El grupo empezó a hablar entre ellos. Pedro estudió todos los rostros y se detuvo al mirar a Paula. Ella no participaba en las discusiones que se suscitaban a su alrededor, le estaba estudiando.
—¿Qué me va a costar a mí? —preguntó el banquero.
—Mucho, pero todas las reinversiones se harán a través de este banco. Todas las hipotecas, todos los préstamos de renovación se gestionarán en este banco. En otras palabras, inicialmente serás tú quien corras todos los riesgos, pero, a la larga, recogerás todos los beneficios.
Los ojos de Pablo se encendieron, Pedro casi podía ver el signo del dólar bailando en su cabeza. Por primera vez, dio gracias a Dios por haber llamado a Claudio a su seno. Tanto como había odiado al viejo, había respetado su mente aguda y astuta. Por suerte, Pablo no había heredado ninguna de sus cualidades.
Paula observaba mientras Pedro sonreía, incapaz, al parecer, de dominar su satisfacción un segundo más. Echó un vistazo en torno a la mesa y no pudo dar crédito a lo que veían sus ojos. La mayoría de aquellos hombres nunca habían podido disimular el profundo disgusto que sentían hacia el rebelde de Pedro. Habrían visto con alegría cómo lo metían en la cárcel, o algo peor de haber sido legalmente posible. Y allí estaban, babeando, dispuestos a caer a sus pies porque les había ofrecido sacarles de sus dificultades financieras.
Lo estudió mientras se sentía consumida por un intenso deseo de zambullirse en su mente para averiguar lo que se proponía en realidad. Ni por un segundo se había tragado que había llegado allí impelido por la bondad de su corazón.
—Yo tengo una pregunta —dijo ella.
Todo el mundo dejó de discutir y se volvió a mirarla.
—Por favor —dijo Pedro, extendiendo la palma de la mano hacia ella en un gesto condescendiente.
—Me gustaría saber qué es lo que sacas tú de esto, Pedro.
—Muy fácil, Paula. Dinero.
—¿Nada más? ¿Sólo dinero?
—Creo que es una razón perfectamente buena —dijo él paseando la mirada por los presentes—. ¿Ustedes no?
—De acuerdo, entonces. Plantearé la pregunta de otra forma. ¿Por qué aquí, Pedro? ¿Por qué nosotros, precisamente?
La sala quedó sumida en el silencio mientras el rostro de Pedro se ponía muy serio. Todos lo miraban intensamente, pero nadie más que Paula. Comenzó en sus ojos. El azul acuarela se tornó cálido y vibrante, los entornó un milímetro antes de que su boca se curvara en una sonrisa seductora.
—Creo que debería ser lo más obvio de todo. Esta es mi casa. Siempre lo ha sido y siempre lo será.
Paula inclinó la cabeza y alzó las cejas.
—Disculpa si soy cínica, Pedro, pero si no recuerdo mal, te fuiste de casa en unas circunstancias no demasiado favorables.
Pedro se echó a reír.
—Eres increíble, de verdad. Crees que todos los presentes saben o han oído hablar de esa vieja historia. Sin embargo, por lo que a mí respecta, sólo es agua pasada. Admito que era un adolescente, que estaba equivocado. Si lo que quieres es una disculpa, aquí la tienes. Me siento apenado delante de todo el mundo por todos los problemas que le causé a la ciudad hace tantos años.
Apartó la mirada de Paula para abarcar al resto del grupo.
—Pero como pueden ver he cambiado. Quiero hacer algo por esta ciudad. No sé, quizá sea una manera de compensarla por todo lo malo. Quiero restaurar la vieja casona de los Chaves y traer a mi madre para que pueda vivir junto a sus viejos amigos. Y sí, quizá hacer que se sienta un poco orgullosa de su hijo.
Pedro se puso en pie.
—Eso es lo que este proyecto significa para mí. No decidan ahora mismo. Estudien el plan, compruébenlo. Quiero que cada uno de ustedes respalde el proyecto al cien por cien. Estoy convencido de que cuando lo hayan estudiado a fondo estarán de acuerdo en que es un buen trato para todos. Espero que me den la oportunidad de demostrárselo.
El aplauso la dejó estupefacta, casi tanto como la visión de aquellos hombres adultos dándose empellones para estrechar primero la mano de Pedro. Si hubiera tenido pañuelo habría tenido que secarse los ojos, tan emocionante había sido el discurso. Quiso estudiarle por encima del grupo, pero él recibía las felicitaciones con una expresión tan natural y amable como antes contrariada.
Y ella no lo creía. Ni por un instante.
Se sentó y esperó a que él acabara de estrechar la última mano y de palmear la última espalda. Esperó mientras charlaba con Pablo, aclarando los puntos más delicados, quedando para discutirlos más tarde.
De vez en cuando, él miraba en su dirección, diciéndole con el menor movimiento de su cabeza que sabía lo que estaba pensando. Le mortificaba que pareciera divertirse tanto. Mientras observaba cómo salía el grupo, babeando palabras de alabanza, sacudió la cabeza.
Se sentía como Dory en el País de Oz.
—De acuerdo, alcaldesa. Escúpelo ya —dijo Pedro cuando el último hombre hubo salido.
—No sé a qué te refieres.
—Por la cara que pones, yo diría que piensas en una palabra que empieza por n y acaba por o.
—¿Tan transparente soy?
—Sólo para mí, pequeña.
—No lo entiendo, Pedro —dijo ella mirándolo fijamente—. Nos odias, lo sé.
—Ya no. Bueno, admito que durante un tiempo, sí. Me pasaba la mitad del día odiando a todos y cada uno de los habitantes de esta ciudad. La otra mitad me la pasaba compadeciéndome a mí mismo. Pero, ¿sabes una cosa? Eso te hace viejo muy rápido. Se ha acabado, Paula. Por éstas.
E hizo la cruz sobre el corazón. Aquel gesto infantil la afectó más que cualquier palabra que hubiera podido decir. Parecía sincero, deseaba creerle con tanta intensidad que casi le dolía. Miró al fondo de aquellos maravillosos ojos azules y se echó a temblar por dentro. Le asustaba darse cuenta de cuánto deseaba que fuera él quien llegara a rescatarlos, a salvar la ciudad. El ángel de la guardia más improbable que hubieran podido imaginar en sus sueños más descabellados.
Pero, si en verdad era él el único que podía ayudarles, sería una estúpida al dejar que las viejas heridas y sospechas se interpusieran en su camino.
—Muy bien, Pedro. Mantendré una mentalidad abierta.
—Es todo lo que pido.
Paula sonrió. La primera sonrisa sincera que le había dedicado desde que había vuelto. Él se la devolvió y le tendió la mano. Ella la aceptó y sintió cómo su calor le traspasaba todo el cuerpo.
—Sólo dame la oportunidad, Paula. Ya verás. Te lo prometo. Ya lo veréis todos.
Le apretó la mano con fuerza mientras ignoraba los buenos sentimientos que rezumaban de su alma. No había sitio para ellos.
«Ya veréis todos vosotros».