martes, 4 de agosto de 2020
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 50
Una ola de pánico le subió por el pecho. Se suponía que Pedro no tenía que venir. Se suponía que, en su lugar, tenía que enviar a los hombres de la seguridad del barco. ¿Acaso no la había comprendido bien?
—No veo al chico —masculló Fedorovich.
De repente Paula se dio cuenta. Pedro había comprendido. No se había presentado con Sebastián. Gracias a Dios, su sobrino estaba a salvo…
Pero el corazón volvió a helársele en el pecho.
Si Pedro había entendido su mensaje, ¿por qué se había presentado? Debería haberse quedado con Sebastián y dejado que los especialistas se enfrentaran con Fedorovich. Era por eso por lo que había transigido con las exigencias de aquel loco. Por eso había estado fingiendo, haciéndose la dócil y la sumisa, para que nadie más resultara herido.
Pero ahora Pedro estaba allí. Ella lo había puesto en peligro, a él también. Y Fedorovich estaba retirando la pistola de sus costillas para…
—¡No! —gritó, apartándose—. ¡Pedro, vuelve!
Su voz resonó en el puente: todo lo demás estaba en silencio. ¿Cuándo se había hecho aquel silencio? Ya no había nadie paseando por la borda. Sólo estaba Pedro, su figura recortada contra el cielo, apoyado en sus muletas. Solo y sin armas, sería un objetivo fácil para aquel asesino.
Fedorovich cerró entonces un brazo sobre su cuello. Utilizándola como escudo, se levantó del banco.
—¿Dónde está el chico? —gritó en inglés.
En lugar de huir, Pedro empezó a caminar hacia allí ayudándose de las muletas.
—Está a salvo. Nunca conseguirás hacerle el menor daño.
—Tráemelo o la mataré.
Paula esbozó una mueca cuando sintió la boca del cañón detrás de la oreja.
—Adelante —dijo—. Se suponía que tenías que matar a la familia Gorsky. Yo soy la cuñada de Borya. Mátame a mí en lugar de a Sebastian.
—Quédate donde estás, Alfonso —ordenó Fedorovich, arrastrando a Paula hacia atrás hasta que no tuvo a su espalda más que la pared de cristal del centro infantil.
—Sí, mátame a mí en su lugar —repitió Paula—. Así tu honor quedará satisfecho y terminaremos de una vez.
—Tranquila, Paula. No necesitas hacer esto —gritó Pedro. Había llegado hasta el primero de los grandes maceteros y lo estaba rodeando—. Fedorovich es un cobarde. No tiene honor. Se está escudando detrás de una mujer.
Fedorovich dio un respingo.
—Tú no sabes nada. Eres un americano. Un flojo y un débil.
—Yo no me escudo detrás de las mujeres —replicó Pedro—. Ni amenazo a niños. Eres un cobarde.
Paula comprendió que Pedro estaba provocando deliberadamente a Fedorovich para que la soltara. ¿Qué le pasaba? ¿Acaso no se daba cuenta de que su única prioridad debería ser proteger a Sebastian?
—¡Pedro, no te preocupes por mí! —gritó—. ¡Sal de aquí! ¡Ve a buscar ayuda!
—No tiene honor —repitió Pedro. Ya no necesitaba gritar para hacerse oír. Ya casi había llegado al banco donde habían estado sentados—. Míralo. Es una vergüenza para el uniforme que lució en el ejército.
Fedorovich escupió al suelo.
—¡Estúpido! Quieres morir como un héroe, pero con eso no conseguirás salvar al chico —retiró el arma del cuello de Paula y apuntó a Pedro—. No necesito que tú me lo traigas. Volveré a encontrarlo después de mataros a los dos. Yo no fallo nunca.
—¡No! —Paula se puso en movimiento: se aferró al brazo de Fedorovich justo cuando se disponía a apretar el gatillo. La bala pasó silbando al lado de su cabeza.
Fedorovich la empujó y alzó el brazo para apuntar directamente al pecho de Pedro.
—¡Paula, corre! ¡Sal de aquí!
No tenía intención alguna de obedecerlo. Se lanzó contra Fedorovich para intentar desviar nuevamente el tiro, pero resbaló. Cayó de rodillas, apoyándose en el suelo con las dos manos. Aun así, se las arregló para empujar la pierna del asesino con el hombro. Como resultado, la segunda bala impactó en el respaldo del banco.
De repente la cubierta se iluminó completamente. Por el rabillo del ojo, vio a varios agentes de uniforme correr hacia ellos.
—¡Suelta el arma, Fedorovich! —era la voz de Locatelli, amplificada por un megáfono—. Estás rodeado.
Paula alzó la cabeza y vio a Fedorovich barriendo el puente con la mirada. Había un brillo oscuro en sus ojos: la vista de tantos hombres armados parecía haberle excitado.
—Baja la pistola —volvió a ordenar Locatelli—. No tienes escapatoria.
—Antes cumpliré con mi deber —pronunció el asesino en ruso, dejando de apuntar a Pedro.
—Eso es. Ahora tira el arma y levanta las manos.
Pero Paula sabía que no habían entendido lo que había dicho.
—¡No se está rindiendo! —gritó.
Fedorovich la encañonó a ella con una sonrisa en los labios.
—Tenías razón. Tú formas parte de la familia del pescador. Tu muerte servirá para…
—¡No! —Pedro soltó una muleta, agarró la otra con las dos manos y la blandió contra Fedorovich con todas sus fuerzas. La contera se estrelló contra su cabeza, derribándolo.
Pero no antes de que tuviera tiempo de apretar el gatillo. Pedro cayó de espaldas en cubierta.
—¡Adelante! —gritó Locatelli.
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