miércoles, 2 de septiembre de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 30

 


El descapotable de Paula pasó por el camino que llevaba a Maiden Point levantando una nube de polvo. Se detuvo al ver el cartel que anunciaba el proyecto de urbanización. El cartel nuevo era muy atractivo, lleno de colores vivos y letras elegantes, merecía la pena echarle una segunda ojeada.

Como al proyecto mismo.

Como al hombre que había detrás.

Aceleró y se dirigió al piso piloto en el edificio principal. Mientras aparcaba se dio cuenta de que el Jaguar de Pedro no estaba junto a la entrada, como era habitual.

La habían enviado a cazarle. La fiesta de Pablo no podía salir bien sin el invitado de honor. Le habían llamado a su oficina, pero el contestador les había informado de que se encontraría en las obras. Era obvio que Pedro se había olvidado de la fiesta. Puesto que no había teléfono en Maiden Point, Pablo había sugerido, delante de todo el mundo, que fuera Paula a recogerle. Sus protestas habían sonado débiles, incluso a sus propios oídos, así que allí estaba, sintiéndose como una estúpida.

Porque estaba claro que Pedro la había evitado desde la cena en su casa. Al principio se había sentido más que contenta con que se limitara a saludarla al pasar. Se dijo a sí misma que no quería verlo, que le hacía sentirse incómoda, demasiado consciente de ciertos sentimientos y sensaciones. Después del episodio de la cena había decidido que era demasiado peligroso estar a solas con él.

Pero conforme pasaban las semanas, empezó a preguntarse por qué se mostraba tan evasivo. ¿Qué ocultaba? ¿Qué hacía todo el día encerrado en la oficina? Siempre que se asomaba estaba hablando por teléfono. ¿Con quién?

Paula se fue sin entrar a la obra. El sentido común le decía que Pedro debía haberse ido a casa y que lo mejor sería volver a la fiesta y comunicárselo a Pablo. Pero, por el contrario, tomó la dirección de la vieja casona victoriana.

La puerta principal estaba abierta. Cuando nadie respondió a sus llamadas, entró. La brisa fría que se levantaba del mar creaba una corriente en el vestíbulo. Paula echó de menos la chaqueta que había dejado en el coche.

La cocina estaba desordenada. Había un emparedado a medio comer sobre la mesa. Echó un vistazo al malecón. Pedro estaba de rodillas parcheando con madera nueva la construcción decrépita. Ella tuvo que agarrase a la barandilla para mantenerse en equilibrio sobre sus tacones altos.

Pedro estaba desnudo de cintura para arriba. Cuanto más se acercaba, más atractivo le parecía. Tenía la piel bronceada por el sol y brillante de sudor. Los músculos se le hinchaban mientras introducía la madera nueva entre la vieja. Paula se detuvo para aprovechar la rara oportunidad de poder llenarse con su imagen.

Las manos trabajaban con gracia y eficiencia. Demasiado bien recordaba ella el tacto que tenían al acariciarla. Se echó a temblar. Era un magnífico ejemplar de hombre, tenía que reconocerlo a pesar de lo que hiciera o dijera. Nada podía cambiar aquella verdad.

Antes de que pudiera saludarle, Pedro arrojó unos cuantos trozos de madera al agua y se zambulló tras ellos. Ella se asomó al borde para verlo, pero parecía haber desaparecido. La brisa le levantó la falda amplia y Paula se la sujetó mientras se apoyaba en la barandilla a contemplar el día. Los últimos coletazos del verano, con un ligero olor a otoño en el aire, hacían unos días espléndidos en aquella área. Se dio la vuelta para buscarle.

Así fue como la vio Pedro cuando subió al malecón. El viento le agitaba ropas y cabellos. El sol comenzaba a declinar hacia el horizonte y su figura solitaria se erguía en un oscuro contraste contra el inmenso cielo sin nubes.

Pedro inclinó la cabeza mientras la observaba con una expresión seria. Tenía un aspecto maduro y apetitoso, como las sandías que llevaba estampadas en el vestido. Le gustaba así, cuando podía mirarla sin que lo supiera. Entonces no tenía que simular que no sentía nada por ella, algo que no podía permitirse cuando ella lo miraba con la expresión de desdén característica de los Chaves. En aquellas ocasiones, podía dejar que su imaginación volara hacia un tiempo donde ella le había mirado de una manera bien distinta. Sus ojos de avellana le habían hablado de cosas muy íntimas, cosas que había enterrado demasiado profundamente para resucitarlas. Era una lástima que ya no fueran tan elocuentes.

En silencio, caminó hacia ella.

«Una verdadera lástima».



martes, 1 de septiembre de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 29

 


Pedro estaba enfadado. Se había dejado atrapar en la red que él mismo había urdido. La voz de la razón le gritaba que se pusiera a salvo, que dejara de tocarla, pero sus manos parecían poseer voluntad propia. Fascinado, observó el movimiento de sus propias manos bajo el vestido. Se resistió al impulso de bajárselo para contemplarla. Por el contrario, le acarició los pezones en círculos lentos y ardientes.

Paula dejó escapar un gemido. Él sintió cómo entraba en erección. La besó en el cuello con la boca abierta, los labios húmedos. Paula era suave y delicada, como un helado de vainilla. Necesitaba saborear sus senos incitantes.

En algún lugar profundo de su mente, Paula recordó el motivo que la había llevado hasta allí. Tenía que ver con la ciudad, el banco, la verdad, sin embargo, parecía borroso y distante, carente de importancia. Lo único que le importaba era Pedro. Su boca, sus manos, la manera en que la estaba acariciando. Deseaba estrecharle contra sí, besarlo, llevarle dentro de ella y que se quedara ahí… para siempre.

Aquella palabra la dejó helada. Con Pedro no había nada que significara para siempre. Él notó el cambio en cuanto Paula se quedó rígida.

—¿Qué te pasa?

—Tengo que irme —dijo ella levantándose, apartándose de él.

—Paula…

—No, Pedro. Es la verdad. Se ha hecho muy tarde. Ha sido una cena encantadora, pero tengo que irme.

Con la cabeza gacha para evitar mirarlo, se abotonó el vestido. Cuando alzó la cabeza vio que la miraba con ojos brillantes e intensos. Tenía ambas manos metidas en los bolsillos del pantalón, un truco que no ocultaba nada. Ella se obligó a mirarlo a la cara, sabiendo perfectamente que la suya se había sonrojado.

—No pienso disculparme —dijo él.

—Tampoco te lo he pedido. Ha sido un error de los dos.

—Quizá haya sido algo más. Has venido buscando algo esta noche. Espero que lo hayas encontrado.

Paula recogió el bolso y se dirigió hacia la puerta.

—Lo que buscaba era la verdad, Pedro. La verdad acerca de lo que te propones.

—Ya te lo he dicho, pequeña. El proyecto va muy en serio. Pienso quedarme.

—Ojalá pudiera creerlo.

Antes de que pudiera salir, Pedro le cogió la muñeca y se llevó su mano a los labios. Sin dejar de mirarla a los ojos, le besó la palma con la boca abierta. Un beso largo, caliente, que acabó con un roce de su lengua.

—Créelo.

El sonido que salió de la garganta de Paula fue más de dolor que de placer. Le traspasó el cuerpo hasta clavársele en el corazón, ese corazón que él había creído invencible.

Pedro la vio marcharse y, por un segundo, deseó que él también pudiera creerlo.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 28

 


Antes de que pudiera protestar, comenzó a masajearle la base del cuello. Tenía las manos grandes que abarcaban toda la anchura de sus hombro. Su tacto era fuerte y seco y alivió milagrosamente la tensión de sus músculos. Paula no pudo evitar un gemido ante aquella mezcla de placer y dolor.

—¿Te gusta?

—¡Hum!

—Despejemos el campo.

Pedro le desabotonó la parte superior del vestido para poder trabajar a sus anchas. Sorprendida, Paula atrapó la tela justo cuando se le caía del pecho.

—¡Pedro!

—¡Sst! Relájate.

Las manos se movieron sobre la piel de su espalda, desde la línea del cabello, pasando por la espina dorsal a los omoplatos. Los dedos se hundían en sus músculos… cálidos, fuertes, vibrantes. Sabía que no debía permitirle que la tocara de aquel modo, pero sentía los efectos combinados del vino y el brandy. Además, las sensaciones eran tan placenteras, tan deliciosamente decadentes, que se sentía incapaz de reunir la suficiente indignación como para ordenarle que parara.

Pedro se inclinó sobre ella mientras trabajaba. Sentía su aliento en la coronilla. Él inhalaba su perfume, el cálido aroma femenino de su cuerpo y empezó a notar sus efectos. Cerró los ojos para pasarle las manos sobre la espalda, recibiendo tanto placer como estaba dando, y aún más. La piel era tan suave que tuvo miedo de dejarla marcada, de modo que aminoró la presión hasta que sus dedos meramente rozaron la espalda.

Pedro estudió su rostro. Tenía la cabeza inclinada, los ojos cerrados y respiraba profundamente. Los pechos subían y bajaban al tiempo que sus manos se volvían más audaces. Observó cómo se le endurecían los pezones bajo la tela del vestido. No quería ni podía detenerse. Pedro introdujo las manos por la delantera del vestido para copar sus senos.

—¡Pedro!

—Déjame tocarte —susurró sin cesar el masaje—. ¡Ah! Eres tan dulce, tan suave. Nunca he olvidado el tacto de tu piel. Con todos esos años y todavía recuerdo tu suavidad.

Pedro le acarició con la nariz el cuello y ella se abandonó. El calor de su boca, las caricias de sus manos, la mareaban. El aliento le quemaba la piel y las manos alimentaban el fuego. Un lago de deseo líquido y lento ardió en sus entrañas mientras Paula se entregaba para que hiciera con ella lo que quisiera.



ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 27


Pedro cortaba el asado. Casi se rebana la mano al verla. Aquellas piernas enfundadas en medias oscuras y los zapatos de tacón alto, parecían conjurar toda clase de imágenes eróticas en su mente.

—¿Quieres que te ayude?

—Claro —contestó él, obligándose a mirar lo que estaba haciendo—. La ensalada está en el frigorífico. Remuévela y llévala a la mesa.

Paula siguió sus instrucciones y llevó la ensaladera de plata a la mesa. Se inclinó para depositarla en el centro. Pedro se quedó con la boca abierta. Paula había levantado ligeramente un pierna para ofrecerle una amplia panorámica de su trasero, redondo y duro. Ella se volvió rápidamente y le cogió desprevenido.

—¿Algo más?

Y entonces, Pedro se dio cuenta de la sonrisa.

Una sonrisa satisfecha y completamente femenina.

Pedro se quedó mirándola hasta que se dio cuenta de cuál era el juego. Estaba provocándole. A propósito. Tendría que haberlo adivinado desde el primer momento. El vestido, el maquillaje, los movimientos lánguidos, todo estaba fuera de lugar en Paula. Se reprochó no haberlo pensado nada más abrir la puerta.

¿A qué estaba jugando? Le devolvió una media sonrisa que debería haber bastado para que ella supiera que la había descubierto. Las razones de Paula no importaban, era un juego que él conocía al dedillo.

Y bien podían jugarlo dos.

—Siéntate y ponte cómoda.

Mientras se sentaba, Paula pensó que casi podía oírle reír. En aquel momento, Pedro volvió con la fuente de patatas y carne.

—¿Tienes mucho apetito? —preguntó él mientras la servía.

—Me muero de hambre.

—Yo también.

Pedro se sentó enfrente de ella. El asado resultó perfecto. La cena transcurrió agradablemente, y Paula descubrió con sorpresa que estaba disfrutando. Le ayudó servir el postre y el café, pero no aceptó una segunda copa de coñac.

—No quiero más. Me prometiste contestar a mis preguntas.

—Adelante, pregunta lo que quieras —dijo él, volviendo a llenar su copa.

—Empecemos por el consorcio. ¿Quién es esa gente, Pedro?

—Amigos míos. Gente con la que he hecho buenos negocios durante los últimos diez años.

—¿Y están dispuestos a invertir en tus proyectos sin siquiera supervisarlos?

—Así es.

—No lo entiendo. Maiden Point costará montañas de dinero.

—Y el consorcio ganará mucho dinero también. Ya lo he hecho antes, Paula. Confían en mí.

—No como yo.

—A diferencia de ti.

Se la quedó mirando a los ojos y entonces hizo algo muy raro, se echó a reír a carcajadas. Paula frunció el ceño.

—Eres demasiado seria, Paula. Siempre lo fuiste. Toma, abre la boca —dijo él, cogiendo una fresa bañada de chocolate.

—Esto es muy serio, Pedro.

Pedro balanceó la fresa ante sus labios.

—Abre la boca.

—No.

—Está muy buena.

—No me apetece.

—Sólo un mordisquito.

Pe

Le había metido la fresa en la boca y no tuvo más remedio que morderla. Tenía razón, estaba muy buena, dulce y jugosa. Le dio otro mordisco, pasando los dientes por la yema del pulgar.

Los ojos de Pedro se oscurecieron al sentirlo. Le pasó el dedo por los labios y apartó la mano. Paula sintió que temblaba ante las sensaciones que despertaba su caricia. Se llevó la servilleta a los labios con manos trémulas.

Permitió que le sirviera otro brandy. Lo necesitaba para calmar sus nervios. Pedro entrechocó las copas.

—Por Lenape Bay y Maiden Point.

—Por Lenape Bay —dijo ella que no estaba dispuesta a brindar por el resto.

Cerró los ojos para sentir la calidez del licor. A pesar de todas sus bravatas, tenía los músculos en tensión. Hizo girar la cabeza para aliviar el cuello.

—¿Estás cansada?

—Un poco. Ha sido un día muy largo —dijo ella masajeándose la nuca.

Pedro se levantó de la silla y se puso tras ella.

—Déjame a mí.




lunes, 31 de agosto de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 26

 


Paula estaba frente a él vestida con el vestido de punto más ceñido que había visto en su vida. El vestido era azul, de mangas largas y escote bajo, y tan corto que no estaba seguro de dónde acababa. Ignorando su expresión, Paula entró en la casa proporcionándole una buena vista de su escote trasero que exhibía la mayor parte de su espalda.

—¿Se quedaron sin tela? —preguntó él.

Paula se observó, los ojos muy abiertos, el puro reflejo de la inocencia.

—¿No te gusta?

—Me encanta.

—Tu vino —dijo ella, dándole la botella.

Pedro estaba perplejo. Intentó disimularlo estudiando la etiqueta, cara y francesa, en lo que era un inútil acto de autopreservación. No podía evitar que sus ojos mirarán a la mujer que tenía junto a él. Paula le devolvió la mirada con aire desafiante, retándole a que encontrara algún defecto en ella. No pudo, era perfecta. El pelo castaño llamaba a sus dedos para que lo acariciaran. El maquillaje era una obra de arte que resaltaba unos labios de rosa, y el vestido… estaba tan cercano a lo indecente que su libido hervía a fuego lento.

Pedro hizo un esfuerzo por apartar su atención de los pechos y fijarla en la etiqueta de la botella.

—Es una buena cosecha.

—¿Te sorprende?

—La verdad es que no. Tu familia siempre se ha rodeado de todo lo mejor. Con el tiempo, yo también me he aficionado.

Pedro hizo un gesto que abarcaba la sala donde se encontraban pero sus ojos no se apartaron de ella.

Paula resistió la tentación de cruzar los brazos sobre el pecho. Él la miraba y eso era buena señal. A juzgar por su reacción, el vestido había merecido la semana de sueldo que había invertido en él.

Con un aire lo más despreocupado posible, contempló el antiguo salón de estar de su familia. Era evidente que Pedro había contratado a alguien para adecentar la casa, todo estaba ordenado, limpio y brillante. Había cambiado la disposición de los muebles, pero todavía conservaban ese ambiente que ella adoraba. Una punzada de nostalgia le atravesó el corazón. Respiró profundamente para apartarla de sus pensamientos. No había tiempo para la nostalgia, tenía un trabajo que hacer.

—Tiene un aspecto maravilloso. Me alegro de ver que hay gente viviendo aquí otra vez.

Pedro la invitó a sentarse y le sirvió una copa de borgoña.

—Se puede vivir, pero todavía necesita mucho trabajo. Tengo algunas ideas sobre la renovación. Cuando las dibuje, me gustaría que les echaras un vistazo —dijo mientras intentaba inútilmente mirarla a los ojos—. Si te apetece, claro.

—¿De verdad piensas quedarte? —preguntó ella, cruzándose de piernas.

Que la falda era demasiado corta, no podía negarse. Pedro sentía que tenía la cabeza en un planeta y el cuerpo en otro. No podía evitar que sus ojos fueran de un punto estratégico de Paula al siguiente. Se aclaró la garganta.

—Creí que lo había dejado claro. Me gustaría devolverle su belleza original. Tú eres la persona más indicada para aconsejarme en ese tema, ¿no crees?

—Supongo que sí.

Paula se dio cuenta de que tenía los ojos fijos en el punto donde sus piernas se cruzaban. Tuvo que hacer un esfuerzo para no tirar del borde de la falda.

—A no ser que se te haga difícil. Ya sabes, tenerme a mí viviendo en la antigua casa de tu familia y todo eso.

Pedro, lo único que se me hace difícil es creerte.

Se sentó junto a ella. No tenía más remedio. Paula podía sentir el calor que irradiaba de su cuerpo, su olor limpio y masculino. Paula miró al azul cristal de aquellos ojos y estuvo a punto de olvidar todas las preguntas.

—¿Qué puedo decir para demostrarte que soy sincero?

—La verdad, Pedro —contestó ella, bajando la mirada—. La verdad.

Pedro le alzó la barbilla. Cediendo al impulso, enredó los dedos entre su pelo. Aquellos ojos luminosos le miraron y sintió un hueco en el estómago. Deseaba besarla. No, no besarla tan sólo. Quería devorarla.

—¿La verdad? La verdad es que quiero…

La alarma del horno avisó. El asado estaba listo. Pedro dejó caer las manos.

—La cena —dijo en tono de disculpa levantándose.

Paula le sonrió cordialmente mientras él iba a la cocina. Cuando salió de la habitación, se apresuró a beberse de un trago la copa de vino. Se levantó para alisarse el vestido. Estaba muy nerviosa. Sabía que estaba sudando, pero tenía las manos heladas. Se las llevó a las mejillas para refrescarlas.

Jugar a seductora era un trabajo arduo y no estaba muy segura de servir para el papel. Ella era la aficionada, mientras que él lucía los galones de la experiencia. Sin embargo, creía estar triunfando. Pedro no había podido quitarle los ojos de encima. Confiaba en que, antes de que la noche acabara, habría conseguido su propósito. Se dirigió a la cocina, pero se quedó en la puerta, apoyando una cadera contra la pared.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 25

 


Pedro admiró su asado y roció la carne con la salsa del fondo de la bandeja. El aroma hizo que su estómago protestara de hambre. Comprobó el termostato y pinchó con un tenedor las patatas. Todo iba bien.

Se sirvió una copa de borgoña. Había aprendido a cocinar viviendo solo, primero por necesidad, luego porque le divertía. No era un gourmet, pero sabía manejarse en la cocina.

Se había convertido en una cuestión de orgullo para él. Siempre que conocía a una chica nueva le invitaba a cocinar para ella. Le divertía cambiar los papeles. Tenía mucho que ver con su propia naturaleza, nunca hacer lo que la gente esperaba de él, siempre mantenerla sobre ascuas.

Había funcionado antes y continuaba funcionando. Paula estaba totalmente confusa, que era como él deseaba que se sintiera. No confiaba en él, pero deseaba creerlo, y esa situación le bastaba para conseguir sus fines.

Había habido un tiempo en que le habría molestado hacerle a Paula una jugarreta como aquella, pero ella había sido una buena profesora. Le había enseñado que hablar era gratis, las acciones eran harina de otro costal.

Sin embargo, Pedro no podía sino ser sincero consigo mismo. Su mayor problema con Paula era él. Todavía se sentía muy atraído hacia ella, su cuerpo había vuelto a la vida al besarla y se habían despertado viejos y poderosos sentimientos. Su sentido común le decía que no era razonable estar con ella a solas. Después de aquel beso, se había sermoneado sin piedad por haber cometido una estupidez tan grande. Y claro, había terminado invitándola a cenar para llevarse la contraria a sí mismo.

La idea de que Paula fuera una invitada en la casa de su infancia era demasiado tentadora como para dejarla pasar. Quería verla en aquellas habitaciones, acariciando los muebles, recordando. Al principio, después de marcharse había soñado en una noche como esa muy a menudo, fantaseado con los comentarios de su madre. Se había visto a sí mismo sentado frente a la chimenea en zapatillas, los pies descansando sobre una antigua otomana, una copa de brandy en la mano y Paula con el uniforme blanco y negro de sirvienta atendiéndole.

Sabía que eran fantasías de adolescente pero, aun así, tenía que reconocer que las encontraba muy atractivas. Aunque ya no quería que le sirviera, todavía abrigaba el deseo de entretenerla en lo que ahora era su casa. Se preguntó si iba a hacerla sufrir y decidió que no lo sabía. Paula y el resto de su parentela siempre le habían parecido insensibles a una emoción tan vulgar como el sufrimiento. Parecían pasar por la vida en un suspiro, incapaces de cualquier emoción profunda, salvo el odio.

Sí, sabían perfectamente cómo odiar.

Cualquiera podía pensar que resultaba muy extraño su deseo de vivir en la casa del viejo enemigo, pero Pedro siempre había sentido una fascinación por aquel lugar, incluso desde muy pequeño. Recordaba la primera vez que había ido en la camioneta de su padre cuando tenía siete años. En aquella época, Mauricio y Claudio todavía hacían negocios juntos. Su padre había tenido que ir un domingo por la mañana a dejar unos documentos.

Le dijo a Pedro que le esperara en la camioneta y, a pesar de todo, le obedeció. Se entretuvo mirando las torretas pintadas de rosa y gris e imaginándose a sí mismo escalando la fachada hasta el balcón superior. Más que nada, deseó ver los cuartos del piso de arriba y qué vista tenía la bahía desde allí.

Ahora lo sabía. Había elegido el dormitorio principal desde el que se dominaba todo el paisaje marítimo. Había sido el de Claudio, y cuando descansaba en la cama doselada experimentaba una sensación de estar en casa como nunca había conocido en su vida. Estaba estableciendo un vínculo con la vieja casona, aunque tampoco figuraba en su agenda… como liarse con Paula.

La invitación a cenar tenía un doble propósito. Primero, naturalmente, tranquilizarla a propósito del proyecto. El segundo era tan importante para él como el anterior. Sentía un enorme deseo hacia ella que el tiempo no había logrado mitigar. Años atrás, había sido tan mortífero para él como un diabético que añorara los bombones. Ya no. No se trataba de amor. Nada de lo que ella pudiera decir reavivaría aquel fuego. Era lo único de lo que estaba absolutamente seguro.

Su corazón estaba a salvo.

Cuando sonó el timbre sintió que una oleada de puro placer le corría por las venas. Sonriendo, tomó un último sorbo de vino. La imagen de Paula esperando a que le permitiera entrar en su antigua casa merecía ser paladeada.

Alzó los ojos al techo mientras se levantaba.

«¿Estás mirando, Claudio?»

Pero lo que Pedro vio disipó al instante todos sus deseos de venganza.

—Hola, Pedro.





ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 24

 


Salió del banco sin despedirse. Aunque el comentario de Pablo había pretendido tranquilizarla, había conseguido el resultado opuesto. Pedro se controlaba, pensó sintiendo escalofríos a pleno sol. Aquella sí que era una idea que la asustaba.

Comenzó a andar despacio hacia su oficina. Se detuvo al pensar que volverle a ver sólo conseguiría enfadarla aún más. Se decidió por coger el coche, una visita al centro municipal serviría para mantenerla ocupada y distraerla.

Al pasar frente a una tienda de licores tuvo una idea. Su hermano tenía razón, Dios bendijera su corazón pequeño. Todo se trataba de mantener el control. ¿Quién lo tenía, quién lo necesitaba y por qué? Si se trataba de eso, había seguido un curso de acción completamente equivocado. Había permitido que Pedro hiciera las cosas a su manera desde el principio. Había llegado el momento de cambiar aquel estado de cosas.

Había algo que seguía igual. Pedro tenía algo que ella quería, la verdad. La pregunta era, ¿qué tenía ella que Pedro pudiera desear? Lo único que Pedro había querido siempre de ella era su cuerpo. ¿Podría manejarlo? ¿Podía hacer de Mata Hari para sonsacarle la verdad sin destruirse a sí misma?

Unos años antes habría tenido que responder que no. Pero los tiempos habían cambiado. Ella era distinta. Era una mujer madura y no una adolescente incauta. Averiguar la verdad era muy importante para ella, para la ciudad, para el banco. Pedro había confiado en ella una vez y podía volver a hacerlo. Quizá, sólo quizá, Paula acabara averiguando lo que se proponía antes de que fuera demasiado tarde.

Paula sintió una enorme confianza en sí misma y en sus propias fuerzas. Ella podía vérselas con Pedro mejor que ninguna otra persona de toda la ciudad, porque cuando todo llegaba a su fin, nadie lo conocía mejor que ella. No podía fiarse de nadie más para librarse de él. Era el destino y era la justicia. Tenía que hacerlo ella sola. Rezumando convicción por todos los poros de su cuerpo, Paula entró en la tienda de licores. Antes que nada necesitaba una botella de vino.