Después de un rosario interminable de despedidas y apretones de manos, consiguieron salir de la casa y llegar al Jaguar. Mientras subía al coche, Paula oyó que su hermano le murmuraba algo al oído a Pedro. Hicieron el trayecto sumidos en un silencio tenso, amenazante. Cuando llegaron, Paula le siguió al interior de la casa y, sin pérdida de tiempo, recogió sus llaves. Pedro estaba tan absorto en sus pensamientos que se sorprendió de que la acompañara a su coche.
—¿Qué te ha dicho Pablo? —dijo ella, rompiendo el silencio.
—Que se alegraba de vernos tan amigos.
—¿Nada más?
Pedro se encogió de hombros.
—Que te derrites por mí. Son sus palabras, no las mías.
—¿Y tú qué crees?
—Que no.
—¿No piensas que siento algo por ti?
—No.
—Entonces, ¿cómo llamas a lo que ha pasado esta tarde?
—No tengo ni idea, Paula. ¿Qué demonios ha pasado esta tarde?
—Hemos hecho el amor.
—No me digas.
—A mí me parece que sí.
—Contéstame a una cosa —dijo él—. ¿Por qué?
—¿Por qué hemos hecho el amor?
—No. ¿Por qué has hecho el amor conmigo?
Paula sintió que la sangre se agolpaba en su rostro.
—Porque… me ha apetecido.
—¿Nada más? ¿No había otro motivo?
—¿Qué otro motivo podría tener?
Pedro soltó una carcajada sarcástica.
—Puede que el mismo que tenías la primera vez.
—Mira, Pedro. No sé dónde quieres ir a parar, pero si tienes algo que decir, te agradecería que lo dijeras de una vez por todas.
Pedro la contempló ceñudo. Sus ojos brillaban como diamantes azules en la noche.
—De acuerdo. Ya una vez utilizaste el sexo para librarte de mí. No puedes culparme por pensar que eres capaz de repetirlo.
Paula le miró incrédula. No podía creer lo que estaba oyendo. ¿Intentaba decir que no la había abandonado, que había sido ella la que le había despachado hacía quince años?
—Has perdido la cabeza —dijo Paula—. Jamás he «utilizado el sexo» contigo. Te amaba, Pedro.
—No tenías ni idea de lo que significaba el amor, pequeña.
Así que se trataba de eso. Lo que había comenzado como una pequeña ola se estaba convirtiendo en un maremoto de ira.
—¿Y tú?
Se sentía asqueada. No estaba dispuesta a soportarlo, y menos viniendo de Pedro. Abrió la puerta del coche e intentó meterse tan deprisa que la correa del bolso se enganchó con la manija. La rabia y la humillación batallaban en su interior por imponerse. Ganó la rabia.
—Dices que no sabía lo que significa el amor. Pues bien, Pedro Alfonso. Si eso es cierto, soy bastante mejor que tú. Porque tú eras, y sigues siendo incapaz de amar. No has amado a nada ni a nadie en toda tu vida. En especial, no me has amado a mí —le espetó tragándose las lágrimas—. ¡Amor! Y todavía tienes el valor de usar esa palabra delante de mí.
Paula le tiró la chaqueta a la cara, cerró la puerta y salió de allí a toda velocidad. Pedro subió los escalones que conducían a su casa. Se dio la vuelta para ver las luces de posición de su coche perderse en la oscuridad. Cerró los ojos y respiró profundamente. Con lentitud, se golpeó la cabeza contra el quicio.
—Pues sí que lo has hecho bien —dijo en voz alta.
Entonces recordó las palabras ce Paula. Sacudió la cabeza.
—Estás muy equivocada conmigo, pequeña —le dijo a la noche—. Yo sí sabía lo que significaba amar. Sobre todo, amarte a ti.