sábado, 5 de septiembre de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 41

 


Después de un rosario interminable de despedidas y apretones de manos, consiguieron salir de la casa y llegar al Jaguar. Mientras subía al coche, Paula oyó que su hermano le murmuraba algo al oído a Pedro. Hicieron el trayecto sumidos en un silencio tenso, amenazante. Cuando llegaron, Paula le siguió al interior de la casa y, sin pérdida de tiempo, recogió sus llaves. Pedro estaba tan absorto en sus pensamientos que se sorprendió de que la acompañara a su coche.

—¿Qué te ha dicho Pablo? —dijo ella, rompiendo el silencio.

—Que se alegraba de vernos tan amigos.

—¿Nada más?

Pedro se encogió de hombros.

—Que te derrites por mí. Son sus palabras, no las mías.

—¿Y tú qué crees?

—Que no.

—¿No piensas que siento algo por ti?

—No.

—Entonces, ¿cómo llamas a lo que ha pasado esta tarde?

—No tengo ni idea, Paula. ¿Qué demonios ha pasado esta tarde?

—Hemos hecho el amor.

—No me digas.

—A mí me parece que sí.

—Contéstame a una cosa —dijo él—. ¿Por qué?

—¿Por qué hemos hecho el amor?

—No. ¿Por qué has hecho el amor conmigo?

Paula sintió que la sangre se agolpaba en su rostro.

—Porque… me ha apetecido.

—¿Nada más? ¿No había otro motivo?

—¿Qué otro motivo podría tener?

Pedro soltó una carcajada sarcástica.

—Puede que el mismo que tenías la primera vez.

—Mira, Pedro. No sé dónde quieres ir a parar, pero si tienes algo que decir, te agradecería que lo dijeras de una vez por todas.

Pedro la contempló ceñudo. Sus ojos brillaban como diamantes azules en la noche.

—De acuerdo. Ya una vez utilizaste el sexo para librarte de mí. No puedes culparme por pensar que eres capaz de repetirlo.

Paula le miró incrédula. No podía creer lo que estaba oyendo. ¿Intentaba decir que no la había abandonado, que había sido ella la que le había despachado hacía quince años?

—Has perdido la cabeza —dijo Paula—. Jamás he «utilizado el sexo» contigo. Te amaba, Pedro.

—No tenías ni idea de lo que significaba el amor, pequeña.

Así que se trataba de eso. Lo que había comenzado como una pequeña ola se estaba convirtiendo en un maremoto de ira.

—¿Y tú?

Se sentía asqueada. No estaba dispuesta a soportarlo, y menos viniendo de Pedro. Abrió la puerta del coche e intentó meterse tan deprisa que la correa del bolso se enganchó con la manija. La rabia y la humillación batallaban en su interior por imponerse. Ganó la rabia.

—Dices que no sabía lo que significa el amor. Pues bien, Pedro Alfonso. Si eso es cierto, soy bastante mejor que tú. Porque tú eras, y sigues siendo incapaz de amar. No has amado a nada ni a nadie en toda tu vida. En especial, no me has amado a mí —le espetó tragándose las lágrimas—. ¡Amor! Y todavía tienes el valor de usar esa palabra delante de mí.

Paula le tiró la chaqueta a la cara, cerró la puerta y salió de allí a toda velocidad. Pedro subió los escalones que conducían a su casa. Se dio la vuelta para ver las luces de posición de su coche perderse en la oscuridad. Cerró los ojos y respiró profundamente. Con lentitud, se golpeó la cabeza contra el quicio.

—Pues sí que lo has hecho bien —dijo en voz alta.

Entonces recordó las palabras ce Paula. Sacudió la cabeza.

—Estás muy equivocada conmigo, pequeña —le dijo a la noche—. Yo sí sabía lo que significaba amar. Sobre todo, amarte a ti.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 40

 


Pedro buscó a Paula con la mirada y la vio en la cocina con Lorena. Cogió otra lata de cerveza y la siguió al patio, pero se detuvo en seco al ver la reunión que tenían junto a la barbacoa. Los hermanos Chaves estaban conversando con Harry Nelson, el constructor que habían escogido para llevar a cabo las obras.

La presencia de Harry disipó la nube de deseo que le tenía cegado. Muchas empresas habían concursado para obtener el contrato de las obras del proyecto. Las había habido tan apetitosas que, en otras circunstancias, a Pedro se le habría hecho la boca agua.

Pero no había habido tiempo para gangas ni regateos. Pedro necesitaba que la construcción comenzase mientras que todo el mundo estuviera enamorado del proyecto y de él mismo. Cualquier día alguien podía descubrir una grieta y dar al traste con todo.

No podía permitirse que sucediera. Tan sólo el día anterior Pablo Chaves había firmado los documentos por los que renunciaba a su banco y a su vida, claro que él no lo sabía aún. Estaba tan cerca de conseguirlo que Pedro casi podía saborearlo. Se apoyó en la pared y contempló al trío. Algunos iban a decir que se trataba de un fraude, pero no era cierto. Todo lo que estaba haciendo era perfectamente legal, aunque había sabido utilizar todas las triquiñuelas que la misma ley le había puesto en la mano.

No se trataba de un fraude, era un acto de justicia que llevaba demorándose demasiados años.

Claudio le dio un abrazo afectuoso a su hermana. Aquello molestó a Pedro, era una forma incómoda de recordarle que Paula también era una de ellos. Aunque estaba completamente seguro de sus planes, todo se convertía en incertidumbre cuando pensaba en lo que iba a suceder con Paula y con él. Nunca antes en su vida se había cuestionado a sí mismo. Una parte de él no quería que se viera afectada, o implicada en el proyecto. Pero la otra, la más lógica y obsesionada con vengarse, necesitaba destruir hasta al último de los Chaves. Sin embargo, el deseo que despertaba en él hacía que la línea entre el bien y el mal se difuminara.

La ira creció en su interior. No iba dirigida contra Paula, sino contra él mismo. No podía dejar que volviera a hacerlo, que se colara en su vida, que llegara hasta su corazón, que tejiera sus redes sensuales en torno suyo hasta dejarlo ciego.

Pero, ¿no sería eso lo que había pasado aquella tarde? ¿Por qué había accedido a hacer el amor con él? ¿Formaba parte de un plan para sabotearlo? Ya había caído una vez en sus redes cuando Paula era mucho más joven. ¿De qué no sería capaz ahora? Nada le impedía utilizar su cuerpo para vencerlo.

Le vino a la memoria la noche en que la había invitado a cenar y el vestido con el que se había presentado. Era molesto pero le aclaró la mente. Todo encajaba. Sabía por experiencia que los Chaves eran muy capaces de utilizar todos los medios a su alcance para conseguir lo que querían.

—¡Hombre, Pedro! Acércate —invitó Pablo—. Harry y yo estábamos hablando de la primera fase. Sus obreros comienzan el lunes.

—Veo que no perdéis el tiempo —dijo Paula cautelosamente.

—No sé por qué tendríamos que perderlo —respondió Pedro.

El fuego azul de sus ojos había desaparecido tras una mirada helada y desafiante. Paula abrió la boca para replicarle, pero se lo pensó mejor. ¿Qué había pasado para que se hubiera vuelto tan distante?

—Supongo que no —dijo ella—. Si ya estáis preparados.

—Todo está a punto —dijo Pedro—. Cuanto antes empecemos antes acabaremos.

—Y antes comenzaremos con las ventas —intervino Pablo.

La nota de nerviosismo que había en la voz de su hermano le hizo pensar en la enormidad de la inversión que arriesgaba el banco. Se echó a temblar. No pudo determinar si debido al frío nocturno o al cariz que empezaban a tomar sus pensamientos.

—¿Tienes frío? —preguntó Pedro.

—Un poco.

Se quitó la chaqueta para echársela por los hombros.

—Gracias.

—¿Estás lista?

—¿Lista? ¿Para qué?

—Para marcharnos.

—¿Tan pronto? —preguntó Pablo.

—Tengo que descansar —dijo Pedro—. Mañana me espera un día muy duro. Estoy arreglando el embarcadero.

—Entonces no te preocupes por mí —dijo ella viendo el cielo abierto—. Ya me llevará alguien a recoger el coche más tarde.

—No es ninguna molestia —dijo Pedro sin inflexión en la voz pero con un desafío en la mirada.

Paula sintió que la temperatura subía otra vez.

—Adelante, marchaos —dijo Pablo—. Venid mañana para ayudarnos a terminar con toda esta comida. Harry, ¿quieres echarle un ojo a las hamburguesas? Voy a acompañarlos a la puerta.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 39

 


Pedro la observaba, pero mantenía las distancias. Sólo Dios sabía cómo quería estar a su lado. Le hacía sentir como un sátiro, listo a saltar sobre ella, pero todo lo que podía hacer era seguir respondiendo preguntas. Sin embargo, lo que en realidad deseaba era escapar del confinamiento de aquella habitación, de las ropas que vestía, de todo lo que lo separaba de Paula.

Al mirar por una ventana se dio cuenta de que se había hecho de noche, pronto podría sacarla de allí. Sabía que tendría que mimarla, que convencerla. El comentario sobre Claudio había sido una pulla facilona, estúpida, innecesaria. Había dejado que su sed de venganza estropeara una tarde de amor perfecta. El remordimiento le corroía las entrañas, provocándole una sensación de confusión e incertidumbre.

Aquello era lo que había soñado tanto tiempo, la venganza perfecta, Paula en su cama, el banco en la palma de su mano. Todo iba tan bien que su plan parecía contar con el beneplácito de los dioses. Pero sus sentimientos se estaban convirtiendo en el punto flaco de todo el plan. No quería sentir nada, ni por la ciudad, ni por la familia Chaves, y menos que nadie por Paula.

Pero las sentía. Cuando habían hecho el amor, el cerebro se le había convertido en gelatina y su cuerpo había tomado el control de la situación. No había habido ningún sentimiento vengativo, sólo la alegría pura y el placer de estar dentro de ella. Se había perdido, se había extraviado a sí mismo y a su deseo de venganza en la dulzura y suavidad de su cuerpo.

Aquello le molestaba más de lo que le gustaba admitir. Esa vulnerabilidad había sido la fuente del comentario sobre su padre. Había sentido la necesidad de hacerle daño, de ponerla en su sitio, ¿y todo por qué? Porque había calado hondo en su corazón. Fantástico.

Bebió un sorbo de cerveza mientras la miraba. Ella se dio la vuelta como si su llamada hubiera sonado en sus oídos. Los ojos de Paula eran aquella noche como dos ventanas que se abrían a su alma y hablaban de una necesidad tan apremiante y básica como la suya. Sus ojos le atormentaban, hacían que el cuerpo le doliera de anhelo, pero, por encima de todo, lo cautivaban.

Una vez no había sido suficiente. Mil veces no serían suficientes.

Paula leía el mensaje con toda claridad. Tenía que salir de allí, escapar de aquellos ojos encendidos. Necesitaba espacio, aire. Con diplomacia, abandonó una sesuda conversación acerca de las ventajas de las cañerías de cobre sobre las de PVC y fue a la cocina en busca de su hermano.

—Lorena, ¿dónde está Pablo?

Su cuñada estaba preparando más bandejas de aperitivos y no levantó la vista.

—En el patio trasero, me parece. Hablando con Harry Nelson. Ahora no vayas a chincharle.

—Yo no me dedico a chincharle.

—Claro que sí. Cada vez que habla contigo se enfada. Luego me toca a mí conseguir que se calme.

—¡Ah! Pero lo haces tan bien, Lore.

—Tienes la lengua muy afilada, Paula. Es una lástima que no tuvieras una madre que te la lavara con jabón.

—¿Es eso lo que te hacía la tuya? —preguntó Paula cogiendo un palito de zanahoria.

—Mi mamá no tenía motivos para hacer una cosa así. Yo era una dama de los pies a la cabeza.

Paula recordaba muy bien a Lorena de joven, con sus guantes blancos y bolso y zapatos a juego. Toda una señora. Nunca le causó el menor problema a nadie y no como otras que ella conocía.

—Bueno, Lore. ¿Qué quieres que te diga? No todas podemos ser tan perfectas como tú.

Lorena se agachó y espió a través de las ranuras de la puerta.

—Será mejor que te lleves cuidado con ése.

Paula no tuvo necesidad de preguntar a quién ni a qué se refería.

—Sé cómo tratar a Pedro.

Lorena refunfuñó por lo bajo.

—Sí, como lo trataste hace años, ¿no? Yo de ti me aseguraría de no caer dos veces en la misma trampa.

—Gracias por el consejo, Lore, pero sé lo que me hago —replicó ella preguntándose si sería verdad.

Salió de la cocina dejando que la puerta se cerrara de golpe y se dirigió al patio. Pablo estaba enfrascado en una conversación con Harry mientras cuidaban de las hamburguesas que se asaban en la barbacoa. La brisa de la noche era fresca pero todo un alivio para su piel enfebrecida. Le pasó a su hermano un brazo por el codo y suspiró aliviada.



viernes, 4 de septiembre de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 38

 

La noche se le antojó interminable. Dejó que la arrastraran a una estéril conversación sobre la conveniencia de organizar desfiles para las fiestas de octubre. Aportó más bien poco al debate, sonriendo hasta que le dolieron los músculos de la cara, y luego sonrió un poco más porque era su obligación. Era una buena cortina de humo para ocultar cómo se sentía en realidad, irritada, incómoda y completamente avergonzada. Le parecía llevar escrito en la frente con letras luminosas un cartel que decía: Yo He Pasado La Tarde Haciendo El Amor Con Pedro Alfonso.

No pudo probar bocado. Le parecía que sus entrañas habían pasado por todas las velocidades que podía ofrecer una batidora. Sin embargo, cada vez que Pedro la miraba, sentía que le abrasaban.

No podía evitar seguirle con la mirada. Se dijo a sí misma que le odiaba, odiaba su pico de oro, odiaba lo que estaba planeando para la ciudad, para el banco, para ella, fuera lo que fuese. Pero no era verdad. No le odiaba y ahí estaba el problema.

Antes de haber estado entre sus brazos, antes de sentir sus caricias, antes de que hubiera entrado en ella, le había sido mucho más fácil fingir. Ahora, cada vez que sus miradas se cruzaban, su cuerpo se empeñaba en revivir cada momento, reaccionando a las promesas que ardían en sus ojos.

Tenía la impresión de que la acechaba. Él era el depredador y ella su presa, sin embargo, no hizo el menor gesto por acercarse. Decidió que debían ser sus sentimientos de culpa lo que la hacía sentirse tan extraña. ¿Qué pensaría Pedro de ella? Probablemente que era una mujer fácil, un beso, una caricia, y a la cama.

Había llegado a creer que no había nada entre ellos, pero resultaba evidente que no era el caso. Había sentimientos en lo más hondo de su alma a los que todavía no se había enfrentado. Se revelaban, emergían a la superficie en una explosión de ira y furia. Paula estaba asustada por lo que veía en sus ojos, pero mucho más por lo que sentía en su corazón.

Deseaba estar junto a él y escapar al mismo tiempo. Sin embargo, en ese momento y por razones bien distintas, ninguna de las dos opciones estaba a su alcance.


ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 37

 


—Sube al coche.

—Vete al infierno.

Paula le ignoró y siguió andando. Pedro levantó el pie del freno y dejó que el Jaguar se deslizara cuesta abajo. Hablaba con ella a través de la puerta del pasajero, que llevaba abierta, y que oscilaba peligrosamente con los baches del camino.

—¿Quieres que te diga que lo siento? De acuerdo. Siento haber dicho la pulla sobre tu padre. Y ahora sube.

—Muérete.

—Paula, no hagas que me baje. Será peor.

—Me muero de miedo.

Pedro lanzó un grueso taco.

—Sube al maldito coche.

Paula se detuvo. Pedro frenó.

—Ni voy a subir al coche, ni voy a ir contigo a ninguna parte, nunca. ¿Está suficientemente claro?

—Sí. Y ahora sube para que podamos discutirlo.

Con un bufido, ella echó a andar otra vez.

—No hay nada que discutir. Te odio.

—¿Desde cuándo?

—Desde siempre.

—Pues tienes una manera muy curiosa de demostrarlo.

—No tienes que caerme bien para que haga el amor contigo.

—¿Ah, no?

—No.

—¿De modo que te has convertido en toda una mujer de mundo?

—Justamente.

Pedro se echó a reír. Paula volvió a pararse y asomó la cabeza al interior del vehículo.

—Lárgate.

—No. Entra en el…

La bocina de otro coche dejó la frase en el aire. Paula reconoció la ranchera que se acercaba y sintió un vacío en el estómago. Rápidamente, subió al coche y cerró la puerta.

—Es Pablo.

Pedro lanzó un taco más expresivo aún que él anterior. Detuvo el coche en la cuneta. Pablo paró junto a ellos.

—¿Dónde os habéis metido? He estado buscándolos por toda la ciudad —gritó Pablo por la ventanilla—. ¿Qué ha pasado, Paula? ¿A qué viene tanto retraso?

Paula se inclinó hacia delante con la esperanza de que su hermano no se diera cuenta de su sonrojo a esa distancia.

—Ya íbamos. Ha surgido un asunto que no podía esperar.

—Y que lo digas —murmuró Pedro.

Paula le asestó un puntapié para que mantuviera la boca cerrada.

—Adelántate, Pablo. Nosotros iremos detrás.

Pablo hizo un gesto con la mano y puso la ranchera en marcha. Pedro no movió un solo músculo.

—Quieres, por favor, seguirle.

Pedro la miró fijamente. Paula le mantuvo la mirada desafiante.

—Esto no acaba aquí —dijo él.

Puso en marcha el motor y salió a toda velocidad, levantando una lluvia de chinarro y polvo. No dijeron palabra hasta que llegaron a la casa de Pablo. La fiesta ya se había animado y pronto se vieron separados por las muchas personas que querían consultar con Pedro. Paula le observó desenvolverse como un político consumado, estrechando manos a diestro y siniestro y contestando a todas las preguntas que le formulaban.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 36

 


Pedro estaba enfadado. Lo último que le apetecía era ir a una fiesta aburrida para interpretar el papel del promotor benevolente con los vecinos de la ciudad. En la cama se estaba bien, se sentía vago, como si el proyecto y la ciudad fueran de otra época. Había olvidado la sensación de estar entre los brazos de Paula y no quería perderla, todavía no. Sin embargo, ella no estaba dispuesta a permitírselo. La realidad de la situación volvía con toda su fuerza.

Aún no estaba preparado para que eso sucediera. Se sentó al borde de la cama y le hizo señas para que se acercara. Ella le hizo caso de mala gana. Pedro la atrajo hasta que quedó de pie entre sus piernas.

—No seas tan rígida —dijo con suavidad—. Ya llegamos dos horas tarde. ¿Qué significa otra hora más?

—¡Pedro! Juro que eres incorregible.

Paula se apartó de él. Cogió su bolso y sacó el lápiz de labios. Le habló mientras se retocaba el maquillaje.

—Ya nos hemos excedido. No sé qué voy a contarle a mi hermano.

—Dile la verdad —repuso él dejando traslucir su enfado—. Dile que has pasado el tiempo haciendo el amor con Pedro en la cama de papaíto.

La mano de Paula se quedó inmóvil en el aire. Primero miró a Pedro y luego a la cama. Parecía que había olvidado algo más que la fiesta, había olvidado dónde estaba. La enorme cama doselada se erguía en el centro de la habitación como un sonriente monstruo de reproches.

«La cama de papaíto»

—Muchas gracias por recordármelo, Pedro.

Tiró la barra de labios al interior del bolso y lo cerró con un ruido seco. Salió del cuarto sin decir palabra, cerrando de un portazo.

—¡Paula! ¡Maldita sea! —gritó él mientras trataba de ponerse los pantalones a la pata coja—. ¡Vuelve!

Paula corrió hasta que llegó a su coche. Abrió la puerta y recordó que se había dejado las llaves en la cocina. Por nada del mundo volvería a entrar en aquella casa, prefería ir caminando. Sin pensárselo dos veces, echó a andar por el camino de las dunas. Sus tacones crujían en el polvo, pero no aminoró el paso.

Pensó que no le importaba lo que su hermano pensara de ella cuando llegara a su casa. Tampoco importaba lo más mínimo la razón por la que Pedro la había llevado a la cama. ¿No había disfrutado? Pues eso. Era lo único que importaba. Aunque sólo se tratara de demostrar que podía seducirla.

Y vaya si podía.

Sin esfuerzo.

Fantástico.

Quizá necesitara satisfacer los tormentosos sentimientos que albergaba en contra de su padre. Bien. Podía soportarlo. Las había pasado mucho peores.

Había sido una decisión suya, Pedro no la había obligado. Ya era una mujer adulta y podía irse a la cama con quien le viniera en gana, ¿no? No estaba dispuesta a avergonzarse de lo que había hecho.

Ya era mayor y la niñas mayores no lloran. ¿De acuerdo? De acuerdo.

Con determinación, Paula ponía un pie delante del otro, intentando con todas sus fuerzas ignorar las lágrimas ardientes de frustración, rabia y dolor que se acumulaban en sus ojos.




jueves, 3 de septiembre de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 35

 


Se quedaron inmóviles, satisfechos, felices, y, por mutuo acuerdo, en silencio. Había demasiadas cosas que decir y las palabras no habrían conseguido sino echar a perder la belleza del momento. El silencio fue roto por el teléfono. El contestador se puso en marcha automáticamente.

—¡Hola! ¿Hay alguien ahí? ¿Pedro? ¿Paula? Si estáis ahí coger el teléfono, por favor.

Paula le empujo y se sentó en la cama.

—Es Pablo.

—No contestes —dijo él.

—Bueno —prosiguió Pablo—. Ya que no estáis dejaré un mensaje. ¿Dónde os habéis metido? Lorena no puede servir la comida hasta que no estéis aquí. Y todo el mundo tiene un hambre de lobo. ¡Venga, chicos! ¡Es hora de divertirse! ¡Venid a la fiesta!

El contestador se desconectó.

—¿Fiesta? —preguntó Pedro—. ¿Qué fiesta?

Paula gimió y se llevó las manos a la cabeza. Pedro se las apartó.

—¿Qué fiesta, Paula?

—La de Pablo. La fiesta para celebrar el comienzo de las obras. ¿No te avisó Lorena?

—Sí, mencionó algo sobre una fiesta. Pero no paraba de parlotear y no recuerdo que me dijera cuándo era. ¿Era hoy?

—Es ahora.

Pedro la miró con incredulidad.

—Nos imaginamos que lo habías olvidado y me enviaron para avisarte.

—¿Y qué más?

—Lo olvidé…

Pedro sonrió a su manera.

—No bromees.

Paula ignoró el calor que había en aquella sonrisa y le dio un cachete en la cabeza.

—Deja que me levante.

Cogió sus ropas y entró en el baño para refrescarse. Cuando salió, Pedro seguía tumbado desnudo sobre la cama.

—Date prisa —le urgió—. Ya llegamos con dos horas de retraso.

—No me apetece ver a tanta gente ahora mismo. Vuelve a la cama.

Pedro, no seas ridículo. Tenemos que irnos.

—¿Por qué?

—Porque nos esperan.

—¿Y qué?

—Que si no aparecemos todo el mundo empezará a preguntarse dónde nos hemos metido y qué estamos haciendo. Murmurarán.

—Me importa un bledo.

Paula se acercó a la cama con las manos en las caderas. Contempló por un momento su aspecto despeinado.

—Ya sé que no te importa. A ti nunca te ha importado lo que pensara la gente. Pero yo soy la alcaldesa y a mí sí me importa. Ahora levanta y vístete.