Pedro estaba enfadado. Lo último que le apetecía era ir a una fiesta aburrida para interpretar el papel del promotor benevolente con los vecinos de la ciudad. En la cama se estaba bien, se sentía vago, como si el proyecto y la ciudad fueran de otra época. Había olvidado la sensación de estar entre los brazos de Paula y no quería perderla, todavía no. Sin embargo, ella no estaba dispuesta a permitírselo. La realidad de la situación volvía con toda su fuerza.
Aún no estaba preparado para que eso sucediera. Se sentó al borde de la cama y le hizo señas para que se acercara. Ella le hizo caso de mala gana. Pedro la atrajo hasta que quedó de pie entre sus piernas.
—No seas tan rígida —dijo con suavidad—. Ya llegamos dos horas tarde. ¿Qué significa otra hora más?
—¡Pedro! Juro que eres incorregible.
Paula se apartó de él. Cogió su bolso y sacó el lápiz de labios. Le habló mientras se retocaba el maquillaje.
—Ya nos hemos excedido. No sé qué voy a contarle a mi hermano.
—Dile la verdad —repuso él dejando traslucir su enfado—. Dile que has pasado el tiempo haciendo el amor con Pedro en la cama de papaíto.
La mano de Paula se quedó inmóvil en el aire. Primero miró a Pedro y luego a la cama. Parecía que había olvidado algo más que la fiesta, había olvidado dónde estaba. La enorme cama doselada se erguía en el centro de la habitación como un sonriente monstruo de reproches.
«La cama de papaíto»
—Muchas gracias por recordármelo, Pedro.
Tiró la barra de labios al interior del bolso y lo cerró con un ruido seco. Salió del cuarto sin decir palabra, cerrando de un portazo.
—¡Paula! ¡Maldita sea! —gritó él mientras trataba de ponerse los pantalones a la pata coja—. ¡Vuelve!
Paula corrió hasta que llegó a su coche. Abrió la puerta y recordó que se había dejado las llaves en la cocina. Por nada del mundo volvería a entrar en aquella casa, prefería ir caminando. Sin pensárselo dos veces, echó a andar por el camino de las dunas. Sus tacones crujían en el polvo, pero no aminoró el paso.
Pensó que no le importaba lo que su hermano pensara de ella cuando llegara a su casa. Tampoco importaba lo más mínimo la razón por la que Pedro la había llevado a la cama. ¿No había disfrutado? Pues eso. Era lo único que importaba. Aunque sólo se tratara de demostrar que podía seducirla.
Y vaya si podía.
Sin esfuerzo.
Fantástico.
Quizá necesitara satisfacer los tormentosos sentimientos que albergaba en contra de su padre. Bien. Podía soportarlo. Las había pasado mucho peores.
Había sido una decisión suya, Pedro no la había obligado. Ya era una mujer adulta y podía irse a la cama con quien le viniera en gana, ¿no? No estaba dispuesta a avergonzarse de lo que había hecho.
Ya era mayor y la niñas mayores no lloran. ¿De acuerdo? De acuerdo.
Con determinación, Paula ponía un pie delante del otro, intentando con todas sus fuerzas ignorar las lágrimas ardientes de frustración, rabia y dolor que se acumulaban en sus ojos.
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