sábado, 29 de agosto de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 17

 


Murmurando una excusa, fue a registrar en su armario, buscando una vieja bata de Andres que tenía que estar por alguna parte. Al sacudirla, se dio cuenta de que sería demasiado pequeña. Suspiró. Tendría que servir. No podía soportar la idea de sentarse junto a un Pedro medio desnudo mientras cenaban.

El fuego había prendido y las chispas subían por la chimenea cuando entró en el estudio.

—¿Qué es eso? —preguntó Pedro.

—Una bata. Pensé que tendrías frío.

Pedro miró hacia el fuego y después a ella. Sonrió.

—Claro, pequeña. Déjamela.

Cuando pasó los brazos por las mangas se descubrió que le quedaban un poco más abajo del codo. La bata le llegaba por encima de las rodillas. No pudo cerrarla, pero se ató el cinturón. Por lo que a Paula concernía, le tapaba varias áreas vitales para su tranquilidad mental.

—¿Mejor? —preguntó él, remedando un pase de modelos.

—Mucho mejor.

El microondas avisó, Pedro la ayudó con los platos y lo llevaron todo al estudio. Paula lo observó mientras comía. Parecía muy tranquilo, pero ella estaba a punto de subirse por las paredes. Habían pasado quince años, pero podía recordar vividamente cada detalle, la mirada de sus ojos antes de besarla, el tacto de sus manos en la espalda, la dureza de su cuerpo mientras se apretaba contra ella a la luz de la luna….

Sacudió la cabeza. Eran ideas tontas, pensamientos peligrosos.

—¿Te apetece un café?

—Claro. Si no te es mucha molestia.

—No, ya lo tengo hecho. Y tengo un brandy estupendo para acompañarlo.

—¡Hum! —suspiró él, cuando olió primero el café y luego la copa de brandy—. Es magnífico.

Paula sonrió. Dejó que el calor del fuego y su aprobación la envolvieran.

—Has mencionado que quieres volver con tu madre. ¿Lo decías en serio?

—Sí. En cuanto el proyecto esté acabado enviaré a buscarla. Tengo planeado pasar un tiempo arreglando la casa. Aparte de Pablo y de ti, nadie le tiene tanto cariño como mi madre.

Paula se sintió incómoda con aquella referencia a que su madre había limpiado la casa para su familia. Siempre había sido muy sensible a ese tema. Pero no sabía si todavía lo era, ahí estaba el problema. Aquel nuevo y mejorado Pedro era una mercancía desconocida.

—¿Cómo se encuentra?

—Si me preguntas si logró superar la muerte de mi padre, la respuesta es sí. Ha hecho grandes progresos en los últimos años, sobre todo desde que empecé a ganar dinero y pude retirarla. Le debo mucho.

—Yo la recuerdo como una persona muy reservada y tranquila. No hacía mucha vida social.

Pedro soltó una risa sarcástica.

—Bueno, ser la madre del gamberro oficial no contribuyó a aumentar su popularidad.

—Lo siento.

—Me lo he preguntado a menudo —dijo él mirándola.

—¿A qué te refieres?

—Si de verdad lo sentías.

—Sólo es una expresión. No me estaba disculpando contigo. No tengo nada de lo que disculparme.

—No, ¿verdad? —preguntó él, más para sí mismo que para Paula.

Pedro

—Dejémoslo. Historia pasada.


ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 16

 


Paula acarició el teléfono. Acababa de hablar con su hermano en un intento de despejar sus dudas sobre Pedro y su proyecto. La ciudad era un hervidero. No había visto tanta actividad desde la celebración del bicentenario hacía tres años. No le gustaba admitirlo, pero la llegada de Pedro le había infundido a la ciudad algo de lo que había carecido durante mucho tiempo, esperanza. Aunque no estaba del todo convencida de sus intenciones, no podía negar que era el pinchazo que necesitaban para ponerse en movimiento.

Las noticias viajaban con rapidez, por la tarde había recibido tres llamadas de los alcaldes de otras tantas ciudades de la bahía interesándose por el proyecto de Maiden Point. Querían saber si Lenape Bay había aceptado el plan y si no, que les diera el nombre del inversor. Todos tenían un terreno de primera que le venía que ni pintado al proyecto.

El frenesí se había contagiado a los periódicos del área, los rumores volaban como ráfagas de un huracán furioso. Se había pasado la mayor parte del día intentando separar la verdad de la ficción y había perdido un tiempo precioso para meditar en profundidad la propuesta de Pedro y juzgar sus méritos.

Tenía la sensación de ser la única persona que se preocupaba de ese aspecto del problema. Todo el mundo con quien había hablado daba el proyecto como cosa hecha. Ningún hombre de negocios había perdido el tiempo en llamar por teléfono y comprobar la lista de inversores, ni siquiera para comparar aquel plan con otros proyectos que Pedro había puesto como ejemplo para Maiden Point.

Sabía que no le correspondía a ella hacerlo. Era responsabilidad de Pablo y del resto de concejales, pero no estaba dispuesta a sentarse de brazos cruzados y dejar que comprometieran a la ciudad en lo que podía ser un enorme error o un regalo del cielo.

Necesitaba tiempo, en un mes ella y su secretaria podían recabar toda la información necesaria para tomar una decisión ponderada. Pero antes tenía que convencer a Pablo y al resto del ayuntamiento de que se tranquilizaran, se lo tomaran con calma y lo meditaran con las cabezas frías.

Mucho se temía que iba a ser algo más fácil de decir que de hacer.

Paula giró sobre sus talones al oír que se abría la mosquitera de la puerta del patio. Con una mano en el corazón, se relajó al ver que era Pedro.

—¡Casi me matas del susto! —dijo abriéndole la puerta de seguridad—.Una ráfaga de viento helado la golpeó mientras él entraba y se apresuró a cerrarla de nuevo.

—Lo siento —se disculpó él—. Vi la luz y pensé en dejarme caer por aquí. Pero si estás ocupada…

—No, no. Pasa. Tienes que estar helado.

—No. El viento es frío, pero el agua está caliente. Aunque me parece que estoy mojando tú alfombra.

—¿No llevas nada debajo del traje de agua?

—Depende en lo que estés pensando —dijo él sonriendo.

—Saca tu mente de la alcantarilla, Alfonso. Me refería a que te pusieras algo seco.

Él rió y se bajó la cremallera, revelando que llevaba puesto un bañador. El vello de su pecho brillaba de humedad, una zona dorada que se iba estrechando hasta desaparecer en la cintura del bañador. Paula tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la mirada, su cuerpo era demasiado duro, demasiado masculino, demasiado viril para echarle tan sólo una ojeada.

Se descubrió a sí misma yendo hacia el armario de la ropa blanca.

—Toma —dijo dándole una toalla de baño enorme—. Sécate.

—Gracias.

Pedro se quitó el traje de goma y lo dejó fuera antes de secarse. Paula observó hipnotizada cómo se frotaba vigorosamente el pecho, los brazos, las piernas. Cuando se echó la toalla sobre la cabeza para secarse el pelo, Paula aprovechó la oportunidad para estudiarlo. Tenía unas piernas largas y musculosas, y su traje de baño, aunque de tipo pantalón, era lo suficientemente corto y ceñido como para dar una buena idea de lo que había debajo.

Sintió que le ardían las mejillas. Había pasado mucho tiempo sin un hombre. Y aquel era el peor que podía elegir para cambiar aquella situación. Su raciocinio sabía que era verdad, pero su corazón y su cuerpo tenían recuerdos propios que no eran fáciles de dejar a un lado. El pulso se le aceleró latiéndole en los oídos hasta que no pudo escuchar ningún otro sonido. La toalla dejó al descubierto la cabeza. Como si hubiera escuchado su canto de sirena, los ojos de Pedro se oscurecieron mientras su miradas se encontraban.

Paula se pasó la lengua por los labios.

—¿Has comido… algo?

—No —dijo él, mientras sus labios formaban una sonrisa lenta.

—¿Quieres acompañarme?

—Me encantaría.

—Sólo tengo las sobras de un solomillo —dijo ella entrando en la cocina.

—Estupendo. No he comido nada en todo el día.

Paula puso el plato en el microondas y apretó unos cuantos botones.

—¿Un día ocupado?

—¿Tú también? —preguntó él.

—La verdad es que has logrado que la ciudad se estremeciera.

—Era lo que intentaba. Necesito que todo el mundo me preste atención.

—Puedes apostar a que ya lo has conseguido.

Pedro se apoyó en el quicio de la puerta y cruzó las piernas. Ella decidió que era demasiado grande para su cocina, su presencia empequeñecía la habitación. La empequeñecía a ella. De repente, necesitaba espacio para respirar.

—Comamos en el estudio. Hace bastante frío como para encender la chimenea, ¿no?

—Claro. Déjame a mí —dijo cogiéndole el encendedor de las manos.

Mientras él se agachaba frente al hogar, Paula cruzó las manos sobre el pecho para evitar extenderlas y acariciar su espalda. Algo no marchaba bien. Si tenía que cenar con él, necesitaba que se cubriera.


viernes, 28 de agosto de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 15

 


Su naturaleza dulce y atenta fue demasiado para que un cínico y joven Pedro pudiera resistirse. Paula rompió sus muros defensivos, llegó a lo más profundo y vio cosas que las demás no podían ver. Había sido la única persona en el mundo, aparte de sus padres, a la que le había confiado sus más secretos sentimientos e ideas. Nunca habría creído que fuera capaz de hacerle lo que le hizo.

Un chorro de espuma le salpicó la cara. Podía recordar con la claridad del cristal aquella mañana después del baile de graduación en la que se había sentado patéticamente en el suelo de la cabaña, en el punto exacto donde habían hecho el amor. El saco de dormir entre las piernas mientras esperaba impaciente a que ella volviera, su mente tan llena de proyectos que no oyó el motor de los coches que se acercaron.

El sol acababa de salir cuando la puerta se abrió de un portazo y apareció el cuerpo voluminoso de Claudio Chaves. El odio en los ojos del viejo era fuerte, pero ni la mitad de amenazador que el bate de béisbol que blandía en las manos. Cuando la cara estragada de Pablo apareció detrás de su padre, Pedro pensó que estaba perdido.

Pero Claudio no usó el bate, no tuvo necesidad. Se plantó delante de él con las piernas abiertas, golpeando el bate contra la palma de su mano mientras hablaba con tanta suavidad como si se encontrara en la iglesia.

—Este es el final de la carrera, muchacho, el final. Tienes una hora para salir de Lenape Bay, o haré que te metan en la cárcel tan rápido que tu cabeza de niño bonito no sabrá ni dónde estás.

—No malgastes saliva —respondió él con el corazón en un puño pero la mirada helada—. Tengo listo el equipaje, pero no me iré solo.

Claudio entrecerró los ojos un momento antes de distender los labios en una sonrisa amplia.

—¿De verdad lo crees?

—Sé que es así.

Pablo gruñó e hizo ademán de atacarle, pero su padre le contuvo.

—¿Y a quién te crees que vas a llevar contigo?

—Lo sabes perfectamente. Vendrá en cualquier momento.

—No cuentes con ello.

—Ella vendrá.

Claudio se echó a reír a carcajadas.

—Alfonso, si de verdad piensas eso no eres tan listo como yo creía. Y, además, no tienes ni idea de cómo son las mujeres.

—¿Qué quieres decir?

—Muchacho, ¿cómo te crees que te he encontrado? ¿Cómo crees que he dado con la cabaña? ¿Cómo iba a saber que estabas aquí? ¿No se te ha ocurrido pensarlo?

Pedro tragó saliva, el nudo en su garganta crecía con cada palabra de Claudio.

—No contestas, ¿eh, chico listo? Bueno, te lo diré de todas maneras. Paula me lo contó anoche… todo. Nada más que por eso, podría hacer que te encerraran, pero me siento magnánimo esta mañana. Voy a dejar que te vayas.

—No te creo.

—¿No? Pues entonces quédate sentado y ya verás lo que pasa. No va a venir, chico, ésa es la verdad. ¿En serio crees que va a echar a perder su beca para vagabundear por el país con un perdedor como tú?

—Nos queremos.

—Paula ha cometido un desliz. Ha sido un experimento, ahora seguirá con su vida como lo teníamos planeado, sin ti.

—Quizá no me marche.

—¡Oh! Te irás ahora mismo o tu madre pagará las consecuencias.

—Deja a mi madre fuera de esto.

—No puedo. No sólo trabaja para mí sino que también tengo la hipoteca de su casa. ¿Te has olvidado de que me la entregaste en bandeja de plata? —rió haciendo que su barriga se balanceara—. Y no me llevará ni un minuto reunir todos los papeles para hacerla efectiva. ¿No me crees? Prueba, chico. Tú ponme a prueba y la verás en la calle antes de lo que canta un gallo.

—¡Bastardo!

—Hace falta uno para reconocer a otro —dijo Claudio empujando a Pablo para que se fuera—. No estés aquí cuando vuelva, Pedro. No seré tan amable la próxima vez. Y otra cosa. No quiero volver a ver tu cara nunca más.

Pedro viró a la derecha para cortar hacia la costa. Claudio no había vuelto a verle la cara, en eso se había salido con la suya. La había esperado, había sido la espera más larga de su vida, allí sentado, con el sol entrando por las ventanas hasta que estuvo alto en el cielo.

Se había portado como un cabezota. Aun así, había pasado con la moto por delante de su casa de camino a la carretera general. Pablo le esperaba en la puerta, dispuesto a pelear con él. Pedro había acelerado el motor para hacerle saber a Paula que estaba allí, mientras ignoraba las bravatas de su hermano diciendo que ella no quería volver a verlo. Estuvo a punto de tirarse de la moto y arrollar a Pablo cuando vio un movimiento en las cortinas de su habitación. Al mirar otra vez, ella dio un paso atrás y las cortinas se quedaron quietas.

Pedro todavía recordaba el vacío en su estómago devorándole las entrañas, convirtiéndole en piedra. Se había ido de la ciudad con un nudo en la garganta y una brecha en el corazón. El orgullo había evitado que volviera. Una vez, meses más tarde, después de haber bebido, la había llamado. Claudio había cogido el teléfono y él había colgado.

La traición de Paula había sido la píldora más amarga que había tenido que tragar en toda su vida, el vacío de su alma nunca había llegado a curarse del todo. Había habido otras mujeres en su vida, pero ninguna le había llegado tan dentro como ella. Había llenado el vacío con odio y una sed de venganza tan intensa que le había impulsado durante todos aquellos años, centrándole, dándole fuerzas para continuar, con los ojos puestos en la meta final: la destrucción de los Chaves hasta que no quedara ninguno.

Pedro detuvo el motor y se acercó al malecón de Paula. Se lanzó al agua y subió a tierra firme pensando que sus sentimientos estaban entremezclados. Era mejor tratar con ella en su despacho, mejor tratarla como la alcaldesa Wallace que como Paula. Sospechaba de él y eso no presagiaba nada bueno. Necesitaba que estuviera a su lado, quizá más que ningún otro. Convencerla de su sinceridad iba a ser una batalla ardua, por decirlo suavemente. Pero no había nada que le gustara más que un buen desafío.

Se sacudió, el viento frío le helaba, sabía que tenía que tomar rápidamente la decisión de quedarse o irse. No podía quedarse allí toda la noche, contemplando la luz que salía de la granja, tratando de decidir qué era lo que más quería, si ver a Paula otra vez o mantenerse a salvo.

Pedro amarró la moto al malecón y anduvo el sendero que llevaba a su puerta trasera




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 14

 


El aire estaba frío, el agua caliente. Pedro puso en marcha el motor de la moto acuática y se deslizó hacia el centro de la bahía. El sol se encontraba muy bajo, aunque oscurecido por un palio de nubes. Puso rumbo directo a aquella luz tamizada.

Era su hora preferida en la bahía. De pequeño, se escapa hasta allí y se sentaba en el muelle para mirar el atardecer mientras tiraba trozos de conchas rotas al mar y soñaba sueños de niño. Ser adulto, ser capaz de hacer lo que quisiera cuando le viniera en gana.

Algunos de sus mejores recuerdos de Lenape Bay eran de allí, lejos de la ciudad, lejos de los profesores, los tenderos y de la gente normal que hacía su vida tan miserable. Aquel lugar representaba la libertad, incluso ahora que ya era un adulto que podía hacer lo que quería cuando le venía en gana, descubría que lo que más añoraba era la paz espiritual que encontraba sentado en el malecón.

Rodeó una boya para adentrarse en el mar. Se preguntó si se comportaría de una manera distinta de tener la oportunidad de volver a repetirlo. Lo dudaba. Había algo en su interior, algo que nadie parecía entender, una energía que le impulsaba a hacer las cosas de esa manera. Nunca había entendido por qué todo el mundo quería que se conformara con comportarse como ellos, cuando su manera funcionaba perfectamente.

Lo había demostrado de múltiples formas desde que se había marchado, aunque ninguna tan espectacular como su carrera en el negocio inmobiliario donde había comprado propiedades que los expertos habían calificado de inservibles para convertirlas en oro puro.

Pedro sonrió mientras levantaba su rostro al viento y a la espuma. Su madre siempre había dicho que su lema debía ser «¡No me digas qué he de hacer!». Tenía razón. No había un modo mejor de asegurarse de que hiciera algo que decirle que no era capaz de hacerlo.

Describiendo una amplia curva, puso rumbo al sur. La moto rebotaba con rudeza sobre las olas, de modo que tenía que sujetarse con fuerza para mantener el control. Le encantaba la velocidad, siempre le había gustado. Le daba igual que fuera en tierra, en el aire o en el mar, ninguna otra cosa le proporcionaba aquella sensación de poder. También le obligaba a concentrarse tanto que todas las tensiones desaparecían de su mente.

Había sido un día muy largo. Había trabajado mucho desde primera hora de la mañana. Se había quedado a disposición de los miembros del ayuntamiento para contestar sus preguntas durante el resto de la jornada. Cuando había vuelto a casa, el teléfono no había dejado de sonar con llamadas de otra gente interesada en lo que tenía que decir.

Con todo, había ido bien, mejor incluso de lo que él había esperado. Pablo Chaves había desarrollado todo su potencial como tonto del pueblo tal como él se lo había imaginado. El viejo cabeza hueca, orgullo del fútbol local, se había convertido en el cabeza hueca que presidía el banco. Se preguntó si Claudio estaría por ahí arriba, o mejor dicho, por ahí abajo, contemplando toda su charada, sacudiendo la cabeza y descargando su puño, rojo de ira. No sería otra cosa que justicia, pero el destino le había arrebatado aquella carta de las manos. Pedro se había reconciliado con el hecho de que alguien infinitamente más poderoso y justo que él le estaba dando su merecido.

Se estaba levantando viento y decidió que era hora de regresar. Se dio cuenta de que se había alejado mucho de su casa y que se acercaba a la bocana de la bahía. Había oscurecido, pero podía ver las luces de una granja en una pequeña ensenada. El descapotable rojo en el camino le dijo que se trataba de la casa de Paula.

Redujo la velocidad mientras sopesaba si era inteligente hacerle una visita sorpresa. La alcaldesa Paula Wallace era definitivamente parte de su plan, incluso el punto más importante. Pensó en la reunión de por la mañana. Se había convertido en la hija de Claudio, con su mirada condescendiente y su aire de fría superioridad. Era divertido que no se hubiera dado cuenta mientras crecían juntos, él, que siempre lo sabía todo. Y era todavía más divertido que se hubiera enamorado tanto de ella hasta el punto de estar ciego a sus mentiras. Lo más divertido de todo era el modo en que ella había descubierto su juego.

La primera vez que le había pedido una cita sólo había pretendido que Claudio se sintiera despechado. Conocía a Paula, pero no se movían en los mismo círculos. Ella era la perfecta chica americana, la jefa de las animadoras, la ganadora de becas que iba a comerse el mundo. Él era el hijo de un obrero de la construcción que venía del lado equivocado de la sociedad. Su educación estricta la hacía parecer demasiado rígida para sus gustos.

Pero aún así, no se sorprendió cuando ella aceptó. Aunque no era una estrella del deporte, ni de los que iban al club de campo, las chicas se morían por salir con él. No se engañaba, sabía que era su atractivo y su aura de peligro lo que las atraía, y él sabía aprovecharse de las ventajas. Al principio, Paula había sido una de tantas, un medio para conseguir un fin, pero luego su plan fracasó estrepitosamente.

Se enamoró hasta la médula de ella.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 13

 


El grupo empezó a hablar entre ellos. Pedro estudió todos los rostros y se detuvo al mirar a Paula. Ella no participaba en las discusiones que se suscitaban a su alrededor, le estaba estudiando.

—¿Qué me va a costar a mí? —preguntó el banquero.

—Mucho, pero todas las reinversiones se harán a través de este banco. Todas las hipotecas, todos los préstamos de renovación se gestionarán en este banco. En otras palabras, inicialmente serás tú quien corras todos los riesgos, pero, a la larga, recogerás todos los beneficios.

Los ojos de Pablo se encendieron, Pedro casi podía ver el signo del dólar bailando en su cabeza. Por primera vez, dio gracias a Dios por haber llamado a Claudio a su seno. Tanto como había odiado al viejo, había respetado su mente aguda y astuta. Por suerte, Pablo no había heredado ninguna de sus cualidades.

Paula observaba mientras Pedro sonreía, incapaz, al parecer, de dominar su satisfacción un segundo más. Echó un vistazo en torno a la mesa y no pudo dar crédito a lo que veían sus ojos. La mayoría de aquellos hombres nunca habían podido disimular el profundo disgusto que sentían hacia el rebelde de Pedro. Habrían visto con alegría cómo lo metían en la cárcel, o algo peor de haber sido legalmente posible. Y allí estaban, babeando, dispuestos a caer a sus pies porque les había ofrecido sacarles de sus dificultades financieras.

Lo estudió mientras se sentía consumida por un intenso deseo de zambullirse en su mente para averiguar lo que se proponía en realidad. Ni por un segundo se había tragado que había llegado allí impelido por la bondad de su corazón.

—Yo tengo una pregunta —dijo ella.

Todo el mundo dejó de discutir y se volvió a mirarla.

—Por favor —dijo Pedro, extendiendo la palma de la mano hacia ella en un gesto condescendiente.

—Me gustaría saber qué es lo que sacas tú de esto, Pedro.

—Muy fácil, Paula. Dinero.

—¿Nada más? ¿Sólo dinero?

—Creo que es una razón perfectamente buena —dijo él paseando la mirada por los presentes—. ¿Ustedes no?

—De acuerdo, entonces. Plantearé la pregunta de otra forma. ¿Por qué aquí, Pedro? ¿Por qué nosotros, precisamente?

La sala quedó sumida en el silencio mientras el rostro de Pedro se ponía muy serio. Todos lo miraban intensamente, pero nadie más que Paula. Comenzó en sus ojos. El azul acuarela se tornó cálido y vibrante, los entornó un milímetro antes de que su boca se curvara en una sonrisa seductora.

—Creo que debería ser lo más obvio de todo. Esta es mi casa. Siempre lo ha sido y siempre lo será.

Paula inclinó la cabeza y alzó las cejas.

—Disculpa si soy cínica, Pedro, pero si no recuerdo mal, te fuiste de casa en unas circunstancias no demasiado favorables.

Pedro se echó a reír.

—Eres increíble, de verdad. Crees que todos los presentes saben o han oído hablar de esa vieja historia. Sin embargo, por lo que a mí respecta, sólo es agua pasada. Admito que era un adolescente, que estaba equivocado. Si lo que quieres es una disculpa, aquí la tienes. Me siento apenado delante de todo el mundo por todos los problemas que le causé a la ciudad hace tantos años.

Apartó la mirada de Paula para abarcar al resto del grupo.

—Pero como pueden ver he cambiado. Quiero hacer algo por esta ciudad. No sé, quizá sea una manera de compensarla por todo lo malo. Quiero restaurar la vieja casona de los Chaves y traer a mi madre para que pueda vivir junto a sus viejos amigos. Y sí, quizá hacer que se sienta un poco orgullosa de su hijo.

Pedro se puso en pie.

—Eso es lo que este proyecto significa para mí. No decidan ahora mismo. Estudien el plan, compruébenlo. Quiero que cada uno de ustedes respalde el proyecto al cien por cien. Estoy convencido de que cuando lo hayan estudiado a fondo estarán de acuerdo en que es un buen trato para todos. Espero que me den la oportunidad de demostrárselo.

El aplauso la dejó estupefacta, casi tanto como la visión de aquellos hombres adultos dándose empellones para estrechar primero la mano de Pedro. Si hubiera tenido pañuelo habría tenido que secarse los ojos, tan emocionante había sido el discurso. Quiso estudiarle por encima del grupo, pero él recibía las felicitaciones con una expresión tan natural y amable como antes contrariada.

Y ella no lo creía. Ni por un instante.

Se sentó y esperó a que él acabara de estrechar la última mano y de palmear la última espalda. Esperó mientras charlaba con Pablo, aclarando los puntos más delicados, quedando para discutirlos más tarde.

De vez en cuando, él miraba en su dirección, diciéndole con el menor movimiento de su cabeza que sabía lo que estaba pensando. Le mortificaba que pareciera divertirse tanto. Mientras observaba cómo salía el grupo, babeando palabras de alabanza, sacudió la cabeza.

Se sentía como Dory en el País de Oz.

—De acuerdo, alcaldesa. Escúpelo ya —dijo Pedro cuando el último hombre hubo salido.

—No sé a qué te refieres.

—Por la cara que pones, yo diría que piensas en una palabra que empieza por n y acaba por o.

—¿Tan transparente soy?

—Sólo para mí, pequeña.

—No lo entiendo, Pedro —dijo ella mirándolo fijamente—. Nos odias, lo sé.

—Ya no. Bueno, admito que durante un tiempo, sí. Me pasaba la mitad del día odiando a todos y cada uno de los habitantes de esta ciudad. La otra mitad me la pasaba compadeciéndome a mí mismo. Pero, ¿sabes una cosa? Eso te hace viejo muy rápido. Se ha acabado, Paula. Por éstas.

E hizo la cruz sobre el corazón. Aquel gesto infantil la afectó más que cualquier palabra que hubiera podido decir. Parecía sincero, deseaba creerle con tanta intensidad que casi le dolía. Miró al fondo de aquellos maravillosos ojos azules y se echó a temblar por dentro. Le asustaba darse cuenta de cuánto deseaba que fuera él quien llegara a rescatarlos, a salvar la ciudad. El ángel de la guardia más improbable que hubieran podido imaginar en sus sueños más descabellados.

Pero, si en verdad era él el único que podía ayudarles, sería una estúpida al dejar que las viejas heridas y sospechas se interpusieran en su camino.

—Muy bien, Pedro. Mantendré una mentalidad abierta.

—Es todo lo que pido.

Paula sonrió. La primera sonrisa sincera que le había dedicado desde que había vuelto. Él se la devolvió y le tendió la mano. Ella la aceptó y sintió cómo su calor le traspasaba todo el cuerpo.

—Sólo dame la oportunidad, Paula. Ya verás. Te lo prometo. Ya lo veréis todos.

Le apretó la mano con fuerza mientras ignoraba los buenos sentimientos que rezumaban de su alma. No había sitio para ellos.

«Ya veréis todos vosotros».





jueves, 27 de agosto de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 12

 


La puerta se abrió del todo y Paula hizo su aparición. Su mirada tomó nota de todos los presentes antes de detenerse en Pedro.

—Siento interrumpir pero me gustaría asistir a la reunión, si no les importa.

Paula ignoró a su hermano, se dirigió a Pedro.

Sentado presidiendo la mesa, no le cabía duda de que era él quien llevaba la batuta del concierto.

Al despertarse aquella mañana, le había parecido que el aire a su alrededor estaba cargado de electricidad. Todavía somnolienta, le había costado un minuto identificar la fuente de la tensión. Después, había caído sobre ella con la fuerza de un puñetazo. Pedro había vuelto.

Había saltado de la cama y se había duchado a la velocidad del rayo. Lorena le había informado de que su hermano había salido temprano. Tenía que asistir a una reunión del ayuntamiento en los locales del banco. Había colgado el teléfono con el convencimiento de que fuera cual fuera el propósito de Pedro ya llevaba un paso, posiblemente dos, de delantera sobre ella y cualquiera de Lenape Bay.

Con una velocidad y energía que no había sentido en muchos años, se había vestido y llegado a la ciudad a tiempo de llegar a la reunión. Si la mirada divertida en los ojos de Pedro significaba algo, no debía haberse dando tanta prisa. Miró la silla a su izquierda, como si intencionadamente la hubiera dejado vacía para ella.

Pedro observó que toda una gama de emociones pasaba por su rostro. Tenía un aspecto sensacional. La noche anterior le había parecido cansada, desgastada y lo inesperado de su llegada le había pillado por sorpresa. No quería que se diera cuenta de sus pensamientos, pero la luz del día acentuaba el color avellana de sus ojos, los reflejos de miel en sus cabellos, la blancura de su piel.

Se había puesto un traje gris con una camisa blanca y una falda que sólo era un poco corta. Muy de mujer de negocios, pero, al mismo tiempo, le sentaba perfectamente, resaltando cada una de sus curvas y la esbeltez de sus piernas.

Había olvidado sus piernas. Las recordó por un breve instante enlazadas en torno a su cintura. Supo que había mirado demasiado en el momento en que volvió a observar al resto del grupo. Todos le contemplaban con ansiedad. Tomó un sorbo de agua para dar tiempo a que Paula rodeara la mesa y se sentara en el único asiento vacante que estaba a su lado. Aclaró su garganta para proseguir y abrió su portafolios para sacar algunas carpetas que pasó para que se distribuyeran.

—Pues como iba diciendo, tengo una propuesta que exponerles para que la consideren. Si se toman un momento para leer la primera página del documento que les acaban de entregar, verán que mi propuesta implica una propiedad al norte de la ciudad, en Maiden Point.

—Es el proyecto de urbanización que abandonó la Compañía Richard —dijo el señor Antonelli.

Poseía dos pastelerías de la ciudad. Pedro estaba informado de que había perdido una bonita suma cuando el antiguo proyecto, combinación de hotel y apartamentos, se había hundido.

—Sí —dijo Pedro—. Estamos interesados en retomarlo y llevarlo a cabo.

Un murmullo recorrió la sala mientras el impacto de las palabras de Pedro se dejaba sentir.

—¿Estamos? ¿Quiénes? —preguntó Pablo.

—Un consorcio de inversores que he reunido al cabo de los años. Siempre estamos a la búsqueda de buenas oportunidades. En los últimos tiempos, con la caída del mercado de la propiedad inmobiliaria, se ha convertido en un negocio provechoso para nosotros comprar propiedades a las que se les ha ejecutado la hipoteca y reorganizar o completar el trabajo que se había comenzado. El proyecto de Maiden Point se adecua a estos criterios perfectamente.

—Pero fue a la bancarrota porque no tuvo compradores. El mercado todavía está muerto. ¿Cómo piensa vender las unidades acabadas? —preguntó uno de los asistentes.

—Buena pregunta —repuso Pedro—. Y la respuesta es muy sencilla. El precio. Ya que el proyecto continúa siendo una amenaza para el banco de Pablo, estoy seguro de que estará dispuesto a venderlo por una bicoca. ¿Me equivoco?

Todos los ojos se volvieron hacia Pablo, Pablo sintió que se le encogía el corazón. Quería a su hermano a pesar de sus diferencias, pero eso no quería decir que ignorara sus debilidades. Aunque nadie lo decía en voz alta, todos estaban de acuerdo en que no era sino la sombra del hombre que su padre había sido. Claudio no hacía pie en aquellas aguas profundas. Tras haber sido un héroe del fútbol y haber conseguido una carrera mediocre, no estaba capacitado para aquella tarea. El banco, y la ciudad junto con él, se había resentido de su administración inepta.

—Bueno, no lo sé —contestó Pablo—. Tendremos que discutirlo, Pedro.

—Naturalmente, estaré a disposición de todos ustedes para aclarar cualquier duda o pregunta —dijo Pedro—. Pero he hecho mis deberes, Pablo. Mis informes demuestran que cada mes que la banca Chaves conserva esa propiedad pierde dinero. Creí que estarías contento de que un grupo de inversores viniera y te la sacara de encima.

—Un momento…

—No, espera —dijo Pedro arrojando la carpeta sobre la mesa con un ruido seco—. Estás en dificultades. Todos están en dificultades. Lenape Bay se está muriendo, lenta pero inexorablemente, como todas las restantes ciudades de la bahía. Está muy claro que el volumen de negocios ha bajado más de un treinta por ciento, por hablar sólo de la última temporada. ¿Cuánto tiempo creen que pueden seguir así? Este proyecto va a atraer al área trescientas familias nuevas por semana, todas las semanas de la temporada. Atraeremos a una generación entera de gente nueva. Lenape Bay necesita ponerse al día y Maiden Point sólo es el primer paso.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 11

 


Pedro contempló la sala de reuniones del Chaves Central Bank. Estaba solo, sentado a un extremo de una enorme mesa de caoba. El aire acondicionado ronroneaba y el sol entraba filtrado por unas persianas verticales.

Recordó la última vez que había estado en aquella habitación. No le habían invitado a sentarse, y mucho menos en la silla presidencial. No, aquella silla estaba reservada en exclusiva para un hombre, y aquel hombre era el presidente, Claudio Chaves.

Había sido un día helado de febrero, pero mientras Pedro estaba de pie frente a Claudio, el sudor le había corrido a raudales por la espalda. Recordaba el miedo que había sentido al enfrentarse con aquel hombre, el sombrero entre sus manos nerviosas, para pedirle un préstamo y salvar lo que quedaba del negocio de su padre. Y aún más, recordaba la humillación de haber tenido que arrastrarse ante Chaves, algo que su padre jamás habría hecho por muy mal que se hubieran puesto las cosas.

Pero Mauricio Alfonso había muerto en un accidente seis meses antes y Construcciones Alfonso se iba rápidamente a pique. Su madre había intentado mantener la empresa a flote, sin embargo los clientes se habían mostrado recelosos de hacer negocios con ella y con su hijo de diecinueve años. Habían perdido contrato tras contrato, hasta que no pudieron seguir pagando las facturas de los materiales.

El banco que les había concedido los préstamos estaba a punto de ejecutarlos y Pedro había jurado que haría cualquier cosa para evitarlo, aunque eso significara humillarse ante el todopoderoso Claudio Chaves.

Se daba cuenta de que había sido una broma cruel siquiera imaginar en Claudio la generosidad de ayudar a cualquiera en aquella situación, pero sobre todo a él, al hijo de Mauricio Alfonso. Mauricio y Claudio habían roto relaciones hacía tiempo. Mauricio, harto del despotismo de Claudio, había mudado su cuenta y la tramitación de sus negocios a otro banco en una ciudad cercana. Claudio odiaba perder el control de cualquier cosa en Lenape Bay, y el hecho de que Construcciones Alfonso hubiera sido un negocio floreciente durante unos años lo llevaba clavado como una espina en el corazón.

Con todo, Pedro había sido lo bastante valiente como para dirigirse a él en busca de ayuda. Nadie se había sorprendido más que el propio Pedro cuando Claudio aprobó el préstamo utilizando una segunda hipoteca sobre su casa como aval. Incluso le ofreció a su madre trabajó para que cuidara del caserón que se alzaba sobre la bahía. Le había parecido la solución a todos sus problemas.

Pedro frunció el ceño ante su propia candidez. Aquel dinero fue utilizado para pagar los materiales, pero no tardó en descubrir que no podía continuar sin más dinero para pagar a los obreros y nuevos materiales. Claro que Claudio lo había sabido desde el principio y le negó más préstamos aduciendo que su familia carecía de avales. Hubo de venderse todo y la compañía quebró. Cuando todo terminó, se habían quedado sin un céntimo. Pero eso no fue lo peor. Lo peor fue que Claudio no sólo era el jefe de su madre, sino que también tenía su hipoteca. Había conseguido poner a los Alfonso donde los había querido desde el primer momento, en la palma de su mano.

Pedro juró devolverle la jugada por cómo se había aprovechado de ellos y les había manipulado. Sin embargo, a los diecinueve años sus oportunidades de hacer daño a la banca Chaves eran limitadas, por decirlo de una forma suave. No obstante, Pedro encontró una manera de vengarse, aunque fuera a un nivel exclusivamente personal.

Pedro había perseguido metódicamente y sin descanso a la niña de los ojos de Claudio y de toda Lenape Bay. Funcionó hasta que le salió el tiro por la culata.

Pablo entró en la sala de juntas seguido de un grupo de hombres. Conforme los presentaba, saludaban e iban a ocupar su puesto en torno a la mesa. Uno o dos rostros familiares se acercaron a estrecharle la mano e intercambiar saludos, pero, en su mayoría, los hombres de negocios de Lenape Bay no querían mezclarse con él hasta no oír lo que tenía que decirles.

Pedro consultó su reloj. Eran las ocho y cinco de la mañana. Se sentía despejado, alerta, listo para la acción. El grupo ambiguo que se desplegaba ante él parecía todo lo contrario. Por eso había pedido que se celebrara aquella reunión. Hacía mucho tiempo que había aprendido que un madrugador contaba con una notable ventaja. Durante años se había forzado a levantarse al amanecer, nadar antes de ducharse y tomarse una buena dosis de café para calentar motores.

Esperó y observó mientras los termos de café pasaban de mano en mano. De vez en cuando alguien cruzaba la mirada con él, a lo que respondía con una ligera sonrisa. Esperaba las miradas de curiosidad, pero descubrió que disfrutaba con las de nerviosismo. Estaban asustados y eso era bueno. Cuanto más asustados estuvieran, más fácil le resultaría.

Hacía mucho tiempo que no veía al pleno del ayuntamiento en aquella sala. Había un par de caras nuevas, pero, en su mayoría, excepto el gran Claudio Chaves, eran los mismos hombres que habían mandado en Lenape Bay desde que él había nacido.

Le echó un vistazo a Pablo y se dijo que tendría que conformarse con él. Cuando Pedro se había enterado de la muerte de Claudio se había quedado tan inmóvil como si hubiera metido la cabeza en un avispero. Todos sus planes y sus ideas habían nacido para hacerle daño a Claudio y el que el hombre se le hubiera muerto le parecía muy injusto. Le había deprimido tanto que había necesitado bastante tiempo para decidir lo que quería hacer. Sin embargo, por mucho que lo meditase, una cosa seguía siendo cierta: todos los Chaves eran responsables de lo que le había pasado a su familia, y todos lo pagarían.

Pablo le sonrió. Pedro estudió su pelo escaso y su barriga. Había empezado a parecerse al viejo Claudio. Pedro le devolvió la sonrisa.

«Sí, servirá perfectamente».

Ya estaba bien de pensar en el pasado. Volvió a consultar su reloj. Paula se retrasaba. No la había invitado, pero estaba seguro de que se enteraría a tiempo de la reunión. Una lástima, ya era hora de comenzar.

—Caballeros —comenzó—. Estoy seguro de que todos se preguntan por qué he vuelto a Lenape Bay. Bien, estoy aquí porque…

—Dispensen —dijo la secretaria de Pablo, asomando la cabeza por la puerta—. ¿Señor Chaves?

—¿Qué pasa, Bárbara?

—Es la alcaldesa Wallace. Quiere saber si puede entrar. ¿Es correcto?

Pablo miró a Pedro.

—No faltaba más —dijo el último.