El descapotable de Paula pasó por el camino que llevaba a Maiden Point levantando una nube de polvo. Se detuvo al ver el cartel que anunciaba el proyecto de urbanización. El cartel nuevo era muy atractivo, lleno de colores vivos y letras elegantes, merecía la pena echarle una segunda ojeada.
Como al proyecto mismo.
Como al hombre que había detrás.
Aceleró y se dirigió al piso piloto en el edificio principal. Mientras aparcaba se dio cuenta de que el Jaguar de Pedro no estaba junto a la entrada, como era habitual.
La habían enviado a cazarle. La fiesta de Pablo no podía salir bien sin el invitado de honor. Le habían llamado a su oficina, pero el contestador les había informado de que se encontraría en las obras. Era obvio que Pedro se había olvidado de la fiesta. Puesto que no había teléfono en Maiden Point, Pablo había sugerido, delante de todo el mundo, que fuera Paula a recogerle. Sus protestas habían sonado débiles, incluso a sus propios oídos, así que allí estaba, sintiéndose como una estúpida.
Porque estaba claro que Pedro la había evitado desde la cena en su casa. Al principio se había sentido más que contenta con que se limitara a saludarla al pasar. Se dijo a sí misma que no quería verlo, que le hacía sentirse incómoda, demasiado consciente de ciertos sentimientos y sensaciones. Después del episodio de la cena había decidido que era demasiado peligroso estar a solas con él.
Pero conforme pasaban las semanas, empezó a preguntarse por qué se mostraba tan evasivo. ¿Qué ocultaba? ¿Qué hacía todo el día encerrado en la oficina? Siempre que se asomaba estaba hablando por teléfono. ¿Con quién?
Paula se fue sin entrar a la obra. El sentido común le decía que Pedro debía haberse ido a casa y que lo mejor sería volver a la fiesta y comunicárselo a Pablo. Pero, por el contrario, tomó la dirección de la vieja casona victoriana.
La puerta principal estaba abierta. Cuando nadie respondió a sus llamadas, entró. La brisa fría que se levantaba del mar creaba una corriente en el vestíbulo. Paula echó de menos la chaqueta que había dejado en el coche.
La cocina estaba desordenada. Había un emparedado a medio comer sobre la mesa. Echó un vistazo al malecón. Pedro estaba de rodillas parcheando con madera nueva la construcción decrépita. Ella tuvo que agarrase a la barandilla para mantenerse en equilibrio sobre sus tacones altos.
Pedro estaba desnudo de cintura para arriba. Cuanto más se acercaba, más atractivo le parecía. Tenía la piel bronceada por el sol y brillante de sudor. Los músculos se le hinchaban mientras introducía la madera nueva entre la vieja. Paula se detuvo para aprovechar la rara oportunidad de poder llenarse con su imagen.
Las manos trabajaban con gracia y eficiencia. Demasiado bien recordaba ella el tacto que tenían al acariciarla. Se echó a temblar. Era un magnífico ejemplar de hombre, tenía que reconocerlo a pesar de lo que hiciera o dijera. Nada podía cambiar aquella verdad.
Antes de que pudiera saludarle, Pedro arrojó unos cuantos trozos de madera al agua y se zambulló tras ellos. Ella se asomó al borde para verlo, pero parecía haber desaparecido. La brisa le levantó la falda amplia y Paula se la sujetó mientras se apoyaba en la barandilla a contemplar el día. Los últimos coletazos del verano, con un ligero olor a otoño en el aire, hacían unos días espléndidos en aquella área. Se dio la vuelta para buscarle.
Así fue como la vio Pedro cuando subió al malecón. El viento le agitaba ropas y cabellos. El sol comenzaba a declinar hacia el horizonte y su figura solitaria se erguía en un oscuro contraste contra el inmenso cielo sin nubes.
Pedro inclinó la cabeza mientras la observaba con una expresión seria. Tenía un aspecto maduro y apetitoso, como las sandías que llevaba estampadas en el vestido. Le gustaba así, cuando podía mirarla sin que lo supiera. Entonces no tenía que simular que no sentía nada por ella, algo que no podía permitirse cuando ella lo miraba con la expresión de desdén característica de los Chaves. En aquellas ocasiones, podía dejar que su imaginación volara hacia un tiempo donde ella le había mirado de una manera bien distinta. Sus ojos de avellana le habían hablado de cosas muy íntimas, cosas que había enterrado demasiado profundamente para resucitarlas. Era una lástima que ya no fueran tan elocuentes.
En silencio, caminó hacia ella.
«Una verdadera lástima».