás, pero...


—Claro que lo comprendo. Te sientes incómoda porque estaríamos pasando por encima de la progresión natural entre un hombre y una mujer. Porque eso es lo que somos, un hombre y una mujer, no un médico y una paciente. ¿Y sabes una cosa? —se inclinó hacia ella, como si fuera a decirle un secreto—. Así es como quiero que sea.


La intensidad de su mirada la hechizaba de tal manera que no fue capaz de responder.


—Cuando te miro —continuó diciendo Pedro—, no soy capaz de ver un ejemplar de la especie humana. Te veo a ti, a la mujer que deseo. No hay nada profesional en ello. Es algo totalmente personal. Muy, muy personal —susurró contra su boca—. Cuando te miro, Paula, o te toco, me excito. Y no fingiré que es de otra manera.


Paula dejó caer los párpados ante la ola de sensualidad que la empapaba. Le resultaba imposible pensar en medio de aquella urdimbre de susurros y caricias.


—¿Entonces estás de acuerdo conmigo en que no deberíamos hacer el examen?




martes, 22 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 32

 


Paula separó su boca de la suya y gimió su nombre, mientras sus pezones se erguían en sus manos. Pedro le besó la barbilla y deslizó la lengua por su cuello.


Pedro —susurró entonces Paula—. Espera...


Pedro se detuvo con el corazón palpitante. Sí, necesitaban un preservativo. Probablemente eso era lo que Paula quería decirle. En alguna parte podría...


—No podemos hacer esto —musitó Paula.


Pedro alzó la cabeza para buscar sus ojos, para asegurarle que podían hacerlo. Pero la expresión de Paula lo dejó sin habla. Habría jurado que estaba arrepentida de lo ocurrido. Arrepentida.


—Podría estar casada.


Un dolor insoportable buscó cobijo en el pecho de Pedro.


—Pero no lo estás.


—No lo sabemos.


—Entonces no lo estás.


Pestañeando para apartar las lágrimas de sus ojos, Paula se estrechó contra él y le dio un beso en la mejilla.


—Tengo que averiguarlo —musitó.


Pedro cerró los ojos y apoyó su frente en la de Paula. No podía, no quería dejarla marchar. Paula posó las manos en las de Pedro, que todavía descansaban en sus senos.


—Lo siento. Sé que no debería haberte devuelto el beso.


Pedro respiró hondo, aspirando todo el oxígeno que necesitaba, y la soltó. Se levantó lentamente, temblando como si acabara de meter los dedos en un enchufe, se pasó la mano por el pelo y se acercó a la ventana, frente a la que permaneció con la mirada perdida en la oscuridad del exterior.


Poco a poco, iba recuperando la razón, y de la forma más dolorosa. Por mucho que odiara enfrentarse a ello, Paula había hecho bien al detenerlo. Era posible que estuviera casada. Que estuviera casada con otro hombre del que podía estar enamorada, aunque no fuera capaz de recordarlo. Incluso era posible que tuviera hijos, una familia.


Su situación se complicaba cada vez más. Pedro deseaba romper algo, darle un puñetazo a la pared, gritar, vociferar.


Y, sobre todo, hacer el amor con ella.


¿Qué diablos le estaba ocurriendo? Tenía ante él la vida que siempre había deseado. Estaba satisfecho de su éxito profesional y le agradaba vivir en Sugar Falls. No necesitaba para nada a Paula Flowers, si es que era aquél su verdadero nombre. No tenía ninguna necesidad de ella.


Pero el caso era que la sentía.


Se volvió hacia ella y descubrió que se había levantado y estaba cerca de la puerta. A Pedro le dio un vuelco el corazón. Se estaba preparando para marcharse.


—Si ahora prefieres llevarme a un hotel, lo comprenderé.


—Si crees que voy a permitir que te vayas a algún lugar que no sea la habitación de al lado —contestó con voz ronca—, es que no has comprendido nada en absoluto —se acercó hacia ella, deseando estrecharla entre sus brazos—. ¿Cuánto tiempo crees que te durará el dinero si te vas a un hotel?


—No mucho —admitió—. ¿Podrías considerar la posibilidad de darme un préstamo? Te lo devolveré con intereses. Es posible que me lleve algún tiempo, pero...


—Te daré todo el dinero que necesites —le prometió, anulando la escasa distancia que los separaba—, pero no quiero que te quedes en un hotel —apoyó el brazo contra la pared, muy cerca de donde ella estaba—. Quédate aquí, Paula. Puedes quedarte en la habitación que tengo para los invitados.


—No puedo quedarme en Sugar Falls si no tengo trabajo, y en cuanto se empiece a extender el rumor de que Laura me ha echado, dudo que nadie quiera contratarme. Hoy nos ha visto juntos mucha gente, y no tengo referencias de otros trabajos para demostrar que se puede confiar en mí. Ni siquiera tengo cartilla de la seguridad social.


Pedro comprendió entonces por qué le daba tanto valor al trabajo que tenía en casa de Laura. Y se dio cuenta de lo difícil que sería para ella encontrar trabajo en Sugar Falls. Al día siguiente, la gente que podría haberse permitido el lujo de contratarla le cerraría todas las puertas. Como le había ocurrido a él cuando era un adolescente...


—Conozco a alguien que podría necesitar ayuda en casa.


—¿Quién es?


—Yo.


—No, tú no necesitas a nadie.


—Mira a tu alrededor. Tengo cajas y muebles empaquetados por todas las habitaciones. Hace tres meses que me he mudado y todavía no he tenido tiempo de sacar todas mis cosas. Tengo un horario muy apretado —pero la verdad era que no había sentido la necesidad de sacar nada más de lo que iba a utilizar—. No cocino mucho, me alimento a base de embutido y comidas rápidas. Eso es suficiente para matar a alguien. Me salvarías la vida si aceptaras trabajar para mí.


—¿De verdad quieres que me quede a trabajar aquí? —preguntó Paula esperanzada.


—Sí —en realidad esperaba de ella mucho más que eso.


Cuando sus miradas se encontraron, Paula preguntó de nuevo en un susurro:—¿Crees que será una decisión inteligente?


—No.


Paula se sonrojó y desvió la mirada. Pedro casi podía leer sus pensamientos mientras ella daba vueltas a las alternativas que le quedaban y decidió interrumpir el proceso haciéndola volverse hacia él.


—Jamás te presionaré a hacer nada que no quieras —le juró—. No puedo decir que no te deseo, ni que no voy a pensar en besarte cada vez que estés cerca de mí...


—Y yo no puedo asegurarte que vaya a encontrar siempre la fuerza de voluntad suficiente para detenerte.


Pedro tomó aire, batallando contra la necesidad de volver a besarla. Tenía que mantener la cabeza fría. No podía aprovecharse de su vulnerabilidad.


—Tendremos que averiguar quién eres. No podemos limitarnos simplemente a esperar que algún día recuperes la memoria.


—Tengo un plan que podría ayudarme a recuperar algunos recuerdos.


—¿Qué plan?


—He pensado volver a Denver, al escenario del accidente, y dar un paseo por allí. Quizá acuda a mi mente algún recuerdo.


—Te llevaré allí cuando decidas que estás preparada. Y si no consigues recordar nada importante, alquilaré un detective privado. Siempre y cuando tú lo apruebes, claro está.


—¿Un detective privado? Eso tiene que costar una fortuna.


—Yo lo pagaré.


—Oh, Pedro —enmarcó su rostro con las manos—. Ya has hecho demasiado por mí. Me siento culpable por todo lo que te estoy haciendo. Primero te beso y luego te obligo a apartarte... Aceptaré el trabajo que me ofreces, pero...


—¿Estás aceptando?


—Supongo que sí.


Pedro sonrió. Y ella le devolvió la sonrisa.


Y aunque sabía que no debería hacerlo, Pedro recibió la noticia con un enorme abrazo. Y a ella no pareció importarle en absoluto.


—Voy a sacar tu maletín del coche —dijo Pedro entusiasmado—. Puedes quedarte en la habitación de invitados. Aunque no hay nada más que una cama y varias cajas cerradas.


—Será perfecto. Gracias, Pedro, por todo lo que estás haciendo por mí.


—Y, como médico, puedo hacer algo más.


Paula lo miró con expresión interrogante.


—Le preguntaste a mi enfermera si podría decirte si alguna vez habías sido madre —le apartó un mechón de pelo de la cara—. Podría hacerlo, Paula. Podría hacerlo y decírtelo esta misma noche.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 31

 


El fuego crepitaba en la chimenea mientras ambos descansaban sobre los cojines que Pedro tenía esparcidos por la alfombra. Acababan de terminar los sándwiches que Pedro había preparado, con un estupendo pan casero y estaban disfrutando de sendas copas de vino.


Paula le había contado todo lo que recordaba, incluida su certeza de que alguien la perseguía antes del accidente.


—Así que mentiste a los médicos del hospital —resumió Pedro—. Les dijiste que habías recuperado la memoria porque tenías miedo de que te retuvieran allí y dieran a conocer la noticia sobre tu amnesia.


—Exacto. Temía que la persona que estaba persiguiéndome pudiera encontrarme y... —un relámpago de miedo oscureció su mirada—. Tenía una sensación muy fuerte de estar en peligro. Quería alejarme de allí sin dejar pistas.


—Y por eso no querías que ni yo ni nadie nos enteráramos de lo de tu amnesia. Temías que la noticia llegara a oídos de alguien que pudiera hacerte daño.


—Ésa era una de las razones, y la otra que la gente no confía en una desconocida que dice tener amnesia. Le oí decir al marido de Ana que no me creía. No podía arriesgarme a que todo el mundo sospechara de mí, de esa forma no habría podido encontrar trabajo.


Pedro la miró con atención durante un largo rato.


—Sueñas con ello, ¿verdad? —le preguntó suavemente—. Sueñas que alguien te persigue, quiero decir.


Paula lo miró sorprendida.


—Sí, ¿cómo lo sabes?


Pedro se encogió de hombros.


—Me lo he imaginado. Esta tarde has tenido una pesadilla.


—¿De verdad? —apenas podía creerlo—. Normalmente me despierto cuando tengo una pesadilla.


—Y probablemente también te habría ocurrido esta vez —repuso Pedro—, si no te hubiera abrazado —su voz estaba teñida de la misma sensualidad que suavizaba su mirada—. Tu miedo puede ser una reacción al accidente, Paula, pero si realmente hay algún motivo para que lo sientas, te prometo que no dejaré que nadie te haga daño.


Aquella disposición la conmovió profundamente, pero al mismo tiempo, le produjo ansiedad. Ya había conseguido convencerlo de que no llamara a las autoridades para informar de su amnesia. Tendría que recordarle nuevamente su promesa de no intervenir.


Le preocupaba no sólo por sí misma, sino también por él. Temía que pudieran hacerle daño. Cualquier hombre que pretendiera ayudarla podía salir herido. Lo sabía con una certeza que la asustaba.


—Probablemente el miedo sea infundado —le aseguró con toda la convicción de la que fue capaz—, pero preferiría esperar a recuperar algunos recuerdos, antes de dar a conocer mi amnesia — fijó la mirada en la copa de vino—. No estoy preparada para que aparezca de pronto un desconocido... y me reclame.


—Te reclame... —repitió Pedro. Sus miradas volvieron a encontrarse—. Dios mío, podrías estar casada.


Paula asintió lentamente.


—Pero no llevabas alianza de matrimonio —añadió Pedro.


—No, no llevaba alianza.


—Y has dicho que Ana intentó enterarse de si había alguna denuncia sobre tu desaparición y no descubrió nada.


—Así es.


—Si estuvieras casada —razonó en voz alta—, tu marido habría informado de tu desaparición. Y se supone que tú llevarías una alianza... —tensó la mandíbula—. No creo que estés casada.


—Probablemente no.


Probablemente no. Pedro se sentó, la miró atentamente y soltó una maldición. Dejó su copa de vino a un lado y se volvió hacia el fuego.


—¿Estás segura de que no recuerdas nada, Paula?


—Nada en absoluto.


Pedro la miró entonces de reojo, con una repentina desconfianza.


—¿Ni siquiera a Mauro?


—¿Mauro?


—Dijiste ese nombre en sueños.


—¿De verdad? ¿Dije Mauro? —dejó la copa de vino en la repisa de la chimenea, mientras intentaba controlar su pulso acelerado. ¡Por fin tenía una pista! Una pista que podía abrir la puerta a nuevos recuerdos—. Mauro —repitió, buscando en su mente algún resquicio de reconocimiento.


Pero no lo encontró.


—¿Y cómo lo dije? —preguntó, frustrada por su incapacidad para recordar—. ¿Parecía asustada, aliviada o...?


—Simplemente lo dijiste —la miró sombrío—. Has gemido, has sollozado un poco y después has susurrado ese nombre.


Paula volvió a intentar ponerle un rostro a aquel nombre.


—No lo recuerdo —volvió a decir desilusionada—. Pero si he soñado con él, ¿por qué no puedo recordarlo?


Pedro soltó un bufido que podría haber pasado por una risa.


—Aquí estás, intentando poner en funcionamiento tu cerebro mientras yo casi deseo que no lo hagas. Sé que es una locura, y muy egoísta por mi parte, pero quien quiera que sea ese Mauro, no me apetece verlo ni en pintura. Te deseo, Paula —añadió en un ronco susurro—. Maldita sea, te deseo.


Y ella también lo deseaba.


Pedro lo leyó en sus ojos y, antes de que la razón pudiera detenerlo, la besó. Paula abrió sus labios para él, unos labios dulces y lujuriosos, y Pedro reencontró el sabor que había estado ansiando desde su último beso.


Entregado ya a la pasión, moldeó el cuerpo de la joven contra el suyo, desde los senos hasta los muslos, pero todavía no conseguía saciar su sed. Sus manos buscaban cada una de sus curvas, llenándose de la exquisita suavidad de su piel.


Paula gemía y se movía contra él de tal manera que Pedro era presa de una excitación como no la había sentido en su vida. Jamás había deseado tanto con aquella urgencia. Nunca había besado a nadie impulsado por una necesidad como aquélla.


Descubrió sus senos bajo la camisa, atrapados por el bañador. Impaciente, bajó el escote y llenó sus manos de aquella sedosa perfección.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 30

 


Para el momento en el que Paula había abierto su puerta, él ya había cruzado el patio de la casa y subía a toda velocidad los escalones que conducían a la pintoresca cabaña de madera en la que al parecer vivía.


Había caído ya la noche y con ella las altas temperaturas del día. Paula salió del coche y lo siguió temblando.


—¡Pedro! —gritó—. Por favor, espera.


Pedro se detuvo en el porche y la miró en silencio.


—No puedo aceptar tu coche, ni tu tarjeta de crédito.


—¿Por qué no? —preguntó él con el ceño fruncido.


—Para empezar, no puedo conducir —se abrazó a sí misma, intentando entrar en calor—. No tengo carné.


—¿Qué? —preguntó incrédulo.


—Y dudo que me dejen usar tu tarjeta de crédito, porque no dispongo de ningún tipo de identificación.


Pedro la miró fijamente.


Paula subió los escalones que los separaban y le tendió la tarjeta y las llaves.


Pero, en vez de tomarlas, Pedro le tomó la mano y lenta, pero insistentemente, la empujó hacia él y la recibió con un cálido abrazo. Suspirando frustrado, apoyó la barbilla en la sien de la joven.


—Tú tenías razón —admitió Paula, perdiendo repentinamente el temor a confiar en él. Pedro había estado dispuesto a permitir que se marchara. No sabía por qué, pero el caso era que el saberlo le hacía sentirse libre. Saber que Pedro le permitiría marcharse había puesto fin a la incomodidad que anidaba en su interior desde que había descubierto que la deseaba—. Te mentí.


Pedro no dijo nada, ni siquiera se movió. Se limitó a continuar abrazándola.


—Pero antes de decirte la verdad, quiero que me prometas algo —se separó ligeramente de él, pero sólo para poder mirarlo a los ojos—. Prométeme que no harás nada al respecto. Nada en absoluto. Dejarás el asunto completamente en mis manos.


Pedro la miró con el ceño fruncido, como si quisiera negarse a aceptarlo. Al cabo de unos segundos, contestó poco convencido:—De acuerdo, te lo prometo.


—¿Con la mano en el corazón?


A los ojos de Pedro asomó una sonrisa.


—No me presiones.


Paula sintió un alivio inmenso en su corazón.


—Te dije que no había sufrido ninguna pérdida de memoria tras el accidente —comenzó a decir—, pero no es cierto. La he sufrido, y bastante grave. Eh... en realidad no soy capaz de recordar nada sobre mi pasado —tragó saliva, invadida por una repentina oleada de tristeza—. No sé quién soy.