miércoles, 5 de agosto de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 53




Le había contado a la policía todo lo que Fedorovich le había revelado, incluyendo cómo la había seguido para llegar hasta Sebastián. Según el último informe de la Interpol, el informante de Moscú que había dado la pista falsa a la policía resultó ser el portero del edificio de apartamentos de Paula. Había servido en el ejército con Fedorovich y había admitido haberlo informado sobre los movimientos de Paula.


—No podías haberlo sabido —le dijo Pedro, cerrando la puerta a su espalda—. Nadie habría podido imaginar algo así.


Paula se alejó de él para dirigirse al salón. 


Después de apagar las luces, se detuvo ante la mesa para recoger uno de los cuentos de Sebastian.


—Yo nunca quise hacerle daño. Sólo quería amarlo y…


—Y lo amas, Paula. Cualquiera puede darse cuenta de ello.


—Pero lo puse en peligro. Lo hice llorar. Y tú no haces eso. Tú siempre pareces saber exactamente lo que necesita.


—Paula…


—Tú creíste en él. Tú querías luchar contra ese monstruo y en cambio yo lo traje aquí…


—Fedorovich no volverá a hacer daño a nadie, Paula. Todo ha terminado. Tienes que dejar de culparte a ti misma.


Lanzó el libro sobre el sofá. Su mirada tropezó con el barco de mecano que Pedro había estado construyendo con Sebastián, se agachó para protegerlo y lo estrechó contra su pecho. Le temblaban los labios.


—No se trata solamente de Fedorovich, ¿verdad, Paula? ¿Qué es?


—Tengo miedo, Pedro. ¿Y si Olga tenía razón?


—¿Sobre qué?


—Que yo no estoy hecha para ser madre. Que me he estado engañando a mí misma pensando que podría ser una buena madre para Sebastian.


—Eso no es cierto.


—¿No lo es? Tú mismo te has pasado nueve días recordándome lo mala madre que podría llegar a ser.


—Te criticaba porque quería ganarte.


—Pero a la vez estabas en lo cierto. Yo no hago programas, no me preocupan las vitaminas ni las dietas equilibradas…


—Cierto, pero eres imaginativa, sincera y tienes intuiciones increíbles.


—Tú tienes una familia. Hermanos, hermanas y padres que podrán proporcionarle a Sebastian una seguridad que yo jamás podría darle.


—Tú hablas su lengua. Conoces la cultura de la que procede.


—Pero tú sabes cuidarlo mejor.


—Y tú sabes hacerlo reír —replicó Pedro. No le extrañó que cada uno estuviera defendiendo no su propia causa, como antes, si no la del otro. Últimamente, sus frentes de combate se habían desdibujado tanto como sus propios sentimientos—. Y estoy absolutamente seguro de que sea cual sea el extravagante impulso que decidieras seguir, jamás le prenderías una nota al pecho y lo dejarías abandonado en una cafetería.


Paula aspiró profundamente y lo miró.


—No, yo jamás haría algo así. De todas formas… —se sentó en un brazo del sofá—. Sigo sintiéndome culpable.


—Eso es porque estás cargada de buenos sentimientos, y los expresas. Tu hermana estaba equivocada contigo, Paula. Tú puedes darle a un niño lo que más necesita en el mundo.


—¿Qué?


—Amor.


—Estás siendo condescendiente conmigo.


—No. Una vez me dijiste que yo no debía nunca cuestionar tu amor.


—Lo recuerdo. Fue el día en que nos conocimos.


—Pues deberías seguir tu propio consejo, Paula. Te has pasado demasiados años intentando convencerte a ti misma de que nunca encontrarías el amor. Y ahora mismo estás dudando del que llevas dentro.


Pedro


—Eres una mujer excepcional. Serías una madre maravillosa. Tienes más coraje que cualquier otra persona que haya conocido.


—¿Cómo puedes decir eso? —abrió los brazos—. Mírame. Soy un desastre. Ni siquiera he podido dejar de llorar el tiempo suficiente para darle un beso de buenas noches a mi sobrino.


—A eso me refiero. Se necesita coraje para amar a alguien. La fortaleza de tu amor por tu sobrino me admira y abruma. Arriesgaste tu vida por él.


—Para lo que sirvió… —murmuró, reprimiendo un nuevo ataque de llanto.


Pedro alzó una mano para secarle las lágrimas con el pulgar.


—Y también arriesgaste tu vida por mí.


—No quiero seguir hablando de eso, Pedro.


—Pues yo sí. No huiste cuando tuviste oportunidad de hacerlo. Intentaste desviar el tiro de Fedorovich. Dos veces.


—No sabía que llevaras un chaleco antibalas.


—Lloraste cuando creíste que estaba herido —le tomó una mano.


—Porque eso también habría sido culpa mía. Cuando te llamé, sólo quería que alertaras a Locatelli. Yo no quería que vinieras. Contaba con que serías lo suficientemente sensato para…


—La sensatez no era una opción. Creí volverme loco cuando descubrí que Fedorovich te tenía prisionera —le confesó, apretándole la mano—. Y también cuando le gritaste que te matara a ti, en vez de a Sebastian.


—Tenía que hacer algo.


—Fue una temeridad.


—Eso habría zanjado nuestra polémica sobre su custodia.


La hizo levantarse del brazo del sofá. Él le había dicho lo mismo apenas la semana anterior. En aquel entonces no había sido consciente de lo mucho que podían doler aquellas palabras.


—No digas eso. Ni siquiera lo pienses.


—¿Por qué no? No podemos fingir que eso no existe.


—Inténtalo —la acercó hacia sí.


—Nuestra tregua ha terminado. Fedorovich ya no representa ningún peligro. No hay ninguna razón para que sigas quedándote en mi suite. Cuando Sebastián se despierte, volverás a llevártelo.


—No se trata de Sebastián —enterró la nariz en su pelo, aspirando su fragancia.


Pedro


—Simplemente déjame abrazarte, ¿de acuerdo?


Paula se estremeció.


—¿Me tomas por tonta? Tú quieres más que eso.


—Paula…


—Quieres terminar lo que empezamos ayer.


Pedro encontró el lóbulo de su oreja y se dedicó a mordisqueárselo delicadamente.


—Sí. ¿Tú no?


—Eso sería una estupidez.


—¿Por qué?


—Tú también estás hecho un desastre. Sé que estás agotado. Se te nota en la cara, pero en lugar de preocuparte por ti, estás intentando hacer que me sienta mejor —se apartó levemente para poder mirarlo a los ojos—. Además, cada vez que veo ese agujero en tu camiseta, no puedo evitar pensar en lo cerca que estuviste de morir y…


Pedro se sacó la camiseta por la cabeza y la arrojó a un lado.


—Ya está. ¿Así mejor?


—Maldita sea, Pedro. Yo no quiero esto…


—No hay manera de evitarlo.


Paula abrió los puños para deslizar las palmas por su torso desnudo.


—Ya casi es de día.


—Todavía —apagó la única lámpara que quedaba encendida, tomó sus manos entre las suyas y se las besó. Luego continuó por las muñecas, allí donde latía su pulso. Las mangas del vestido eran lo suficientemente anchas, así que continuó besándola a lo largo del brazo, por la cara interior del codo…


Gimiendo, Paula se tambaleó levemente y le echó los brazos al cuello. Durante un buen rato permanecieron así, abrazados en silencio, dándose calor mutuamente. Una vez más volvían a ser simplemente Pedro y Paula, dos personas unidas por el destino.


Y gradualmente, inevitablemente, el abrazo empezó a cambiar para convertirse en otra cosa. 


Al principio, los movimientos fueron sutiles. Pedro podía sentir la deliciosa presión de sus senos contra su pecho. Cuando movió las caderas para aliviar la presión que estaba empezando a sentir en aquella zona, Paula deslizó una mano entre sus cuerpos y cerró los dedos sobre su sexo.


Pedro se estremeció bajo la fuerza de su propia excitación. Pero lo que sentía era algo más que físico. Hacía días que lo sabía. No quería tener relaciones sexuales con Paula. Quería hacer el amor con ella.


Acunando su rostro entre sus manos, la besó. 


Paula entreabrió inmediatamente los labios. 


Aquel beso fue diferente de todos los demás que habían compartido antes. Más profundo, más seguro… y más urgente.


Paula le desabrochó el cinturón en el mismo instante en que él le subió la falda del vestido. 


Era tan sincera y abierta en su pasión como en todo lo demás: ya no había tiempo ni espacio para las vacilaciones o para la timidez. Se desnudaron mutuamente sin dejar de besarse. 


La falta de una cama cerca no los disuadió de seguir adelante. Ni la rodilla lesionada de Pedro. La tumbó en el sofá: para entonces Paula ya había enredado las piernas en torno a su cintura.


Apretando los dientes, entró en ella. Mientras profundizaba sus embates, sintió que le clavaba las uñas en la espalda. Su aroma le llenaba los pulmones, tan íntimo como la unión de sus cuerpos. Fue una unión dura, cruda, primaria: exactamente lo que ambos necesitaban.


Al menos eso era lo que pensaba Pedro, hasta que la besó en una mejilla y paladeó el sabor de sus lágrimas. Alzó la cabeza.


—Paula, ¿estás bien? Lo siento, ¿he sido demasiado brusco?


—No, estoy bien. Ha sido maravilloso.


—¿Entonces por qué…? ¿Por qué estás llorando otra vez?


—Porque es sencillamente ridículo que alguien se enamore de su enemigo… que es lo que me ha pasado a mí.


Pedro enterró la cara en el hueco de su hombro. Su cuerpo, todavía estremecido por la fuerza de su orgasmo, se estremeció con una sensación de satisfacción, de plenitud, que nada tenía que ver con el sexo. Se había quedado literalmente sin aliento.


—Lo intenté, pero al final no he podido evitarlo. Te quiero, Pedro.


—Paula…


—Pero no creas que es porque tienes a Sebastian. Ni tampoco porque te esté agradecida por haberme salvado la vida.


Pedro sacudió la cabeza y le mordisqueó el lóbulo de una oreja.


—Y tampoco pienso renunciar a mi sobrino. Es sólo que…


Pedro la arrastró entonces hasta la alfombra y la sentó encima de él.


—Paula, yo creo que me enamoré de ti desde la primera vez que me sonreíste, sólo que en aquel momento no fui consciente de ello. No tuve otra elección: me obligaste a amarte.


—¿Yo? Pero si tú me sedujiste deliberadamente…


—Me vuelves loco.


—Y tú, mi querido Pedrovochik —sonrió—, haces que me sienta como si todo en este mundo fuera posible…




martes, 4 de agosto de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 52




El mar estaba agitado. El viento no había dejado de soplar en toda la noche y estaba arreciando aún más con las primeras luces del alba. Pedro no tenía prisa por contemplar el amanecer. Para él, eso sólo significaba que quedaba un día. 


Apartándose de la ventana, se volvió hacia la cama.


Paula estaba sentada en el borde, con una mano sobre el hombro de Sebastian. Había estado desesperada por regresar a su camarote para verlo. No había tenido paciencia para soportar las preguntas de Locatelli ni las palabras de elogio por su valentía que le había dirigido la plantilla del barco y la policía italiana. Se había negado en redondo a ser examinada por un médico. Sólo había ansiado una cosa: abrazar a su sobrino.


Al principio, la noche se le había hecho interminable. Y eternos los cuarenta minutos transcurridos entre la llamada de teléfono de Paula y la operación comandada por Locatelli. Pedro había querido que la policía actuara inmediatamente, pero el capitán Pappas se había negado a inundar la cubierta de agentes sin haberla acordonado bien antes para proteger la seguridad de los demás pasajeros.


Luego, cuando vio a Fedorovich encañonando a Paula con su pistola, el concepto del tiempo había dejado de tener sentido. Se frotó los ojos, intentando borrar aquella imagen de su mente. 


Paula estaba a salvo. No había sufrido ningún daño. Y lo mismo Sebastián.


Fedorovich estaba esposado a una cama en la clínica del barco. Aún no había recuperado la conciencia, y era posible que eso nunca llegara a ocurrir. Según el médico del crucero, el golpe que le había dado Pedro le había fracturado el cráneo y los pedazos habían afectado al cerebro.


No lo lamentaba en absoluto. Y eso que, hasta la fecha, Pedro jamás había levantado la mano contra otro ser humano. Era demasiado consciente de su tamaño, de su fortaleza. Había heredado su físico de su padre biológico y lo había aprovechado en cada uno de los deportes que había practicado. Pero ni una sola vez había recurrido a la violencia, por mucho que lo hubieran provocado.


Tan cuidadoso había sido controlando su fuerza como refrenando sus sentimientos. Sabía lo destructivos que ambos podían llegar a ser. Él mismo había padecido las consecuencias de la impulsividad de su madre biológica. Su misma concepción había sido un error. Y su espalda era un constante recordatorio de lo que sucedía cuando un hombre utilizaba su propia fuerza para el mal.


Por causa de todo ello, siempre había procurado refrenar sus emociones. Ése precisamente había sido uno de los factores que habían intervenido en su divorcio. Pero que no pudiera expresar sus sentimientos no significaba que no los tuviera, y Elena jamás había llegado a diferenciar una cosa de la otra.


Con Paula, sin embargo, era distinto. Sólo tenía que pensar en ella para que sus emociones escaparan a su control: algo que no le había sucedido con nadie. Con Sebastián no había necesitado disimular sus sentimientos, le había abierto su corazón… y Paula lo había aprovechado para meterse dentro junto con él.


La tomó de la mano, obligándola suavemente a levantarse.


—Está dormido.


—Parece un ángel.


—Ya está a salvo —le acarició el pelo—. Por favor, Paula, deja de llorar.


—Es culpa mía —se enjugó las lágrimas con el dorso de las manos—. Yo traje aquí a ese asesino.


Pedro le pasó un brazo por los hombros y la sacó del dormitorio. Cualquiera se habría derrumbado después de todo lo que había pasado. Ella no.



CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 51




Todo transcurrió como a cámara lenta. Paula apenas fue consciente del ruido de las botas a su alrededor. Escuchó a Locatelli y a Gabriel impartiendo órdenes mientras sus hombres pasaban de largo a su lado para atrapar a Fedorovich. Más gente se reunió en el puente, pero sólo podía ver, sólo podía pensar en Pedro.


Y en su aterradora inmovilidad.


Se arrastró hasta él. Tenía los ojos abiertos y respiraba agitadamente. Tenía un agujero en el centro de su camiseta de polo…


«¡Oh, no!», exclamó para sus adentros. Apoyó una mano en su pecho.


—¡Llamen a un médico! —gritó a la gente que los rodeaba.


Pedro alzó entonces una mano para acariciarle una mejilla.


—Paula —murmuró—. Estoy bien.


Ladeó la cabeza para besarle los dedos.


—Ahorra tus fuerzas, Pedrochik —susurró.


—Estoy bien, de verdad.


—¿Señor Alfonso? —era el capitán del barco, Nikolas Pappas. Arrodillándose, se inclinó hacia Pedro.


—¿Está herido?


—No. Sólo cansado. Eso es todo. No necesito un médico.


El capitán dio una orden a uno de los agentes que se estaba ocupando de Fedorovich, le apretó un hombro y se incorporó para alejarse. Paula se lo quedó mirando de hito en hito. 


¿Cómo podía no darse cuenta de que…? Tenía una mano entre las suyas: las lágrimas le caían sobre los nudillos.


—Éste no es momento para hacerte el valiente, necesitas…


—Paula, mírame —se incorporó sobre un codo—. Llevo el chaleco antibalas.


Miró su pecho de nuevo. No había sangre alrededor del agujero de bala. Sí, Pedro llevaba una protección debajo de la camiseta…


La sensación de alivio, de tan intensa, resultó dolorosa. Las lágrimas fluían incontenibles. 


Pedro estaba ileso. No iba a perder a otro ser querido. Se dobló sobre sí misma, apretando la mano de Pedro contra su pecho.


—Hey, ¿estás bien?


¿Otro ser querido? Se había enamorado de él.


Amaba a Pedro. No quería perderlo. Podía sentir su presencia en su corazón tan claramente como su mano entre las suyas.


—¿Paula?


Pero iba a perderlo. Desde el principio habían estado destinados a separarse. Temblando, se sentó sobre sus talones y le soltó la mano.


El mundo volvió a recomponerse. El agente Gallo y uno de los hombres de Gabriel se llevaron a Fedorovich. Tenía la cabeza ensangrentada.


Pedro se sentó trabajosamente y la miró, como si de repente se hubiera acordado de algo.


—Ese primer tiro de Fedorovich no te hirió, ¿verdad? Me pareció que falló, yo…


La preocupación que destilaba su voz no hizo sino conmoverla aún más. Paul miró la cubierta, el puente, la barandilla, las estrellas que brillaban en el cielo… todo menos el rostro que había llegado a ser tan querido para ella. Lo amaba. No había querido que aquello sucediera.


—Estoy bien. ¿Dónde está Sebastian? ¿Quién lo está vigilando? Estará terriblemente preocupado. Necesito verlo.


—Sebastian puede esperar —dijo Pedro, acunándole el rostro entre las manos—. Esto no.


—¿Qué…?


Y la acalló con un beso.


Para entonces, Paula estaba temblando tanto que no se dio cuenta de que lo mismo le pasaba a él.


CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 50




Una ola de pánico le subió por el pecho. Se suponía que Pedro no tenía que venir. Se suponía que, en su lugar, tenía que enviar a los hombres de la seguridad del barco. ¿Acaso no la había comprendido bien?


—No veo al chico —masculló Fedorovich.


De repente Paula se dio cuenta. Pedro había comprendido. No se había presentado con Sebastián. Gracias a Dios, su sobrino estaba a salvo…


Pero el corazón volvió a helársele en el pecho. 


Si Pedro había entendido su mensaje, ¿por qué se había presentado? Debería haberse quedado con Sebastián y dejado que los especialistas se enfrentaran con Fedorovich. Era por eso por lo que había transigido con las exigencias de aquel loco. Por eso había estado fingiendo, haciéndose la dócil y la sumisa, para que nadie más resultara herido.


Pero ahora Pedro estaba allí. Ella lo había puesto en peligro, a él también. Y Fedorovich estaba retirando la pistola de sus costillas para…


—¡No! —gritó, apartándose—. ¡Pedro, vuelve!


Su voz resonó en el puente: todo lo demás estaba en silencio. ¿Cuándo se había hecho aquel silencio? Ya no había nadie paseando por la borda. Sólo estaba Pedro, su figura recortada contra el cielo, apoyado en sus muletas. Solo y sin armas, sería un objetivo fácil para aquel asesino.


Fedorovich cerró entonces un brazo sobre su cuello. Utilizándola como escudo, se levantó del banco.


—¿Dónde está el chico? —gritó en inglés.


En lugar de huir, Pedro empezó a caminar hacia allí ayudándose de las muletas.


—Está a salvo. Nunca conseguirás hacerle el menor daño.


—Tráemelo o la mataré.


Paula esbozó una mueca cuando sintió la boca del cañón detrás de la oreja.


—Adelante —dijo—. Se suponía que tenías que matar a la familia Gorsky. Yo soy la cuñada de Borya. Mátame a mí en lugar de a Sebastian.


—Quédate donde estás, Alfonso —ordenó Fedorovich, arrastrando a Paula hacia atrás hasta que no tuvo a su espalda más que la pared de cristal del centro infantil.


—Sí, mátame a mí en su lugar —repitió Paula—. Así tu honor quedará satisfecho y terminaremos de una vez.


—Tranquila, Paula. No necesitas hacer esto —gritó Pedro. Había llegado hasta el primero de los grandes maceteros y lo estaba rodeando—. Fedorovich es un cobarde. No tiene honor. Se está escudando detrás de una mujer.


Fedorovich dio un respingo.


—Tú no sabes nada. Eres un americano. Un flojo y un débil.


—Yo no me escudo detrás de las mujeres —replicó Pedro—. Ni amenazo a niños. Eres un cobarde.


Paula comprendió que Pedro estaba provocando deliberadamente a Fedorovich para que la soltara. ¿Qué le pasaba? ¿Acaso no se daba cuenta de que su única prioridad debería ser proteger a Sebastian?


—¡Pedro, no te preocupes por mí! —gritó—. ¡Sal de aquí! ¡Ve a buscar ayuda!


—No tiene honor —repitió Pedro. Ya no necesitaba gritar para hacerse oír. Ya casi había llegado al banco donde habían estado sentados—. Míralo. Es una vergüenza para el uniforme que lució en el ejército.


Fedorovich escupió al suelo.


—¡Estúpido! Quieres morir como un héroe, pero con eso no conseguirás salvar al chico —retiró el arma del cuello de Paula y apuntó a Pedro—. No necesito que tú me lo traigas. Volveré a encontrarlo después de mataros a los dos. Yo no fallo nunca.


—¡No! —Paula se puso en movimiento: se aferró al brazo de Fedorovich justo cuando se disponía a apretar el gatillo. La bala pasó silbando al lado de su cabeza.


Fedorovich la empujó y alzó el brazo para apuntar directamente al pecho de Pedro.


—¡Paula, corre! ¡Sal de aquí!


No tenía intención alguna de obedecerlo. Se lanzó contra Fedorovich para intentar desviar nuevamente el tiro, pero resbaló. Cayó de rodillas, apoyándose en el suelo con las dos manos. Aun así, se las arregló para empujar la pierna del asesino con el hombro. Como resultado, la segunda bala impactó en el respaldo del banco.


De repente la cubierta se iluminó completamente. Por el rabillo del ojo, vio a varios agentes de uniforme correr hacia ellos.


—¡Suelta el arma, Fedorovich! —era la voz de Locatelli, amplificada por un megáfono—. Estás rodeado.


Paula alzó la cabeza y vio a Fedorovich barriendo el puente con la mirada. Había un brillo oscuro en sus ojos: la vista de tantos hombres armados parecía haberle excitado.


—Baja la pistola —volvió a ordenar Locatelli—. No tienes escapatoria.


—Antes cumpliré con mi deber —pronunció el asesino en ruso, dejando de apuntar a Pedro.


—Eso es. Ahora tira el arma y levanta las manos.


Pero Paula sabía que no habían entendido lo que había dicho.


—¡No se está rindiendo! —gritó.


Fedorovich la encañonó a ella con una sonrisa en los labios.


—Tenías razón. Tú formas parte de la familia del pescador. Tu muerte servirá para…


—¡No! —Pedro soltó una muleta, agarró la otra con las dos manos y la blandió contra Fedorovich con todas sus fuerzas. La contera se estrelló contra su cabeza, derribándolo.


Pero no antes de que tuviera tiempo de apretar el gatillo. Pedro cayó de espaldas en cubierta.


—¡Adelante! —gritó Locatelli.